Homilía en Cimangola
"COMENZAD A CRECER DESDE HOY EN VUESTRA AMISTAD CON JESÚS"
Luanda, Angola
S.S. Benedicto XVI
Marzo 22, 2009
www.vatican.va
Señores Cardenales,
Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que
no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna» (Jn 3,16). Estas palabras nos colman de gozo y
esperanza, pues anhelamos el cumplimiento de las promesas de
Dios. Para mí es hoy un motivo de alegría celebrar como Sucesor
del Apóstol Pedro esta Misa con vosotros, mis hermanos y
hermanas en Cristo, que venís de diversas regiones de Angola,
Santo Tomé y Príncipe y de muchos otros Países. Saludo con gran
afecto en el Señor a las comunidades católicas de Luanda, Bengo,
Cabinda, Benguela, Huambo, Huíla, Kuando Kubango, Kunene, Kwanza
Norte, Kwanza Sul, Lunda Norte, Lunda Sul, Malanje, Namibe,
Moxico, Uíje y Zaire.
Saludo especialmente a mis Hermanos Obispos, los miembros de la
Asociación Interregional de los Obispos del África Austral,
reunidos alrededor de este altar del sacrificio del Señor.
Agradezco al Presidente de la C.E.A.S.T., Arzobispo Damião
Franklin, por sus amables palabras de bienvenida y, en la
persona de sus Pastores, saludo a todos los fieles de las
naciones de Botswana, Lesotho, Mozambique, Namibia, Sudáfrica,
Suazilandia y Zimbabue.
La primera lectura de hoy tiene una resonancia particular para
el Pueblo de Dios en Angola. Es un mensaje de esperanza para el
Pueblo elegido en la lejanía de su destierro, una invitación a
volver a Jerusalén para reconstruir el Templo del Señor. La
descripción vibrante de la destrucción y la ruina causada por la
guerra refleja la experiencia personal de muchos en este País
durante las terribles devastaciones de la guerra civil. Qué
verdad es el que la guerra puede destruir «todo lo que tiene
valor» (cf. 2 Cr 36,19): familias, comunidades enteras, el fruto
de la fatiga de los hombres, las esperanzas que guían y alientan
sus vidas y su trabajo. Esta experiencia es demasiado familiar
en el conjunto de África: el poder destructivo de la guerra
civil, el caer en el torbellino del odio y la venganza, el
despilfarro de los esfuerzos de generaciones de gente de bien.
Cuando se descuida la Palabra del Señor –una Palabra que tiende
a la edificación de las personas, de las comunidades y de toda
la familia humana–, y la Ley de Dios es objeto de «burla,
desprecio y escarnio» (cf. ibíd., v. 16), el resultado sólo
puede ser destrucción e injusticia, deshonra de nuestra común
humanidad y traición de nuestra vocación a ser hijos e hijas del
Padre misericordioso, hermanos y hermanas de su Hijo predilecto.
Nos confortan, pues, las palabras consoladoras que hemos
escuchado en la primera lectura. La llamada a volver y a
reconstruir el Templo de Dios tiene un significado particular
para todos nosotros. San Pablo, de cuyo nacimiento celebramos
este año el bimilenario, nos dice que «somos santuario del Dios
vivo» (2 Co 6,16). Como sabemos, Dios habita en el corazón de
los que ponen su confianza en Cristo, han renacido en el
Bautismo y se han convertido en templo del Espíritu Santo.
También ahora, en la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia, Dios nos llama a reconocer en nosotros la fuerza de su
presencia, a acoger de nuevo el don de su amor y su perdón, y a
convertirnos en mensajeros de este amor misericordioso en
nuestras familias y comunidades, en la escuela, el trabajo y en
cada sector de la vida social y política.
Aquí en Angola, este domingo ha sido declarado como día de
oración y sacrificio por la reconciliación nacional. El
Evangelio nos enseña que la reconciliación –una verdadera
reconciliación– sólo puede ser fruto de una conversión, de una
transformación del corazón, de un nuevo modo de pensar. Nos
enseña que sólo la fuerza del amor de Dios puede cambiar
nuestros corazones y hacernos triunfar sobre el poder del pecado
y la división. Cuando estábamos «muertos por nuestros pecados»
(cf. Ef 2,5), su amor y su misericordia nos han ofrecido la
reconciliación y la vida nueva en Cristo. Éste es el núcleo de
la enseñanza del apóstol Pablo, y es importante para nosotros
volver a traer a la memoria que sólo la gracia de Dios puede
crear en nosotros un corazón nuevo. Sólo su amor puede cambiar
nuestro «corazón de piedra» (Ez 11,19) y hacernos capaces de
construir, en lugar de demoler. Sólo Dios puede hacer nuevas
todas las cosas.
He venido a África precisamente para predicar este mensaje de
perdón, de esperanza y de una vida nueva en Cristo. Hace tres
días, en Yaundé, he tenido la alegría de hacer público el
Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África
del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada al tema: La
Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia
y la paz. Hoy os pido que recéis, junto con nuestros hermanos y
hermanas de toda África, por esta intención: que todo cristiano
en este gran Continente sienta el toque saludable del amor
misericordioso de Dios, y que la Iglesia en África sea «gracias
al testimonio ofrecido por sus hijos e hijas, lugar de auténtica
reconciliación» (Ecclesia in Africa, 79).
Queridos amigos, éste es el mensaje que el Papa os dirige a
vosotros y a vuestros hijos. Habéis recibido del Espíritu Santo
la fuerza de ser los constructores de un porvenir mejor para
vuestro querido País. En el Bautismo se os ha dado el Espíritu
para ser heraldos del Reino de Dios, reino de la verdad y la
vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la
paz (cf. Misal Romano, Jesucristo, Rey del universo, Prefacio).
El día de vuestro Bautismo habéis recibido la luz de Cristo. Sed
fieles a este don, con la certeza de que el Evangelio puede
confirmar, purificar y ennoblecer los profundos valores humanos
que hay en vuestra cultura nativa y en vuestras tradiciones:
familias unidas, profundo sentido religioso, alegre celebración
del don de la vida, estima por la sabiduría de los ancianos y
por las aspiraciones de los jóvenes. Y agradeced también la luz
de Cristo. Mostrad vuestro reconocimiento a quienes os la han
traído: generaciones y generaciones de misioneros que tanto han
contribuido y siguen contribuyendo al desarrollo humano y
espiritual de este País. Agradeced el testimonio de tantos
padres y maestros cristianos, catequistas, sacerdotes,
religiosas y religiosos, que han sacrificado su propia vida para
transmitiros este precioso tesoro. Asumid el reto que representa
este gran patrimonio. Tened presente que la Iglesia en Angola y
en toda África, tiene la tarea de ser ante el mundo un signo de
esa unidad a la que, a través de la fe en Cristo redentor, está
llamada toda la familia humana.
En el Evangelio de hoy hay palabras de Jesús que suscitan una
cierta impresión: Él nos dice que ya se ha dictado la sentencia
de Dios sobre el mundo (cf. Jn 3,19ss). La luz ha venido al
mundo. Pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz,
porque sus obras eran malas. Cuántas tinieblas hay en tantas
partes del mundo. Las nubes del mal han oscurecido trágicamente
también África, incluida esta amada Nación de Angola. Pensemos
en el drama de la guerra, en las feroces consecuencias del
tribalismo y las rivalidades étnicas, en la codicia que corrompe
el corazón del hombre, esclaviza a los pobres y priva a las
generaciones futuras de los recursos que necesitan para crear
una sociedad más solidaria y más justa, una sociedad real y
auténticamente africana en su genio y en sus valores. Y ¿qué
decir de ese insidioso espíritu de egoísmo que encierra a las
personas en sí mismas, divide las familias y, suplantando los
grandes ideales de generosidad y abnegación, lleva
inevitablemente al hedonismo, a la evasión en falsas utopías
mediante el uso de la droga, a la irresponsabilidad sexual, al
debilitamiento de la unión matrimonial, a la destrucción de las
familias y la eliminación de vidas humanas inocentes por el
aborto?
Sin embargo, la palabra de Dios es una palabra de esperanza sin
límites. En efecto, «tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único... para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
Dios nunca nos considera desahuciados. Él sigue invitándonos a
levantar los ojos hacia un futuro de esperanza y nos promete la
fuerza para conseguirlo. Como dice San Pablo en la segunda
lectura de hoy, Dios nos ha creado en Cristo Jesús para vivir
una vida justa, una vida en que hagamos buenas obras según su
voluntad (cf. Ef 2,10). Nos ha dado sus mandamientos, no como
una rémora, sino como un manantial de libertad: libertad para
ser hombres y mujeres llenos de sabiduría, maestros de justicia
y paz, gente que tiene confianza en los otros y busca su
auténtico bien. Dios nos ha creado para vivir en la luz y para
ser luz del mundo que nos rodea. Esto es lo que Jesús nos dice
en el Evangelio de hoy: «El que realiza la verdad, se acerca a
la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios»
(Jn 3,21).
«Vivid, pues, conforme a la verdad». Irradiad la luz de la fe,
la esperanza y el amor en vuestras familias y comunidades. Sed
testigos de la santa verdad que hace libres a los hombres y las
mujeres. Sabéis por una amarga experiencia que, tras la
repentina furia destructora del mal, el trabajo de
reconstrucción es penosamente lento y duro. Requiere tiempo,
esfuerzo y perseverancia: debe comenzar en nuestros corazones,
en los pequeños sacrificios cotidianos necesarios para ser
fieles a la ley de Dios, en los pequeños gestos mediante los
cuales demostramos amar a nuestros prójimos –todos ellos, sin
distinción de raza, etnia o lengua– con la disponibilidad de
colaborar con ellos para construir juntos sobre fundamentos
duraderos. Haced que vuestras parroquias se conviertan en
comunidades donde la luz de la verdad de Dios y el poder del
amor reconciliador de Cristo no solamente se celebren, sino que
también se manifiesten en obras concretas de caridad. No tengáis
miedo. Aunque esto signifique ser un «signo de contradicción»
(Lc 2,34) frente a actitudes duras y una mentalidad que
considera a los otros como instrumentos para usar, en vez de
como hermanos y hermanas a los que amar, respetar y ayudar a lo
largo del camino de la libertad, la vida y la esperanza.
Permitidme concluir con una palabra dirigida particularmente a
los jóvenes de Angola y a todos los jóvenes de África. Queridos
jóvenes amigos, vosotros sois la esperanza del futuro de vuestro
País, la promesa de un mañana mejor. Comenzad a crecer desde hoy
en vuestra amistad con Jesús, que es «el camino, y la verdad, y
la vida» (Jn 14,6): una amistad alimentada y profundizada por la
oración humilde y perseverante. Buscad su voluntad sobre
vosotros, escuchando cotidianamente su palabra y dejando que su
ley modele vuestra vida y vuestras relaciones. De este modo os
convertiréis en profetas sabios y generosos del amor salvador de
Dios; llegaréis a ser evangelizadores de vuestros propios
compañeros, llevándolos con vuestro ejemplo personal a que
aprecien la belleza y la verdad del Evangelio, y a encaminarse
por la esperanza de un futuro plasmado por los valores del Reino
de Dios. La Iglesia necesita vuestro testimonio. No tengáis
miedo de responder generosamente a la llamada de Dios para
servirlo, bien como sacerdotes, religiosas o religiosos, bien
como padres cristianos o en tantas otras formas de servicio que
la Iglesia os propone.
Queridos hermanos y hermanas, al final de la primera lectura de
hoy, Ciro, rey de Persia, inspirado por Dios, ordena al Pueblo
elegido que vuelva a su querida Patria y reconstruya el Templo
del Señor. Que estas palabras del Señor sean una llamada para
todo el Pueblo de Dios en Angola y en toda África del Sur:
Levantaos, poneos en camino (cf. 2 Cr 36,23). Mirad al futuro
con esperanza, confiad en las promesas de Dios y vivid en su
verdad. De este modo construiréis algo destinado a permanecer, y
dejaréis a las generaciones futuras una herencia duradera de
reconciliación, de justicia y de paz. Amén.
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