"Su grito se sigue
haciendo eco en nuestros corazones"
Discurso en el memorial de "Yad Vashem", en Jerusalén, en
honor de las víctimas del Holocausto.
S.S. Benedicto XVI
Mayo 11, 2009
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"Yo he de darles en mi casa y en mis muros un monumento y un
nombre... les daré un nombre que no será borrado, que nunca será
cancelado" (Isaías 56, 5).
Este pasaje, tomado del Libro del profeta Isaías, presenta dos
frases sencillas que expresan de manera solemne el significado
profundo de este lugar venerado: yad, "memorial"; shem,
"nombre". He venido aquí para detenerme en silencio ante este
monumento, erigido para honrar la memoria de los millones de
judíos asesinados en la horrenda tragedia de la Shoá. Perdieron
la vida, pero no perderán nunca sus nombres: están
indeleblemente grabados en los corazones de sus seres queridos,
de sus compañeros de prisión, y de quienes están decididos a no
permitir nunca que un horror así pueda volver a deshonrar a la
humanidad. Sus nombres, en particular y sobre todo, están
grabados para siempre en la memoria de Dios Omnipotente.
Uno puede despojar al vecino de sus posesiones, de las
oportunidades o de la libertad..., se puede tejer una insidiosa
red de mentiras para convencer a los demás de que ciertos grupos
no merecen respeto. Y, sin embargo, por más que se esfuerce,
nunca se puede quitar el nombre de otro ser humano.
La Sagrada Escritura nos enseña la importancia del nombre cuando
se le confía a una persona una misión única o un don especial.
Dios llamó a Abram "Abraham", pues debía convertirse en "el
padre de muchos pueblos" (Génesis 17, 5). Jacob fue llamado
"Israel", pues había "sido fuerte contra Dios y contra los
hombres" y había vencido (Cf. Génesis 32,29). Los nombres
custodiados en este venerado monumento tendrán para siempre un
lugar sagrado entre los innumerables descendientes de Abraham.
Como le sucedió a él, también su fe fue probada. Al igual que le
sucedió a Jacob, también ellos quedaron sumergidos en la lucha
entre el bien y el mal, mientras luchaban por discernir los
designios del Omnipotente. ¡Que los nombres de estas víctimas no
perezcan nunca! ¡Que sus sufrimientos nunca sean negados,
disminuidos u olvidados! ¡Y que toda persona de buena voluntad
vigile para desarraigar del corazón del hombre todo lo que sea
capaz de llevar a tragedias semejantes!
La Iglesia católica, comprometida en las enseñanzas de Jesús y
decidida a imitar el amor por toda persona, siente profunda
compasión por las víctimas aquí recordadas. Del mismo modo, está
junto a quienes sufren persecuciones a causa de la raza, el
color, la condición de vida, o la religión. Sus sufrimientos son
los suyos y suya es su esperanza de justicia. Como obispo de
Roma y sucesor del apóstol Pedro confirmo, como mis sucesores,
el compromiso de la Iglesia de rezar y actuar sin descanso para
asegurar que el odio no reine nunca más en el corazón de los
hombres. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el Dios de
la paz (Cf. Salmo 85, 9).
Las Escrituras enseñan que tenemos el deber de recordar al mundo
que este Dios está vivo, aunque en ocasiones nos resulte difícil
comprender sus caminos misteriosos e inescrutables. Él se reveló
a sí mismo y sigue actuando en la historia humana. Sólo Él
gobierna al mundo con equidad y juzga con justicia a todo pueblo
(Cf. Salmo 9, 9).
Al detener la mirada en los rostros reflejados en el espejo del
estanque que yace en silencio en este memorial, no podemos dejar
de recordar que cada uno de ellos tiene un nombre. Sólo puedo
imaginar la alegre espera de sus padres, mientras esperaban con
ansia el nacimientos de sus niños. ¿Qué nombre daremos a este
hijo? ¿Qué será de él o de ella? ¿Quién hubiera podido imaginar
que serían condenados a un destino tan deplorable?
Mientras estamos aquí, en silencio, su grito sigue haciendo eco
en nuestros corazones. Es un grito que se eleva contra todo acto
de injusticia y de violencia. Es una condena perenne de todo
derramamiento de sangre inocente. Es el grito de Abel, que se
eleva desde la tierra hacia el Omnipotente. Al profesar nuestra
inquebrantable confianza en Dios, damos voz a ese grito con las
palabras del Libro de las Lamentaciones, tan lleno de
significado tanto para judíos como para cristianos.
"El amor del Señor no se ha acabado, ni se ha agotado su
ternura;
cada mañana se renuevan: ¡grande es tu lealtad!
'¡Mi porción es el Señor, dice mi alma, por eso en él espero!'.
Bueno es el Señor con el que en él espera, con el alma que le
busca.
Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor (3, 22-26).
Queridos amigos, estoy profundamente agradecido tanto a Dios
como a vosotros por la oportunidad que se me ha dado de
recogerme aquí, en silencio: un silencio para recordar, un
silencio para esperar.
[Traducción de Jesús Colina
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]
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