Padre Nuestro
Reflexión de JPII, 23 mayo 99
La
oración del Padrenuestro
Padre Nuestro que estás en el cielo
2. La Iglesia es misionera porque anuncia incansablemente que Dios es Padre, lleno de amor
a todos los hombres. Todo ser humano y todo pueblo busca, a veces incluso sin darse
cuenta, el rostro misterioso de Dios que, sin embargo, sólo el Hijo unigénito, que está
en el seno del Padre, nos ha revelado plenamente (cf. Jn 1, 18). Dios es «Padre de
nuestro Señor Jesucristo», y «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4). Los que acogen su gracia descubren con
estupor que son hijos del único Padre y se sienten deudores hacia todos del anuncio de la
salvación.
Sin embargo, en el mundo contemporáneo muchos no reconocen aún al Dios de Jesucristo
como Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los creyentes, han optado por
la indiferencia y el ateísmo; otros, cultivando una vaga religiosidad, se han construido
un Dios a su propia imagen y semejanza; y otros lo consideran un ser totalmente
inalcanzable.
Los creyentes tienen la misión de proclamar y testimoniar que, aunque «habita en una luz
inaccesible» (I Tm 6, 16), el Padre celeste, en su Hijo, encarnado en el seno de María,
la Virgen, muerto y resucitado, se ha acercado a cada hombre y le hace capaz «de
responderle, de conocerlo y de amarlo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 52).
Santificado sea tu nombre
3. La conciencia de que el encuentro con Dios
promueve y exalta la dignidad del hombre lleva al cristiano a orar así: «Santificado sea
tu nombre», es ,decir: «Que se haga luminoso en nosotros tu conocimiento, para que
podamos conocer la amplitud de tus beneficios, la extensión de tus promesas, la
sublimidad de tu majestad y la profundidad de tus juicios» (San Francisco, Fuentes
Franciscanas, 268).
El cristiano pide a Dios que sea santificado en sus hijos de adopción, así como también
en to os los que no han recibido su revelación, co vencí o de que mediante la santidad
Dios salva a la creación entera.
Para que el nombre de Dios sea santificado en
las naciones, la Iglesia se esfuerza por insertar a la humanidad y a la creación en el
designio que el Creador, «en su benevolencia, se propuso de antemano», «para ser santos
e inmaculados en su presencia en el amor» (Ef 1, 9. 4).
Venga a nosotros tu reino, hágase tu
voluntad
4. Con estas palabras los creyentes invocan la
venida del reino divino y el retorno glorioso de Cristo. Este deseo, sin embargo, no los
aparta de su misión diaria en el mundo; al contrario, los compromete aún más. La venida
del reino ahora es obra del Espíritu Santo, que el Señor envió «a fin de santificar
todas las cosas, llevando a la plenitud su obra en el mundo» (Misal romano, Plegaria
eucarística IV).
En la cultura moderna se ha difundido un sentido e espera de una nueva era dé paz,
bienestar, solidaridad, respeto de los derechos y amor universal. La Iglesia, iluminada
por el Espíritu, anuncia que este reino de justicia, de paz y de amor, ya proclamado en
el Evangelio, se realiza misteriosamente en el curso de los siglos gracias a personas,
familias y comunidades que optan por vivir de modo radical las enseñanzas de Cristo,
según el espíritu de las bienaventuranzas. Con su esfuerzo, estimulan a la sociedad
temporal hacia metas de mayor justicia y solidaridad.
La Iglesia proclama también que la voluntad del Padre es «que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4) mediante la adhesión a
Cristo, cuyo mandamiento, que resume todos los demás y que nos manifiesta toda su
voluntad, es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado» (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 2822).
Jesús nos invita a orar por esta intención y nos enseña que no se entra en el reino de
lbs cielos diciendo «Señor, Señor», sino haciendo «la voluntad de su Padre que está
en el cielo» (cf. Mt 7, 21).
Danos hoy nuestro pan de cada día
5. En nuestro tiempo es muy fuerte la
convicción de que todos tienen derecho al «pan de cada día», es decir, a lo necesario
para vivir. Se siente igualmente a exigencia de una debida equidad y de una solidaridad
compartida, que una entre sí a los seres humanos. No obstante, muchísimos de ellos no
viven aún de modo conforme a su dignidad de personas. Basta pensar en la miseria y el
analfabetismo que existen en algunos continentes, en la carencia de viviendas y en la
falta de asistencia sanitaria y de trabajo, en las opresiones políticas y en las guerras,
que destruyen pueblos de enteras regiones de la tierra.
¿Cuál es el cometido de los cristianos frente a esas dramáticas situaciones? ¿Qué
relación guarda la fe en el Dios vivo y verdadero con la solución de los problemas que
atormentan a la humanidad? Como escribí en la encíclicaRedemptoris missio, «el
desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del linero, ni de las ayudas
materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las
conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el
protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las
conciencias revelando a los pueblos al Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza
del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad le todos los hombres como
hijos de Dios ... »(n. 58). La Iglesia, anunciando que los hombres son hijos del
mismo Padre, y por consiguiente hermanos, da su contribución a la construcción de un
mundo caracterizado por la fraternidad auténtica.
La comunidad cristiana está llamada a cooperar en el desarrollo y la paz con obras de
promoción humana, con instituciones de educación y de formación al servicio de los
jóvenes, con la constante denuncia de las opresiones e injusticias de todo tipo.Sin
embargo, la aportación específica de la Iglesia es el anuncio del Evangelio, la
formación cristiana de las personas, de las familias y de las comunidades; está
convencida de que su misión «no es actuar directamente en el plano económico, técnico,
político o contribuir materialmente al desarrollo, sino que consiste esencialmente en
ofrecer a los pueblos no un "tener rnás", sino un "ser más», despertando
las conciencias con el Evangelio. El desarrollo humano auténtico debe hundir sus raíces
en una evangelización cada vez más profunda» (ib.).
Perdona nuestras ofensas
6. El pecado está presente en la historia de
la humanidad desde los inicios. Resquebraja la vinculación originaria de la criatura con
Dios, con graves consecuencias para su vida y para la de los demás. Y hoy, asimismo,
¡cómo no subrayar que las múltiples manifestaciones del mal y del pecado encuentran con
frecuencia un aliado en los medios de comunicación social! Y ¡cómo no observar que
«para muchos el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e
inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales» (Redemptoris
missio, 37), son precisamente los diversos medios de comunicación!
La actividad misionera está destinada a llevar a individuos y pueblos el gozoso anuncio
de la bondad misericordiosa del Señor. El Padre que está en el cielo, como demuestra
claramente la parábola del hijo pródigo, es bueno y perdona al pecador arrepentido,
olvida la culpa y devuelve la serenidad y la paz. Ese es el auténtico rostro de Dios,
Padre lleno de amor, que da fuerza para vencer el mal con el bien y hace capaz, a quien
corresponde a su amor, de contribuir a la redención del mundo.
Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
7. La Iglesia está llamada, con su misión, a
hacer la confortante realidad de la paternidad divina no sólo con palabras, sino sobre
todo con la santidad de los misioneros y del pueblo de Dios. «El renovado impulso hacia
la misión ad gentes --escribí en la encíclica Redemptoris missio exige misioneros
santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las
fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos
de la fe: es necesario suscitar un os nuevo "anhelo de santidad" entre los
misioneros y en toda la comunidad cristiana» (n. 90).
Frente a las terribles y múltiples
consecuencias del pecado, los creyentes tienen el deber de brindar signos de perdón y de
amor. Sólo si en su vida han experimentado ya el amor de Dios pueden ser capaces de amar
a los demás de manera generosa y transparente. El perdón es una elevada expresión de la
caridad divina, dada como don a quien la pide con insistencia.
No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal
8. Con estas últimas peticiones, en el «Padre
nuestro» pedimos a Dios que no permita que emprendamos el camino del pecado y que nos
libre de un mal, inspirado con frecuencia por un ser personal, Satanás, que quiere
estorbar el designio de Dios y la obra de salvación por él realizada en Cristo.
Conscientes de haber sido llamados a llevar el anuncio de la salvación a un mundo
dominado por el pecado y por el maligno, los cristianos son invitados a dirigirse a Dios,
pidiéndole que la victoria sobre el príncipe del mundo (cf. Jn 14, 30), lograda una vez
para siempre por Cristo, se convierta en experiencia diaria de su vida. En ámbitos
sociales fuertemente dominados por lógicas de poder y de violencia, la Iglesia tiene la
misión de testimoniar el amor de Dios y la fuerza del Evangelio, que superan el odio y la
violencia, el egoísmo y la indiferencia. El Espíritu de Pentecostés renueva al pueblo
cristiano, rescatado por la sangre de Cristo. Esta pequeña grey es enviada por doquier,
con escasos recursos humanos pero libre de condicionamientos, como fermento de una nueva
humanidad.
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los Corazones Traspasados de Jesús y María.