Carta Encíclica
CARITAS IN VERITATE
Del Sumo Pontífice Benedicto XVI
A los Obispos, a los Presbíteros y Diáconos
a las personas consagradas, a todos los fieles laicos
y a todos los hombres de buena voluntad
sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad
www.vatican.va
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho
testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y
resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico
desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor
—«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las
personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo
de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en
Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su
propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para
realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su
verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,22).
Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y
convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e
insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co
13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de
manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan
completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el
corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y
libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y
la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el
proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros.
En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de
su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la
verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn
14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la
Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por
esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de
Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da
verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el
prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como
en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de
las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y
políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la
caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y
como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es
caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de
Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La
caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es
su promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que
ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser
mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier
caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social,
jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los
contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su
irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades
morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la
verdad, en el sentido señalado por San Pablo de la «veritas in
caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y
complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar,
encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad,
pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la
caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos
un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que
contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad
de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social.
Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto social
y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien
desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer
a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como
elemento de importancia fundamental en las relaciones humanas,
también las de carácter público. Sólo en la verdad resplandece
la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz
que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente
la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la
inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la
caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y
comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El
amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena
arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura
sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y
que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La
verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que
la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un
fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la
verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo
tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez
«Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser
comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores,
compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que
crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La
verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las
sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las
determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la
sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los
seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el
testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y
cultural actual, en el que está difundida la tendencia a
relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a
comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es
sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción
de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral.
Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir
fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos
para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el
mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la
verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones
reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y procesos
para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el
diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris).
Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el
Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre
nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor
redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado,
puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres,
destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de
caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la
gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de
caridad.
La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de
caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re
sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la
sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la
verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la
caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es
al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción
y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El
desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los
graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad,
necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé
testimonio de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por
lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la
actuación social se deja a merced de intereses privados y de
lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos
difíciles como los actuales.
6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la
doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma
operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo
volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de
manera especial por el compromiso para el desarrollo en una
sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad
elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de
la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro;
pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo
que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su
obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en
primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con
caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta
decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una
vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es
«inseparable de la caridad»[1], intrínseca a ella. La justicia
es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su
«medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con obras y
según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol
Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el
reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las
personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la
«ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la
caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de
la entrega y el perdón[3]. La «ciudad del hombre» no se promueve
sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún,
con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La
caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las
relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo
compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay que tener también en gran consideración el bien común.
Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él.
Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir
social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos
nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios
que se unen en comunidad social[4]. No es un bien que se busca
por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la
comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien
realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y
esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar
por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro,
ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil,
política y culturalmente la vida social, que se configura así
como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más
eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que
responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está
llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de
incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también
política, podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e
incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra
directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales
de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está
inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al
compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en
favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la
caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La
acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y
sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa
ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la
familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el
bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a
toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos
y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad
del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que
prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi
venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del
desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz
suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de
Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos
ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con
todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es
decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad.
La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha dado
gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible
esperar en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los
hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos humanas a
condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las
dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del
camino.
A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo
rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI,
retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y
siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en
nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de Dios
Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de la Populorum
progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta
entonces, una conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum
novarum. Pasados otros veinte años más, manifiesto mi convicción
de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la
Rerum novarum de la época contemporánea», que ilumina el camino
de la humanidad en vías de unificación.
9. El amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío
para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva
globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la
interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se
corresponda con la interacción ética de la conciencia y el
intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente
humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y
de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un
carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y
recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se
asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de
conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con
el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a
relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no
pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los
Estados»[11]. No obstante, tiene una misión de verdad que
cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad
a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad
se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz
de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar
en consideración los valores —a veces ni siquiera el
significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad
al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única
garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un
desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la
anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste.
Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su
doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está
al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de
cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia
la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la
encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre
nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].
CAPÍTULO PRIMERO
EL MENSAJE
DE LA POPULORUM PROGRESSIO
10. A más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la
Populorum progressio insta a permanecer fieles a su mensaje de
caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito del magisterio
específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición
de la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después
los diversos términos en que hoy, a diferencia de entonces, se
plantea el problema del desarrollo. El punto de vista correcto,
por tanto, es el de la Tradición de la fe apostólica[13],
patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual la Populorum
progressio sería un documento sin raíces y las cuestiones sobre
el desarrollo se reducirían únicamente a datos sociológicos.
11. La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco
después de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La
misma Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima
relación con el Concilio.[14] Veinte años después, Juan Pablo II
subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación de
aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con la
Constitución pastoral Gaudium et spes[15]. También yo deseo
recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II para la
Encíclica de Pablo VI y para todo el Magisterio social de los
Sumos Pontífices que le han sucedido. El Concilio profundizó en
lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir,
que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio
del mundo en términos de amor y verdad. Pablo VI partía
precisamente de esta visión para decirnos dos grandes verdades.
La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar,
cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover
el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no
se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que
manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción
del hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un
régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos
casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada
cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a
sus actividades caritativas. La segunda verdad es que el
auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a
la totalidad de la persona en todas sus dimensiones[16]. Sin la
perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo
se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda
expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener;
así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para
los bienes más altos, para las iniciativas grandes y
desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se
desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le
puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la
historia, se ha creído con frecuencia que la creación de
instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el
ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha
depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi
como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera
automática. En realidad, las instituciones por sí solas no
bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo
vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y
solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este
desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona,
necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja
únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la
auto-salvación y termina por promover un desarrollo
deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite
no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[17], sino
reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir
verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del
otro y preocuparse por el otro»[18].
12. La relación entre la Populorum progressio y el Concilio
Vaticano II no representa un fisura entre el Magisterio social
de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron, puesto
que el Concilio profundiza dicho magisterio en la continuidad de
la vida de la Iglesia[19]. En este sentido, algunas
subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia,
que aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías
extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos
de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar,
diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al
mismo tiempo siempre nueva[20]. Es justo señalar las
peculiaridades de una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u
otro Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia de
todo el corpus doctrinal en su conjunto[21]. Coherencia no
significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad
dinámica a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia
ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos
que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda tanto el carácter
permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal[23]
que, con sus características específicas, forma parte de la
Tradición siempre viva de la Iglesia[24]. La doctrina social
está construida sobre el fundamento transmitido por los
Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado
después por los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se
remite en definitiva al hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu
que da vida» (1 Co 15,45), y que es principio de la caridad que
«no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos
y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo
de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética
de los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de
Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la
evangelización. Por estas razones, la Populorum progressio,
insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos
todavía hoy a nosotros.
13. Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la
Iglesia, la Populorum progressio enlaza estrechamente con el
conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en particular, con
su magisterio social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran
relevancia: reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio
para la construcción de la sociedad según libertad y justicia,
en la perspectiva ideal e histórica de una civilización animada
por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social
se había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre
el impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal
cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la
común hermandad. Indicó en el desarrollo, humana y
cristianamente entendido, el corazón del mensaje social
cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza
al servicio del desarrollo. Movido por el deseo de hacer
plenamente visible al hombre contemporáneo el amor de Cristo,
Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas importantes, sin
ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, Pablo
VI trató luego el tema del sentido de la política y el peligro
que representaban las visiones utópicas e ideológicas que
comprometían su cualidad ética y humana. Son argumentos
estrechamente unidos con el desarrollo. Lamentablemente, las
ideologías negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso en
guardia sobre la ideología tecnocrática[26], hoy particularmente
arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo el proceso
del desarrollo sólo a la técnica, porque de este modo quedaría
sin orientación. En sí misma considerada, la técnica es
ambivalente. Si de un lado hay actualmente quien es propenso a
confiar completamente a ella el proceso de desarrollo, de otro,
se advierte el surgir de ideologías que niegan in toto la
utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente
antihumano y que sólo comporta degradación. Así, se acaba a
veces por condenar, no sólo el modo erróneo e injusto en que los
hombres orientan el progreso, sino también los descubrimientos
científicos mismos que, por el contrario, son una oportunidad de
crecimiento para todos si se usan bien. La idea de un mundo sin
desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por
tanto, es un grave error despreciar las capacidades humanas de
controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que
el hombre tiende constitutivamente a «ser más». Considerar
ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la
utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza
originario, son dos modos opuestos para eximir al progreso de su
valoración moral y, por tanto, de nuestra responsabilidad.
15. Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan
estrechamente relacionados con la doctrina social —la Encíclica
Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la Exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975— son
muy importantes para delinear el sentido plenamente humano del
desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer
también estos textos en relación con la Populorum progressio.
La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y
procreador a la vez de la sexualidad, poniendo así como
fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y
mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y en la
complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida[27]. No
se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae
señala los fuertes vínculos entre ética de la vida y ética
social, inaugurando una temática del magisterio que ha ido
tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último,
en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II[28]. La
Iglesia propone con fuerza esta relación entre ética de la vida
y ética social, consciente de que «no puede tener bases sólidas,
una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la
persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente
aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y
violación de la vida humana, sobre todo si es débil y
marginada»[29].
La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una
relación muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la
evangelización —escribe Pablo VI— no sería completa si no
tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de
los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre»[30]. «Entre evangelización y
promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente
lazos muy fuertes»[31]: partiendo de esta convicción, Pablo VI
aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la promoción de
la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad de Cristo
mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la
evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa
todo el hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se funda el
aspecto misionero [32] de la doctrina social de la Iglesia, como
un elemento esencial de evangelización[33]. Es anuncio y
testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible para
educarse en ella.
16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir,
ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una
vocación: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a
promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es
una vocación»[34]. Esto es precisamente lo que legitima la
intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo. Si
éste afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del
hombre, y no al sentido de su caminar en la historia junto con
sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la meta de este
camino, la Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo VI,
como ya León XIII en la Rerum novarum[35], era consciente de
cumplir un deber propio de su ministerio al proyectar la luz del
Evangelio sobre las cuestiones sociales de su tiempo[36].
Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un
lado, que éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que
es incapaz de darse su significado último por sí mismo. Con
buenos motivos, la palabra «vocación» aparece de nuevo en otro
pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No hay, pues, más que
un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el
reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la
vida humana»[37]. Esta visión del progreso es el corazón de la
Populorum progressio y motiva todas las reflexiones de Pablo VI
sobre la libertad, la verdad y la caridad en el desarrollo. Es
también la razón principal por lo que aquella Encíclica todavía
es actual en nuestros días.
17. La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre
y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad
responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura
puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la
responsabilidad humana. Los «mesianismos prometedores, pero
forjados de ilusiones»[38] basan siempre sus propias propuestas
en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo,
seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad
se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del
hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la
humildad de quien acoge una vocación se transforma en verdadera
autonomía, porque hace libre a la persona. Pablo VI no tiene
duda de que hay obstáculos y condicionamientos que frenan el
desarrollo, pero tiene también la certeza de que «cada uno
permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él
se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su
fracaso»[39]. Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos
ante nosotros pero, al mismo tiempo, también a las situaciones
de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o de una
necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad
humana. Por eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy, con
acento dramático, a los pueblos opulentos»[40]. También esto es
vocación, en cuanto llamada de hombres libres a hombres libres
para asumir una responsabilidad común. Pablo VI percibía
netamente la importancia de las estructuras económicas y de las
instituciones, pero se daba cuenta con igual claridad de que la
naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad humana.
Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano;
sólo en un régimen de libertad responsable puede crecer de
manera adecuada.
18. Además de la libertad, el desarrollo humano integral como
vocación exige también que se respete la verdad. La vocación al
progreso impulsa a los hombres a «hacer, conocer y tener más
para ser más»[41]. Pero la cuestión es: ¿qué significa «ser
más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que
comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser
integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el
hombre»[42]. En la concurrencia entre las diferentes visiones
del hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI, se
proponen también en la de hoy, la visión cristiana tiene la
peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de
la persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación
cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los
hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: «Lo que cuenta
para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de
hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe cristiana se
ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones
de poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que
ciertamente se han dado y también hoy se dan, junto con sus
naturales limitaciones[44], sino sólo en Cristo, al cual debe
remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano integral.
El Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo porque,
en él, Cristo, «en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»[45]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta
los signos de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo
que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la
humanidad»[46]. Precisamente porque Dios pronuncia el «sí» más
grande al hombre[47], el hombre no puede dejar de abrirse a la
vocación divina para realizar el propio desarrollo. La verdad
del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el
hombre y de todos los hombres, no es el verdadero desarrollo.
Éste es el mensaje central de la Populorum progressio, válido
hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano
natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador[48],
requiere su autentificación en «un humanismo trascendental, que
da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema
del desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación cristiana a
dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el
sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda
eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la
finalidad y el “bien”, empieza a disiparse»[50].
19. Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta
que su centro sea la caridad. En la Encíclica Populorum
progressio, Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no
son principalmente de orden material. Nos invitó a buscarlas en
otras dimensiones del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con
frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad.
Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar
adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo
hacen falta «pensadores de reflexión profunda que busquen un
humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí
mismo»[51]. Pero eso no es todo. El subdesarrollo tiene una
causa más importante aún que la falta de pensamiento: es «la
falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos»[52].
Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por sí
solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más
cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz
de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una
convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la
hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios
Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado
mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI,
presentando los diversos niveles del proceso de desarrollo del
hombre, puso en lo más alto, después de haber mencionado la fe,
«la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a
participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos
los hombres»[53].
20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio
siguen siendo fundamentales para dar vida y orientación a
nuestro compromiso por el desarrollo de los pueblos. Además, la
Populorum progressio subraya reiteradamente la urgencia de las
reformas[54] y pide que, ante los grandes problemas de la
injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe con valor y
sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la caridad
en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa:
«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se
debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la
avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que
está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica
fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige
tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse
concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los
procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente
humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL DESARROLLO HUMANO
EN NUESTRO TIEMPO
21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el
término «desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que
los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades
endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico,
eso significaba su participación activa y en condiciones de
igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto
de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con
buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la
consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar
libertad y paz. Después de tantos años, al ver con preocupación
el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en
estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido
las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo
que se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto,
reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por
la capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar
objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente
los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como
medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el
modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del
beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin
último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El
desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera
un crecimiento real, extensible a todos y concretamente
sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo
un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de
millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países
la posibilidad de participar efectivamente en la política
internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo
económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por
desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha
puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone
improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al
destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede
prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven,
las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre
la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en
buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios,
frecuentemente provocados y después no gestionados
adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la
tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas
necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos
respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y
sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente
y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus
soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo
desarrollo, están cada vez más interrelacionados, se implican
recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión
unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente
la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero
hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas
responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que
necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento
de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor.
La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas
reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en
las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este
modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar
de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del
presente en esta clave, de manera confiada más que resignada.
22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples
ámbitos. Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como
del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son
muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las
ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa
la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de
los problemas. Como ya señaló Juan Pablo II[55], la línea de
demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta
como en tiempos de la Populorum progressio. La riqueza mundial
crece en términos absolutos, pero aumentan también las
desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales
se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres,
algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y
consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones
persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo
«el escándalo de las disparidades hirientes»[56].
Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad tanto en el
comportamiento de sujetos económicos y políticos de los países
ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de
respeto de los derechos humanos de los trabajadores es provocada
a veces por grandes empresas multinacionales y también por
grupos de producción local. Las ayudas internacionales se han
desviado con frecuencia de su finalidad por irresponsabilidades
tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos
encontrar la misma articulación de responsabilidades también en
el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo
y el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los
conocimientos por parte de los países ricos, a través de un
empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad intelectual,
especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos
países pobres perduran modelos culturales y normas sociales de
comportamiento que frenan el proceso de desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de
modo problemático y desigual, entrando a formar parte del grupo
de las grandes potencias destinado a jugar un papel importante
en el futuro. Pero se ha de subrayar que no basta progresar sólo
desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo
necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso
económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la
problemática compleja de la promoción del hombre, ni en los
países protagonistas de estos adelantos, ni en los países
económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son
pobres, los cuales pueden sufrir, además de antiguas formas de
explotación, las consecuencias negativas que se derivan de un
crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los
países comunistas de Europa Oriental y el fin de los llamados
«bloques contrapuestos», hubiera sido necesario un
replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II,
quien en 1987 indicó que la existencia de estos «bloques» era
una de las principales causas del subdesarrollo[57], pues la
política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la
ideología inhibía la libertad. En 1991, después de los
acontecimientos de 1989, pidió también que el fin de los bloques
se correspondiera con un nuevo modo de proyectar globalmente el
desarrollo, no sólo en aquellos países, sino también en
Occidente y en las partes del mundo que se estaban
desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue
siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando
precisamente las medidas necesarias para superar los problemas
económicos actuales.
24. El mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de
socialización estuviera ya avanzado y pudo hablar de una
cuestión social que se había hecho mundial, estaba aún mucho
menos integrado que el actual. La actividad económica y la
función política se movían en gran parte dentro de los mismos
confines y podían contar, por tanto, la una con la otra. La
actividad productiva tenía lugar predominantemente en los
ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de
forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la
política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades
de la economía y, de algún modo, gobernar su curso con los
instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la
Populorum progressio asignó un papel central, aunque no
exclusivo, a los «poderes públicos»[59].
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de
afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo
contexto económico-comercial y financiero internacional,
caracterizado también por una creciente movilidad de los
capitales financieros y los medios de producción materiales e
inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder
político de los estados.
Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis
económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se
ven llamados directamente a corregir errores y disfunciones,
parece más realista una renovada valoración de su papel y de su
poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados,
de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo
actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos. Con un
papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que
se fortalezcan las nuevas formas de participación en la política
nacional e internacional que tienen lugar a través de la
actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este
sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en
la res publica por parte de los ciudadanos.
25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección
y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos
países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el
futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro
de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado,
al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la
búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste
con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el
poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de
crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado
interior. Consecuentemente, el mercado ha estimulado nuevas
formas de competencia entre los estados con el fin de atraer
centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas
medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de
reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado
a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la
búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global,
con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para
los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en
las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de
seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea,
tanto en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en
los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las
políticas de balance, con los recortes al gasto social, con
frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante
riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta
de protección eficaz por parte de las asociaciones de los
trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y económicos
hace que las organizaciones sindicales tengan mayores
dificultades para desarrollar su tarea de representación de los
intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por
razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades
sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos
mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas
a superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la
doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum
novarum[60], a dar vida a asociaciones de trabajadores para
defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que
ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la
urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito
internacional y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada,
ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos
porque estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio
entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre
sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la
desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad
psicológica, de dificultad para crear caminos propios coherentes
en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se
producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio
social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del
pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia
económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha
situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la
dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina
la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones
familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico
y espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los
gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden
económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de
salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su
integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de
toda la vida económico-social»[61].
26. En el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas
que en la época de Pablo VI. Entonces, las culturas estaban
generalmente bien definidas y tenían más posibilidades de
defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las
posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado
notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo
intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como
punto de partida una toma de conciencia de la identidad
específica de los diversos interlocutores. Pero no se ha de
olvidar que la progresiva mercantilización de los intercambios
culturales aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer
lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia de manera
acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas a
otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso
induce a caer en un relativismo que en nada ayuda al verdadero
diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo
cultural provoca que los grupos culturales estén juntos o
convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto,
sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro
opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y
estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de
la cultura de las diferentes naciones, de las tradiciones de los
diversos pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las
cuestiones fundamentales de la existencia[62]. El eclecticismo y
el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura de la
naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su
lugar en una naturaleza que las transciende[63], terminando por
reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la
humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse,
la extrema inseguridad de vida a causa de la falta de
alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas entre
tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa
del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar de
comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo
ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas
de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el
compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar el
hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se
ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del
planeta. El hambre no depende tanto de la escasez material,
cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más
importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir,
falta un sistema de instituciones económicas capaces, tanto de
asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera
regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de
afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales,
provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad
política nacional e internacional. El problema de la inseguridad
alimentaria debe ser planteado en una perspectiva de largo
plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y
promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres
mediante inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de
riego, transportes, organización de los mercados, formación y
difusión de técnicas agrícolas apropiadas, capaces de utilizar
del mejor modo los recursos humanos, naturales y
socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el
propio lugar, para asegurar así también su sostenibilidad a
largo plazo. Todo eso ha de llevarse a cabo implicando a las
comunidades locales en las opciones y decisiones referentes a la
tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser útil tener en
cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo
correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así
como las más innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido
reconocidas, tras una adecuada verificación, convenientes,
respetuosas del ambiente y atentas a las poblaciones más
desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar la
cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en
desarrollo. El derecho a la alimentación y al agua tiene un
papel importante para conseguir otros derechos, comenzando ante
todo por el derecho primario a la vida. Por tanto, es necesario
que madure una conciencia solidaria que considere la
alimentación y el acceso al agua como derechos universales de
todos los seres humanos, sin distinciones ni
discriminaciones[65]. Es importante destacar, además, que la vía
solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser un
proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han
intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables
de instituciones internacionales. Apoyando a los países
económicamente pobres mediante planes de financiación inspirados
en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan
satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de
los propios ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero
crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a
sostener la capacidad productiva de los países ricos, que corre
peligro de quedar comprometida por la crisis.
28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es
la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo
alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el
desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está
asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el
concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los problemas
vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se
ve impedida de diversas formas.
La situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas
un alto índice de mortalidad infantil, sino que en varias partes
del mundo persisten prácticas de control demográfico por parte
de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y
llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a
la vida están muy extendidas y han condicionado ya las
costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad
antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir también a
otros estados como si fuera un progreso cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el
aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción de
la práctica de la esterilización, incluso en mujeres a quienes
no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe la sospecha
fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se
condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de
hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad.
Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la
eutanasia como las presiones de grupos nacionales e
internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está en el centro del verdadero
desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y
la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y
la energía necesaria para esforzarse en el servicio del
verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal
y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras
formas de acogida provechosas para la vida social[67]. La
acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la
ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos
ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son
pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e
intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios
ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en
la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en
el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona
a la vida.
29. Hay otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido
con el desarrollo: la negación del derecho a la libertad
religiosa. No me refiero sólo a las luchas y conflictos que
todavía se producen en el mundo por motivos religiosos, aunque a
veces la religión sea solamente una cobertura para razones de
otro tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto, hoy se
mata frecuentemente en el nombre sagrado de Dios, como muchas
veces ha manifestado y deplorado públicamente mi predecesor Juan
Pablo II y yo mismo[68]. La violencia frena el desarrollo
auténtico e impide la evolución de los pueblos hacia un mayor
bienestar socioeconómico y espiritual. Esto ocurre especialmente
con el terrorismo de inspiración fundamentalista[69], que causa
dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo entre las
naciones y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y
civil. No obstante, se ha de añadir que, además del fanatismo
religioso que impide el ejercicio del derecho a la libertad de
religión en algunos ambientes, también la promoción programada
de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de
muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de
los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios
es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto,
habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad
trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser más». El
ser humano no es un átomo perdido en un universo casual[70],
sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma
inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre fuera
fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus
aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que
vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre
no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida
sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero
no de desarrollo. Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso
impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la
fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el
desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado
dinamismo en su compromiso en favor de una respuesta humana más
generosa al amor divino[71]. Y también se da el caso de que
países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los
países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales,
comerciales y políticas, esta visión restringida de la persona y
su destino. Éste es el daño que el «superdesarrollo»[72] produce
al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el
«subdesarrollo moral»[73].
30. En esta línea, el tema del desarrollo humano integral
adquiere un alcance aún más complejo: la correlación entre sus
múltiples elementos exige un esfuerzo para que los diferentes
ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la
promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con
frecuencia, se cree que basta aplicar el desarrollo o las
medidas socioeconómicas correspondientes mediante una actuación
común. Sin embargo, este actuar común necesita ser orientado,
porque «toda acción social implica una doctrina»[74]. Teniendo
en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las
diferentes disciplinas deben colaborar en una
interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el saber,
más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber
nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede
reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser
sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros
principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la «sal»
de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es
estéril sin el amor. En efecto, «el que está animado de una
verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de la
miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla
con intrepidez»[75]. Al afrontar los fenómenos que tenemos
delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y
entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica
de cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura
posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las
diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el
principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la
razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las
ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el
desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más
allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero ir más allá
nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni
contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después
el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia
llena de amor.
31. Esto significa que la valoración moral y la investigación
científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas
en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y
distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una
importante dimensión interdisciplinar»[77], puede desempeñar en
esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite
a la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias
encontrar su lugar dentro de una colaboración al servicio del
hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce especialmente en
esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que una
de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de
reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis
orientadora[78], y que requiere «una clara visión de todos los
aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales»[79].
La excesiva sectorización del saber[80], el cerrarse de las
ciencias humanas a la metafísica[81], las dificultades del
diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el
desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos,
pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el
bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo
caracterizan. Es indispensable «ampliar nuestro concepto de
razón y de su uso»[82] para conseguir ponderar adecuadamente
todos los términos de la cuestión del desarrollo y de la
solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del
desarrollo de los pueblos plantean en muchos casos la exigencia
de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez, en el
respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una
visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de
la persona humana, considerada con la mirada purificada por la
caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y
posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún
componente fundamental de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia
requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan
aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las
desigualdades [83] y que se siga buscando como prioridad el
objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo
mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la
«razón económica». El aumento sistémico de las desigualdades
entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las
poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento
masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la
cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia,
sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico
por el progresivo desgaste del «capital social», es decir, del
conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las
normas, que son indispensables en toda convivencia civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación de
inseguridad estructural da origen a actitudes antiproductivas y
al derroche de recursos humanos, en cuanto que el trabajador
tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos, en
vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto
hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral.
Los costes humanos son siempre también costes económicos y las
disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la
dimensión tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de
beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza el
enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es
importante distinguir entre consideraciones económicas o
sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela
de los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de
redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera
mayor competitividad internacional, impiden consolidar un
desarrollo duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente
las consecuencias que tienen sobre las personas las tendencias
actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo.
Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido
de la economía y de sus fines»[84], además de una honda revisión
con amplitud de miras del modelo de desarrollo, para corregir
sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el
estado de salud ecológica del planeta; lo requiere sobre todo la
crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes
en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta años después de la Populorum progressio, su
argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema
abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis
económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas
zonas del planeta que sufrían la pobreza han experimentado
cambios notables en términos de crecimiento económico y
participación en la producción mundial, otras viven todavía en
una situación de miseria comparable a la que había en tiempos de
Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor. Es
significativo que algunas causas de esta situación fueran ya
señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo, los
altos aranceles aduaneros impuestos por los países
económicamente desarrollados, que todavía impiden a los
productos procedentes de los países pobres llegar a los mercados
de los países ricos. En cambio, otras causas que la Encíclica
sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este es el
caso de la valoración del proceso de descolonización, por
entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo
que se recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta
años, hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido,
tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de
antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves
irresponsabilidades internas en los propios países que se han
independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia
planetaria, ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo
había previsto parcialmente, pero es sorprendente el alcance y
la impetuosidad de su auge. Surgido en los países económicamente
desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza a
todas las economías. Ha sido el motor principal para que
regiones enteras superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una
gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía de la caridad en la
verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear riesgo
de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la
familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un
compromiso inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo.
Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y
orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la
perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha
puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO
Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente
experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas
maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una
visión de la existencia que antepone a todo la productividad y
la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual
manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el
hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor
de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción
fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por
decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes.
La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la
realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación
de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad:
«Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al
mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de
la política, de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace
tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos
en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado.
Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse
autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la
historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la
salvación con formas inmanentes de bienestar material y de
actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser
autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral,
ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos
incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas
posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y
políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los
organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido
capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado
en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la
esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso recurso
social al servicio del desarrollo humano integral, en la
libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le
da fuerza para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la
fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y,
al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente
gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es
debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza,
el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede
en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en
nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que,
como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín[88].
Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia
personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo
proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino
que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace
del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se
impone al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una
fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera
que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser
organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con
sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar
a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad
universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más
allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos
convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar,
por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se
yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento
y, por otro, que el desarrollo económico, social y político
necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al
principio de gratuidad como expresión de fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la
institución económica que permite el encuentro entre las
personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como
norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de
consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado
está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa,
que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre
iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado
nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y
de la justicia social para la economía de mercado, no sólo
porque está dentro de un contexto social y político más amplio,
sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.
En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de
la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no
llega a producir la cohesión social que necesita para su buen
funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de
confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su
propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha
fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el
sistema económico mismo se habría aventajado con la práctica
generalizada de la justicia, pues los primeros beneficiarios del
desarrollo de los países pobres hubieran sido los países
ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento
con las ayudas. No se debe considerar a los pobres como un
«fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde el punto de
vista estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar
equivocada la visión de quienes piensan que la economía de
mercado tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza y de
subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le interesa
promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo,
porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de
sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de
generarlas.
36. La actividad económica no puede resolver todos los problemas
sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar
ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad
sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener
presente que separar la gestión económica, a la que
correspondería únicamente producir riqueza, de la acción
política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante
la redistribución, es causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe
considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe
convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más
débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que
su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones
auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede
orientarse en sentido negativo, pero no por su propia
naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este
sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su
estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo
concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas,
al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los
gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se
puede llegar a transformar medios de por sí buenos en
perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón
oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se
deben hacer reproches al medio o instrumento sino al hombre, a
su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir
relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad,
de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad
económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector
económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial
por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente
porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada
éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del
desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la
crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el
orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no
se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la
ética social, como la trasparencia, la honestidad y la
responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el
principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de
fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad
económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el
momento actual, pero también de la razón económica misma. Una
exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la
justicia afecta a todas las fases de la actividad económica,
porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus
derechos. La obtención de recursos, la financiación, la
producción, el consumo y todas las fases del proceso económico
tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión
económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman
las ciencias sociales y las tendencias de la economía
contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar
primero a la economía la producción de riqueza y asignar después
a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más
difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a
territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas
siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de justicia
deben ser respetadas desde el principio y durante el proceso
económico, y no sólo después o colateralmente. Para eso es
necesario que en el mercado se dé cabida a actividades
económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su
gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio,
sin renunciar por ello a producir valor económico. Muchos
planteamientos económicos provenientes de iniciativas religiosas
y laicas demuestran que esto es realmente posible.
En la época de la globalización, la economía refleja modelos
competitivos vinculados a culturas muy diversas entre sí. El
comportamiento económico y empresarial que se desprende tiene en
común principalmente el respeto de la justicia conmutativa.
Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato
para regular las relaciones de intercambio entre valores
equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de
redistribución guiadas por la política, además de obras
caracterizadas por el espíritu del don. La economía globalizada
parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio
contractual, pero directa o indirectamente demuestra que
necesita a las otras dos, la lógica de la política y la lógica
del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló
esta problemática al advertir la necesidad de un sistema basado
en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad
civil[92]. Consideró que la sociedad civil era el ámbito más
apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad,
sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la
vida económica debe ser comprendida como una realidad de
múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida
diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la
reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la
actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que
fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la
justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes.
Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda de
democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que
todos se sientan responsables de todos[93]; por tanto no se la
puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se
podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la
gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario
decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la
justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan
operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que
persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa
privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de
empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas
organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y
sociales. De su recíproca interacción en el mercado se puede
esperar una especie de combinación entre los comportamientos de
empresa y, con ella, una atención más sensible a una
civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad
significa la necesidad de dar forma y organización a las
iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren
ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y
del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a
un modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos
tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los
particularmente dotados. Pedía un compromiso para promover un
mundo más humano para todos, un mundo «en donde todos tengan que
dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo
para el desarrollo de los otros»[94]. Así, extendía al plano
universal las mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum
novarum, escrita como consecuencia de la revolución industrial,
cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente avanzada
para aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse,
necesitaba la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta
visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los
procesos de apertura de los mercados y de las sociedades, se
muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una
economía plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha
sostenido siempre, partiendo de su visión del hombre y de la
sociedad, es necesario también hoy para las dinámicas
características de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de
acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de
influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las
relaciones entre los ciudadanos, la participación y el sentido
de pertenencia, que no se identifican con el «dar para tener»,
propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por
deber», propio de la lógica de las intervenciones públicas, que
el Estado impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo
requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones
basadas en la compraventa, o en las transferencias de las
estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo
en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de
actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de
gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe
la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria,
que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no
se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la
gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden
prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la
política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas económicas internacionales,
caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren
también cambios profundos en el modo de entender la empresa.
Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo,
mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno
de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi
exclusivamente a las expectativas de los inversores en
detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo
crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son
menos las empresas que dependen de un único empresario estable
que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco
tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez
son menos las empresas que dependen de un único territorio.
Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva
puede atenuar en el empresario el sentido de responsabilidad
respecto a los interesados, como los trabajadores, los
proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la
sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas,
que no están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de
una extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los
capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción.
Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la
conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social» más
amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos
que guían hoy el debate sobre la responsabilidad social de la
empresa son aceptables según la perspectiva de la doctrina
social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada vez
más la convicción según la cual la gestión de la empresa no
puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios,
sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la
vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los
diversos elementos de producción, la comunidad de referencia. En
los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase
cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las
pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos
generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución.
Pero también hay muchos managers hoy que, con un análisis más
previsor, se percatan cada vez más de los profundos lazos de su
empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su
actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente el daño que la
trasferencia de capitales al extranjero, por puro provecho
personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan Pablo II
advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además
de económico[96]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su
validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales
haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad
tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho
técnico y no humano ni ético. No se puede negar que un cierto
capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero
en vez de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los
vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha
formado ese capital y los perjuicios que comporta para las
personas el que no se emplee en los lugares donde se ha
generado[97]. Se ha de evitar que el empleo de recursos
financieros esté motivado por la especulación y ceda a la
tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de
la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio
servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y
oportuno, de iniciativas económicas también en los países
necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la
deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación,
puede hacer bien a la población del país que la recibe. El
trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad
universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar únicamente
para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún,
para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera
contribución para el nacimiento de un sólido sistema productivo
y social, factor imprescindible para un desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa
empresarial tiene, y debe asumir cada vez más, un significado
polivalente. El predominio persistente del binomio
mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el
empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el
directivo estatal por otro. En realidad, la iniciativa
empresarial se ha de entender de modo articulado. Así lo revelan
diversas motivaciones metaeconómicas. El ser empresario, antes
de tener un significado profesional, tiene un significado
humano[98]. Es propio de todo trabajo visto como «actus
personae»[99] y por eso es bueno que todo trabajador tenga la
posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de modo que
él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo
propio»[100]. Por eso, Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es
un creador»[101]. Precisamente para responder a las exigencias y
a la dignidad de quien trabaja, y a las necesidades de la
sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la pura
distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y
manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica.
Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse
al servicio del bien común nacional y mundial, es oportuno tener
en cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial.
Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua
configuración entre los diversos tipos de iniciativa
empresarial, con transvase de competencias del mundo non profit
al profit y viceversa, del público al propio de la sociedad
civil, del de las economías avanzadas al de países en vía de
desarrollo.
También la «autoridad política» tiene un significado
polivalente, que no se puede olvidar mientras se camina hacia la
consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente
responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende
cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito
mundial, también se debe promover una autoridad política
repartida y que ha de actuar en diversos planos. El mercado
único de nuestros días no elimina el papel de los estados, más
bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más
estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar
apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a la
solución de la crisis actual, su papel parece destinado a
crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la
construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un
elemento clave para su desarrollo. La ayuda internacional,
precisamente dentro de un proyecto inspirado en la solidaridad
para solucionar los actuales problemas económicos, debería
apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas
constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que
todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas
económicas deberían ir acompañadas de aquellas medidas
destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso
de los derechos humanos y a consolidar instituciones
verdaderamente democráticas. No es necesario que el Estado tenga
las mismas características en todos los sitios: el
fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede
ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras
instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social,
territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad
política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de
los cauces privilegiados para poder orientar la globalización
económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho
los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la
globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran
de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras
independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto, es
bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente
como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única
dimensión. Tras este proceso más visible hay realmente una
humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas y pueblos
para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103],
gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen
sus respectivas responsabilidades. La superación de las
fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural,
en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la
globalización de manera determinista, se pierden los criterios
para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser
fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas
a un discernimiento. La verdad de la globalización como proceso
y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la
familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que
esforzarse incesantemente para favorecer una orientación
cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia,
del proceso de integración planetaria.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que
no se deben absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni
buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella»[104]. Debemos
ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo
razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse
ciegamente a la globalización sería una actitud errónea,
preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene
también aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran
ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de
desarrollo que ofrece. El proceso de globalización,
adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de
una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como
nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede
incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con
una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las
disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones entre
los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de
la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e
incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala
gestión de la situación actual. Durante mucho tiempo se ha
pensado que los pueblos pobres deberían permanecer anclados en
un estadio de desarrollo preestablecido o contentarse con la
filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se pronunció
contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos
materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria
son hoy potencialmente mayores que antes, pero se han servido de
ellos principalmente los países desarrollados, que han podido
aprovechar mejor la liberalización de los movimientos de
capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de
bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos
egoístas, proteccionistas o dictados por intereses particulares.
En efecto, la participación de países emergentes o en vías de
desarrollo permite hoy gestionar mejor la crisis. La transición
que el proceso de globalización comporta, conlleva grandes
dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si se toma
conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo
impulsa la globalización hacia metas de humanización solidaria.
Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia marginado y
entendido desde perspectivas ético-culturales de carácter
individualista y utilitarista. La globalización es un fenómeno
multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la
diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la
teológica. Esto consentirá vivir y orientar la globalización de
la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y
participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS,
DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio
para todos, es también un deber».[105] En la actualidad, muchos
pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí
mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al
desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante
urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos
presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo
arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción. Mientras,
por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter
arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las
estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay
derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en
gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con frecuencia una
relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e
incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades
opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción
básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del
mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes
ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos
individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé
un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de
exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La
exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes.
Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco
antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los
derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los
deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y
promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si
los derechos del hombre se fundamentan sólo en las
deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser
cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja
en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de
conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales
pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no
disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en
peligro el verdadero desarrollo de los pueblos[108].
Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los
organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países
más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen que la
comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser
«artífices de su destino»[109], es decir, a que asuman a su vez
deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que
la mera reivindicación de derechos.
44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto al
desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas
relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy
importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores
irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es correcto
considerar el aumento de población como la primera causa del
subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste
pensar, por un lado, en la notable disminución de la mortalidad
infantil y al aumento de la edad media que se produce en los
países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos
de crisis que se perciben en la sociedades en las que se
constata una preocupante disminución de la natalidad.
Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una
procreación responsable que, por lo demás, es una contribución
efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se
interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste
a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la
sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho
hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se
puede limitar a una instrucción técnica, con la única
preocupación de proteger a los interesados de eventuales
contagios o del «riesgo» de procrear. Esto equivaldría a
empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad
por la persona y la comunidad. En efecto, la responsabilidad
evita tanto que se considere la sexualidad como una simple
fuente de placer, como que se regule con políticas de
planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata
de concepciones y políticas materialistas, en las que las
personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente
a todo esto, se debe resaltar la competencia primordial que en
este campo tienen las familias[111] respecto del Estado y sus
políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los
padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza
social y económica. Grandes naciones han podido salir de la
miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus
habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes
pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de
decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad,
un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La
disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado
«índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a los
sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la
reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos
financieros necesarios para las inversiones, reduce la
disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la
reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de
la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a
veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y
de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones
que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de
fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e
incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones
la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las
exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la
persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a
establecer políticas que promuevan la centralidad y la
integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un
hombre y una mujer, célula primordial y vital de la
sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas
económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza
relacional.
45. Responder a las exigencias morales más profundas de la
persona tiene también importantes efectos beneficiosos en el
plano económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la
ética para su correcto funcionamiento; no de una ética
cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla
mucho de ética en el campo económico, bancario y empresarial.
Surgen centros de estudio y programas formativos de business
ethics; se difunde en el mundo desarrollado el sistema de
certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de
ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa.
Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados
«éticos». Se desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante
el microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos
procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos
positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la
tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de
discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo
«ético» que, usado de manera genérica, puede abarcar también
contenidos completamente distintos, hasta el punto de hacer
pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia
y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre
este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una
aportación específica, que se funda en la creación del hombre «a
imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la inviolable
dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de
las normas morales naturales. Una ética económica que prescinda
de estos dos pilares correría el peligro de perder
inevitablemente su propio significado y prestarse así a ser
instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de
amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en
vez de corregir sus disfunciones. Además, podría acabar incluso
justificando la financiación de proyectos no éticos. Es
necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera
ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían
éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa
cualificación. Conviene esforzarse —la observación aquí es
esencial— no sólo para que surjan sectores o segmentos «éticos»
de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía
y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta
externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su
propia naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la
Iglesia habla con claridad, recordando que la economía, en todas
sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].
46. Respecto al tema de la relación entre empresa y ética, así
como de la evolución que está teniendo el sistema productivo,
parece que la distinción hasta ahora más difundida entre
empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin
ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la
realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro. En
estos últimos decenios, ha ido surgiendo una amplia zona
intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia
está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo,
suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones
promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que
tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de
agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata
sólo de un «tercer sector», sino de una nueva y amplia realidad
compuesta, que implica al sector privado y público y que no
excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para
objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más
o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración
jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su
disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento
para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la
sociedad. Es de desear que estas nuevas formas de empresa
encuentren en todos los países también un marco jurídico y
fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad
económica y social a las formas tradicionales de empresa, hacen
evolucionar el sistema hacia una asunción más clara y plena de
los deberes por parte de los agentes económicos. Y no sólo esto.
La misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es
lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más
competitivo.
47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en
particular, de los que son capaces de concebir el beneficio como
un instrumento para conseguir objetivos de humanización del
mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en
países excluidos o marginados de los circuitos de la economía
global, donde es muy importante proceder con proyectos de
subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que
tiendan a promover los derechos, pero previendo siempre que se
asuman también las correspondientes responsabilidades. En las
iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio
de la centralidad de la persona humana, que es quien debe
asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo que
interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida
de las personas concretas de una cierta región, para que puedan
satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite
observar actualmente. La preocupación nunca puede ser una
actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder
adaptarse a las situaciones concretas, han de ser flexibles; y
las personas que se beneficien deben implicarse directamente en
su planificación y convertirse en protagonistas de su
realización. También es necesario aplicar los criterios de
progresión y acompañamiento —incluido el seguimiento de los
resultados—, porque no hay recetas universalmente válidas. Mucho
depende de la gestión concreta de las intervenciones.
«Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los
primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el
aislamiento»[114]. Hoy, con la consolidación del proceso de
progresiva integración del planeta, esta exhortación de Pablo VI
es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no tienen nada
de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración
prudencial de cada situación. Al lado de los macroproyectos son
necesarios los microproyectos y, sobre todo, es necesaria la
movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad civil,
tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La cooperación internacional necesita personas que participen en
el proceso del desarrollo económico y humano, mediante la
solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y
el respeto. Desde este punto de vista, los propios organismos
internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de
sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente
demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas
resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres sirven para
mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la
propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos
recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este
respecto, cabría desear que los organismos internacionales y las
organizaciones no gubernamentales se esforzaran por una
transparencia total, informando a los donantes y a la opinión
pública sobre la proporción de los fondos recibidos que se
destina a programas de cooperación, sobre el verdadero contenido
de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de los
gastos de la institución misma.
48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los
deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente
natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa
para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las
generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la
naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto del azar o
del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la
responsabilidad en las conciencias. El creyente reconoce en la
naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora
de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para
satisfacer sus legítimas necesidades —materiales e inmateriales—
respetando el equilibrio inherente a la creación misma. Si se
desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza
como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella.
Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la
naturaleza, fruto de la creación de Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad.
Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de
vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la
humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al
final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella,
por tanto, es una «vocación»[115]. La naturaleza está a nuestra
disposición no como un «montón de desechos esparcidos al
azar»,[116] sino como un don del Creador que ha diseñado sus
estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las
orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla»
(cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es contrario al
verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más
importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a
actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del
hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en
sentido puramente naturalista. Por otra parte, también es
necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa
tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia
disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y
que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios
para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy,
muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas
maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente la
naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo
fuente de violencia para con el ambiente, provocando además
conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta,
en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de
espíritu, y por tanto rica de significados y fines
trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la
cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural
mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la
libertad responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral.
Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no
pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de
caracterizarse por la solidaridad y la justicia
intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como
el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el
cultural[117].
49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y
salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en cuenta los
problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por parte de
algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos
energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el
desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios
económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no
renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de
fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos
naturales, que en muchos casos se encuentran precisamente en
países pobres, causa explotación y conflictos frecuentes entre
las naciones y en su interior. Dichos conflictos se producen con
frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con
graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación
aún. La comunidad internacional tiene el deber imprescindible de
encontrar los modos institucionales para ordenar el
aprovechamiento de los recursos no renovables, con la
participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también una urgente necesidad moral de una
renovada solidaridad, especialmente en las relaciones entre
países en vías de desarrollo y países altamente
industrializados[118]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas
pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque
las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre
sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica.
Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia
energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de
energías alternativas. Pero es también necesaria una
redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera
que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos.
Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o
depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas
relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada,
requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia
de las consecuencias que afectarán a las nuevas generaciones, y
sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos
pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la
construcción de un mundo mejor»[119].
50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a
la energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las
nuevas generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que
el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para
custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos
nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y
alimentar dignamente a la población que la habita. En nuestra
tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe
encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la
ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el
tesón del propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos
considerar un deber muy grave el dejar la tierra a las nuevas
generaciones en un estado en el que puedan habitarla dignamente
y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de decidir
juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a
seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser
humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador
de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[120]. Es
de desear que la comunidad internacional y cada gobierno sepan
contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que
le sean nocivos. Y también las autoridades competentes han de
hacer los esfuerzos necesarios para que los costes económicos y
sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales
comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados
totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por
las futuras generaciones. La protección del entorno, de los
recursos y del clima requiere que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para
obrar de buena fe, en el respeto de la ley y la solidaridad con
las regiones más débiles del planeta[121]. Una de las mayores
tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los
recursos, no el abuso, teniendo siempre presente que el concepto
de eficiencia no es axiológicamente neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la
manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que
la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida que, en
muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo,
despreocupándose de los daños que de ello se derivan[122]. Es
necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a
adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales la
búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la
comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean
los elementos que determinen las opciones del consumo, de los
ahorros y de las inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de la
solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la
degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las
relaciones sociales. La naturaleza, especialmente en nuestra
época, está tan integrada en la dinámica social y culturales que
prácticamente ya no constituye una variable independiente. La
desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas
agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus
habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo
económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la
naturaleza. Además, muchos recursos naturales quedan devastados
con las guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos
permitiría también una mayor salvaguardia de la naturaleza. El
acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede
provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un
acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar
la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades
interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la
debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe
defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación
que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre
contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que exista una
especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la
degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la
cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la
«ecología humana»[124] en la sociedad, también la ecología
ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están
interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en
peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se
apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social
como la buena relación con la naturaleza.
Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con
incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con
una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes,
pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la
sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte
natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el
nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la
investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto
de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una
contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al
ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan
a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e
indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad,
el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una
palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos
con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con
la persona considerada en sí misma y en su relación con los
otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave
antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a
la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden
producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni
puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y
Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para
el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser
sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las
personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple
deliberación humana, sino que está inscrita en un plano que nos
precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser
acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y
la Verdad subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué
consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el
verdadero desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO
LA COLABORACIÓN
DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede
experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras
pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del
no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son
provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia
original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser
autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero,
un «extranjero» en un universo que se ha formado por casualidad.
El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la
realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un
Fundamento[125]. Toda la humanidad está alienada cuando se
entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y
utopías falsas[126]. Hoy la humanidad aparece mucho más
interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en
verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre
todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que
colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que
no viven simplemente uno junto al otro[127].
Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable
vacío de ideas»[128]. La afirmación contiene una constatación,
pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del
pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una
familia; la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a
dar ese impulso, para que la integración se desarrolle bajo el
signo de la solidaridad[129] en vez del de la marginación. Dicho
pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa de
la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede
llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que
requiere la aportación de saberes como la metafísica y la
teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del
hombre.
La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se
realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive
de manera auténtica, tanto más madura también en la propia
identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino
poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale
también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil
para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre
las personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración y
orientación en la revelación cristiana, según la cual la
comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando
su autonomía, como ocurre en las diversas formas del
totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación
entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo[130].
De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno
a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora
plenamente la «criatura nueva» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el
bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de
la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos
o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con
los otros, más unidos en su legítima diversidad.
54. El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión
relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la
única comunidad de la familia humana, que se construye en la
solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la
justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de manera
decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la
única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en
cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La
transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el
vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta
unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa
realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos
uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta
unidad[131]. También las relaciones entre los hombres a lo largo
de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo
divino. En particular, a la luz del misterio revelado de la
Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa
dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se
manifiesta también en las experiencias humanas comunes del amor
y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos
espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31),
y de dos que eran hace de ellos una unidad relacional y real, de
manera análoga la verdad une los espíritus entre sí y los hace
pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella.
55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano
presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que
la relacionalidad es elemento esencial. También otras culturas y
otras religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto,
son de gran importancia para el desarrollo humano integral. Sin
embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales en las que
no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad,
terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e
incluso por impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado
por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al
hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del
bienestar individual, limitándose a gratificar las expectativas
psicológicas. También una cierta proliferación de itinerarios
religiosos de pequeños grupos, e incluso de personas
individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser
factores de dispersión y de falta de compromiso. Un posible
efecto negativo del proceso de globalización es la tendencia a
favorecer dicho sincretismo[132], alimentando formas de
«religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de
hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo
tiempo, persisten a veces parcelas culturales y religiosas que
encasillan la sociedad en castas sociales estáticas, en
creencias mágicas que no respetan la dignidad de la persona, en
actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el
amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse,
perjudicando el auténtico desarrollo.
Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el
desarrollo necesita de las religiones y de las culturas de los
diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que
es necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa
no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas
las religiones sean iguales[133]. El discernimiento sobre la
contribución de las culturas y de las religiones es necesario
para la construcción de la comunidad social en el respeto del
bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político.
Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad
y de la verdad. Puesto que está en juego el desarrollo de las
personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de
emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana
verdaderamente universal. El criterio para evaluar las culturas
y las religiones es también «todo el hombre y todos los
hombres». El cristianismo, religión del «Dios que tiene un
rostro humano»[134], lleva en sí mismo un criterio similar.
56. La religión cristiana y las otras religiones pueden
contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la
esfera pública, con específica referencia a la dimensión
cultural, social, económica y, en particular, política. La
doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa
«carta de ciudadanía»[135] de la religión cristiana. La negación
del derecho a profesar públicamente la propia religión y a
trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida
pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero
desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así
como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el
encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso
de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y
la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el
riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque
se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se
reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el
fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y
de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa.
La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale
también para la razón política, que no debe creerse omnipotente.
A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada
por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura
de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo
de la humanidad.
57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el
ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más
apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes
y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la
justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la
opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que
existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su
culminación»[136]. Para los creyentes, el mundo no es fruto de
la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios.
De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con
todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras
religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda
efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo
la mirada del Creador. Sin duda, el principio de
subsidiaridad[137], expresión de la inalienable libertad humana.
La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través
de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se
ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces
de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad
emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a
la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la
dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de
dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la
reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser
humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de
asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la
múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la
pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto,
es un principio particularmente adecuado para gobernar la
globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano.
Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo
monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo
subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos,
que colaboren recíprocamente. La globalización necesita
ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la
consecución de un bien común global; sin embargo, dicha
autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con
división de poderes[138], tanto para no herir la libertad como
para resultar concretamente eficaz.
58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente
unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así
como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el
particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin
la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al
necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en
cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas
internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las
intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo
en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de
dominio local y de explotación en el país que las recibe. Las
ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben
perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando no sólo
a los gobiernos de los países interesados, sino también a los
agentes económicos locales y a los agentes culturales de la
sociedad civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas de
ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas
integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo
verdad que el recurso humano es más valioso de los países en
vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de
potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro
verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el
campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en
vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el
ingreso de sus productos en los mercados internacionales,
posibilitando así su plena participación en la vida económica
internacional. En el pasado, las ayudas han servido con
demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los
productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta
de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario
ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos
mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la
competencia de las importaciones de productos, normalmente
agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin
embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar
dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia
a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y
equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a
todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este motivo,
no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos,
sino establecer reglas comerciales internacionales que los
sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer
más productivas esas economías.
59. La cooperación para el desarrollo no debe contemplar
solamente la dimensión económica; ha de ser una gran ocasión
para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la
cooperación de los países económicamente desarrollados, como a
veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y
ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo
alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su
vez, se abren con indiferencia y sin discernimiento a cualquier
propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la
responsabilidad de su auténtico desarrollo[139]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio
desarrollo tecnológico con una presunta superioridad cultural,
sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces
olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su historia.
Las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que
hay de verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que
superpongan automáticamente a ellas las formas de la
civilización tecnológica globalizada. En todas las culturas se
dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de
una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la
sabiduría ética de la humanidad llama ley natural[140]. Dicha
ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo
cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo
multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la
búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la
adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de toda
colaboración social constructiva. En todas las culturas hay
costras que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que
se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a
crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en
beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica
actual, la ayuda al desarrollo de los países pobres debe
considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza
para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un crecimiento
de tan significativo valor —incluso para la economía mundial—
como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en una
fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo
económico? En esta perspectiva, los estados económicamente más
desarrollados harán lo posible por destinar mayores porcentajes
de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo,
respetando los compromisos que se han tomado sobre este punto en
el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también
revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad
social, aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y
creando sistemas de seguridad social más integrados, con la
participación activa de las personas y de la sociedad civil. De
esta manera, es posible también mejorar los servicios sociales y
asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando
derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad
internacional. Un sistema de solidaridad social más
participativo y orgánico, menos burocratizado pero no por ello
menos coordinado, podría revitalizar muchas energías hoy
adormecidas en favor también de la solidaridad entre los
pueblos.
Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la
aplicación eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que
permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los
porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede
ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar
formas de solidaridad social desde la base, con obvios
beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad
para el desarrollo.
61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se
manifiesta ante todo en seguir promoviendo, también en
condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la educación
que, por otro lado, es una condición esencial para la eficacia
de la cooperación internacional misma. Con el término
«educación» no nos referimos sólo a la instrucción o a la
formación para el trabajo, que son dos causas importantes para
el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A
este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para
educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha
naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a
la educación moral, comprometiendo su difusión universal.
Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con
consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a
las poblaciones más necesitadas, a las que no faltan sólo
recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios
pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena
realización humana.
Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el
fenómeno del turismo internacional[141], que puede ser un
notable factor de desarrollo económico y crecimiento cultural,
pero que en ocasiones puede transformarse en una forma de
explotación y degradación moral. La situación actual ofrece
oportunidades singulares para que los aspectos económicos del
desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de
experiencias empresariales locales significativas, se combinen
con los culturales, y en primer lugar el educativo. En muchos
casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es
una experiencia deseducativa, tanto para el turista como para
las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con
conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del
llamado turismo sexual, al que se sacrifican tantos seres
humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto
ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el
silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas y con
la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a
ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia
de manera consumista y hedonista, como una evasión y con modos
de organización típicos de los países de origen, de forma que no
se favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas.
Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover
un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso
y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también
a través de una relación más estrecha con las experiencias de
cooperación internacional y de iniciativas empresariales para el
desarrollo.
62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo
humano integral, es el fenómeno de las migraciones. Es un
fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los
problemas sociales, económicos, políticos, culturales y
religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que
plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad
internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social
de que marca época, que requiere una fuerte y clarividente
política de cooperación internacional para afrontarlo
debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de
una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de
destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas
normativas internacionales capaces de armonizar los diversos
ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las
exigencias y los derechos de las personas y de las familias
emigrantes, así como las de las sociedades de destino. Ningún
país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas
migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el
disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos
migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de
gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores
extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su
integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo
al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su
país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente,
estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía
o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como
cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una
persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales
inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier
situación[142].
63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de
resaltar relación entre pobreza y desocupación. Los pobres son
en muchos casos el resultado de la violación de la dignidad del
trabajo humano, bien porque se limitan sus posibilidades
(desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los
derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo
salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su
familia»[143]. Por esto, ya el 1 de mayo de 2000, mi predecesor
Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del Jubileo de
los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una coalición
mundial a favor del trabajo decente»[144], alentando la
estrategia de la Organización Internacional del Trabajo. De esta
manera, daba un fuerte apoyo moral a este objetivo, como
aspiración de las familias en todos los países del mundo. Pero
¿qué significa la palabra «decencia» aplicada al trabajo?
Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión
de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo
libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores,
hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo
que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados,
evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer
las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin
que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los
trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un
trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con
las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual;
un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores
que llegan a la jubilación.
64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer
un llamamiento a las organizaciones sindicales de los
trabajadores, desde siempre alentadas y sostenidas por la
Iglesia, ante la urgente exigencia de abrirse a las nuevas
perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las organizaciones
sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos
problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones
propias de los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a
ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias
sociales señalan en el conflicto entre persona-trabajadora y
persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la tesis de
que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del
trabajador a la centralidad del consumidor, parece en cualquier
caso que éste es también un terreno para experiencias sindicales
innovadoras. El contexto global en el que se desarrolla el
trabajo requiere igualmente que las organizaciones sindicales
nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de
sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados
y, en particular, hacia los trabajadores de los países en vía de
desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales.
La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante
iniciativas apropiadas en favor de los países de origen,
permitirá a las organizaciones sindicales poner de relieve las
auténticas razones éticas y culturales que las han consentido
ser, en contextos sociales y laborales diversos, un factor
decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la tradicional
enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción de papeles y
funciones entre sindicato y política. Esta distinción permitirá
a las organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil
el ámbito más adecuado para su necesaria actuación en defensa y
promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor de los
trabajadores explotados y no representados, cuya amarga
condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos
distraídos de la sociedad.
65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de
renovar necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento
tras su mala utilización, que ha dañado la economía real,
vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir mejor riqueza
y desarrollo. Toda la economía y todas las finanzas, y no sólo
algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben ser
utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas
para el desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente
útil, y en algunas circunstancias indispensable, promover
iniciativas financieras en las que predomine la dimensión
humanitaria. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo
el sistema financiero ha de tener como meta el sostenimiento de
un verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso que el intento
de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad efectiva
de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir
el fundamento ético de su actividad para no abusar de aquellos
instrumentos sofisticados con los que se podría traicionar a los
ahorradores. Recta intención, transparencia y búsqueda de los
buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar. Si
el amor es inteligente, sabe encontrar también los modos de
actuar según una conveniencia previsible y justa, como muestran
de manera significativa muchas experiencias en el campo del
crédito cooperativo.
Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los
sujetos más débiles e impedir escandalosas especulaciones,
cuanto la experimentación de nuevas formas de finanzas
destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias
positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la
propia responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de
la microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en
la actuación de los humanistas civiles —pienso sobre todo en el
origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y
actualizada, sobre todo en los momentos en que los problemas
financieros pueden resultar dramáticos para los sectores más
vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la
amenaza de la usura y la desesperación. Los más débiles deben
ser educados para defenderse de la usura, así como los pueblos
pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del
microcrédito, frenando de este modo posibles formas de
explotación en estos dos campos. Puesto que también en los
países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la
microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear
iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más
débiles de la sociedad, también ante una posible fase de
empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder
político, el de los consumidores y sus asociaciones. Es un
fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene elementos
positivos que hay que fomentar, como también excesos que se han
de evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de que
comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El
consumidor tiene una responsabilidad social específica, que se
añade a la responsabilidad social de la empresa. Los
consumidores deben ser constantemente educados[145] para el
papel que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando
los principios morales, sin que disminuya la racionalidad
económica intrínseca en el acto de comprar. También en el campo
de las compras, precisamente en momentos como los que se están
viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y
se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras
vías como, por ejemplo, formas de cooperación para las
adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de consumo, que
existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los
católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de
comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas
del planeta para garantizar una retribución decente a los
productores, a condición de que se trate de un mercado
transparente, que los productores reciban no sólo mayores
márgenes de ganancia sino también mayor formación,
profesionalidad y tecnología y, finalmente, que dichas
experiencias de economía para el desarrollo no estén
condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear
un papel más incisivo de los consumidores como factor de
democracia económica, siempre que ellos mismos no estén
manipulados por asociaciones escasamente representativas.
67. Ente el imparable aumento de la interdependencia mundial, y
también en presencia de una recesión de alcance global, se
siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización
de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y
financiera internacional, para que se dé una concreción real al
concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de
encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio
de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz
eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto
aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento
político, jurídico y económico que incremente y oriente la
colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de
todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para
sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su
empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para
lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y
la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular
los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera
Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi
Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar
regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los
principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a
la realización del bien común[147], comprometerse en la
realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado
en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad,
además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder
efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el
cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos[148].
Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias
decisiones a las diversas partes, así como las medidas de
coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales.
En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no
obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos
campos, correría el riesgo de estar condicionado por los
equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo
integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen
el establecimiento de un grado superior de ordenamiento
internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la
globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un orden
social conforme al orden moral, así como esa relación entre
esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil,
ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS
Y LA TÉCNICA
68. El tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente unido
al del desarrollo de cada hombre. La persona humana tiende por
naturaleza a su propio desarrollo. Éste no está garantizado por
una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros
es consciente de su capacidad de decidir libre y
responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de
nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el
resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está
originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias
limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera
arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la
base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás
personas se nos presentan como no disponibles, sino también
nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se
degrada cuando ésta pretende ser la única creadora de sí misma.
De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se degrada
cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los
«prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo
económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya
en los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento
antinatural y consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos
de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino
verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la
precede. Para alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre
entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales de la
ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.
69. El problema del desarrollo en la actualidad está
estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones
deslumbrantes en campo biológico. La técnica — conviene
subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la
autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y
confirma el dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste
[el espíritu] “menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente
elevarse a la adoración y a la contemplación del Creador”»[150].
La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos,
ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a
la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como
una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y
realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo
del actuar humano[151], cuyo origen y razón de ser está en el
elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica
nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles
son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo
humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos
materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato
de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha
confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre
ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de
Dios.
70. El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la
autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo
por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a
actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de
la creatividad humana como instrumento de la libertad de la
persona, puede entenderse como elemento de una libertad
absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las
cosas. El proceso de globalización podría sustituir las
ideologías por la técnica[152], transformándose ella misma en un
poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de
encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría
salir para encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno
de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de su
vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que
perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar jamás un
sentido que no sea producido por nosotros mismos. Esta visión
refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir
la verdad con lo factible. Pero cuando el único criterio de
verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente
el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste
principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una
inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el
significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el
horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad
de su ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un
satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar
permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable.
La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las
limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad
humana es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la
técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad
moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación para un
uso ético y responsable de la técnica. Conscientes de esta
atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe recuperar
el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la
seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la
llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser.
71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su
originario cauce humanista se muestra hoy de manera evidente en
la tecnificación del desarrollo y de la paz. El desarrollo de
los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de
ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de
impuestos, de inversiones productivas, de reformas
institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente
técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy
importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones
de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La
causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará
plenamente garantizado plenamente por fuerzas que en gran medida
son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de
mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo
es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y
agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la
llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación
profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la
absolutización de la técnica se produce una confusión entre los
fines y los medios, el empresario considera como único criterio
de acción el máximo beneficio en la producción; el político, la
consolidación del poder; el científico, el resultado de sus
descubrimientos. Así, bajo esa red de relaciones económicas,
financieras y políticas persisten frecuentemente
incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de
conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de sus
propietarios, mientras que la situación real de las poblaciones
que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos,
permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.
72. También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada
como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los
acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a
asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la
construcción de la paz necesita una red constante de contactos
diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos, encuentros
culturales, acuerdos en proyectos comunes, como también que se
adopten compromisos compartidos para alejar las amenazas de tipo
bélico o cortar de raíz las continuas tentaciones terroristas.
No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos
duraderos, es necesario que se sustenten en valores
fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso
escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta
su situación para poder interpretar de manera adecuada sus
expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de
tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el
encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del
desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca.
Entre estas personas encontramos también fieles cristianos,
implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano
al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia
cada vez mayor de los medios de comunicación social. Es casi
imposible imaginar ya la existencia de la familia humana sin su
presencia. Para bien o para mal, se han introducido de tal
manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda la
postura de quienes defienden su neutralidad y,
consiguientemente, reivindican su autonomía con respecto a la
moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo,
que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos
medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses
económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de
imponer parámetros culturales en función de proyectos de
carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental
de los medios de comunicación en determinar los cambios en el
modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana
misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo,
especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la
globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual
que ocurre con la correcta gestión de la globalización y el
desarrollo, el sentido y la finalidad de los medios de
comunicación debe buscarse en su fundamento antropológico. Esto
quiere decir que pueden ser ocasión de humanización no sólo
cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores
posibilidades para la comunicación y la información, sino sobre
todo cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen
de la persona y el bien común que refleje sus valores
universales. El mero hecho de que los medios de comunicación
social multipliquen las posibilidades de interconexión y de
circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el
desarrollo y la democracia para todos. Para alcanzar estos
objetivos se necesita que los medios de comunicación estén
centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de
los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se
pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad
natural y sobrenatural. En efecto, la libertad humana está
intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los medios
pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la
familia humana y al ethos de la sociedad, cuando se convierten
en instrumentos que promueven la participación universal en la
búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y
crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica
y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la
posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un
ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su
fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un
producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos
científicos en este campo y las posibilidades de una
intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la
elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la
trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos
ante un aut aut decisivo. Pero la racionalidad del quehacer
técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional,
porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por
ello, la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad
de pensar cómo es posible que de la nada haya surgido el ser y
de la casualidad la inteligencia[153]. Ante estos problemas tan
dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo juntas
salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer técnico, la
razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su
propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de
alejarse de la vida concreta de las personas[154].
75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de
la cuestión social[155]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso
afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en
una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo
el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida,
cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del
hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones,
la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen
y se promueven en la cultura actual del desencanto total, que
cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que se ha
llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de
la técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de
cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar nota de
una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los
escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos
y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su
disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría
añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una
sistemática planificación eugenésica de los nacimientos. Por
otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica,
manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en
ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida.
Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que
niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan
una concepción materialista y mecanicista de la vida humana.
¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo
de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia
ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia
caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo
es? Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se
propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a
escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar
injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen
llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el
riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una
conciencia incapaz de reconocer lo humano. Dios revela el hombre
al hombre; la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el
bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la que
brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero
también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad
moral.
76. Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede
apreciar en la propensión a considerar los problemas y los
fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un
punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De
esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser
conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con
las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde
progresivamente. El problema del desarrollo está estrechamente
relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya
que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la
salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas
reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo
que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo
del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones
que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo
debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual,
porque el hombre es «uno en cuerpo y alma»[156], nacido del amor
creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano
se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se
conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente
en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de
Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La alienación
social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan
las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas
espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente
desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien
orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de
esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen
tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o
psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el
alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas
terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay
desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien
espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad
de alma y cuerpo.
77. El absolutismo de la técnica tiende a producir una
incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la
pura materia. Sin embargo, todos los hombres tienen experiencia
de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida.
Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde
siempre algo que va más allá del dato empírico. Todo
conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño
prodigio, porque nunca se explica completamente con los
elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre
algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay
siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos dejar de
sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto
de amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se asemeja
mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva.
También el desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un
nivel parecido, si consideramos la dimensión espiritual que debe
incluir necesariamente el desarrollo para ser auténtico. Para
ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que
superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y
que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no
puede ofrecer. Por este camino se podrá conseguir aquel
desarrollo humano e integral, cuyo criterio orientador se halla
en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra
entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de
los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al
abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo,
que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y
nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final
del mundo» (Mt 28,20). Ante el ingente trabajo que queda por
hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los
que se unen en su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI
nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no es
capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él
solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos
que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar
parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de
forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio
de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más
poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo
cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se deje guiar por
la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios.
La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para
con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y
gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el
indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de
olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno
de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que
excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo
abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y
realización de formas de vida social y civil —en el ámbito de
las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos—,
protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del
momento. La conciencia del amor indestructible de Dios es la que
nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la
justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y
fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a
las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo
que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y
seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice
inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las
autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre
menos de lo que anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para
luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro
Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados
hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor
lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el
auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo
sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y
complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos
ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a la vida
espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en
Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la
Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de
renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de
paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones
de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la
vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre. Todo
esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia;
y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de
todo lo que tiene valor y nos redime: «el mundo, la vida, la
muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de
Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El anhelo del
cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios
como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los
hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las
palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos
santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el
pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que
nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y
se nos libre del mal (cf. Mt 6,9-13).
Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con
las mismas palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que
vuestra caridad no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a
lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros,
estimando a los demás más que a uno mismo» (12,9-10). Que la
Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada
por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y Regina pacis,
nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la
fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar
generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el
hombre y de todos los hombres»[159].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de
San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
--------------------------------------------------------------------------------
[1] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo
1967), 22: AAS 59 (1967), 268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69.
[2] Homilía para la «Jornada del desarrollo» ( 23 agosto 1968):
AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2002: AAS 94 (2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963):
AAS 55 (1963), 268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c., 265.
[7] Cf. ibíd., 82: l.c., 297.
[8] Ibíd., 42: l.c., 278.
[9] Ibíd., 20: l.c., 267.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta ap.
Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403-404;
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 43:
AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c.,
263-264.
[12] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf. Discurso en la inauguración de la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp.
9-11.
[14] Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.
[16] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c.,
264.
[17] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98
(2006), 232.
[18] Ibíd., 6: l.c., 222.
[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con motivo de las
felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (30 diciembre 2005), pp. 9-12.
[20] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3:
l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens (14
septiembre 1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus, 3: l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[26] Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968), 485-487; Benedicto XVI,
Discurso a los participantes en el Congreso Internacional con
ocasión del 40 aniversario de la encíclica «Humanae vitae» (10
mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16
mayo 2008), p. 8.
[28] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), 93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101: l.c., 516-518.
[30] N. 29: AAS 68 (1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c., 26.
[32] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41:
l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799.
859-860.
[34] N. 15: l.c., 265.
[35] Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum
novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892,
97-144; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 8:
l.c., 519-520; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 2. 13: l.c., 258.
263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c., 278.
[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c., 265.
[40] Ibíd., 3: l.c., 258.
[41] Ibíd., 6: l.c., 260.
[42] Ibíd., 14: l.c., 264.
[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
53-62: l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo
1979), 13-14: AAS 71 (1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c.,
262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 22.
[46] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c.,
263-264.
[47] Cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial
Nacional Italiana (19 octubre 2006): L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (27 octubre 2006), pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 16: l.c.,
265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes (17
julio 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25
julio 2008), pp. 4-5.
[51] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20: l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54] Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta enc.Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[56] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 9: l.c.,
261-262.
[57] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 20: l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta enc.Centesimus annus, 22-29: l.c., 819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf. l.c., 135.
[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo II, Carta enc.Centesimus annus, 24: l.c.,
821-822.
[63] Cf. Id., Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 33.
46. 51: AAS 85 (1993), 1160. 1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso
a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas
(5 octubre 1995), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española
(13 octubre 1995), p. 7.
[64] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 47: l.c., 280-281;
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l.c.,
572-574.
[65] Cf. Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la
Alimentación 2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59.
63-64: l.c., 419-421. 467-468. 472-475.
[67] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre
2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2002, 4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96
(2004), 119; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14: l.c.,
5-6.
[69] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2002, 6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2006, 9-10: l.c., 60-61.
[70] Cf. Homilía durante la Santa Misa en la explanada de
«Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 1: l.c., 217-218.
[72] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28:
l.c., 548-550.
[73] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 19: l.c.,
266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75] Ibíd., 75: l.c., 293-294.
[76] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 28: l.c., 238-240.
[77] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277.
298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c., 263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre
1998), 85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.
[82] Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre
2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22
septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 33: l.c.,
273-274.
[84] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2000, 15: AAS 92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf. Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99
(2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín explica detalladamente esta enseñanza en el
diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3, 8
ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido
interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al
margen de las funciones normales de la razón, una acción previa
a la reflexión y casi instintiva, por la que la razón, dándose
cuenta de su condición transitoria y falible, admite por encima
de ella la existencia de algo externo, absolutamente verdadero y
cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad
interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De
libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De
Magistro 11, 38; Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.
[90] Cf. n. 49: l.c., 281.
[91] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 28: l.c.,
827-828.
[92] Cf. n. 35: l.c., 836-838.
[93] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38:
l.c., 565-566.
[94] N. 44: l.c., 279.
[95] Cf. ibíd., 24: l.c., 269.
[96] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[97] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 24: l.c.,
269.
[98] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c.,
832-833; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 25: l.c.,
269-270.
[99] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 24: l.c.,
637-638.
[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101] Carta enc. Populorum progressio, 27: l.c., 271.
[102] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instr.
Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la
liberación (22 marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo II, Entrevista al periódico «La Croix», 20
de agosto de 1997.
[104] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las
Ciencias Sociales (27 abril 2001): AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17: l.c.,
265-266.
[106] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2003, 5: AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf. ibíd.
[108] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 13:
l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[110] Cf., ibíd., 36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem,
sobre el apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c.,
264; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c.,
832-833.
[114] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 77: l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 1990, 6: AAS 82 (1990), 150.
[116] Heráclito de Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. — 475 a.C. ca.),
Fragmento 22B124, en: H. Diels — w. kranz, Die Fragmente der
Vorsokratiker, Weidmann, Berlín 1952.
[117] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 1990, 10: l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[120] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7: AAS 100
(2008), 41.
[121] Cf. Discurso a los miembros de la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 abril 2008),
pp. 10-11.
[122] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 1990, 13: l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2007, 8: l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c.,
843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424.
[128] Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c., 298-299.
[129] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros de
la Fundación «Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p.
6; Id., Discurso a las autoridades y al Cuerpo diplomático
durante el encuentro en el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998), p.
10; Id., Mensaje al Rector Magnífico de la Universidad Católica
del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (26 mayo 2000), p. 3.
[130] Según Santo Tomás «ratio partis contrariatur rationi
personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non ordinatur
ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia
sua» en Summa Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 1.
[132] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión pública de las
Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000),
763-764; Id., Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política
(24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.
[134] Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los
participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19
octubre 2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c.,
798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la
IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c.,
8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931):
AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883.
[138] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41:
l.c., 262. 277-278.
[140] Cf. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de
la Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007),
p. 3; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional
sobre «La ley moral natural» organizado por la Pontificia
Universidad Lateranense (12 febrero 2007): L’Osservatore Romano,
ed. en lengua española (16 febrero 2007), p. 3.
[141] Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en visita «ad
limina apostolorum» (16 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en
lengua española (30 mayo 2008), p. 14.
[142] Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes
e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3 mayo
2004): AAS 96 (2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c.,
594-598.
[144] Jubileo de los Trabajadores. Saludos después de la Misa (1
mayo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo
2000), p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c.,
838-840.
[146] Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c.,
10-11.
[147] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293;
Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina
social de la Iglesia, n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 82.
[149] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,
43: l.c., 574-575.
[150] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 41: l.c.,
277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 5: l.c.,
586-589.
[152] Cf. Pablo IV, Carta apost. Octogesima adveniens, 29: l.c.,
420.
[153] Cf. Discurso a los participantes en el IV Asamblea
Eclesial Nacional Italiana, (19 octubre 2006): l.c., 8-10;
Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de
Ratisbona (12 septiembre 2006): l.c., 9-10.
[154] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr.
Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (8
septiembre 2008): AAS 100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 14.
[157] Cf. n. 42: l.c., 278.
[158] Cf. Carta enc. Spe salvi, 35: l.c., 1013-1014.
[159] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: l.c., 278.
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Esta página
es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
Copyright © 2009 SCTJM