Consejos
a un seminarista próximo a la ordenación sacerdotal
S.S.
Benedicto XVI, 17 Feb, 2007
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos
ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por
las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de
nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor
posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?
Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como
primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia,
en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la
medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin
la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el
seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que
sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no
sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido
interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la
Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que
llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más
abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor.
Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la
vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios
sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que
son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el
día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar
inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo
servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás
sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto
personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo
una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía
dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras
no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean
palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una
conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi
consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el
sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y
tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza.
Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del
domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las
piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo
puede brotar agua de estas piedras?".
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente
las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente,
también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo
interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una
respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra
para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en
palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo
en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el
pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la
Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no
tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una
homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro
propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en
contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco
tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la
gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace
cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es
precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y
conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus
Palabras que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha
de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con
respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque
precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus
experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a
buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.