El hirió a
Egipto en sus primogénitos:
porque es eterna su misericordia.
Y sacó a Israel de aquel país:
porque es eterna su misericordia.
Con mano poderosa, con brazo extendido:
porque es eterna su misericordia.
El dividió en dos partes el mar Rojo:
porque es eterna su misericordia.
Y condujo por en medio a Israel:
porque es eterna su misericordia.
Arrojó en el mar Rojo al faraón:
porque es eterna su misericordia.
Guió por el desierto a su pueblo:
porque es eterna su misericordia.
El hirió a reyes famosos:
porque es eterna su misericordia.
Dio muerte a reyes poderosos:
porque es eterna su misericordia.
A Sijón, rey de los amorreos:
porque es eterna su misericordia.
Y a Hog, rey de Basán:
porque es eterna su misericordia.
Les dio su tierra en heredad:
porque es eterna su misericordia.
En heredad a Israel su siervo:
porque es eterna su misericordia.
En nuestra humillación, se acordó de nosotros:
porque es eterna su misericordia.
Y nos libró de nuestros opresores:
porque es eterna su misericordia.
El da alimento a todo viviente:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios del cielo:
porque es eterna su misericordia.
1. Volvemos a
reflexionar sobre el himno de alabanza del Salmo 135 que la
Liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas,
siguiendo la distinción de temas que ofrece la composición. De
hecho, la celebración de las obras del Señor se perfila en dos
ámbitos: el del espacio y el del tiempo.
En la primera parte (Cf. versículos 1 a 9), que fue objeto de
nuestra meditación precedente («De la belleza de la creación a
la belleza de Dios»), aparecían las acciones divinas realizadas
con la creación: dieron origen a las maravillas del universo. En
esa parte del Salmo se proclama la fe en Dios creador, que se
revela a través de sus criaturas cósmicas. Ahora, sin embargo,
el gozoso canto del salmista, llamado por la tradición judía «el
gran Halel», es decir, la alabanza más alta elevada al Señor,
nos pone ante un horizonte diferente, el de la historia. La
primera parte, por tanto, habla de la creación como reflejo de
la belleza de Dios; la segunda habla de la historia y del bien
que Dios nos ha hecho en el transcurso del tiempo. Sabemos que
la Revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de
Dios salvador se manifiesta de manera particular en la historia
de la salvación (Cf. Deuteronomio 26, 5-9; Génesis 24, 1-13).
2. Pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del
Señor que tienen su momento central en el éxodo de Egipto, al
que está íntimamente unido el difícil viaje por el desierto del
Sinaí, que desemboca en la tierra prometida, el don divino que
Israel experimenta en todas las páginas de la Biblia.
La famosa travesía del Mar Rojo, dividido «en dos partes», como
desgarrado y domado cual monstruo vencido (Cf. Salmo 135,13), da
a luz a un pueblo libre, llamado a una misión y a un destino
glorioso (Cf. versículos 14-15; Éxodo 15, 1-21), que tendrá su
interpretación cristiana en la plena liberación del mal con la
gracia bautismal (Cf. 1 Corintios 10,1-4). Se abre después el
itinerario del desierto: en él, el Señor es representado como un
guerreo que, continuando la obra de liberación comenzada en la
travesía del Mar Rojo, defiende a su pueblo golpeando a sus
adversarios. Desierto y mar representan, entonces, el paso a
través del mal y la opresión para recibir el don de la libertad
y de la tierra prometida (Cf. Salmo 135, 16-20).
3. Al final, el Salmo se asoma a ese país que la Biblia exalta
con entusiasmo como «tierra buena, tierra de torrentes, de
fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas,
tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados,
tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que
comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra
donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el
bronce» (Deuteronomio 8, 7-9).
Esta celebración enfática, que va más allá de la realidad de esa
tierra, quiere exaltar el don divino, dirigiendo nuestra
expectativa hacia el don más elevado de la vida eterna con Dios.
Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace --como
repite la antífona que salpica cada uno de los versículos-- del
«hesed» del Señor, es decir, de su «misericordia» de su
fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su
amor que sigue revelándose a través del «recuerdo» (Cf. Salmo
135, 23). En el momento de la «humillación», es decir, durante
las sucesivas pruebas y opresiones, Israel siempre descubrirá la
mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. En el momento
del hambre y de la miseria el Señor también intervendrá para
ofrecer a toda la humanidad la comida, confirmando su identidad
de creador (Cf. versículo 25).
4. En el Salmo 135 se entrecruzan por tanto dos modalidades de
la única Revelación divina, la cósmica (Cf. versículos 4-9) y la
histórica (Cf. versículos 10-25). Ciertamente el Señor es
trascendente como creador y árbitro del ser; pero se acerca
también a sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo.
No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su
presencia entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de
Cristo.
Esto es lo que la interpretación cristiana del Salmo proclama
claramente, como los testimonian los padres de la Iglesia que
ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo
del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como
salvador y redentor de la humanidad (Cf. Juan 3, 16).
De este modo, san Cipriano, mártir del siglo III, al comenzar su
tratado «Sobre las buenas obras y sobre la limosna», contempla
maravillado las obras que Dios ha realizado en Cristo, su Hijo,
a favor de su pueblo, prorrumpiendo en un reconocimiento
apasionado de su misericordia. «Hermanos queridos, son muchos y
grandes los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa
de Dios Padre y de Cristo ha realizado y realizará por nuestra
salvación; de hecho, para preservarnos, para darnos una vida y
podernos redimir, el Padre mandó al Hijo; el Hijo, que había
sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para
convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo
que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar
nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a
nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder
ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos
y grandes dones de la misericordia divina» (1: «Tratados:
Colección de Textos Patrísticos» - «Trattati: Collana di Testi
Patristici», CLXXV, Roma 2004, p. 108).
[Dejando a un lado los papeles, el Papa añadió]
Con estas palabras, el santo doctor de la Iglesia desarrolla el
salmo con una letanía de los beneficios que Dios nos ha hecho,
añadiéndola a lo que el salmista todavía no sabía, pero que ya
esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho: el don del
Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos ha dado y
con la que permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su
Palabra, cada día hasta el final de la historia. Corremos el
peligro de que la memoria del mal, de los males sufridos, con
frecuencia sea más fuerte que la memoria del bien. El salmo
sirve para despertar en nosotros la memoria del bien, de todo el
bien que el Señor nos ha hecho y nos hace, y que podemos ver si
nuestro corazón está atento: es verdad, la misericordia de Dios
es eterna, está presente día tras día.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final
de la audiencia, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en
varios idiomas. En castellano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo de hoy proclama la presencia del Señor en la historia
de la salvación. Con las pruebas del desierto, que representan
el mal y la opresión, el pueblo de Israel, a través del paso del
Mar Rojo, recibe el don de la libertad y de la tierra prometida,
descubriendo la mano liberadora del Dios del amor. Se entrelazan
así dos modalidades de la única Revelación divina: la cósmica y
la histórica. El Señor es trascendente, pero también cercano a
sus creaturas.
La relectura cristiana del Salmo indica claramente que la
presencia de Dios entre nosotros alcanza su culmen en la
Encarnación de Cristo. Así lo testifican los Padres de la
Iglesia, que ven el vértice de la historia de la salvación y la
señal suprema del amor misericordioso de Dios Padre en el don de
su Hijo: Cristo salvador y redentor, que se humilló para
levantarnos, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad y
aceptó morir para ofrecernos la inmortalidad.
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en
particular a los de la Parroquia Santiago Apóstol del Álamo de
Madrid, así como a los de la Arquidiócesis de Guadalajara y de
la Comunidad Apostólica de María siempre Virgen de México, a los
de Antofagasta de Chile y otros países latinoamericanos. Saludo
también a la Asociación de Sordociegos de España. Proclamad que
Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos nueva vida y
redimirnos. Él nos libera de todo mal con la gracia del
bautismo.