Vía Crucis del Santo Padre, Juan Pablo II para el Viernes Santo, Cuaresma del 2003
Este vía
crucis fue escrito por Su Santidad en 1976, cuando era Cardenal
Arzobispo de Cracovia, en ocasión de los ejercicios espirituales que
predicó a Pablo VI y a la Curia Romana en el Vaticano.
En esta meditación trataremos
de seguir las huellas del Señor en el camino que va desde el pretorio de
Pilato hasta el lugar llamado «Calavera», Gólgota en hebreo (Jn 19, 17).
Hoy día este camino es visitado por los peregrinos que de todo el mundo
acuden a Tierra Santa.
También Su Santidad lo recorrió, rodeado de una enorme muchedumbre de
habitantes de Jerusalén y de peregrinos. El Vía Crucis de nuestro Señor
Jesucristo está históricamente vinculado a los sitios que El hubo de
recorrer. Pero hoy día ha sido trasladado también a muchos otros lugares,
donde los fieles del divino Maestro quieren seguirle en espíritu por las
calles de Jerusalén. En algunos santuarios, como en el que recordábamos en
días anteriores, el Calvario de Zebrzydowska, la devoción de los fieles a
la Pasión ha reconstruido el Vía Crucis con estaciones muy alejadas entre
sí. Habitualmente en nuestras iglesias las estaciones son catorce, como en
Jerusalén entre el pretorio y la basílica del Santo Sepulcro. Ahora nos
detendremos espiritualmente en estas estaciones, meditando el misterio de
Cristo cargado con la cruz.
ORACIÓN INICIAL
El Santo Padre: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
R /. Amén.
Via Crucis de la comunidad eclesial de la Urbe
convocada junto al Coliseo, trágico y glorioso monumento de la Roma imperial,
testigo mudo del poder y del dominio, memorial mudo de vida y de muerte,
donde parecen resonar, casi como un eco interminable, gritos de sangre (cf. Gn 4,10)
y palabras que imploran concordia y perdón. Vía Crucis del vigésimo quinto año de mi Pontificado
como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Por la gracia de Dios, en los veinticinco años
de mi servicio pastoral nunca he faltado a esta cita, verdadera Statio Urbis et Orbis,
encuentro de la Iglesia de Roma con los peregrinos venidos de todas las partes del mundo
y con millones de fieles que siguen el Vía Crucis por medio de la radio y la televisión.
También este año, por renovada misericordia del Señor, estoy entre vosotros para recorrer en la fe
el trayecto que Jesús recorrió desde el pretorio de Poncio Pilato
hasta la cumbre del Calvario. Vía Crucis, ideal abrazo entre Jerusalén y Roma,
entre la Ciudad amada por Jesús, donde dio la vida por la salvación del mundo,
y la Ciudad sede del Sucesor de Pedro, que preside en la caridad eclesial.
Vía Crucis, camino de fe: en Jesús condenado a muerte reconoceremos al Juez universal;
en Él, cargado con la Cruz, al Salvador del mundo; en Él, crucificado, al Señor de la historia,
al Hijo mismo de Dios. Noche del Viernes Santo, noche tibia y palpitante del primer plenilunio de primavera.
Estamos reunidos en el nombre del Señor. Él está aquí con nosotros, según su promesa (cf. Mt 18,20).
Con nosotros está también Santa María. Ella estuvo sobre la cumbre del Gólgota
como Madre del hijo moribundo, Discípula del Maestro de la verdad,
nueva Eva junto al árbol de la vida. Mujer del dolor, asociada al "Varón de dolores y sabedor de dolencias" (Is 53, 3),
Hija de Adán, Hermana nuestra, Reina de la paz. Madre de misericordia,
ella se inclina sobre sus hijos, aún expuestos a peligros y afanes,
para ver los sufrimientos, oír los gemidos que surge de sus miserias,
para confortarles y reavivar la esperanza de la paz. Oremos.
Breve pausa de silencio.
Mira, Padre santo, la sangre que brota del costado traspasado del Salvador,
mira la sangre derramada por tantas víctimas del odio, de la guerra, del terrorismo,
y concede, benigno, que el curso de los acontecimientos del mundo
se desarrolle según tu voluntad en la justicia y la paz, y que tu Iglesia se dedique con serena confianza
a tu servicio y a la liberación del hombre. Por Jesucristo nuestro Señor.
R/. Amén.
I. Estación: Jesús es condenando a Muerte
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
La sentencia de Pilato fue
dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la multitud. La condena a
muerte por crucifixión debería de haber satisfecho sus pasiones y ser la
repuesta al grito: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Mc 15-13’14, ect.). El
pretor romano pensó que podría eludir el dictar sentencia lavándose las
manos, como se había desentendido antes de las palabras de Cristo cuando
éste identificó su reino con la verdad, con el testimonio de
la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba conservar la
independencia, mantenerse en cierto modo “al margen”. Pero eran sólo
apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19, 16),
así como su verdad del reino (Jn 18, 36-37), debía de afectar
profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una Realeza, frente
a la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.
El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que
por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el
principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn
3,16).
También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no
nos es lícito lavarnos las manos.
II. Estación: Jesús carga con la cruz
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Empieza la ejecución, es
decir, el cumplimiento de la sentencia. Cristo, condenado a muerte, deber
cargar con la cruz como los otros dos condenados que van a sufrir la misma
pena: “Fue contado entro los pecadores” (Is 53, 12). Cristo se acerca a la
cruz con el cuerpo entero terriblemente magullado y desgarrado, con la
sangre que le baña el rostro, cayéndole de la cabeza coronada de espinas.
Ecce Homo! (Jn 19, 5). En Él se encierra toda la verdad del Hijo del
hombre predicha por los profetas, la verdad sobre el siervo de Yavé
anunciada por Isaías: “Fue traspasado por nuestra iniquidades... y en sus
llagas hemos sido curados” (Is 53, 5). Está también presente en Él una
cierta consecuencia, que nos deja asombrados, de lo que el hombre ha hecho
con su Dios. Dice Pilato: “Ecce Homo” (Jn 19, 5): “¡Mirad lo que habéis
hecho de este hombre!” En esta afirmación parece oírse otra voz, como
queriendo decir: “Mirad lo que habéis hecho en este hombre con vuestro
Dios!”.
Resulta conmovedora la semejanza, la interferencia de esta voz que
escuchamos a través de la historia con lo que nos llega mediante el
conocimiento de la fe. Ecce Homo!
Jesús, “el llamado Mesías” (Mt 27, 17), carga la cruz sobre sus espaldas (Jn
19, 17). Ha empezado la ejecución.
III. Estación Jesús cae por primera vez.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Jesús cae bajo la cruz.
Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre al poder
de los ángeles. “¿Crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi
disposición al punto más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26, 53). No lo
pide. Habiendo aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 36, etc.),
quiere beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no
piensa en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer
de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían
visto cuado dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a las
enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está negando todo eso? Y, sin
embargo, “Nosotros esperábamos”, dirán unos días después los discípulos de
Emaús (Lc 24, 21). “Si eres el Hijo de Dios...” (Mt 27, 40), le provocarán
los miembros del Sanedrín. “A otos salvó, a sí mismo no puede salvarse” (Mc
15, 31; Mt 27, 42), gritarás la gente.
Y él acepta estas frases de provocación, que parecen anular todo el
sentido de su misión, de los sermones pronunciados, de
los milagros realizados. Acepta todas estas palabras, decide no oponerse.
Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer bajo la cruz. Quiere. Es
fiel hasta el final, hasta los mínimos detalles a esta afirmación: “No se
haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (cf. Mc 14, 36).
Dios salvará a la humanidad con las caídas de Cristo bajo la Cruz.
IV. Estación: Jesús encuentra a su Madre
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
La Madre. María se
encuentra con su Hijo en el camino de la cruz. La cruz de Él es su cruz,
la humillación de Él es la suya, suyo el oprobio público de Jesús. Es el
orden humano de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así lo
capta su corazón: “...y una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Las
palabra pronunciadas cuando Jesús tenía cuarenta días se cumplen en este
momento. Alcanzan ahora su plenitud total. Y María avanza, traspasada por
esta invisible espada, hacia el calvario de su Hijo, hacia su propio
Calvario. La devoción cristiana la ve con esta espada clavada en su
corazón, y así la representa en pinturas y esculturas. ¡Madre Dolorosa!
“¡Oh tú que has padecido junto con Él”, repiten los fieles, íntimamente
convencidos de que así justamente debe expresarse el misterio de este
sufrimiento. Aunque este dolor le pertenezca y le afecte en lo más
profundo de su maternidad, sin embargo, la verdad plena de este
sufrimiento se expresa con la palabra “compasión”. También ella pertenece
al mismo misterio: expresa en cierto modo la unidad con el sufrimiento del
Hijo.
V. Estación: Simón Cireneo ayuda a Jesús
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Simón de Cirene, llamado a
cargar con la cruz (cf. Mc 15, 21; Lc 23, 26), no la quería llevar
ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo
peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder
aguantar más. Estaba cerca de él: más cerca que María o que Juan, a quien,
a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado a él, a
Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio
de Marcos (Mc 15, 21). Le han llamado, le han obligado.
¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando
nuestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, son
su condena? ¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una
barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría? “Estaba desnudo,
tuve sed, estaba preso” (cf. Mt 25, 35-36), llevaba la cruz... ¿La
llevaste conmigo?... ¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el
final?
No sabe.
San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la
tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a
San Pedro (cf. Rom 16, 13).
VI. Estación: La Verónica limpia Su rostro
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
La tradición nos habla de
la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto
es que –aunque, como mujer, no cargara físicamente con la cruz y no se la
obligara a ello- llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía,
como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón:
limpiándole el rostro.
Este detalle, referido por la tradición parece fácil de explicar: en el
lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de
Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien
podía dejar señales y perfiles. Pero el sentido de este hecho puede ser
interpretado también de otro modo, si se considera a la luz del sermón
escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán:
“Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?” Y Jesús responderá: “Cuantas veces
hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt
25, 40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de
caridad, como sobre el lienzo del la Verónica.
VII. Estación: Jesús cae por segunda vez
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
“Yo soy un gusano, no un
hombre; el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo” (Sal 22, 7):
las palabras del Salmista-profeta encuentran su plena realización en estas
estrechas, arduas callejuelas de Jerusalén, durante las últimas horas que
preceden al a Pascua. Ya se sabe que estas horas, antes de la fiesta, son
extenuantes y las calles están llenas de gente. En este contexto se
verifican las palabras del Salmista, aunque nadie piense en ellas. No
paran mientes en ellas ciertamente todos cuantos dan pruebas de desprecio,
para los cuales este Jesús de Nazaret que cae por segunda vez abajo la
cruz se ha hecho objeto de escarnio.
Y Él lo quiere, quiere que se cumpla la profecía. Cae, pues, exhausto por
el esfuerzo. Cae por voluntad del padre, voluntad expresada asimismo en
las palabras del Profeta. Cae por voluntad, porque “¿cómo se cumplirían,
si no, las Escrituras?” (Mt 26, 54): “Soy un gusano y no un hombre” (Sal
22, 7); por tanto ni siquiera “Ecce Homo” (Jn 19, 5); menos aún, peor
todavía.
El Gusano se arrastra pegado a tierra; el hombre, en cambio, como rey de
las criaturas, camina sobre ella. El gusano carcome la madera: como el
gusano, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre.
Remordimiento por esta segunda caída.
VIII. Estación Jesús y las mujeres de Jerusalén
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Es la llamada al
arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del
mal cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloren a su vista:
"No lloréis por mí; llorad
más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos" (Lc 23, 28). No podemos
quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las
causas, a la más honda verdad de la conciencia.
Esto es justamente lo que quiere darnos a entender Jesús cargado con la
cruz, que desde siempre «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2, 25) y
siempre lo conoce. Por esto Él debe ser en todo momento el más cercano
testigo de nuestros actos y de los juicios que sobre ellos hacemos en
nuestra conciencia. Quizá nos haga comprender incluso que estos juicios
deben ser ponderados, razonables, objetivos –dice: "No lloréis"–;
pero, al mismo tiempo, ligados a todo cuanto esta verdad contiene: nos lo
advierte porque es El el que lleva la cruz.
Señor, ¡dame saber vivir y andar
en la verdad!
IX.
Estación: Tercera caída
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
“Se humilló, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Cada estación de
esta Vía es una piedra miliar de esa obediencia y ese anonadamiento. Captamos el grado de este anonadamiento cuando leemos las palabras del
Profeta: “Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada
uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Is
53, 6).
Comprendemos el grado de este
anonadamiento cuando vemos que Jesús cae una vez más, la tercera, bajo la
cruz. Cuando pensamos en quién es el que cae, quién yace entre el polvo
del camino bajo la cruz, a los pies de gente hostil que no le ahorra
humillaciones y ultrajes...
¿Quién es el que cae? ¿Quién es
Jesucristo? “Quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín
codiciable ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo
y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se
humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).
X.
Estación: Jesús, despojado de sus vestidos
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Cuando Jesús, despojado de
sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15, 24, etc.),
nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia atrás, al
origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión, es todo él
una llaga (cf. Is 52 ,14). El misterio de la Encarnación: el Hijo de Dios
toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1, 23; Lc 1, 26-38). El Hijo
de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista: “No te complaces tú
en el sacrificio y la ofrenda... pero me has preparado un cuerpo” (Sal 40,
8-7; Heb 10, 5). El cuerpo del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo
expresa el amor al Padre: “Entonces dije: '¡Heme aquí que vengo!'... para
hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Sal 40, 9; Heb 10, 7). “Yo hago siempre lo
que es de su agrado” (Jn 8, 29). Este cuerpo desnudo cumple la voluntad
del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento de dolor,
en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre que corre, en todo
el cansancio de sus brazos, en los cardenales de cuello y espaldas, en el
terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple la voluntad del Padre
cuando es despojado de sus vestidos y tratado como objeto de suplicio,
cuando encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad profanada.
El cuerpo del hombre es profanado
de varias maneras.
En esta estación debemos pensar
en la Madre de Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus
manos el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.
XI.
Estación: Jesús clavado en la Cruz
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
“Han taladrado mis manos y mis pies y puedo contar todos mis huesos” (Sal
22, 17-18). “Puedo contar...”: ¡qué palabras proféticas! Sabemos que este
cuerpo es un rescate. Un gran rescate es todo este cuerpo: las manos, los
pies y cada hueso. Todo el Hombre en máxima tensión: esqueleto, músculos,
sistema nervioso, cada órgano, cada célula, todo en máxima tensión. “Yo,
si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí” (Jn 12, 32).
Palabras que expresan la plena realidad de la crucifixión. Forma parte de
ésta también la terrible tensión que penetra las manos, los pies y todos
los huesos: terrible tensión del cuerpo entero que, clavado como un objeto
a los maderos de la cruz, va a ser aniquilado hasta el fin, en las
convulsiones de la muerte. Y en la misma realidad de la crucifixión entra
todo el mundo que Jesús quiere atraer a Sí (cf. Jn 12, 32). El mundo está
sometido a la gravitación del cuerpo, que tiende por inercia hacia lo
bajo.
Precisamente en esta gravitación
estriba la pasión del Crucificado. “Vosotros sois de abajo, yo soy de
arriba” (Jn 8, 23). Sus palabras desde la cruz son: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
XII.
Estación: Jesús muere
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Jesús clavado en la cruz,
inmovilizado en esta terrible posición, invoca al Padre (cf. Mc 15, 34; Mt
27, 46; Lc 23, 46). Todas las invocaciones atestiguan que El es uno con el
Padre. “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30); “El que me ha
visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9); “Mi Padre sigue obrando todavía,
y por eso obro yo también” (Jn 5, 17).
He aquí el más alto, el más
sublime obrar del Hijo en unión con el Padre. Sí: en unión, en la más
profunda unión, justamente cuando grita: Eloí, Eloí, lama sabachtani?:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46).
Este obrar se expresa con la verticalidad del cuerpo que pende del madero
perpendicular de la cruz, con la horizontalidad de los brazos extendidos a
lo largo del madero transversal. El hombre que mira estos brazos puede
pensar que con el esfuerzo abrazan al hombre y al mundo.
Abrazan.
He aquí el hombre. He aquí a Dios
mismo. “En El... vivimos y nos movemos y existimos” (Act 17, 28). En El:
en estos brazos extendidos a lo largo del madero transversal de la cruz.
El misterio de la Redención.
XIII.
Estación: Jesús en brazos de su Madre
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
En el momento en que el cuerpo de Jesús es bajado de la cruz y puesto en
brazos de la Madre, vuelve a nuestra mente el momento en que María acogió
el saludo del ángel Gabriel: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo,
a quien pondrás por nombre Jesús... Y le dará el Señor Dios el trono de
David, su padre... y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33). María sólo
dijo: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), como si desde el
principio hubiera querido expresar cuanto estaba viviendo en este momento.
En el misterio de la Redención se
entrelazan la gracia, esto es, el don de Dios mismo, y «el pago» del
corazón humano. En este misterio somos enriquecidos con un Don de lo alto
(Sant 1, 17) y al mismo tiempo somos comprados con el rescate del Hijo de
Dios (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; Act 20, 28). Y María, que fue más
enriquecida que nadie con estos dones, es también la que paga más. Con su
corazón.
A este misterio está unida la
maravillosa promesa formulada por Simeón cuando la presentación de Jesús
en el templo: “Una espada atravesará tu alma para que se descubran los
pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 35).
También esto se cumple. ¡Cuántos
corazones humanos se abren ante el corazón de esta Madre que tanto ha
pagado!
Y Jesús está de nuevo todo él en
sus brazos, como lo estaba en el portal de Belén (cf. Lc 2, 16), durante
la huida a Egipto (cf. Mt 2, 14), en Nazaret (cf. Lc 2, 39-40). La Piedad.
XIV.
Estación: Entierro de Jesús
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos. R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Desde el momento en que el
hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol de la vida (cf. Gén 3), la
tierra se convirtió en un cementerio. Tantos sepulcros como hombres. Un
gran planeta de tumbas.
En las cercanías del Calvario
había una tumba que pertenecía a José de Arimatea (cf. Mt 27, 60). En este
sepulcro, con el consentimiento de José, depositaron el cuerpo de Jesús
una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15, 42-46, etc.). Lo depositaron
apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes de la fiesta de
Pascua (cf. Jn 19, 31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre todas las tumbas esparcidas
por los continentes de nuestro planeta, hay una en la que el Hijo de Dios,
el hombre Jesucristo, ha vencido a la muerte con la muerte. O mors! ero
mors tua!: “Muerte, ¡yo seré tu muerte!” (1 antif. Laudes del Sábado
santo). El árbol de la Vida, del que el hombre fue alejado por su pecado,
se ha revelado nuevamente a los hombres en el cuerpo de Cristo. “Si alguno
come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi
carne, vida del mundo” (Jn 6, 51).
Aunque se multipliquen siempre
las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca el cementerio en el que el
hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf. Gén 3, 19), todos los
hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven en la esperanza de
la Resurrección.
Aceptación de la muerte
Señor, Dios mío, ya
desde ahora acepto de buena voluntad, como venida de tu mano, cualquier
género de muerte que quieras enviarme, con todas sus angustias, penas y
dolores.
V. Jesús,
José y María, R. Os doy el corazón y el alma mía.
V. Jesús,
José y María, R. Asistidme en mi última agonía.
V. Jesús,
José y María, R. En vosotros descanse en paz el alma mía.
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es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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