Alabad el nombre del Señor,
alabadlo, siervos del Señor,
que estáis en la casa del Señor,
en los atrios de la casa de nuestro Dios.
Alabad al Señor porque es bueno,
tañed para su nombre, que es amable.
Porque él se escogió a Jacob,
a Israel en posesión suya.
Yo sé que el Señor es grande,
nuestro dueño más que todos los dioses.
El Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos.
Hace subir las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos desata la lluvia,
suelta los vientos de sus silos.
Él hirió a los primogénitos de Egipto,
desde los hombres hasta los animales.
Envió signos y prodigios
--en medio de ti, Egipto--
contra el Faraón y sus ministros.
Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
a Sijón, rey de los amorreos,
a Hog, rey de Basán,
a todos los reyes de Canaán.
Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel, su pueblo.
1. Ante nosotros se presenta
la primera parte del Salmo 134, un himno de carácter litúrgico,
entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros
textos bíblicos. La liturgia, de hecho, construye con frecuencia sus
textos recurriendo al gran patrimonio de la Biblia, rico repertorio
de temas y oraciones que sostienen el camino de los fieles.
Seguimos el entramado de oración de esta primera sección (Cf. Salmo
134,1-12), que comienza con una amplia y apasionada invitación a
alabar al Señor (Cf. versículos 1-3). El llamamiento se dirige a los
«siervos del Señor, que estáis en la casa del Señor, en los atrios
de la casa de nuestro Dios » (vv. 1-2).
Nos encontramos, por tanto, en la atmósfera viva del culto que se
desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la
oración. En ella, se experimenta de manera eficaz la presencia de
«nuestro Dios», un Dios «bueno» y «amable», el Dios de la elección y
de la alianza (Cf. versículos 3-4).
Después de la invitación a la alabanza, una voz solista proclama la
profesión de fe, que comienza con la fórmula «yo sé» (versículo 5).
Este «Credo» constituirá la esencia de todo el himno, que se
convierte en una proclamación de la grandeza del Señor (ibídem),
manifestada en sus obras maravillosas.
2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en todo el
mundo, «en el cielo y en la tierra,
en los mares y en los océanos». Es él quien produce nubes,
relámpagos y vientos, imaginados como encerrados en «silos» o
almacenes (Cf. versículos 6-7).
Pero esta profesión de fe celebra sobre todo otro aspecto de la
actividad divina. Se trata de la admirable intervención en la
historia, en la que el Creador muestra el rostro de redentor de su
pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en
oración, se presentan los grandes acontecimientos del Éxodo.
Ante todo, menciona la conmemoración sintética y esencial de las
«plagas» de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para plegar
al opresor (Cf. versículos 8-9). Continúa después con la evocación
de las victorias de Israel tras la larga marcha en el desierto.
Éstas se atribuyen a la poderosa intervención de Dios, que «hirió de
muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos» (versículo 10).
Por último, aparece la meta tan suspirada y esperada, la tierra
prometida: «dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su
pueblo» (versículo 12).
El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la
historia con todas las vicisitudes difíciles y gloriosas. La
liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los
dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual que es la
raíz de las demás solemnidades y constituye el emblema supremo de la
libertad y de la salvación.
3. Recojamos el espíritu del Salmo y de su alabanza a Dios
volviéndolo a presentar a través de la voz de san Clemente Romano
tal y como resuena en la larga oración conclusiva de su «Carta a los
Corintios». Señala que, así como en el Salmo 134 aparece el rostro
del Dios redentor, del mismo modo su protección, ya concedida a los
antiguos padres, se nos presenta ahora en Cristo: «Señor, que tu
rostro resplandezca sobre nosotros por el bien en la paz para
protegernos con tu mano poderosa y librarnos de todo pecado con tu
brazo altísimo y salvarnos de quienes nos odian injustamente.
Otórganos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la
tierra, tal y como lo hiciste con nuestros padres cuando te
invocaban santamente en la fe y en la verdad… A ti, que eres el
único capaz de hacer por nosotros estos bienes y otros todavía
mayores, te damos gracias por medio del gran sacerdote y protector
de nuestras almas, Jesucristo, por quien eres glorificado de
generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén»
(60,3-4; 61,3: «Colección de Textos Patrísticos» --«Collana di Testi
Patristici»--, V, Roma 1984, pp. 90-91).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final
de la audiencia el Papa saludo a los peregrinos en varios idiomas.
Estas fueron sus palabras en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo que hemos escuchado es una gran invitación a alabar al
Señor en su templo, en el cual se manifiesta su presencia viva entre
nosotros. Dios no abandona a su pueblo, sino que interviene
continuamente en la historia manifestando en ella la omnipotencia de
su amor y su rostro redentor que libera a sus elegidos de la
esclavitud y les otorga en herencia la tierra prometida.
En la historia, el amor divino es concreto, se hace visible y casi
se puede experimentar. Esta realidad, vivida ya por el pueblo de
Israel, se manifiesta de un modo totalmente nuevo y especialmente
elocuente en Jesucristo, en el misterio de su muerte y resurrección,
que es la máxima expresión de la libertad y de la salvación.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en
particular a los grupos parroquiales, a los alumnos universitarios y
asociaciones de España; a los grupos y estudiantes de Argentina; a
los estudiantes de Chile, así como a los demás peregrinos
latinoamericanos. Os exhorto a confiar siempre en el Señor, que nos
ama infinitamente y nos libera de todo mal.