Aquí Cristo "nos ha
enseñado que el mal nunca tiene la última palabra"
Discurso en la Basílica del Santo
Sepulcro en Jerusalén, lugar, según la tradición, de la
crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo.
S.S. Benedicto XVI
Mayo 15, 2009
www.zenit.org
Hermanos obispos,
padre custodio,
¡Queridos hermanos y Hermanas en Cristo!
Para mí es fuente de profunda conmoción estar presente con
vosotros en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y
vino a habitar entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos
aquí reunidos para cantar la oración de las vísperas de la
Iglesia, alabando y dando gracias a Dios por las maravillas que
ha hecho por nosotros! Agradezco al arzobispo Sayah por las
palabras de bienvenida, y a través de él, saludo a todos los
miembros de la comunidad maronita aquí en Tierra Santa. Saludo a
los sacerdotes, los religiosos, los miembros de los movimientos
eclesiales y los operadores pastorales que han venido de toda
Galilea. Una vez más alabo el cuidado demostrado por los
hermanos de la Custodia, que en el curso de los siglos han
cuidado de los lugares santos como éstos. Saludo al patriarca
latino emérito, Su Beatitud Michel Sabbah, que por más de veinte
años guió el rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles del
patriarcado latino y al actual patriarca, Su Beatitud Fouad Twal,
así como a los miembros de la comunidad greco-melquita,
representada aquí por el arzobispo Elías Chacour. Y en este
lugar, donde Jesús mismo creció hasta la madurez y aprendió
hebreo, saludo a los cristianos de esa lengua, que son para
nosotros un recuerdo de las raíces judías de nuestra fe.
Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo,
fue un acto singular de Dios, una potente intervención en la
historia a través de la cual, un niño fue concebido para traer
la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación
continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las
ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su
amor por nosotros, de su deseo de estar en comunión con
nosotros. Aquí el eterno Hijo de Dios se convirtió en hombre, e
hizo posible para nosotros, sus hermanos y hermanas, el
compartir su filiación divina. Aquel movimiento de rebajamiento
de un amor que se vació a sí mismo hizo posible el movimiento
inverso de exaltación en el cual también nosotros fuimos
elevados para compartir la vida misma de Dios (cf. Filipenses
2,6-11).
El Espíritu que "descendió sobre María" (cf. Lucas 1, 35) es el
mismo Espíritu que se aleteó sobre las aguas en los albores de
la Creación (cf. Génesis 1,2). Esto nos recuerda que la
Encarnación fue un nuevo acto creativo. Cuando nuestro Señor
Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno
virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada,
entrando en una permanente nueva relación con nosotros e
inaugurando la nueva Creación. El relato de la Anunciación
ilustra la extraordinaria gentileza de Dios (Cf. Madre Juliana
de Norwich, Revelaciones 77-79). Él no se impone a sí mismo, no
predetermina sencillamente la parte que María tendrá en su plan
de salvación: él busca ante todo su ascenso. En la creación
original obviamente no era cuestión que Dios pidiera el
consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva Creación él
lo pide. María está en el puesto de toda la humanidad. Ella
habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del
ángel. San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo
esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento
gracias a la cual se cumplió la unión nupcial entre Dios y la
humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se
había reservado para ese momento, en el que tuvo lugar un
diálogo que habría dado inicio a un nuevo y definitivo capítulo
de la historia del mundo. María dijo: "hágase en mí según tu
palabra". Y la Palabra de Dios se hizo carne.
Reflexionar sobre este alegre misterio nos da esperanza, la
segura esperanza de que Dios continuará conduciendo nuestra
historia, actuando con poder creativo para realizar los
objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos
desafía a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu
Creador que nos hace nuevos, que nos hace una sola cosa con Él y
nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita gentileza, a
consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios
en nuestros corazones, haciéndonos capaces de responderle con
amor, e salir con amor el uno hacia el otro.
En el Estado de Israel y en los Territorios Palestinos los
cristianos son una minoría de la población. Tal vez os parezca
que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros hermanos
cristianos han emigrado, con la esperanza de contar en otros
lugares mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra
situación nos recuerda la situación de la joven virgen María,
que llevó una vida escondida en Nazaret, con pocas cosas del
ambiente cotidiano en cuanto a la riqueza y a la influencia
mundana. Para citar las palabras de María en su gran himno de
alabanza, el Magníficat, Dios ha mirado la humillación de su
sierva, ha colmado de bienes a los hambrientos. ¡Saquemos fuerza
del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con
la entera Iglesia de Todo el mundo! ¡Tened el valor de ser
fieles a Cristo y permaneced aquí en la tierra que Él santificó
con su presencia! Como María, tenéis un papel que desempeñar en
el plan divino de la salvación, llevando a Cristo en el mundo,
dando testimonio de Él y difundiendo su mensaje de paz y unidad.
Por esto, es esencial que estéis unidos entre vosotros, de modo
que la Iglesia en la Tierra Santa pueda ser claramente
reconocida como "un signo y un instrumento de comunión con Dios
y de unidad con todo el género humano" (Lumen gentium, 1).
Vuestra unidad en la fe, en la esperanza y en el amor es un
fruto del Espíritu Santo que habita en vosotros y os hace
capaces de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios,
ayudándoos a construir una genuina reconciliación entre los
diversos pueblos que reconocen a Abraham como su padre en la fe.
Pues, como María proclamó gozosamente en su Magníficat, Dios
"siempre se acuerda de su misericordia, como había prometido a
nuestros padres, a favor de Abraham y de su linaje por los
siglos" (Lucas 1, 54-55).
Queridos amigos en Cristo, podéis estar seguros de que
continuamente os recuerdo en mi oración, y os pido que hagáis lo
mismo por mí. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que
en este lugar miró la humildad de su sierva, y cantemos sus
alabanzas en unión con la Bienaventurada Virgen María, con los
coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en todo el
mundo.
[Traducción del original inglés realizada por Zenit
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]
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