«Pero ¡cómo íbamos a abortar…!»
La cultura de la vida ante la cultura de la muerte.
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Somos una pareja joven, nos casamos hace poco
más de un año (2003) y ya tenemos un hijo en el cielo. Ésta es la
historia de nuestra experiencia.
Nada más volver de la luna de miel nos enteramos de que estaba
embarazada; nos llevamos una sorpresa enorme y una gran alegría, pero a
los pocos meses, en una ecografía rutinaria, se vio que algo no iba
bien. La ginecóloga, aunque no me quería decir nada, según me hacía la
ecografía, lo decía todo con su actitud; me quitó el sonido del corazón
del bebé y no hacía más que mirar la pantalla sin darme ninguna
explicación, pese a mi insistencia. Pasado un interminable cuarto de
hora, dictaminó: «El niño está muy mal, te aconsejo que abortes».
Parecía, y digo parecía, que el niño tenía un problema cromosómico
importante y no tenía piernas, aunque, pasado un tiempo, se vio que no
acertó ni una, pero en ese momento, cuando te lo dicen con la frialdad
que me lo dijeron a mí, no entiendes que alguien así pueda ejercer una
profesión en la que está tratando con mujeres embarazadas.
Esa misma tarde fuimos a que me hicieran una ecografía más detallada, y
cambió el diagnóstico: «Tiene un onfalocele gigante»; parece que al niño
le faltaba la cubierta abdominal, y debido a eso tenía casi todos los
órganos abdominales fuera. La médico nos comentó que «estas cosas
pasan», que es «cuestión de azar» y que «nos había tocado». Nos insistió
en que lo normal sería que el bebé no pasara del tercer mes de gestación
y que, como no iba a poder vivir en el momento que naciera, lo mejor
sería abortar. ¡Pero cómo íbamos a abortar, si durante esas
interminables ecografías no parábamos de ver cómo se movía nuestro hijo!
Le contestamos rápidamente que este niño llegaría hasta donde Dios
quisiera.
Cambiamos de médico y encontramos a una persona excepcional, que nos
trató con una delicadeza y un cariño que ya habíamos olvidado. Menos
mal, ya que las visitas al ginecólogo se repitieron semanalmente,
porque, como el niño estaba tan enfermo, se suponía que el corazón le
fallaría en cualquier momento y habría que sacarlo.
Me hicieron la amniocentesis, porque, como habían supuesto un problema
cromosómico serio, nos habían aconsejado que, aunque hubiéramos decidido
seguir adelante con el embarazo (lo cual les pareció un acto de
irresponsabilidad), el resultado de la prueba podría evitar posibles
problemas en embarazos posteriores, y, como ya empezaba a ser habitual,
se equivocaron: el niño era cromosómicamente normal.
A todo esto, en el momento en que dije en la empresa que el niño estaba
enfermo, como no sabían cuándo iban a poder contar conmigo, porque lo
normal sería que no llegara hasta el final del embarazo, tardaron 15
días en echarme. Al incorporarme en otra empresa, ya había aprendido a
callarme, porque otra cosa que hemos sacado en claro es que, en cuanto
le confías a alguien que el niño está enfermo, todo el mundo opina, y
claro, en estos momentos en que lo
políticamente correcto es abortar, nadie consigue entender cómo «vas a
pasar por eso para nada», ese nada para nosotros se ha trasformado en un
ángel mucho más grande que cualquier hijo normal.
Ahora que ya ha pasado todo…
Otro trago por el que tuvimos que pasar fue el redactar un testamento
vital para que, en el caso de que el niño no muriera al nacer, y si
realmente alcanzaba una situación crítica irrecuperable, no se le
mantuviera con vida por medio de tratamientos desproporcionados; que no
se le aplicara la eutanasia activa ni se le prolongara abusiva e
irracionalmente su proceso de muerte. Hecho que sorprendió nuevamente a
los médicos, que no entendieron ni nuestra negativa al aborto ni al
ensañamiento terapéutico.
Al final, llegué hasta las 29 semanas de gestación (casi siete meses),
di a luz en La Paz, donde siempre estaré agradecida a todo el equipo
médico que me atendió, ya que me encontré con unos grandes profesionales
que me trataron con una gran delicadeza y humanidad. El pequeño murió
nada más nacer, eso sí, bautizado, y –como no podía ser de otra manera–
se llama Ángel. A nosotros nos ha hecho los padres más felices del
mundo, porque, aunque esperamos que Dios nos envíe más hijos, como éste
no habrá otro.
Lo que aprendimos
De toda esta experiencia aprendimos que la Medicina no es una
ciencia exacta. Me habían dicho que, como tenía muy poco líquido
amniótico, nunca le podría sentir, y me daba unos golpes que me dejaba
doblada. Otra lección que hemos aprendido es que no sabes cómo va a
responder la gente que te rodea. Nuestros amigos más cercanos se
desvivieron ante la situación, pero ha habido personas que nos han
dejado de hablar por seguir adelante con el embarazo.
Ahora la gente nos dice que lo llevamos muy bien. La verdad es que hemos
tenido mucho tiempo para mentalizarnos, pero, aun así, estamos bien
porque Ángel ha dejado de vivir cuando Dios ha querido, pero por lo que
psicológicamente no habríamos podido pasar es por la otra solución, que
mi hijo hubiera dejado de vivir porque yo, un buen día, lo hubiera
decidido.