La Eucaristía resume todas las maravillas que Dios realizó por
nuestra salvación
Homilía, Misa de clausura del XVII
Congreso Eucarístico Internacional, JPII
domingo 25 de junio del 2000
1. «Tomad, esto es mi cuerpo (...); esta es mi sangre» (Mc14,
22-23). Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena
resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar
el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular
intensidad, como una renovada consigna: «¡Tomad!».
Cristo nos confía su Cuerpo entregado a su Sangre derramada. Nos
los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su
supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales
acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero
¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían?
Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en
la sinagoga de Cafarnaúm:«Yo soy el pan de vida,(...) El pan que yo
daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 48.51). La promesa
se cumplía en víspera de la pasión, en la que Cristo se
entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.
2. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por
muchos» (Mc 14,24). En el Cenáculo Jesús habla de alianza.
Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque
pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera
lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de
Egipto (cf. Ex 19-24). Tienen muy presentes en su memoria el monte
Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley
divina grabada en dos tablas de piedra.
No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el «libro de
la alianza», lo había leído en voz alta y el pueblo había
aceptado, respondiendo: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho
el Señor» (Ex 24, 7). Así, se había establecido un pacto entre
Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en
sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: «Esta
es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según
todas estas palabras» (Ex 24,8).
Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la
antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente
muy poco. Deberá bajar el Espíritu santo a abrirles la mente. Sólo
entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús.
Comprenderán y se alegrarán.
Se percibe claramente un eco de esa alegría en las palabras de la
carta a los Hebreos que acabamos de proclamar:«Si la sangre de machos
cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a
los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto
más la sangre de Cristo!» (Hb 9,13-14). Y el autor de la carta
concluye: «Por eso Cristo es mediador de una nueva alianza; para que
(...) los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida»
(Hb 9, 15).
3.- «Este es el cáliz de mi sangre». La tarde del Jueves Santo,
los Apóstoles les llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando,
terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no
podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el
pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en
la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso
que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes
santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido
bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.
En el evangelio de San Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de
los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión:
«Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel»(Lc
24, 21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás
discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo
después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua
de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu
Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el
Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre
como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los
pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara
síntesis del misterio:«Cristo(...) penetró en el santuario una vez
para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino
con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9,
11-12)
4. Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso
eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de
Cristo, volvemos a hacer «en conmemoración suya» cuanto él
realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.
«Tomad, esto es mi cuerpo(....) Esta es mi sangre de la alianza,
que es derramada por muchos» (Mc 14, 22, 24). Desde esta plaza
queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este
anuncio extraordinario; el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y
se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y
su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no
sometida a la muerte.
Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para
que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las
ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de
nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor; bajo los
signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrifico único y
perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda
la humanidad. La Eucaristía es realmente «el misterio que resume
todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación» (cf.santo
Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap.1)
En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de
la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico queremos volver
espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del
Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don
inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.
5. Dentro de poco concluirá nuestra asamblea litúrgica,
enriquecida con la presencia de fieles procedentes de todo el mundo, y
que es más sugestiva aún gracias a este extraordinario adorno
floral. A todos os saludo con afecto y os doy las gracias de corazón.
Salgamos de este encuentro fortalecidos en nuestro compromiso
apostólico y misionero. Qué la participación en la Eucaristía os
lleve a ser pacientes en la prueba a vosotros, enfermos, fieles en el
amor a vosotros, esposos; perseverantes en los santos propósitos a
vosotros, consagrados; fuertes y generosos a vosotros, queridos niños
de primera comunión, y, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes,
que os disponéis a asumir personalmente la responsabilidad del
futuro. Desde esta Statio orbis mis pensamiento va ahora a la solemne
celebración eucarística con la que se concluirá la Jornada mundial
de la juventud. A vosotros, jóvenes de Roma, de Italia y del mundo,
os digo: preparaos esmeradamente para ese encuentro internacional de
la juventud, en el que se os llamará a confrontaros con los desafíos
del nuevo milenio.
6. Y Tú, Cristo, nuestro Señor, que «con este sacramento
alimentas y santificas a tus fieles, para que una misma fe ilumine y
un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo
mundo» (Prefacio II de la Santísima Eucaristía), haz que tu
Iglesia, que celebra el misterio de tu presencia salvadora, sea cada
vez más firme y compacta.
Infunde tu Espíritu en cuantos se acercan a la sagrada mesa, y
dales mayor audacia para testimoniar el mandamiento de tu amor, a fin
de que el mundo crea en ti, que un día dijiste: «Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn
6,51)
Tú, Señor Jesucristo, Hijo de la Virgen
María, eres el único
Salvador del hombre, «ayer, hoy y siempre».