LA PRONTITUD, LA OBEDIENCIA Y LA
ABNEGACIÓN DE SAN JOSÉ
Homilía del Cardenal Joseph Ratzinger (SS. Benedicto XVI)
en al Oratorio de las Hnas. De la Madre Dolorosa
Roma, 3/19/92
"En verdad, en verdad os digo: si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere,
da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en
este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me
siga, y donde Yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me
sirve, el Padre le honrará. " (Juan 12, 24-26)
Queridos hermanas y
hermanos:
Hace poco pude ver
en casa de unos amigos una representación de San José que me ha hecho
pensar mucho. Es un relieve procedente de un retablo portugués de la
época barroca, en el que se muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se
ve una tienda abierta, y junto a ella un ángel en postura vertical.
Dentro, José, que está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un
peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata
difícil. Si en primera impresión resulta un tanto ingenuo que el viajero
aparezca a la vez como durmiente, pensando más a fondo empezamos a
comprender lo que la imagen nos quiere sugerir.
Duerme José,
ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt
2,13ss). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los
Cantares había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba
vigilante (Cant 5,2). Reposan los sentidos exteriores, pero el fondo
del alma se puede franquear. En esa tienda abierta tenemos una
figuración del hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo
que resuene en su interior o se lo diga desde arriba; del hombre cuyo
corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios
vivo y su ángel le comuniquen. En esa profundidad el alma de
cualquier hombre se puede encontrar con Dios. Desde ella Dios nos habla
a cada uno y se nos muestra cercano.
Sin embargo, la
mayoría de las veces nos hallamos invadidos por cuidados, inquietudes,
expectativas y deseos de todas clases; tan repletos de imágenes y
apremios producidos por el vivir de cada día, que, por mucho que
vigilemos externamente, se nos pide la interna vigilancia y, con ella,
el sonido de las voces que nos hablan desde lo más íntimo del alma. Ésta
se halla tan cargada de cachivaches, y son tantas las murallas elevadas
en su interior, que la voz suave del Dios próximo no puede hacerse oír.
Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres hemos ido dominando cada
vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a la medida de nuestros
deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el
conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez
nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado
unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los
objetos que alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos
para producir otros objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra
propia imagen, y estamos incapacitados para oír la voz profunda que,
desde la Creación, nos habla también hoy de la bondad y la belleza de
Dios.
Ese José que
duerme, pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene
por dentro y desde lo alto --porque no es otra cosa lo que acaba de
decirnos el Evangelio de este día--, es el hombre en el que se unen el
íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la tienda abierta de su
vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los sentidos; a
que recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos dirigir
la mirada hacia el interior y hacia lo alto, para que Dios pueda
tocarnos el alma y comunicarle su palabra. La Cuaresma es un tiempo
especialmente adecuado para que nos apartemos de los apremios
cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del
interior.
Pasamos al segundo
punto. Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el
Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mt 1,24; 2,14). Así toma
contacto con el centro de la vida de María, la respuesta que diera Ella
en el momento decisivo de su existencia: He aquí la sierva del Señor
(Lc 1,38). En él sucede lo mismo con su disposición a levantarse: Aquí tienes a tu siervo. Dispón de mí. Coincide su respuesta con la
de Isaías en el instante de recibir el llamamiento: Heme aquí, Señor.
Envíame (Is 6,8, en relación con 1 Sam 3,8ss). Esa llamada informará
su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la Escritura
que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando le
dice: Te llevarán adonde tú no quieras ir (Jn 21,10). José,
con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado
para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere.
Su vida entera es una historia de correspondencias de este tipo.
Comenzó con la
primera comunicación de las alturas: la del ángel al darle información
sobre el secreto de la maternidad divina de María, el Misterio de la
llegada del Mesías. De improviso, la idea que se había hecho de una vida
discreta, sencilla y apacible, resulta trastornada cuando se siente
incorporado a la aventura de Dios entre los hombres. Al igual que
sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se ha encontrado
cara a cara con un misterio del que le toca ser testigo y copartícipe.
Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el nacimiento del Mesías
no podrá suceder en Nazaret. Ha de partir para Belén, que es la ciudad
de David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no
le acogieron (Jn 1,11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el
Señor ha de nacer en las afueras, en un establo. Luego viene, tras la
nueva comunicación del ángel, la salida de Egipto, donde ha de correr la
suerte de los sin casa y sin patria: refugiados, extranjeros,
desarraigados que buscan un lugar donde instalarse con los suyos.
Volverá, pero sin
que hayan terminado los peligros. Más tarde sufrirá la dolorosa
experiencia de los tres días durante los que Jesús está perdido (Lc
2,46), esos tres días que son como un presagio de los que mediarán entre
la Cruz y la Resurrección: días en los que el Señor ha desaparecido y se
siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no habrá de retornar para
vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos días que se
fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir al
Padre, y podrás estar conmigo cuando tú también subas (cfr Jn
20,17), así ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en
primer plano el misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de
gravedad y de grandeza. José se siente, en cierto modo, puesto en su
sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo alto. Yo debía
ocuparme de las cosas de mi Padre (Lc 2,19). Es como si le dijera:
Tú no eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de
este oficio, has recibido el encargo de custodiar el misterio de la
Encarnación.
Y morirá por fin
José sin haber visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio
quedarán sepultados todos sus padecimientos y esperanzas. La vida de
este hombre no ha sido la del que, pretendiendo realizarse a sí mismo,
busca en sí solamente los recursos que necesita para hacer de su vida lo
que quiere. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que se deja
llevar adonde no quería. No ha hecho de su vida cosa propia, sino
cosa que dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su
intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos
de Dios, ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la
voluntad grandiosa del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra
renuncia de sí mismo donde el hombre se descubre.
Porque tal es la
verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos
encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien
prevalece, sino ésa del Padre a la que Jesús se sometió: No se
haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42). Y como entonces se
cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase tu Voluntad en la
tierra como en el cielo, es una parte del Cielo lo que hay en la
tierra, porque en ésta se hace lo mismo que en el Cielo. Por esto San
José nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto
modo adelantaba la imitación de Jesús Crucificado, los caminos de la
fidelidad, de la resurrección y de la vida.
Nos queda un tercer
aspecto. Mirando a ese José que está vestido como peregrino,
comprendemos que, a partir del momento en que supiera del Misterio, su
existencia sería la del que está siempre en camino, en un constante
peregrinar. Fue así la suya una vida marcada por el signo de
Abrahán: porque la Historia de Dios entre los hombres, que es la
historia de sus elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre
de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen 12,1;
Heb 9,8ss). Y por haber sido una réplica de la vida de Abrahán, se nos
descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano.
Podemos comprobarlo con viveza singular en la primera Carta de san Pedro
y en la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos --nos dicen
los Apóstoles-- debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y
huéspedes (1 Pet 1,17; 2,11; Heb 13,14): porque nuestra morada, o como
dice san Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está
en los Cielos (Phil 3,20).
Hoy suenan mal
estas palabras sobre el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos
de cumplir nuestros deberes en la tierra, nos enajena de nuestro mundo.
Tendemos a creer que nuestra vocación no es solamente hacer un Paraíso
de la tierra y en ésta concentrar nuestras miradas, sino a la vez
dedicarle por completo el corazón y los esfuerzos de nuestras manos.
Pero sucede en la realidad que, al comportarnos de ese modo, lo que
estamos haciendo es justamente destrozar la Creación. Ello es así
porque, en el fondo, los anhelos del hombre, la saeta de sus ambiciones,
apuntan en dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca,
comprobemos que únicamente Dios puede saciar al hombre por completo.
Estamos hechos de tal forma, que las cosas finitas nos dejan siempre
insatisfechos, porque necesitamos mucho más: necesitamos el Amor
inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas.
Aunque ese anhelo
sea insuprimible, podemos, por desgracia desplazarlo de nuestros
horizontes, y con ello perseguir las plenitudes buscando únicamente en
lo finito. Queriendo tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y
exigimos todo de ella y de la actual sociedad. Pero, en su intento de
extraer de lo finito lo infinito, el hombre pisotea la tierra e
imposibilita una ordenada convivencia social con los demás, porque a sus
ojos cada uno de los otros aspectos aparece como amenaza u obstáculo; y
porque arranca del mundo material y del biológico algunos componentes
que necesitaría preservar para sí mismo. Tan sólo cuando aprendamos
nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo, brillará también
la tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las
grandes esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con
Dios, y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de
aherrojarnos a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos
hacia este mundo para que tenga también él esperanza y paz.
Por todo ello,
demos gracias a Dios en este día porque nos ha dado ese Santo, que nos
habla de recogernos en Él; que nos enseña la prontitud, la obediencia,
la abnegación y la actitud de los caminantes que se dejan llevar por
Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de servir igualmente a
nuestra tierra. Demos gracias asimismo por esta fiesta jubilar en la que
podemos comprobar que sigue habiendo personas con el ánimo abierto a la
voluntad de Dios, y preparadas para escuchar sus llamamientos y marchar
a su lado hacia donde Él quiera llevarlas.
Imploremos la
gracia de lo Alto para que, demostrando también nosotros vigilancia y
prontitud, y procediendo en nuestras vidas con la misma plenitud de la
esperanza, nos veamos un día recibidos por Dios, que constituye nuestro
auténtico Destino de caminantes hacia la comunión de la vida eterna.
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