¡Venid benditos de mi Padre,
porque era pobre y marginado, y me habéis acogido!

Mensaje de Juan Pablo II para la Cuaresma de 1998

Queridos hermanos y hermanas:

1. La Cuaresma nos propone cada año el misterio de Cristo «conducido por el Espíritu en el desierto» (Lc 4,1). Con esta singular experiencia, Jesús dio testimonio de su entrega total a la voluntad del Padre. La Iglesia ofrece este tiempo litúrgico a los fieles para que se renueven interiormente, mediante la Palabra de Dios, y puedan manifestar en la vida el amor que Cristo infunde en el corazón de quien cree en Él.

En este año la Iglesia, preparándose al Gran Jubileo del 2000, contempla el misterio del Espíritu Santo. Por él se deja guiar «en el desierto», para experimentar con Jesús la fragilidad de la criatura, pero también la cercanía del Dios que nos salva. El profeta Oseas escribe: «yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2, 16). La Cuaresma es, pues, un camino de conversión en el Espíritu Santo, para encontrar a Dios en nuestra vida. En efecto, el desierto es un lugar de aridez y de muerte, sinónimo de soledad, pero también de dependencia de Dios, de recogimiento y retorno a lo esencial. La experiencia de desierto significa para el cristiano sentir en primera persona la propia pequeñez ante Dios y, de este modo, hacerse más sensible a la presencia de los hermanos pobres.


2. En este año deseo proponer a la reflexión de todos los fieles las palabras, inspiradas en el Evangelio de Mateo: «Venid, benditos de mi Padre, porque era pobre y marginado y me habéis acogido» (cf. Mt 25, 34-36).

La pobreza tiene diversos significados. El más inmediato es la falta de medios materiales suficientes. Esta pobreza, que para muchos de nuestros hermanos llega hasta la miseria, constituye un escándalo. Se manifiesta de múltiples formas y está en conexión con muchos y dolorosos fenómenos: la carencia del necesario sustento y de la asistencia sanitaria indispensable; la falta o la penuria de vivienda, con las consecuentes situaciones de promiscuidad; la marginación social para los más débiles y de los procesos productivos para los desocupados; la soledad de quien no tiene a nadie con quien contar; la condición de prófugo de la propia patria y de quien sufre la guerra o sus heridas; la desproporción en los salarios; la falta de una familia, con las graves secuelas que se pueden derivar, como la droga y la violencia. La privación de lo necesario para vivir humilla al hombre: es un drama ante el cual la conciencia de quien tiene la posibilidad de intervenir no puede permanecer indiferente.

Existe también otra pobreza, igualmente grave, que consiste en la carencia, no de medios materiales, sino de un alimento espiritual de una respuesta a las cuestiones esenciales, de una esperanza para la propia existencia. Esta pobreza que afecta al espíritu provoca gravísimos sufrimientos. Tenemos ante nuestros ojos las consecuencias frecuentemente trágicas de una vida vacía de sentido. Tal forma de miseria se manifiesta sobre todo en los ambientes donde el hombre vive en el bienestar, materialmente satisfecho, pero espiritualmente desprovisto de orientación. Se confirma la palabra del Señor en el desierto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de dios» (Mt 4, 4). En lo íntimo de su corazón, el ser humano pide sentido y pide amor.

A esta pobreza se responde con el anuncio, corroborado con los hechos, del Evangelio que salva, que lleva luz también a las tinieblas del dolor, porque comunica el amor y la misericordia de Dios. En última instancia lo que consume al hombre es el hambre de Dios: sin el consuelo que proviene de Él, el ser humano se encuentra abandonado a sí mismo, necesitado porque falto de la fuente de una vida auténtica.

Desde siempre la Iglesia combate todas las formas de pobreza, porque es Madre y se preocupa de que cada ser humano pueda vivir plenamente su dignidad de hijo de Dios. El tiempo de Cuaresma es especialmente indicado para recordar a los miembros de la Iglesia este compromiso suyo en favor de los hermanos.


3. La Sagrada Escritura contiene continuos llamamientos a la solicitud para con el pobre, porque en él se hace presente Dios mismo: «Quien se apiada del débil, presta a Yahveh, el cual le dará su recompensa (Pr 19, 17). La revelación del Nuevo Testamento nos enseña a no despreciar al menesteroso, porque Cristo se identifica con él. En las sociedades opulenta, y en un mundo cada vez más marcado por el materialismo práctico que invade todos los ámbitos de la vida, no podemos olvidar las enérgicas palabras con las que Cristo amonesta a los ricos (cf. Mt 19, 23-24; Lc 6, 24-25; Lc 16, 19-31). No podemos olvidar, especialmente, que Él mismo «se hizo pobre» para que nosotros nos enriqueciéramos con su pobreza )cf. 2 Co 8, 9). El Hijo de Dios «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fl 2, 7-8). La asunción por Cristo de la realidad humana en todos los aspectos, incluidos el de la pobreza, el sufrimiento y la muerte, hace que en él pueda reconocerse toda persona.

Haciéndose pobre, Cristo ha querido identificarse con cada pobre. Por este motivo, también el juicio final, cuyas palabras inspiran el tema de este Mensaje, presenta a Cristo bendiciendo a quien ha reconocido su imagen en el indigente: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Por eso, el que verdaderamente ama a Dios, acoge al pobre. Sabe, en efecto, que Dios ha tomado esa condición y lo ha hecho para ser solidario hasta el extremo con los hombres. La acogida del pobre es signo de la autenticidad del amor a Cristo, como demuestra San Francisco que besa al leproso porque en él ha reconocido a Cristo que sufre.


4. Todo cristiano está llamado a compartir las penas y las dificultades del otro, en el cual Dios mismo se encuentra oculto. Pero el abrirse a las necesidades del hermano implica una acogida sincera, que sólo es posible con una actitud personal de pobreza de espíritu. En efecto, no hay únicamente una pobreza de signo negativo. Hay también una pobreza que es bendecida por Dios. El Evangelio la llama «dichosa» (cf. Mt 5, 3). Gracias a ella el cristiano reconoce que la propia salvación proviene exclusivamente de Dios y, al mismo tiempo, se hace disponible para acoger y servir a los hermanos, a los que considera «superiores a sí mismo» (cf. Fl 2, 3). La pobreza espiritual es fruto del corazón nuevo que Dios nos da; en el tiempo de Cuaresma, este fruto debe madurar en actitudes concretas, tales como el espíritu de servicio, la disponibilidad para buscar el bien del otro, la voluntad de comunión con el hermano, el compromiso de combatir el orgullo que nos impide abrirnos al prójimo.

Este clima de acogida es tanto más necesario en nuestros días, en que se constatan diversas formas de rechazo del otro. Estas se manifiestan en el problema de los millones de refugiados y exiliados, en el fenómeno de la intolerancia racial, incluso respecto de personas cuya única «culpa» es la de buscar trabajo y mejores condiciones de vida fuera de su patria, en el miedo a cuanto es distinto y, por ello, considerado como una amenaza. La Palabra del Señor adquiere así nueva actualidad ante las necesidades de tantas personas que piden una vivienda, que lucha pon un puesto de trabajo, que reclaman educación para sus hijos. Respecto a estas personas, la acogida sigue siendo un reto para la comunidad cristiana, que no puede dejar de sentirse comprometida en lograr que cada ser humano pueda encontrar condiciones de vida acordes con su dignidad de hijo de Dios.

Exhorto a cada cristiano, en este tiempo cuaresmal, a hacer visible su conversión personal con un signo concreto de amor hacia quien está en necesidad, reconociendo en él el rostro de Cristo que le repite, casi de tú a tú: «Era pobre, estaba marginado… y tú me has acogido».


5. Gracias a este compromiso, se volverá a encender la luz de la esperanza para muchas personas. Cuando, con Cristo, la Iglesia sirve al hombre en necesidad, abre los corazones para entrever, más allá del mal y el sufrimiento, más allá del pecado y la muerte, una nueva esperanza. En efecto, los males que nos afligen, la dimensión de los problemas, el número de aquellos que sufren, representan una frontera humanamente infranqueable. La Iglesia ofrece su ayuda, también material, para aliviar estas dificultades. Pero sabe que puede y debe dar mucho más: lo que se espera de ella es sobre todo una palabra de esperanza. Allí donde los medios materiales no son capaces de mitigar la miseria, como, por ejemplo, en el caso de las enfermedades del cuerpo o del espíritu, la Iglesia anuncia al pobre la esperanza que viene de Cristo. En este tiempo de preparación a la Pascua, quiero repetir este anuncio. En el año que la Iglesia, como preparación al Jubileo del 2000, dedica a la virtud de la esperanza, repito a todos los hombres, pero especialmente a quien se siente más pobre, sólo, afligido, marginado, las palabras de la Secuencia pascual: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». Cristo ha vencido el mal que incita al hombre al embrutecimiento, al pecado que atenaza el corazón en el egoísmo y al temor de la muerte que lo amenaza.

En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, nosotros vislumbramos una luz para cada hombre. Este mensaje cuaresmal es una invitación a abrir los ajos a la pobreza de muchos. Quiere indicar también un camino para encontrar en la Pascua al Cristo que, dándose como alimento, inspira confianza y esperanza en nuestros corazones. Espero, pues, que la Cuaresma de este año 1998 sea para cada cristiano una ocasión para hacerse pobre con el Hijo de Dios, para ser instrumento de su amor al servicio del hermano necesitado.

Juan Pablo II

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