19 de agosto de 2005
Queridos
seminaristas:
Os saludo a
todos con gran afecto, agradeciendo vuestra jovial acogida y, sobre
todo, el que hayáis venido a este encuentro desde numerosos Países
de los cinco continentes. Me dirijo ante todo al Seminarista, al
Sacerdote y al Obispo que nos han ofrecido su testimonio personal.
Gracias de corazón. Estoy contento de tener este encuentro con
vosotros. He querido que, en el programa de estos días en Colonia,
hubiera un encuentro especial con los jóvenes seminaristas, para
resaltar de manera más explícita y vigorosa la dimensión vocacional
que tienen siempre las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Seguramente, estáis viviendo esta experiencia con una intensidad muy
particular, precisamente porque sois seminaristas, es decir, jóvenes
que se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de Cristo y de
encuentro con Él, en vista de una misión importante en la Iglesia.
Esto es el seminario: no tanto un lugar, sino un tiempo
significativo en la vida de un discípulo de Jesús. Imagino el eco
que pueden tener en vuestro interior las palabras del lema de esta
vigésima Jornada mundial – «Hemos venido a adorarlo» – y todo
el relato evangélico de los Magos, del que se ha tomado el lema.
Este pasaje tiene un valor singular para vosotros, precisamente
porque estáis realizando un proceso de discernimiento y comprobación
de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme a
reflexionar con vosotros.
¿Por qué los
Magos fueron a Belén desde países lejanos? La respuesta está en
relación con el misterio de la «estrella» que vieron «salir» y que
identificaron como la estrella del «Rey de los Judíos», es decir,
como la señal del nacimiento del Mesías (cf. Mt 2,2). Por
tanto, su viaje fue motivado por una fuerte esperanza, que luego
tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia el "Rey de los
Judíos", hacia la realeza de Dios mismo. Los Magos marcharon porque
tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en
camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como
si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que
ahora finalmente se cumple. Queridos amigos, esto es el misterio de
la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo
cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que
Cristo invita a dejar todo para seguirlo más de cerca. El
seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que
podríamos definir de «enamoramiento». Su ánimo, henchido de asombro,
le hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí? Pero
el amor no tiene un «por qué», es un don gratuito al que se responde
con la entrega de sí mismo.
El seminario
es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La
formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen
en la unidad de la persona: esa comprende el ámbito humano,
espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de hacer
conocer íntimamente aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su
rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la Sagrada
Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la
cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe
enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el
contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede
parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro
encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo. Todo
contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada,
capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo
después responsablemente. El papel de los formadores es decisivo: la
calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena
parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los
responsables de la formación. Queridos seminaristas, precisamente
por eso rezamos hoy con viva gratitud por todos vuestros superiores,
profesores y educadores, que sentimos espiritualmente presentes en
este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la
tarea tan importante que se les ha confiado. El seminario es un
tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de
Cristo. En efecto, sólo si tiene una experiencia personal de Cristo,
el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto la
propia vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su
misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de
buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que
en el seminario pasa como una estación llena de promesas, su
«primavera».
Al llegar a
Belén, los Magos «entraron en la casa, vieron al niño con María, su
madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). He aquí
por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. «Entraron
en la casa»: esta casa representa en cierto modo la Iglesia. Para
encontrar al Salvador hay que entrar en la casa, que es la Iglesia.
Durante el tiempo del seminario se produce una maduración
particularmente significativa en la conciencia del joven
seminarista: ya no ve a la Iglesia «desde fuera», sino la siente,
por así decir, «en su interior», como «su casa», porque es casa de
Cristo, donde «habita» María, su madre. Y es justo la Madre quien le
muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo lo
hace ver, tocar, tomarlo en sus brazos. María le enseña a
contemplarlo con los ojos del corazón y a vivir de Él. En todos los
momentos de la vida en el seminario se puede experimentar esta
afectuosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al
encuentro con Cristo en el silencio de la meditación, en el oración
y en la fraternidad. María ayuda a encontrar al Señor sobre todo en
la Celebración eucarística, cuando en la Palabra y en el Pan
consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano.
«Y cayendo de
rodillas lo adoraron...; le ofrecieron regalos: oro, incienso y
mirra» (Mt 2,11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el
encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y
amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho
hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de
Simón Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los
santos, en particular de los santos seminaristas y sacerdotes que
han marcado los dos mil años de historia de la Iglesia? El secreto
de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su
voluntad. «Cristo es todo para nosotros», decía San Ambrosio; y San
Benito exhortaba a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo
sea todo para vosotros. Especialmente vosotros, queridos
seminaristas, ofrecedle a Él lo más precioso que tenéis, como
sugería el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada
Mundial: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración
fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (cf. n. 4).
El seminario es
un tiempo de preparación para la misión. Los Magos «se marcharon a
su tierra», y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey
de los Judíos. También vosotros, después del largo y necesario
itinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los
ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente
como alter Christus. En el viaje de retorno, los Magos
tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios,
desorientación, dudas...¡ya no tenían la estrella para guiarlos!
Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y
alimentarla con la memoria constante de Cristo, de su Rostro santo,
de su Amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también
vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis
vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: «Permaneced
en mi amor» (Jn 15,9). Si permanecéis en Cristo, daréis mucho
fruto. No lo habéis elegido vosotros a Él, sino que Él os ha elegido
a vosotros (cf. Jn 15,16). ¡He aquí el secreto de vuestra
vocación y de vuestra misión! Está guardado en el corazón inmaculado
de María, que vela con amor materno sobre cada uno de vosotros.
Recurrid frecuentemente a Ella con confianza. Yo os aseguro mi
afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.