La Eucaristía es el tesoro más valioso
que la Iglesia ha heredado de
Cristo
Juan
Pablo II, Solemnidad del "Corpus Christi",
14 de junio, 2001
1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum":
"Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan
de los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de
Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo
se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por
eso siempre ha sido considerado el más santo: el "santísimo Sacramento",
memorial vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que
todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con
los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía
e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la
solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y
de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al
tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma
presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles
de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos
de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con
himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el
don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno
de él" (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual
quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y
extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": "Adoremos, postrados,
tan gran sacramento".
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y
resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo
Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron
crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en
adoración y exclamando: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20,
17-20). En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa
toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria
divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está
"con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas,
menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella
(cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de
Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más
elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden
perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial
responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los
discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien
lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón
reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn
13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum": "He aquí el pan de
los ángeles..., verdadero pan de los hijos".
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos
del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición
indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los
hermanos.
Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en
el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días
pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se
analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en
la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro
camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos
con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra
comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado
de todos, especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y
se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo
tiempo a los pastores del pueblo de Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9,
13); partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta
el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las
palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que,
desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en
el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en
el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro
corazón y muy visible en el ostensorio. Acompañaremos el Pan de vida inmortal
por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la
Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su
Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su
fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde
Cristo, Pan de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos,
"aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos".
Amén.
(©L'Osservatore Romano - 22 de junio de 2001)