La oración de la mañana
para obtener la ayuda del Señor
Audencia General, Juan Pablo
II, 30 de mayo de 2001
Salmo 5, 2-10.
12-13
Señor,
escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos,
haz caso de mis gritos de auxilio,
Rey mío y Dios mío.
A ti
te suplico, Señor:
por la mañana escucharás mi voz,
por la mañana te expongo mi causa,
y me quedo aguardando.
Tú no
eres un Dios que ame la maldad,
ni el malvado es tu huésped,
ni el arrogante se mantiene en tu presencia.
Detestas a los malhechores,
destruyes a los mentirosos;
al hombre sanguinario y traicionero
lo aborrece el Señor.
Pero
yo, por tu gran bondad,
entraré en tu casa,
me postraré ante tu templo santo
con toda reverencia.
Señor, guíame con tu justicia,
porque tengo enemigos;
alláname tu camino.
En su
boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
mientras halagan con la lengua.
Que
se alegren los que se acogen a ti,
con júbilo eterno;
protégelos, para que se llenen de gozo
los que aman tu nombre.
Porque tú, Señor, bendices al justo,
y como un escudo lo rodea tu favor.
1. "Por la mañana escucharás mi voz; por la mañana te expongo mi causa
y me quedo aguardando". Con estas palabras, el salmo 5 se presenta como una
oración de la mañana y, por tanto, se sitúa muy bien en la liturgia de
las Laudes, el canto de los fieles al inicio de la jornada. Sin embargo,
el tono de fondo de esta súplica está marcado por la tensión y el ansia ante
los peligros y las amarguras inminentes. Pero no pierde la confianza en
Dios, que siempre está dispuesto a sostener a sus fieles para que no
tropiecen en el camino de la vida.
"Nadie, salvo la Iglesia, posee esa confianza" (san Jerónimo,
Tractatus LIX in psalmos, 5, 27: PL 26, 829). Y san Agustín, refiriéndose al título
que se halla al inicio del salmo, un título que en su
versión latina reza: "Para aquella que recibe la herencia", explica: "Se trata, por
consiguiente, de la Iglesia, que recibe en herencia la vida eterna por
medio de nuestro Señor Jesucristo, de modo que posee a Dios mismo, se
adhiere a él, y encuentra en él su felicidad, de acuerdo con lo que está
escrito: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra" (Mt 5,
4)" Enarrationes in Psalmos, 5: CCL 38, 1, 2-3).
2. Como acontece a menudo en los salmos de súplica dirigidos al Señor
para que libre a los fieles del mal, son tres los personajes que entran en
escena en este salmo. El primero es Dios (v. 2-7), el Tú por excelencia del
salmo, al que el orante se dirige con confianza. Frente a las pesadillas de
una jornada dura y tal vez peligrosa, destaca una certeza. El Señor es un
Dios coherente, riguroso en lo que respecta a la injusticia y ajeno a
cualquier componenda con el mal: "Tú no eres un Dios que ame la maldad" (v. 5).
Una larga lista de personas malas -el malvado, el arrogante, el
malhechor, el mentiroso, el sanguinario y el traicionero- desfila ante la mirada
del Señor. Él es el Dios santo y justo, y está siempre de parte de quienes
siguen los caminos de la verdad y del amor, mientras que se opone a
quienes escogen "los senderos que llevan al reino de las sombras" (cf. Pr 2,
18). Por eso el fiel no se siente solo y abandonado al afrontar la ciudad,
penetrando en la sociedad y en el torbellino de las vicisitudes
diarias.
3. En los versículos 8 y 9 de nuestra oración matutina, el segundo
personaje, el orante, se presenta a sí mismo con un Yo, revelando que
toda su persona está dedicada a Dios y a su "gran misericordia". Está
seguro de que las puertas del templo, es decir, el lugar de la comunión y de la
intimidad divina, cerradas para los impíos, están abiertas de par en
par ante él. Él entra en el templo para gozar de la seguridad de la
protección divina, mientras afuera el mal domina y celebra sus
aparentes y efímeros triunfos.
La oración matutina en el templo proporciona al fiel una fortaleza
interior que le permite afrontar un mundo a menudo hostil. El Señor mismo lo
tomará de la mano y lo guiará por las sendas de la ciudad, más aún, le
"allanará el camino", como dice el salmista con una imagen sencilla pero sugestiva.
En el original hebreo, esta serena confianza se funda en dos términos (hésed
y sedaqáh): "misericordia o fidelidad", por una parte, y "justicia o
salvación", por otra. Son las palabras típicas para celebrar la
alianza que une al Señor con su pueblo y con cada uno de sus fieles.
4. Por último, se perfila en el horizonte la oscura figura del tercer
actor de este drama diario: son los enemigos, los malvados, que ya se
habían insinuado en los versículos anteriores. Después del "Tú" de Dios y del
"Yo" del orante, viene ahora un "Ellos" que alude a una masa hostil,
símbolo del mal del mundo (vv. 10 y 11). Su fisonomía se presenta sobre la base de
un elemento fundamental en la comunicación social: la palabra. Cuatro
elementos -boca, corazón, garganta y lengua- expresan la radicalidad
de la malicia que encierran sus opciones. En su boca no hay sinceridad, su
corazón es siempre perverso, su garganta es un sepulcro abierto, que sólo
quiere la muerte, y su lengua es seductora, pero "está llena de veneno
mortífero" (St 3, 8).
5. Después de este retrato crudo y realista del perverso que atenta
contra el justo, el salmista invoca la condena divina en un versículo (v.
11), que la liturgia cristiana omite, queriendo así conformarse a la revelación
neotestamentaria del amor misericordioso, el cual ofrece incluso al
malvado la posibilidad de conversión.
La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz (v.
12-13), después del oscuro perfil del pecador que acaba de dibujar.
Una gran serenidad y alegría embarga a quien es fiel al Señor. La jornada que
se abre ahora ante el creyente, aun en medio de fatigas y ansias,
resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que conoce a
fondo el corazón y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: "Tú, Señor,
bendices al justo y como un escudo lo cubre tu favor" (v. 13).