Te doy gracias,
Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti,
me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre:
por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera tu fama;
que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar el oráculo de tu boca;
canten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande.
Cuando camino entre peligros,
me conservas la vida;
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.
1. Atribuido por la tradición
judía al patronazgo de David, aunque probablemente surgió en una
época sucesiva, el himno de acción de gracias que acabamos de
escuchar, y que constituye el Salmo 137, comienza con un canto
personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o
teniendo como punto de referencia el Santuario de Sión, sede de
la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los
fieles.
De hecho, el salmista confiesa: «me postraré hacia tu santuario»
de Jerusalén (Cf. versículo 2): allí canta ante Dios que está en
los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la
escucha en el espacio terreno del templo (Cf. versículo 1). El
orante está seguro de que el «nombre» del Señor, es decir, su
realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y
misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de
toda confianza y de toda esperanza (Cf. versículo 2).
2. La mirada se dirige, entonces, por un instante, al pasado, al
día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al
grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma
turbada (Cf. versículo 3). El original hebreo habla literalmente
del Señor que «agita la fuerza en el alma» del justo oprimido:
es como la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas
y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer
fortaleza y confianza.
Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista
amplía su mirada sobre el mundo e imagina que su testimonio
abarca a todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una
especie de adhesión universal, se asocian al orante judío en una
alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia soberana
del Señor (Cf. versículos 4-6).
3. El contenido de esta alabanza conjunta que surge de todos los
pueblos permite ver ya la futura Iglesia de los paganos, la
futura Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema
la «gloria» y los «caminos del Señor» (Cf. versículo 5), es
decir, sus proyectos de salvación y su revelación. De este modo,
se descubre que Dios ciertamente «es grande» y trascendente, «ve
al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del soberbio,
como signo de rechazo y de juicio (Cf. versículos 6).
Como proclamaba Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que
mora por siempre y cuyo nombre es santo: \"En lo excelso y
sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de
espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar
el ánimo de los humillados\"» (Isaías 57, 15). Dios decide, por
tanto, ponerse al lado de los débiles, de las víctimas, de los
últimos: esto se hace saber a todos los reyes para que conozcan
cuales deben ser sus opciones en el gobierno de las naciones.
Naturalmente no sólo se lo dice a los reyes y a todos los
gobiernos, sino a todos nosotros, pues también nosotros tenemos
que saber cuál es la opción que debemos tomar: ponernos del lado
de los humildes, de los últimos, de los pobres y débiles.
4. Después de esta referencia mundial a los responsables de las
naciones, no sólo de aquel tiempo, sino de todos los tiempos, el
orante vuelve a hablar de la alabanza personal (Cf. Salmo 137,
7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida,
implora la ayuda de Dios para las pruebas que la existencia
todavía le deparará. Y todos nosotros rezamos con el orante de
aquel tiempo.
Se habla de manera sintética de la «ira de los enemigos»
(versículo 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades
que puede tener que afrontar el justo durante su camino en la
historia. Pero él sabe, y también lo sabemos nosotros, que el
Señor no le abandonará nunca y le ofrecerá su mano para
socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto, una
apasionada profesión de confianza en el Dios de la bondad
sempiterna: no abandonará la obra de sus manos, es decir, a su
criatura (versículo 8). Y en esta confianza, en esta certeza en
la confianza de Dios, también tenemos que vivir nosotros.
Tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y tempestuosas
que sean las pruebas que nos esperan, no quedaremos abandonados
a nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las
manos que nos crearon y que ahora nos acompañan en el camino de
la vida. Como confesará san Pablo: «quien inició en vosotros la
buena obra, la irá consumando» (Filipenses 1, 6).
5. De este modo, hemos podido rezar con un Salmo de alabanza, de
acción de gracias y de confianza. Queremos seguir desplegando
este hilo de alabanza en forma de himno con el testimonio de un
cantor cristiano, el gran Efrén el Siro (siglo IV), autor de
textos de extraordinaria fragancia poética y espiritual.
«Por más grande que sea nuestra maravilla por ti, Señor, tu
gloria supera lo que nuestros labios pueden expresar», canta
Efrén en un himno («Himnos sobre la virginidad» --«Inni sulla
Verginità», 7: «L’arpa dello Spirito», Roma 1999, p. 66), y en
otro dice: «Alabado seas tu, para quien todo es fácil, pues eres
omnipotente» («Himnos sobre la Natividad» --«Inni sulla Natività»--,
11: ibídem, p. 48), éste es un último motivo para nuestra
confianza: Dios tiene la potencia de la misericordia y usa su
potencia para la misericordia. Y, finalmente, una última cita:
«Que te alaben quienes comprenden tu verdad» («Himnos sobre la
fe» --«Inni sulla Fede», 14: ibídem, p. 27).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final
de la audiencia, el Papa saludó en varios idiomas a los
peregrinos. Estas fueron sus palabras en castellano:
Queridos hermanos y hermanas:
En el salmo de hoy vemos al orante que se dirige a Dios, que
siempre lo escucha, le infunde ánimos y fortaleza, incluso ante
el sufrimiento. El Señor «se fija en el humilde y el abatido», y
sale en defensa de los débiles y de las víctimas. Por tanto,
debemos estar seguros de que, por graves y difíciles que sean
las pruebas que nos esperan, nuestra vida siempre estará en
manos del Señor.
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en
particular a los alumnos del Seminario y Colegio diocesano de
Getafe, a los fieles de parroquias y cofradías, a los grupos
escolares de España, así como a los peregrinos de América
Latina. Con san Pablo os recuerdo: «Aquél que inició en vosotros
la obra buena, él mismo la llevará a su cumplimiento» (Flp 1,6).
Muchas gracias.