"san Juan CRisostomo"
Parte I
Audiencia General del
19 de septiembre de 2007
Ver también:
Benedicto XVI
¡Queridos hermanos
y hermanas!
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San
Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de Antioquía, llamado
Crisóstomo, esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede
decirse que sigue vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo
copista dejó escrito que éstas «atraviesan todo el orbe como
rayos fulminantes». Sus escritos también nos permiten a
nosotros, como a los fieles de su tiempo, que repetidamente se
vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir con sus
libros, a pesar de su ausencia. Es cuanto él mismo sugería desde
el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta 8,45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente
Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio
presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397,
cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital
del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios,
seguidos en breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el
407. Nos limitamos hoy a considerar los años antioquenos del
Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa,
quien le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una
profunda fe cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y
superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica,
tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del
tiempo. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador
de la antigüedad tardía griega. Bautizado en el año 368 y
formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por
él instituido lector en 371. Este hecho marcó la entrada oficial
de Crisóstomo en el cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a
372, el Asceterio, un tipo de seminario de Antioquía, junto a un
grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos,
bajo la guía del famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a
Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la
tradición antioquena.
Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del
cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que
vivió solo en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese
período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo»,
los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo.
Enfermándose, se encontró en la imposibilidad de cuidar de sí
mismo y por ello tuvo que regresar a la comunidad cristiana de
Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5). El Señor –explica el
biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento justo para
permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En efecto,
escribirá él mismo que, puesto en la alternativa de elegir entre
el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida
monástica, habría preferido mil veces el servicio pastoral (Cf.
Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado
el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia
vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo! La intimidad con
la Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo,
había madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de
dar a los demás cuanto él había recibido en los años de
meditación. El ideal misionero le lanzó así, alma de fuego, a la
atención pastoral.
Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y
presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las
iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos,
seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos
y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se
trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz
de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la
llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las
estatuas imperiales en señal de protesta contra el aumento de
los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con
motivo de los inminentes castigos por parte del emperador,
pronunció sus veintidós vibrantes Homilías de las estatuas,
orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el
período de serena atención pastoral (387-397).
El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él
nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los
comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los
Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue
un teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina
tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias
teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto es, por
la negación de la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un
testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia
en el siglo IV-V. Su teología es exquisitamente pastoral; en
ella es constante la preocupación de la coherencia entre el
pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial.
Es éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas
catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a recibir el
Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre
está en el «conocimiento exacto de la verdad y rectitud en la
vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la
verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe
traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó siempre a
desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la
verdadera razón, para comprender y traducir en la práctica las
exigencias morales y espirituales de la fe.
Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el
desarrollo integral de la persona, en las dimensiones física,
intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son
comparadas a otros tantos mares de un inmenso océano: «El
primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el
Evangelio de Mateo). En efecto «precisamente en esta primera
edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud».
Por ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en
el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3,1 sobre el
Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante.
Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera
fase de la vida entren realmente en el hombre las grandes
orientaciones que dan la perspectiva justa a la existencia.
Crisóstomo por ello recomienda: «Desde la más tierna edad
abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a
persignar la frente con la mano» (Homilía 12,7 sobre la Primera
Carta a los Corintios). Llegan después la adolescencia y la
juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia,
donde los vientos soplan violentos..., porque en nosotros
crece... la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de
Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el matrimonio: «A la
juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que
sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar
esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los fines,
enriqueciéndolos –con la alusión a la virtud de la templanza--
de una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien
preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla
con gozo y se pueden educar a los hijos en la virtud. Cuando
nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se
convierten en una sola carne, dado que el hijo reúne a las dos
partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses), y los
tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20,6
sobre la Carta a los Efesios).
La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el
curso de la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se
construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea
reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8,7 sobre la Carta a
los Romanos), la misma palabra se dirige en todo lugar a todos
(Homilía 24,2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la
comunión eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía
32,7 sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se
insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos
con el Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético.
Al fiel laico él dice: «También a ti el Bautismo te hace rey,
sacerdote y profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los
Corintios). Surge de aquí el deber fundamental de la misión,
porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación
de los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social...
¡no interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2 sobre el
Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y
la «pequeña Iglesia», la familia, en recíproca relación.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del
Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los
fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual
que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las
enseñanzas de este gran Maestro de la fe.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final
de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios
idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san
Juan Crisóstomo, llamado «Boca de oro» por su elocuencia, que le
convirtió en el más grande orador del cristianismo griego
antiguo. Nacido en Antioquía, al sur de la actual Turquía, vivió
retirado como eremita en una gruta durante cuatro años, hasta
que la enfermedad le hizo volver a su ciudad donde comenzó a
dedicarse a su auténtica vocación: ser maestro de almas,
predicador y Pastor de la Iglesia.
Es uno de los Padres de la Iglesia más prolíficos. Fue un
teólogo pastoral más que especulativo, preocupado sobre todo por
la coherencia entre lo que se profesa con las palabras y lo que
se vive, sintiendo la necesidad de poner práctica las exigencias
morales y espirituales de la fe. Por eso son famosas su
catequesis, orientadas a forjar en todas las etapas de la vida
una personalidad integral, física, intelectual y religiosa. Su
predicación tenía lugar habitualmente en las celebraciones
litúrgicas, donde la comunidad se edifica con la Palabra y la
Eucaristía, y donde la asamblea es expresión de la única Iglesia
y la Eucaristía es signo eficaz de unidad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular al grupo de la diócesis de Tudela, Navarra, al del
Colegio Francisco de Asís, de Santiago de Chile, a los
provenientes de la Arquidiócesis de Salta y a los miembros de la
Obra Hogares Nuevos. Invito a todos a acoger con gozo la lección
de san Juan Crisóstomo sobre la presencia y testimonio
auténticamente cristiano de los fieles en la familia y en la
sociedad.
Muchas gracias.
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