El suceso de Tumaco
Retroceden las olas del mar ante la Hostia
consagrada.
Libro: Prodigios Eucarísticos
Fr. Antonio Corredor García, o.f.m.
pgs.108-113.
(P. Pedro Corro, en Agustinos amantes de la Sagrada Eucaristía)
El siguiente suceso tuvo lugar el 31 de enero de 1906, en el pueblo de
Tumaco, perteneciente a la República sudamericana de Colombia, y
situado en una pequeñísima isla a la parte
occidental de aquella República, bañada por el
océano Pacífico. Hallábase allí de cura-misionero, en dicho tiempo, el
reverendo padre fray Gerardo Larrondo de San José, teniendo como
auxiliar en la cura de almas al padre fray
Julián Moreno de San Nicolás de Tolentino,
ambos recoletos.
Eran próximamente las diez de la mañana, cuando comenzó a sentirse un
espantoso temblor de tierra, siendo este de tanta duración que, segun
cree el padre Larrondo, no debió bajar de diez
minutos, y tan intenso, que dio con todas las
imágenes de la iglesia en tierra. De más está decir el pánico que se
apoderó el pueblo, el cual todo en tropel se agolpó en la iglesia y
alrededores, llorando y suplicando a los padres organizasen
inmediatamente una procesión y fueran
conducidas en ellas las imágenes, que en un momento
fueron colocadas por la gente en sus respectivas andas.
Parecíales a los padres más prudentes animar y consolar a sus
feligreses, asegurándoles que no había motivo para tan horrible
espanto como el que se había apoderado de
todos, y en esto se ocupaban los dos fervorosos ministros
del Señor cerca de la iglesia, como advirtieron que, como
efecto de aquella continua conmoción de la tierra, iba el mar
alejándose de la playa y dejando en seco quizá
hasta kilometro y medio de terreno de lo que antes cubrían las
aguas, las cuales iban a la vez acumulándose mar adentro,
formando como una montaña que, al descender de
nivel, había de convertirse en formidable ola, quedando probablemente
sepultado bajo ella o siendo tal vez barrido por
completo el pueblo Tumaco, cuyo suelo se halla precisamente a
más bajo nivel que el del mar.
Aterrado entonces el padre Larrondo, lanzóse precipitadamente hacia la
iglesia, y, llegándose al altar, sumió a toda prisa las Formas del
sagrado copón, reservándose solamente la Hostia
grande, y, acto seguido, vuelto hacia el
pueblo, llevando el copón en una mano y en otra a Jesucristo
Sacramentado, exclamó: Vamos, hijos míos, vamos todos hacia la playa y
que Dios se apiade de nosotros. Como
electrizados a la presencia de Jesús, y ante la imponente
actitud de su ministro, marcharon todos llorando y clamando a
su Divina Majestad tuviera misericordia de
ellos. El cuadro debió ser ciertamente de lo más tierno y conmovedor
que puede pensarse, por ser Tumaco una población de
muchos miles de habitantes, todos los cuales se hallaban allí,
con todo el terror de una muerte trágica
grabado ya de antemano en sus facciones.
Acompañaban también al divino Salvador las imágenes de la iglesia
traídas a hombros, sin que los padres lo hubieran dispuesto, sólo por
irresistible impulso de la fe y la confianza de
aquel pueblo fervorosamente cristiano.
Poco tiempo había pasado, cuando ya el padre Larrondo se hallaba en la
playa, y aquella montaña formada por las aguas comenzaba a moverse
hacia el continente, y las aguas avanzaban como
impetuoso aluvión, sin que poder alguno de la
tierra fuera capaz de contrarrestar aquella arrolladora ola, que en un
instante amenazaba destruir el pueblo de
Tumaco.
No se intimidó, sin embargo, el fervoroso recoleto; antes bien,
descendió intrépido a la arena y, colocándose dentro de la
jurisdicción ordinaria de las aguas, en el
instante mismo en que la ola estaba ya llegando y crecía
hasta el último límite el terror y la ansiedad de la
muchedumbre, levantó con mano firme y con el corazón lleno de fe la
sagrada Hostia a la vista de todos, y trazó con
ella en el espacio la señal de la Cruz. ¡Momento solemne!
¡Espectáculo horriblemente sublime! La ola avanza un paso más
y, sin tocar el sagrado copón que permanece elevado, viene a
estrellarse contra el ministro de Jesucristo,
alcanzándole el agua solamente hasta la cintura. Apenas se ha
dado cuenta el padre Larrondo de lo que acaba de sucederle,
cuando oye primeramente al padre Julián, que se
hallaba a su lado, y luego a todo el pueblo en masa, que exclamaban
como enloquecidos por la emoción: ¡Milagro! ¡Milagro!
En efecto: como impelida por invisible poder superior a todo poder de
la naturaleza, aquella ola se había contenido instantáneamente, y la
enorme montaña de agua, que amenazaba
borrar de la faz de la tierra el pueblo de
Tumaco, iniciaba su movimiento de retroceso para desaparecer, mar
adentro, volviendo a recobrar su ordinario nivel y natural equilibrio.
Ya comprende el lector cuánta debió ser la alegría y la santa algazar
de aquel pueblo, a quien Jesus Sacramentado
acaba de librar de una inevitable y horrorosa
hecatombe.
A las lágrimas de terror sucediéronse las lágrimas del más íntimo
alborozo; a los gritos de angustia y desaliento siguieron los gritos
de agradecimiento y de alabanza, y por todas
partes y de todos los pechos brotaban estentóreos
vivas a Jesús Sacramentado.
Mandó entonces el padre Larrondo fuesen a traer de la iglesia la
Custodia, y, colocando en ella la Sagrada Hostia, organizóse, acto
seguido, una solemnísima procesión, que fue
recorriendo calles y alrededores del pueblo,
hasta ingresar Su Divina Majestad con toda pompa y esplendor en su
santo templo, de donde tan pobre y precipitadamente había salido
momentos antes.
Como el dicho estremecimiento no tuvo lugar sólo en Tumaco, sino en
gran parte de la costa del Pacífico, por los grandes daños y
trastornos que aquella ola, rechazada en
Tumaco, causó en otros puntos de la costa harto
menos expuestos que éste a ser destruídos por el mar, se puede
calcular la importancia del beneficio que Jesús dispensó a aquel
cristiano pueblo, el cual, por estar, como
hemos dicho, a nivel más bajo que el del mar,
probablemente hubiera desaparecido con todos sus habitantes. He aquí
lo que
en carta que tenemos a la vista nos dice hablando de esto el misionero
reverendo padre fray Bernardino García de la Concepción, que por
entonces se hallaba en la ciudad de Panamá: "En
Panamá estaba en la mayor bajamar, y de repente
(lo vi yo) vino la plenamar y sobrepasó el puerto, entrando en el
mercado y llevándose toda clase de cajas: las embarcaciones menores
que estaban en seco fueron lanzadas a grande
distancia, habiendo habido muchas desgracias".
El suceso de Tumaco tuvo grandísima resonancia en el mundo, y de
varias naciones de Europa escribieron al padre Larrondo, suplicándole
una relación de lo acontecido.
Libro: Prodigios Eucarísticos
Fr. Antonio Corredor García, o.f.m.
pgs.108-113.
(P. Pedro Corro, en Agustinos amantes de la Sagrada Eucaristía)