"san Jerónimo"
Audiencia
General del 07 de noviembre de 2007
Ver también:
Benedicto XVI
Queridos hermanos
y hermanas:
Hoy concentraremos nuestra atención en san Jerónimo, un padre de
la Iglesia que puso en el centro de su vida la Biblia: la
tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se
comprometió a vivirla concretamente en su larga existencia
terrena, a pesar de su conocido carácter difícil y fogoso que le
dio la naturaleza.
Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347 de una familia
cristiana, que le dio una fina formación, enviándole a Roma para
que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo
de la vida mundana (Cf. Epístola 22,7), pero prevaleció en él el
deseo y el interés por la religión cristiana.
Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la
vida ascética y, al ir a vivir a Aquileya, se integró en un
grupo de cristianos fervorosos, definido por el como una especie
de «coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido
alrededor del obispo Valeriano.
Se fue después a Oriente y vivió como eremita en el desierto de
Calcide, en el sur de Alepo (Cf. Epístolas 14,10), dedicándose
seriamente al estudio. Perfeccionó el griego, comenzó a estudiar
hebreo (Cf. Epístola 125,12), trascribió códigos y obras
patrísticas (Cf. Epístolas 5, 2). La meditación, la soledad, el
contacto con la Palabra de Dios maduraron su sensibilidad
cristiana.
Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (Cf.
Epístola 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre
la mentalidad pagana y la cristiana: un contraste que se ha
hecho famoso a causa de la dramática y viva «visión» que nos
dejó en una narración. En ella le pareció sentir que era
flagelado en presencia de Dios, porque era «ciceroniano y no
cristiano» (Cf. Epístola 22, 30).
En el año 382 se fue a vivir a Roma: aquí, el Papa Dámaso,
conociendo su fama de asceta y su competencia como estudioso, le
tomó como secretario y consejero; le alentó a emprender una
nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos
pastorales y culturales.
Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres
nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban
empeñarse en el camino de la perfección cristiana y de
profundizar en su conocimiento de la Palabra de Dios, le
escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de
leer los textos sagrados. Estas mujeres tamben aprendieron
griego y hebreo.
Después de la muerte del Papa Dámaso, Jerónimo dejó Roma en el
año 385 y emprendió una peregrinación, ante todo a Tierra Santa,
silenciosa testigo de la vida terrena de Cristo, y después a
Egipto, tierra elegida por muchos monjes (Cf. «Contra Rufinum»
3,22; Epístola 108,6-14).
En el año 386 se detuvo en Belén, donde gracias a la generosidad
de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio
masculino, uno femenino, y un hospicio para los peregrinos que
viajaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José no habían
encontrado albergue» (Epístola 108,14).
Se quedó en Belén hasta la muerte, continuando una intensa
actividad: comentó la Palabra de Dios; defendió la fe,
oponiéndose con vigor a las herejías; exhortó a los monjes a la
perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes; acogió
con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra
Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad,
el 30 de septiembre de 419/420.
La formación literaria y su amplia erudición permitieron a
Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un precioso
trabajo para la Iglesia latina y para la cultura occidental.
Basándose e los textos originales en griego y en hebreo,
comparándolos con las versiones precedentes, revisó los cuatro
evangelios en latín, luego los Salmos y buena parte del Antiguo
Testamento.
Teniendo en cuenta el original hebreo y el griego de los
Setenta, la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se
remonta a tiempos precedentes al cristianismo, y de las
precedentes versiones latinas, Jerónimo, ayudado después por
otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor:
constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la
Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el Concilio de
Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el
texto «oficial» de la Iglesia en latín.
Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el
gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo
cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de
las Sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden
de las palabras es un misterio» (Epístola 57,5), es decir, una
revelación.
Confirma, además, la necesidad de recurrir a los textos
originales: «En caso de que surgiera una discusión entre los
latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecciones
discordantes de los manuscritos, recurramos al original, es
decir, al texto griego en el que se escribió el Nuevo Pacto. Lo
mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre
los textos griegos y latinos, recurramos al texto original, el
hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos
encontrar en los riachuelos» (Epístola 106,2).
Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para
él los comentarios tienen que ofrecer opiniones múltiples, «de
manera que el lector prudente, después de haber leído las
diferentes explicaciones y de haber conocido múltiples pareceres
--que tiene que aceptar o rechazar-- juzgue cuál es el más
atendible y, como un experto agente de cambio, rechaza la moneda
falsa» («Contra Rufinum» 1,16).
Confutó con energía y vivacidad a los herejes que no aceptaban
la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la
importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida
en una auténtica cultura que para entonces ya era digna de ser
confrontada con la clásica: lo hico redactando «De viris
illustribus», una obra en la que Jerónimo presenta las
biografías de más de un centenar de autores cristianos.
Escribió biografías puras de monjes, ilustrando junto a otros
itinerarios espirituales el ideal monástico; además, tradujo
varias obras de autores griegos. Por último, en el importante
Epistolario, auténtica obra maestra de la literatura latina,
Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta
y guía de las almas.
¿Qué podemos aprender de san Jerónimo? Sobre todo me parece lo
siguiente: amar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Dice
san Jerónimo: «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo». Por
ello es importante que todo cristiano viva en contacto y en
diálogo personal con la Palabra de Dios, que se nos entrega en
la Sagrada Escritura.
Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por
una parte, tiene que darse un diálogo realmente personal, pues
Dios habla con cada uno de nosotros a través de la Sagrada
Escritura y tiene un mensaje para cada uno. No tenemos que leer
la Sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como
Palabra de Dios que se nos dirige también a nosotros y tratar de
entender lo que nos quiere decir el Señor.
Pero para no caer en el individualismo tenemos que tener
presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente para
edificar comunión, para unirnos en la verdad de nuestro camino
hacia Dios. Por tanto, a pesar de que siempre es una palabra
personal, es también una Palabra que edifica la comunidad, que
edifica a la Iglesia. Por ello tenemos que leerla en comunión
con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la
escucha de la Palabra de Dios es la liturgia, en la que al
celebrar la Palabra y al hacer presente en el Sacramento el
Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la
hacemos presente entre nosotros.
No tenemos que olvidar nunca que la Palabra de Dios trasciende
los tiempos. Las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy
es modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por
el contrario, es Palabra de vida eterna, lleva en sí la
eternidad, lo que vale para siempre. Al llevar en nosotros la
Palabra de Dios, llevamos por tanto en nosotros la vida eterna.
Concluyo con una frase dirigida por san Jerónimo a san Paulino
de Nola. En ella, el gran exegeta expresa precisamente esta
realidad, es decir, en la Palabra de Dios recibimos la
eternidad, la vida eterna. San Jerónimo dice: «Tratemos de
aprender en la tierra esas verdades cuya consistencia
permanecerá también en el tiempo» (Epístola 53,10).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final
de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios
idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos la catequesis de hoy al Padre de la Iglesia San
Jerónimo, que tuvo como centro de su vida la Biblia. De familia
cristiana, en Roma recibió una esmerada formación. Una vez
bautizado se orientó hacia la vida ascética y partió para
Oriente, viviendo como eremita en el desierto, donde perfeccionó
el griego, estudió el hebreo y transcribió códices y obras
patrísticas. De vuelta a Roma, el Papa Dámaso, lo tomó como
secretario y consejero.
Muerto el Papa, peregrinó a Tierra Santa y Egipto, quedándose en
Belén hasta su muerte. Allí desarrolló una intensa actividad:
comentó la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con
vigor a los herejes; exhortó a los monjes; enseñó la cultura
clásica y cristiana a los jóvenes; acogió a los peregrinos. Su
gran aportación a la Iglesia latina y a la cultura occidental es
la «Vulgata», traducción latina de la Biblia basada textos
precedentes. En su obra «De viris illustribus», muestra la
importancia de más de un centenar de autores cristianos. En su
«Epistolario» se da a conocer como hombre culto, asceta y guía
de almas.
Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a las
Religiosas que participan en un Curso para Formadoras en el
Instituto Claretianum; a los sacerdotes de Valencia, así como a
los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos.
Dejémonos guiar por este sabio maestro del espíritu, tratando de
aprender en la tierra las verdades que perdurarán en el cielo.
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