Familia y Uniones de
Hecho
Un problema subjetivo y a la vez objetivo
Dionigi cardenal Tettamanzi
Frente a las uniones de hecho debemos tener en
cuenta el aspecto subjetivo: se trata de personas, de su
visión de la vida, de sus intenciones, de su “historia”. En este
sentido, debemos reconocer y respetar la libertad individual de
esas personas.
El individuo es persona, y es
persona porque es un ser relacional. Esto exige un “terreno
común” en el que las personas puedan encontrarse, confrontarse y
dialogar a partir de elementos que “comparten” y equivale a un
criterio objetivo, a una verdad que está por encima de
todos y que es para el bien de todos.
Un problema “laico” no confesional
El cristiano tiene una visión del matrimonio y de la familia que
deriva de la palabra de Dios, y que lleva a reconocer en el
matrimonio un sacramento y un lugar de la salvación. Pero el
sacramento no es una realidad sucesiva y extrínseca al dato
natural, sino que el dato natural es asumido como signo y medio
de salvación. En este dato natural y profundamente humano, el
creyente interviene con la luz y la razón. Así pues, el problema
puede y debe afrontarse con la razón.
Un problema muy serio
Es preciso denunciar otro riesgo: el de quitar importancia al
alcance del problema, dado el número relativamente escaso de las
parejas de hecho. El problema, más que cuantitativo, es
cualitativo, atañe a la verdad y a la justicia, a los valores y
a las exigencias que están implicados en él.
Una forma aún más preocupante y perjudicial de enfoque
superficial del problema es la exaltación (aparente y falsa) de
la libertad de elección de las personas. No nos hallamos frente
a una clase cualquiera de relación de vida entre las personas,
sino frente a una clase de relación que tiene una dimensión
social única, puesto que con la procreación y con la
educación se configura como lugar primario de transmisión y
cultivo de los valores y, por consiguiente, como
principio de cultura. Por tanto, el “modelo” de
matrimonio y de familia no es en absoluto algo secundario para
la configuración estructural de la sociedad; por el contrario,
es algo decisivo, que caracteriza a la sociedad misma: tal como
sea la familia, así será la sociedad.
Para una valoración verdaderamente racional
Lo primero es definir la identidad propia de la familia en sí
misma y en relación con la sociedad y que tiene un carácter
institucional después de adquirir estado público, o sea, como
consecuencia del reconocimiento jurídico de la opción de vida
conyugal por parte del Estado. Esta estabilidad es de interés
para todos, pero beneficia de modo particular a los más débiles,
a saber, a los hijos.
Una pretendida equiparación entre familia y uniones de hecho
por parte de la sociedad y de la ley civil va contra la verdad
de las cosas, anulando diferencias sustanciales e introduciendo
“modelos” de familia que de ningún modo pueden compararse entre
sí.
La intervención de la sociedad y de la ley civil
Es legítima, más aún, necesaria la intervención de la
sociedad y de la ley civil en el ámbito de la familia y también
de las uniones de hecho: la razón reside en la esencial
dimensión social del matrimonio, que se expresa en la relación
recíproca que va del matrimonio a la sociedad, y de la sociedad
al matrimonio.
Es conocida a este respecto la clara enseñanza de santo Tomás,
para quien “la ley positiva humana en tanto tiene fuerza de ley
en cuanto deriva de la ley natural. Y si en algo está en
desacuerdo con la ley natural, ya no es ley, sino corrupción de
la ley” (Summa Theologiae I-II, q. 95, a.2).
Hay que recordar, asimismo, una función ineludible de la misma
ley civil: la educativa y no puede ser indiferente a los valores
culturales y éticos, y debe cumplir una función pedagógica y un
papel de promoción moral y cultural.
La acción pastoral de la comunidad cristiana
En un marco cultural muy relativista, los cristianos están
comprometidos a llamar a las cosas por su nombre: llamar al bien
“bien”; y al mal, “mal”, para no prestarse a equívocos ni a
componendas, convencidos de que la “crisis más peligrosa que
puede afectar al hombre” es “la confusión del bien y del mal” (Veritatis
splendor, 93). La encíclica que acabo de citar recoge las
palabras del profeta del Antiguo Testamento: “¡Ay de los que
llaman al mal “bien”, y al bien “mal”; que dan oscuridad por
luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por
amargo!” (Is 5, 20).
La comprensión y, a veces, la compasión por ciertas
situaciones difíciles y dolorosas de las personas que viven en
una unión de hecho, es legítima, más aún, obligatoria. Pero
comprensión no equivale a justificación. Más bien, se debe poner
de relieve que la verdad constituye un bien esencial de la
persona y de su auténtica libertad, de modo que la afirmación de
la verdad no es una ofensa a las personas, sino una ayuda real.
Pablo VI, ilumina el otro aspecto fundamental de la acción
pastoral de la Iglesia: “Pero esto debe ir acompañado siempre de
la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en
su trato con los hombres”.