Corazones Consagrados - La dignidad y santidad sacerdotal- Año Sacerdotal |
Del libro de San Alfonso María de Ligorio:
LA DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL
Capitulo III
DE LA SANTIDAD QUE HA DE TENER EL SACERDOTE
I. Cuál debe ser la santidad del sacerdote por razón de su dignidad.
Grande es la dignidad de los sacerdotes, pero no menor la obligación
que sobre ellos pesan. Los sacerdotes suben a gran altura, pero se
impone que a ella vayan y estén sostenidos por extraordinaria virtud;
de otro modo, en lugar de recompensa se les reservará gran castigo,
como opina San Lorenzo Justiniano (...). San Pedro Crisólogo dice a su
vez que el sacerdocio es un honor y es también una carga que lleva
consigo gran cuenta y responsabilidad por las obras que conviene a su
dignidad (...).
Todo cristiano ha de ser perfecto y santo, porque todo cristiano hace
profesión de servir a un Dios Santo. Según San León, cristiano es el
que se despoja del hombre terreno y se reviste del hombre celestial
(...). Por eso dijo Jesucristo: Seréis, pues, vosotros, perfectos,
como vuestro Padre Celestial es perfecto [Mt 5, 48]. Pero la santidad
del sacerdote ha de ser distinta de la del resto de los seglares,
observa San Ambrosio (...), y añade que así como la gracia otorgada a
los sacerdotes es superior, así la vida del sacerdote tiene que
sobrepujar en santidad a los seglares (...) y San Pedro Pelusio afirma
que entre la santidad del sacerdote y la del seglar ha de haber tanta
distancia como del cielo a la tierra (...).
Santo Tomás enseña que todos estamos obligados a observar cuantos
deberes van anejos al estado elegido. Por otra parte, el clérigo dice
San Agustín está obligado a aspirar la santidad (...). Y Casiodoro
escribe: “El eclesiástico está obligado a vivir una vida celestial”
“El sacerdote está obligado a mayor perfección mayor perfección que el
que no lo es”, como asegura Tomás de Kempis (...), pues su estado es
más sublime que todos los demás. Y añade Salviano que Dios aconseja la
perfección a los seglares, al paso que la impone a los clérigos (...).
Los sacerdotes de la antigua ley llevaban escritas estas palabras en
la tiara que coronaba su frente: SANTIDAD PARA YAHVEH (Ex 39, 29),
para recordar la santidad que debían confesar. Las víctimas que
ofrecían los sacerdotes habían de consumirse completamente. ¿Por qué?
Pregunta Teodoreto, y responde. “Para inculcar a aquellos sacerdotes
la integridad de la vida que han de tener los que se han consagrado
completamente a Dios (...). Decía San Ambrosio que el sacerdote, para
ofrecer dignamente el sacrificio, primero se ha de sacrificar a sí
propio, ofreciéndose enteramente a Dios (...). Y Esiquio escribe que
el sacerdote debe ser un continuo holocausto de perfección, desde la
juventud a la muerte (...). Por eso decía Dios a los sacerdotes de la
antigua ley: “Os he separado entre los pueblos para que seáis míos
(Lev 20, 26). Con mayoría de razón en la Ley nueva quiere el Señor que
los sacerdotes dejen a un lado los negocios seculares y se dediquen
solo a complacer a Dios a quien se ha dedicado: “que se dedica a la
milicia se ha de enredar en los negocios de la hacienda, a fin de
contentar al que lo alistó en el ejército” [2 Tm 2, 4). Y es
precisamente la promesa que la Iglesia exige de los que ponen el pie
en el santuario por medio de la tonsura: hacerles declarar que en
adelante no tendrán más heredad que a Dios: “El Señor es la parte de
mi heredad y mi copa. Tú mi suerte tienes (Salmo 15 5). Escribe San
Jerónimo que “Hasta el mismo traje talar y el propio estado claman y
piden la santidad de la vida” (...). De aquí que el sacerdote no solo
has de estar alejado de todo vicio, sino que se debe esforzar
continuamente por llegar a la perfección, que es aquella a que sólo
pueden llegar los viadores (...).
(...). Deplora San Bernardo el ver tantos como corren a las órdenes
sagradas sin considerar la santidad que se requiere en quienes quieren
subir a tales alturas Y San Ambrosio escribe: “Búsquese quien pueda
decir: El Señor es mi herencia, y no los deseos carnales, las
riquezas, la vanidad” (...). El Apóstol San Juan dice: Hizo de
nosotros un reino, sacerdotes para el Dios y Padre suyo (Apoc 1, 6).
Los interpretes (Menoquio, Gagne y Tirino) explican la palabra,
diciendo que los sacerdotes son el reino de Dios, porque en ellos
reina Dios en esta vida con la gracia y en la otra con la gloria; o
también porque son reyes para resinar sobre los vicios. Dice San
Gregorio que el “el sacerdote ha de estar muerto al mundo y a todas
las pasiones para vivir una vida por completo divina” (...) El
sacerdocio actual es el mismo que Jesucristo recibió de su Padre (Jn
17, 22); por lo tanto, exclama San Juan Crisóstomo: “Si el sacerdote
representa a Jesucristo, ha de ser lo suficientemente puro que merezca
estar en medio de los ángeles (...).
San Pablo exige del sacerdote tal perfección que esté al abrigo de
todo reproche: “Es necesario que el obispo sea irreprensible (1 Tm 3,
2). Aquí, por obispo pasa el santo a hablar de los diáconos: Que los
diáconos, así mismo sean respetable (Ib 8), sin nombrar a los
sacerdotes; de donde se deduce que el Apóstol tenía la idea de
comprender al sacerdote bajo el nombre de obispo, como lo entienden
precisamente San Agustín y San Juan Crisóstomo, que opina que lo que
aquí se dice de los obispos se aplica también a los sacerdotes (...).
La palabra 'rreprehensibilem' todos con San Jerónimo están de acuerdo
en que significa poseedor de todas la virtudes (...).
Durante once siglos estuvo excluido del estado de clérigo todo el que
hubiera cometido un solo pecado mortal después del bautismo, como lo
recuerdan los concilios de Nicea (Can. 9, 10), de Toledo (1can. .2),
de Elvira (Can. 76) y de Cartago (Can .68). Y si un clérigo después de
las ordenes sagradas caía en pecado, era depuesto para siempre y
encerrado en un monasterio, como se lee en muchas cánones (Cor, Iu.
Can, dist. 81); y he aquí la razón aducida: porque la santa Iglesia
quiere en todas las cosas lo irreprensible. Quienes no son santos no
deben tratar las cosas santas (...). Y en el concilio de Cartago se
lee: “Los clérigos que tienen por heredad al Señor han de vivir
apartado de la compañía del siglo”. Y el concilio Tridentino va aún
más lejos cuando dice que “los clérigos han de vivir de tal modo que
su habito, maneras, conversaciones, etc., todo sea grave y lleno de
unción (...). Decía San Crisóstomo que “el sacerdote ha de ser tan
perfecto que todos lo puedan contemplar como modelo de santidad,
porque para esto puso Dios en la tierra a los sacerdotes, para vivir
como ángeles y ser luz y maestros de virtud para todos los demás”
(...). El nombre de clérigo, según enseña san Jerónimo, significa que
tiene a Dios por su porción; lo que le hace decir que el clérigo se
penetre de la significación de su nombre y adapte a él su conducta
(...) y si Dios es su porción, viva tan solo para Dios (...).
El sacerdote es ministro de Dios, encargado de desempeñar dos
funciones en extremo nobles y elevadas, a saber: honrarlo con
sacrificios y santificar las almas. Todo pontífice escogido de entre
los hombres es constituido en pro de los hombres, cuanto a las cosas
que miran a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados [Hebr.
5, 1]. Santo Tomás escribe acerca de este texto: “Todo sacerdote es
elegido por Dios y colocado en la tierra para atender no a la ganancia
y riquezas , ni de estimas, ni de diversiones, ni de mejoras
domesticas, sino a los interés de la gloria de Dios” (In Hebr., 5,
lect. I). Por eso las escrituras llaman al sacerdote hombre de Dios [1
Tm 6, 11], hombre que no es del mundo, ni de sus familiares, ni
siquiera de sí propio, sino tan solo de Dios, y que no busca más que a
Dios. A los sacerdotes se aplican, por tanto las palabras de David:
Tal de los que le buscan es la estirpe (Sal 25, 6); esta es la estirpe
de los que busca a Dios solamente. Así como en el cielo destinó Dios
ciertos ángeles que asistiesen a su Trono, así en la tierra, entre los
demás hombres, destinó a los sacerdotes para procurar su gloria. Por
esto les dice el Levítico Os he separado de entre los pueblos para que
seáis míos [Lev 20, 26]. San Juan Crisóstomo dice: “Dios nos eligió
para que seamos en la tierra como ángeles entre los hombres” (...).
Y el mismo Dios dice: En los cercanos a mí me mostraré que soy santo
[Lev 10, 3]; es decir, como añade el interprete “Mi santidad será
conocida por la sanidad de mis ministros”.
Cual debe ser la santidad del sacerdote como ministro del altar
Dice santo Tomas que de los sacerdotes se exige mayor santidad de los
simples religiosos por razón de las sublimes funciones que ejercen,
especialmente en la celebración del sacrificio de la misa: “Porque, al
recibir las ordenes sagradas, el hombre se eleva al ministerio
elevadísimo en que ha de servir a Cristo en el sacramento del altar,
cosa que se requiere mayor santidad que la del religioso que no está
elevado a la dignidad del sacerdocio. Por lo que añade, en igualdad de
circunstancia el sacerdote peca más gravemente que el religioso que no
lo es” (...). Célebre la sentencia de San Agustín “No por ser buen
monje es uno buen clérigo” (...); de lo que sigue que ningún clérigo
puede ser tenido por bueno si no sobrepuja en virtud al monje bueno.
Escribe San Ambrosio que “el verdadero ministro del altar ha nacido
para Dios y no para sí (...). Es decir, que el sacerdote ha de
olvidarse de sus comodidades, ventajas y pasatiempos, para pensar en
el día en que recibió el sacerdocio, recordando desde entonces ya no
es suyo, sino de Dios, por lo que no debe ocuparse más que en los
intereses de Dios. El Señor tiene sumo empeño en que los sacerdotes
sean santos y puros, para que puedan presentarse ante Él libres de
toda mancha cuando se le acerquen a ofrecerle sacrificios: Se sentarán
para fundir y purificar la plata y purificará a los hijos de Leví, los
acrisolará como el oro y la plata y luego podrán ofrecer a Yahveh
oblaciones con justicia [Mal. 3, 3]. Y en el Levítico se lee:
Permanecerán santos para su Dios y no profanarán el nombre de su
divinidad, pues son ellos quienes ha de ofrecerlos sacrificios ígneos
a Yahveh, alimento de su Dios; por eso han de ser santos [Lev 21, 6].
De donde se sigue que si los sacerdotes de la antigua ley solo porque
ofrecían a Dios el incienso y los panes de la proposición, simple
figura del Santísimo sacramento del altar, habían de ser santos, ¡con
cuánta mayor razón habrán de ser puros y santos los sacerdotes de la
nueva (ley), que ofrecen a Dios el Cordero Inmaculado, su mismísimo
Hijo! “Nosotros no ofrecemos, dice Escío, corderos e incienso, como
los sacerdotes de la antigua Ley, sino el mismo Cuerpo del Señor, que
pendió en el ara de la cruz, y por eso se nos pide la santidad, que
consiste en la pureza del corazón, son la cual se acercaría uno
inmundo” (...) al altar. Por eso decía Belarmino: “Desgraciado de
nosotros, que, llamados a tan altísimo ministerio, distamos tanto del
fervor que exigía el Señor de los sacerdotes de la antigua Ley (...).
Hasta quienes habían de llevar los vasos sagrados quería el Señor que
estuviesen libres de toda mancha (...), pues “¡cuánto más puros han de
ser los sacerdotes que lleven en sus manos y en el pecho a
Jesucristo!”, dice Pedro de Blois (...). Ya san Agustín había dicho:
“No debe ser puro tan solo quien ha de tocar los vasos de oro, sino
también aquellos en quien se renueva la muerte del Señor. La Santísima
Virgen María hubo de ser santa y pura de toda mancha porque hubo de
llevar en su seno al Verbo encarnado y tratarlo como Madre: y según
esto, exclama San Juan Crisóstomo, “¿no se impone que brille con
santidad más fúlgida que el sol la mano del sacerdote, que toca la
carne de un Dios, , la boca que respira fuego celestial y la lengua
que se enrojece con la sangre de Jesucristo?” (...). El sacerdote hace
en el altar las veces de Jesucristo, por lo que, como dice San Lorenzo
Justiniano, “debe acercarse a celebrar como el mismo Jesucristo,
imitando en cuanto sea posible su santidad (...). ¡Qué perfección
requiere en la religiosa su confesor para permitirle comulgar
diariamente!, y ¿por qué no buscará en sí mismo tal perfección el
sacerdote, que comulga también a diario?
Capitulo IV
DE LA GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
I. GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
Gravísimo es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que
pecando sabe bien lo que hace. Por esto decía Santo Tomás que el
pecado de los fieles es más grave que el de los infieles,
“precisamente porque conocen la verdad” (...). El sacerdote está de
tal modo instruido en la ley, que la enseña a los demás: Pues los
labios del sacerdote deben guardar la ciencia, y la doctrina han de
buscar su boca [Malaquías 2, 7]. Por esta razón dice San Ambrosio que
el pecado de quien conoce la ley es en extremo grande, no tiene la
excusa de la ignorancia (...). Los pobres seglares pecan, pero pecan
en medio de las tinieblas, del mundo, alejados de los sacramentos,
poco instruidos en materia espiritual; sumergidos en los asuntos
temporales y con el débil conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo
que hacen pecando, pues “flechan entre las sombras” [Sal 10, 3], para
hablar con el lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario
están tan llenos de luces, que son antorchas, destinadas a iluminar a
los pueblos Vosotros sois la luz del mundo [Mt 5, 14].
A la verdad, los sacerdotes han de estar muy instruidos al cabo de
tanto libro leído, de tantas predicaciones oídas, de tantas
reflexiones meditadas, de tantas advertencias recibidas de sus
superiores; en una palabra, que a los sacerdotes se les ha dado
conocer a fondo los divinos misterios [Lc 8, 10]. De aquí que sepan
perfectamente cuánto merece Dios ser amado y servido y conozcan toda
la malicia del pecado mortal enemigo tan opuesto de Dios, que, si
fuera capaz de destrucción, un solo pecado mortal, lo destruiría,
según dice San Bernardo: “El pecado tiende a la destrucción de la
bondad divina” (...); y en otro lugar; “El pecado aniquila a Dios en
cuanto puede” (ib). De modo que como dice el autor de la “Obra
imperfecta”, el pecado hace morir a Dios en cuanto depende de su
voluntad (...). En efecto, añade el P. Medina “el pecado mortal causa
tanta deshonra y disgusto a Dios, que si fuera susceptible a la
tristeza, lo haría morir de dolor” (...).
Harto conocido es esto del sacerdote y la obligación que sobre él
pesa, como sacerdote, de servirle y amarla, después de tantos favores
de Dios recibidos. Por esto, “cuanto mejor conoce la enormidad de la
injuria, hecha a Dios por el pecado, tanto crece de punto de gravedad
de su culpa”, dice San Gregorio.
Todo pecado del sacerdote es pecado de malicia como lo fue el pecado
de los ángeles, que pecaron a plena luz. “Es un ángel del Señor, dice
San Bernardo, es pecado contra el cielo (...). Peca en medio de la
luz, por lo que su pecado, como se ha dicho, es pecado de malicia, ya
que no puede alegar ignorancia, pues conoce el mal del pecado mortal,
ni puede alegar flaqueza, pues conoce los medios para fortalecerse, si
quiere y si no lo quiere, suya es la culpa: Cuerdo dejó de ser para
obrar bien [Salmo 35, 4]. “Pecado de malicia, enseña santo Tomás, es
el que se comete a sabiendas (...); y en otro lugar afirma que “todo
pecado de malicia es pecado contra el Espíritu Santo es pecado contra
el Espíritu Santo, dice San Mateo no se (le) perdonará ni en este
mundo ni en el venidero [Mt 12, 32]; y quiere con ello significar que
tal pecado será difícilmente perdonado, a causa de la ceguera que
lleva consigo, por cometerse maliciosamente.
Nuestro Salvador rogó en la cruz por sus perseguidores diciendo:
Padre, perdónalo porque no saben lo que hacen [Lc 23, 34]; y esta
oración no vale a favor de los sacerdote malos, sino que, al
contrario, los condena, pues los sacerdotes saben lo que hacen. Se
lamentaba Jeremías, exclamando: ¡Ay, como se ha oscurecido el oro, ha
degenerado el oro mejor! [Lam. 4, 1]. Este oro degenerado, dice el
cardenal Hugo, es precisamente el sacerdote pecador, que tendría que
resplandecer de amor divino, y con el pecado se trueca en negro y
horrible de ver, hecho objeto de honor hasta el mismo infierno y más
odioso a los ojos de dos que el resto de los pecadores, San Juan
Crisóstomo dice que “el Señor nunca es tan ofendido como cuando le
ofenden quienes están revestidos de la dignidad sacerdotal” (...).
Lo que aumenta la malicia del pecado del sacerdote es la ingratitud
con que paga a Dios después de haberlo exaltado tanto. Enseña Santo
Tomas que el pecado crece de peso y proporción de la ingratitud.
“Nosotros mismo, dice San Basilio, por ninguna ofensa nos sentimos tan
heridos como la que nos infieren nuestros amigos y allegados (...).
San Cirilo llama precisamente a los sacerdotes: familiares intimo de
Dios. “¿Cómo pudiera Dios exaltar más al hombre que haciéndolo
sacerdote?”, pregunta san Efrén. ¿Qué mayor nobleza, qué mayor honor
puede otorgarle de las almas y dispensador de los sacramentos?
Dispensadores de la casa real llama San Prospero a los sacerdotes. El
Señor eligió al sacerdote, entre tantos hombres, para que fuera su
ministro y para que ofreciese sacrificio a su propio Hijo [Eclo 45,
20]. Le dio omnímodo sobre el Cuerpo de Jesucristo; le puso en las
manos las llaves del paraíso; lo enalteció sobre todos los reyes de la
tierra y sobre todos los ángeles del cielo, y, en una palabra, lo hizo
Dios en la tierra. Parece que Dios dice solamente al sacerdote: “¿Qué
más cabía hacer a mi viña que yo no hiciera con ella?” [Is 5, 4].
Además, ¡qué horrible ingratitud, cuando el sacerdote tan amado de
Dios le ofende en su propia casa! ¿Qué significa mi amado en mi casa
mientras comete maldades? [Jer 11, 15], pregunta el Señor por boca de
Jeremías. Ante esta consideración, se lamenta San Gregorio diciendo:
“¡Ah Señor¡”, que los primeros en perseguirnos son los que ocupan el
primer rango en vuestra Iglesia (...).
Precisamente de los malos sacerdote parece se queja el Señor cuando
clama al cielo y a la tierra para que sean testigos de la ingratitud
de sus hijos para con El: Escuchad cielos, y presta oído tierra, pues
es Yahveh quien habla; hijos he criado y engrandecido, pero se han
rebelado contra mí [1S 1, 2]. ¿Quiénes, en efecto, son estos hijos más
que los sacerdotes, que habiendo sido sublimados por Dios a tal altura
y alimentados en su mesa con su misma carne, se atrevieron luego a
despreciar su amor y su gracia? También de esto se quejó el Señor por
boca de David con estas palabras: Si afrentados me hubiera un enemigo
yo lo soportaría [Salmo 54, 3]. Si un enemigo mío, un idolatra, un
hereje, un seglar, me ofendiera, todavía lo podría soportar; pero
¿cómo habré de poder sufrir el verme ultrajado por ti, sacerdote,
amigo mío y mi comensal? Mas fuiste tú el compañero mío, mi amigo y
confidente; con quien en dulce amistad me unía [Sal 54, 14.15]. Se
lamentaba de esto Jeremías, diciendo: “Quienes comían manjares
delicados han perecido por las calles: los llevados envueltos en
púrpura abrazaron las basuras [1 Pedro 11, 9; Ex 19, 6]. ¡Qué miseria
y que horror!, exclama el profeta; el que se alimentaba con alimentos
celestiales y vestía de púrpura, se vio luego cubierto de un manto
manchado por los pecados, alimentándose de basuras estercolares... Y
San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade:
«Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si
son malos, son a la vez incorregibles»
II. CASTIGOS DEL PECADO DEL SACERDOTE
Consideremos ahora el castigo reservado al sacerdote pecador, castigo
que ha de ser proporcionado a la gravedad de su pecado. Mandará lo
azoten en su presencia con golpes de número proporcionado a su
culpabilidad [Deut 25, 2], dice el Señor en el Deuteronomio. San Juan
Crisóstomo tiene ya por condenado al sacerdote que durante el
sacerdocio comete un solo pecado mortal: “Si pecas siendo hombre
particular, tu castigo será menor, pero si pecas siendo sacerdote
estás perdido”. Y a la verdad que son por boca de Jeremías contra los
sacerdotes pecadores: Porque incluso el profeta y el sacerdote se han
hecho impíos; hasta en mi propia casa he descubierto su maldad,
declara Yahveh. Por esto su camino será para ellos resbaladero en
tinieblas: serán empujados y caerán en él [Jer. 23, 11-12]. ¿Qué
esperanza de vida daríais, sobre un terreno resbaladizo, sin luz para
ver donde pone el pie mientras, de vez en cuando, le dieran fuertes
empujones para hacerlo despeñar? Tal es el desgraciado estado en que
se halla el sacerdote que comete un pecado mortal. Resbaladero en
tinieblas: el sacerdote, al pecar pierde la luz y queda ciego: Mejor
les fuera, dice San Pedro, no haber conocido el camino de la justicia
que, después de haberlo conocido, volverse atrás de la ley santa a
ellos enseñada [2 Petr. 2, 21]. Más le valdría al sacerdote que peca
ser un sencillo aldeano ignorante que no entendiese de letras. Porque
después de tantos sermones oídos y de tantos directores, y de tantas
luces recibidas de Dios, el desgraciado, al pecar y hollar bajo sus
plantas todas las gracias de Dios recibidas, merece que la luz que le
ilustró no sirva más que para cegarlo y perderlo en la propia ruina.
Dice San Juan Crisóstomo que “a mayor conocimiento corresponde mayor
castigo, añade que por eso el sacerdote las mismas faltas que sus
ovejas no recibirá el mismo castigo, sino mucho más duro” (...).
El sacerdote cometerá el mismo pecado que muchos seglares, pero su
castigo será mucho mayor y quedará más obcecado que esos seglares,
siendo castigado precisamente como lo anuncia el profeta : Escuchad,
pero sin comprender, y ver, más sin entender [Lc 8, 10]. Esto es lo
que nos enseña la experiencia, dice el autor de la “Obra imperfecta”:
“El seglar después del pecado se arrepiente”. En efecto, si asiste a
una misión, oye algún sermón fuerte, o medita las verdades eternas
acerca de la malicia del pecado, de la certidumbre de la muerte, del
rigor del juicio divino o de las penas del infierno, entra fácilmente
en sí mismo y vuelve a Dios, porque, como dice el Santo, “esas
verdades le conmueven y le aterran como algo nuevo”, al paso que al
sacerdote que ha pisoteado la gracia de Dios y todas las gracias de Él
recibida, ¿qué impresión le pueden causar las verdades eternas y las
amenazas de las divinas Escrituras? Todo cuanto encierra la Escritura,
continua el mismo autor, todo para él está gastado y sin valor; por lo
que concluye que no hay cosa más imposible que esperar la enmienda del
que lo sabe todo y, a pesar de ello peca (...). “Muy grande es, dice
San Jerónimo, la dignidad del sacerdote, pero muy grande es también su
ruina si en semejante estado vuelve la espalda a Dios” (...). “Cuánto
mayor es la altura a que le sublimó Dios, dice San Bernardo, tanto
mayor será el precipicio” (...). “Quien se cae del mismo suelo, dice
san Ambrosio, no se suele hacer mucho daño, pero quien cae de lo alto
no se dice que cae, sino que se precipita, y por eso la caída es
mortal” (...). Alegrémonos, dice San Jerónimo, nosotros los
sacerdotes, al vernos en tal altura, pero temamos por ello tanto más
la caída” [In Ez. 44].
Diríase que Dios habla a solos sacerdotes cuando dice por boca de
Isaías: Te había colocado en la santa montaña de Dios y te he
destruido [Ez. 28, 14. 16]. ¡Oh sacerdote!. Dice el Señor, yo te había
colocado en mi monte santo para que fuera luz del mundo: Vosotros sois
la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad puesta sobre la cima
de un monte [Mt 5, 14]. Sobrada razón, por lo tanto, tenía San Lorenzo
Justiniano para afirmar que “cuanto mayor es la gracia concedida por
Dios a los sacerdotes, tanto más digno de castigo es su pecado, y que
cuanto más alto es el estado a que se le ha sublimado, tanto será más
mortal la caída”. “El que se cae al río, tanto más profundo cae cuanto
de más arriba fue la caída” (...).
Sacerdote mío, mira que habiéndote Dios exaltado tan alto al estado
sacerdotal te ha sublimado hasta el cielo, haciéndote hombre no ya
terreno, sino celestial; si pecas cae del cielo, por lo que has de
pensar cuán funesta será tu caída, como te lo advierte San Pedro
Crisólogo: “¿Qué cosa más alta que el cielo?; pues del cielo cae quien
peca entre las cosas celestiales” (...). “Tu caída, dice San bernardo,
será como la del rayo, que se precipita impetuoso” (...); es decir,
que tu perdición será irreparable [Jer 21, 12]. Así, desgraciado, se
verificará contigo la amenaza con que el Señor conminó a Cafarnaúm. Y
tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el infierno
serás hundida! [Lc 10, 15]. Tan gran castigo merece el sacerdote
pecador por la suma ingratitud con que trata a Dios. “El sacerdote
está obligado a ser tanto más agradecido cuanto mayores beneficios a
recibido”, dice San Gregorio (...). “El ingrato merece que se le prive
de todos los bienes recibidos”, como observa un sabio autor. Y el
propio Jesucristo dijo: A todo el que tiene se le dará y andará
sobrado; más al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado [Mt 25,
29]. Quien es agradecido con Dios, obtendrá aún más abundante gracias;
pero el sacerdote que después de tantas luces, tantas comuniones,
vuelve la espalda, desprecia todos los favores recibidos de Dios y
renuncia a su gracia, será en todo justicia privado de todo. El Señor
es liberal con todos, pero no con los ingratos. “La ingratitud, dice
San Bernardo, seca la fuente de la bondad divina (...). De aquí nace
lo que dice San Jerónimo, que “no hay en el mundo bestia tan cruel
como el mal sacerdote, porque no quiere dejarse corregir” (...). Y San
Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade: “Los
seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son
malos, son a la vez incorregibles” (...).
A los sacerdotes que pecan se aplican de modo especial, según el
parecer de San Pedro Damiano (...), estas palabras del Apóstol: A los
que una vez fueron iluminados y fueron hechos participes del Espíritu
Santo y gustaron la hermosa palabra de Dios... y recayeron, es
imposible renovarlos segunda vez, convirtiéndolos a penitencia cuando
ello, cuanto es de su parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios [Hebr
6, 4, 6]. ¿Quién en efecto, más iluminado que el sacerdote, ni
paladeó, como él, los dones celestiales, ni participó tanto del
Espíritu Santo? Dice Santo Tomás que los ángeles rebeldes quedaron
obstinados en su pecado en plena luz; y así también, añade San
Bernardo, será tratado por Dios el sacerdote, hecho como ángel del
Señor y, como él, elegido o reprobado” (...).
Reveló el Señor a Santa Brigida que atendía a los paganos y a los
judíos, pero que no encontraba nada peor que los sacerdotes, pues su
pecado es como el que precipitó a Lucifer
(...). Nótense aquí las palabras de Inocencio III: “Muchas cosas que
son veniales tratándose de seglares, son mortales entre los
eclesiásticos (...).
A los sacerdotes también se aplican estas otras palabras de San Pablo:
La tierra que bebe la lluvia que frecuentemente cae sobre ella, si
produce plantas provechosas a aquellos por quienes es además labrada,
participa de la bendición de parte de Dios; más la que lleva espinas y
abrojos es reprobadas y cerca de ser maldecida, cuyo paradero es ir a
las llamas [Hebr 6, 7.8]. ¡Qué lluvia de gracias ha recibido
continuamente el sacerdote de Dios!; y luego, en vez de frutos,
produce abrojos y espinas y de recibir maldición final, para ir, en el
fuego del infierno. Pero ¿y qué temor tendrá del fuego del infierno el
sacerdote que tantas veces volvió las espaldas a Dios? Los sacerdote
pecadores pierden la luz, como hemos visto, y con ella pierden el
temor de Dios, como el propio Señor lo da a entender: Y si soy Señor,
¿dónde el temor que me es debido?, dice Yahveh Sebaot a vosotros,
sacerdotes, menospreciadores de mi nombre [Mal. 1, 6]. Dice San
Bernardo que “los sacerdotes como caen de gran altura, quedan
sumergidos en su malicia, pierden el recuerdo de Dios y se vuelven
sordos a todas las amenazas de la justicia divina, hasta el punto de
que si siquiera el peligro de su condenación llegue a conmoverlos
(...). Pero ¿a qué extrañarse de ello? El
sacerdote pecador cae al fondo del abismo, donde, privado de luz,
llega a despreciarlo todo, aconteciéndole lo que dice el sabio: Cuando
llega el mal, viene el desprecio, y con la ignominia el oprobio [Pro.
18. 3]. Este mal es el del sacerdote que peca por malicia, cae en el
profundo de la miseria y queda ciego, por lo que desprecia los
castigos, las admoniciones, la presencia de Jesucristo, que tiene
junto así en el altar, y no se avergüenza de ser peor que el traidor
Judas, como el Señor se lamentó con Santa Brígida: Tales sacerdotes no
son sacerdotes míos, sino verdaderos traidores (...). Sí, porque
abusan de la celebración de la misa para ultrajar más cruelmente a
Jesucristo con el sacrilegio. Y ¿cuál será, finalmente, el termino
infeliz de tal sacerdote? Helo aquí: En país cosas de justas cometerá
iniquidad, y no verá la Majestad de Yahveh [Is 26, 10]. Su fin será,
en una palabra, el abandono de Dios y luego el infierno. -Pero Padre,
dirá alguien, este lenguaje es en extremo aterrador ¿Qué? ¿Nos quieres
hacer desesperar? Responderé con San Agustín: “Si aterro, es que yo
mismo estoy aterrado” (...). Pues dirá el sacerdote que por desgracia
hubiera ofendido a Dios en el sacerdocio, ¿ya no habrá para mi
esperanza de perdón? No; lejos de mí afirmar esto; hay esperanza si
hay arrepentimiento, y se aborrece el mal cometido. Sea este sacerdote
sumamente agradecido al Señor si uno se ve asistido de su gracia, y
apresúrese a entregarse cuando le llama según aquello de San Agustín:
“Oigamos su voz cuando nos llama, no sea que no nos oiga cuando esté
pronto a juzgarnos (...).
III EXHORTACIÓN
Sacerdotes míos, estimemos en adelante nuestra nobleza y, por ser
ministros de Dios, avergoncémonos de hacernos esclavos del pecado y
del demonio. El sacerdote, dice San Pedro Damiano “debe abundar en
nobles sentimientos y avergonzarse, como ministro del Señor, de
cambiarse esclavo del pecado (...). No imitemos la locura de los
mundanos que no piensan más que en el presente. Está reservado a los
hombres morir una sola vez, y tras esto, el juicio [Hebr 9, 27]. Todos
hemos de comparecer en este juicio para que reciba cada cual el pago
de lo hecho viviendo en el cuerpo [2 Cor 5, 10]. Entonces se nos dirá:
Ríndeme cuenta de tu administración [Lc 16, 2], es decir, de tu
sacerdocio; como lo ejerciste y para qué fines de serviste de él.
Sacerdote mío, ¿estarías conmigo si hubiera ahora de ser juzgado?, o
¿tendrías que decir: Cuando inspeccione [Dios], ¿qué le responderé?
[Job 31, 14]. Cuando el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza
por los sacerdote, por ser ellos la primera causa de los pecados del
pueblo, ya por su mal ejemplo, ya por la negligencia en cultivar la
viña encomendada a sus desvelo. De aquí que entonces diga el Señor.
Tiempo es de que comience al juicio por la casa de Dios [1 Pedro 4,
17]. En la mortandad descrita por Ezequiel quiso el Señor que los
primeros castigados sean los sacerdotes: Y comenzaréis por mi
Santuario [Ez 9, 6]; es decir, como lo explica Orígenes, por mis
sacerdotes (...). En otro lugar se lee; Los poderosos, poderosamente
serán enjuiciados [Sab . 6, 7]. A todo aquel a quien mucho se dio,
mucho se le exigirá [Lc 12, 48]. El autor de la Obra imperfecta dice:
“En el día del juicio se verá el seglar con la estola sacerdotal, y al
sacerdote pecador, despojado de su dignidad, se le verá entre los
fieles e hipócritas” (...). Escuchad esto, ¡oh sacerdotes!... porque a
vosotros afecta esta sentencia [Os 5, 1].
Y como el juicio de los sacerdotes será más riguroso, su condenación
será también más terrible [Jer 17, 18]. Un concilio de Paris, dice que
“la dignidad del sacerdote es grande, también su ruina si llega a
pecar” [In Ez 44]. Sí, dice San Juan Crisóstomo: “si el sacerdote
comete los mismos pecados que sus feligreses, padecerá no el mismo
castigo, sino castigo mucho mayor (...). Se le reveló a Santa Brigida
que los sacerdotes pecadores serán hundidos en el infierno más
profundamente que todos los demonios en el infierno: Todo el infierno
se pondrá en movimiento (...). ¿Cómo festejaran los demonios las
entrada de un sacerdote, para salir a su encuentro [Is 14, 9]. Todos
los príncipes de aquella miserable región se alzarán en primer lugar
en los tormentos al sacerdote condenado; y continua diciendo Isaías
que en el seol se dirá: También tu te has debilitado como nosotros; a
nosotros te has hecho semejante [ Is 14, 11]. ¡Oh sacerdote! Tiempo
hubo en que ejerciste dominio sobre nosotros, cuando hiciste bajar
tantas veces al verbo encarnado sobre los altares y libraste a tantas
almas del infierno; pero ahora te has hecho semejante a nosotros y
estás atormentado como nosotros: has descendido al seol tu resplandor
[Is 14, 11]. La soberbia con que despreciaste a Dios es la que por fin
te ha traído aquí. Bajo ti hace cama la gusanera y gusanos son tu
cobertor [Ib. 11]. Pues bien, dado que eres rey, aquí tienes tu
estrado regio y tu vestido de púrpura; mira el fuego y los gusanos que
te devorarán continuamente cuerpo y alma. ¡Cómo se burlarán entonces
los demonios de las misas, de los sacramentos y de las funciones
sagradas del sacerdote! Le miraron sus adversarios y se burlaron de su
ruina [Lam. 1, 7].
Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un
sacerdote que se condena arrastra a muchos tras de sí. El Crisóstomo
dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa todo el
rebaño (...); y otro autor dice, con matar más a los jefes que a los
soldados (...); por eso añade San Jerónimo que el diablo no busca
tanto la perdida de los infieles y de los que están fuera del
santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia
de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto, como dice
Habacuc (...). No hay, pues, manjar más delicioso para el demonio que
las almas de los eclesiásticos.
(Lo siguiente puede servir para excitar la compunción en el acto de
contrición).
Sacerdote mío, figúrate que el Señor te dice lo que al pueblo judío:
“Dime qué mal hice, o mejor, que bien dejé de hacerte. Te saqué de en
medio del mundo y te elegí entre tantos seglares para hacerte mi
sacerdote, ministro mío y mi familiar; y tú, por míseros intereses,
por viles placeres, me crucificaste de nuevo; yo, en el desierto de
esta tierra te alimenté cada mañana con el mana celestial, es decir,
con mi carne y mi sangre divinas, y tu me abofeteaste con aquellas
palabras y acciones inmodestas. Yo te elegí por viña que había que
había de formar mis delicias, plantando en ti tantas luces y tantas
gracias que me rindiesen frutos suaves y queridos y no coseché de ti
más que frutos amargos. Yo te constituí rey t hasta más grande que los
reyes de la tierra, y tu me coronaste con la corona de espinas de tus
malos pensamientos consentidos. Yo te elevé a la dignidad de vicario
mío y te di las llaves del cielo, constituyéndote así como rey de la
tierra, y tú, despreciándolo todo, mis gracias y mi amistad, me
crucificaste nuevamente”, etc. (...) [San Alfonso María de Ligorio,
«La dignidad y santidad sacerdotal».
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