Discurso en la Vigilia Final de la JMJ
Sábado
20 de agosto de 2005
Papa Benedicto XVI
Marienfeld (Campo de María), Colonia, Alemania
Queridos jóvenes:
En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos
llegado al momento que san Mateo describe así en su Evangelio: «Entraron
en la casa (sobre la que se había parado la estrella), vieron al niño
con María, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). El camino
exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este
punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior
que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado a este
Rey recién nacido de modo diferente. Se habían detenido precisamente en
Jerusalén para obtener del Rey local información sobre el Rey prometido
que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso
estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un
Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las
grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un
Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de
parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en
camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el
derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese
Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación
del mundo. Eran de esas personas que «tienen hambre y sed de justicia» (Mt
5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron
peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para
ponerse a su servicio.
Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y
soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que
para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían
buscar al niño de la promesa si no en el palacio del Rey. No obstante,
ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán
de que Herodes – el Rey al que habían acudido – le acechaba con su
poder, de modo que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y
el exilio. El nuevo Rey era muy diferente de lo que se esperaban.
Debían, pues, aprender que Dios es diverso de cómo acostumbramos a
imaginarlo. Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento
en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey
prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y,
con ello cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de
Dios es diferente al poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar
es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerle
también a Él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas
terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos.
Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce
legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26,53). Al poder estridente y
pomposo de este mundo, Él contrapone el poder inerme del amor, que en la
Cruz – y después siempre en la historia – sucumbe y, sin embargo,
constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e
instaura el Reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello.
Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de
aprender el estilo de Dios.
Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su
majestad sobre la suya. Éste era el sentido de su gesto de acatamiento,
de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes –
oro, incienso y mirra –, dones que se hacían a un Rey considerado
divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación.
Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían
reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder
y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y
siguiéndole, querían servir junto a Él la causa de la justicia y del
bien en el mundo. En esto, tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no
se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto
de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que
éste es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este
modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han
de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del
perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve
esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo servir a que Dios esté
presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y,
precisamente así, a encontrarse a sí mismos. Saliendo de Jerusalén, han
de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de
Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para
nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de
Dios, que ha de orientar nuestras vidas, suena bien, pero queda algo
vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que
vienen de oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y
mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la
estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros,
seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los
santos – conocidos o desconocidos – mediante los cuales el Señor nos ha
abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y
lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del
Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que
Dios ha dejando en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi
venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, ha beatificado y canonizado
a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos.
En estas figuras ha querido demostrarnos cómo se consigue ser
cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo: a vivir a la
manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han
buscado obstinada-mente la propia felicidad, sino que han querido
simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.
De este modo, ellos nos indican la vía para ser felices y nos muestran
cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes
de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces
han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está
siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo
suficiente para dar la posibilidad de aceptar – tal vez en el dolor – la
palabra de Dios al terminar del obra del creación: «Y era muy bueno».
Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa
Teresa de Ávila, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo, a los
funda-dores de las órdenes religiosas del siglo XVIII, que han animado y
orientado el movimiento social, o a los santos de nuestro tiempo:
Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Madre Teresa, Padre Pío. Contemplando
estas figuras comprendemos lo que significa «adorar» y lo que quiere
decir vivir a medida del niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios
mismo.
Los santos, hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera
expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios,
proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el
siglo pasado hemos vivido revoluciones cuyo programa común fue no
esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la
causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de
este modo, un punto de vista humano y parcial se tomó como criterio
absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto,
sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que le
priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que
salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es
nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es
realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente
en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo,
es el amor eterno. Y, ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos
hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se
practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero
rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron
ante el niño de Belén.«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre», dijo
Jesús a Felipe (Jn 14,9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que
su corazón fuera traspasado, en El se ha manifestado el verdadero rostro
de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han
precedido. Entonces iremos por el camino justo.
Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado,
sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las
Sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada
Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo
siempre ante de nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo
sabemos, y el Señor mismo nos lo ha dicho: es una red con peces buenos y
malos, un campo con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos ha
mostrado el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos santos que
ha proclamado, también ha pedido perdón por el mal causado en el
transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la
Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra
verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros
defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a
formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la
cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos
esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado
precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana,
pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la
cual Él establece un espacio de comunión y unidad en todos los
continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a
esta gran familia; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo
aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una
familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el
pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En
esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos
con la estrella que ilumina la historia.
«Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). Queridos amigos, ésta no es una
historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la
Hostia consagrada, Él está ante nosotros y entre nosotros. Como
entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como
entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por
nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto
hasta el fin del mundo (cf. Jn 12,24). Él está presente, como entonces
en Belén. Y nos invita a esa peregrinación interior que se llama
adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación del
espíritu, y pidámosle a Él que nos guíe. Amén.