Oficio de lectura, XIX lunes del tiempo ordinario
Yo curaré sus extravíos
Del tratado de Teodoreto de Ciro, Obispo, sobre la encarnación del Señor
Nums. 26-27

Jesús acude espontáneamente a la pasión que de él estaba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos, increpando en cierta ocasión a Pedro por haber aceptado de mala gana este anuncio de la pasión, y demostrando finalmente que a través de ella sería salvado el mundo. Por eso, se presentó él mismo a los que venían a prenderle, diciendo: Yo soy a quien buscáis. Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no quiso hacerlo; por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para prenderlo se esfumó.

Además, lloró sobre Jerusalén, que con su incredulidad se labraba su propio desastre y predijo su ruina definitiva y la destrucción del templo. También sufrió con paciencia que unos hombres doblemente serviles le pegaran en la cabeza. Fue abofeteado, escupido, injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión, dejando que lo crucificaran entre dos ladrones, siendo así contado entre los homicidas y malhechores, gustando también el vinagre y la hiel de la viña perversa, coronado de espinas en vez de palmas y racimos, vestido de púrpura por burla y golpeado con una caña, atravesado por la lanza en el costado y, finalmente, sepultado.

Con todos estos sufrimientos nos procuraba la salvación. Porque todos los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus obras; pero él, inmune de todo pecado, él, que caminó hasta el fin por el camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando en la cruz el decreto de la antigua maldición. Cristo –dice san Pablo– nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un árbol». Y con la corona de espinas puso fin al castigo de Adán, al que se le dijo después del pecado: Maldito el suelo por tu culpa: brotará para ti cardos y espinas .

Con la hiel, cargó sobre sí la amargura y molestias de esta vida mortal y pasible. Con el vinagre, asumió la naturaleza deteriorada del hombre y la reintegró a su estado primitivo. La púrpura fue signo de su realeza; la caña, indicio de la debilidad y fragilidad del poder del diablo; las bofetadas que recibió publicaban nuestra libertad, al tolerar él las injurias, los castigos y golpes que nosotros habíamos merecido.

Fue abierto su costado, como el de Adán, pero no salió de él una mujer que con su error engendró la muerte, sino una fuente de vida que vivifica al mundo con un doble arroyo; uno de ellos nos renueva en el baptisterio y nos viste la túnica de la inmortalidad; el otro alimenta en la sagrada mesa a los que han nacido de nuevo por el bautismo, como la leche alimenta a los recién nacidos.

Continuación:

Oficio de lectura, XIX Martes del tiempo ordinario
Sus cicatrices nos curaron
Teodoreto de Ciro, Sobre la encarnación del Señor
Núm 28

Los sufrimientos de nuestro Salvador son nuestra medicina. Es lo que enseña el profeta, cuando dice: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas; por esto, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Y, del mismo modo que el pastor, cuando ve a sus ovejas dispersas, toma a una de ellas y la conduce donde quiere, arrastrando así a las demás en pos de ella, así también la Palabra de Dios, viendo al género humano descarriado, tomó la naturaleza de esclavo, uniéndose a ella, y, de esta manera, hizo que volviesen a él todos los hombres y condujo a los pastos divinos a los que andaban por lugares peligrosos, expuestos a la rapacidad de los lobos.

Por esto, nuestro Salvador asumió nuestra naturaleza; por esto, Cristo, el Señor, aceptó la pasión salvadora, se entregó a la muerte y fue sepultado; para sacarnos de aquella antigua tiranía y darnos la promesa de la incorrupción, a nosotros, que estábamos sujetos a la corrupción. En efecto, al restaurar, por su resurrección, el templo destruido de su cuerpo, manifestó a los muertos y a los que esperaban su resurrección la veracidad y firmeza de sus promesas.

«Pues, del mismo modo –dice– que la naturaleza que tomé de vosotros, por su unión con la divinidad que habita en ella, alcanzó la resurrección y, libre de la corrupción y del sufrimiento, pasó al estado de incorruptibilidad e inmortalidad, así también vosotros seréis liberados de la dura esclavitud de la muerte y, dejada la corrupción y el sufrimiento, seréis revestidos de impasibilidad. »

Por este motivo, también comunicó a todos los hombres, por medio de los apóstoles, el don del bautismo, ya que les dijo: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El bautismo es un símbolo y semejanza de la muerte del Señor, pues, como dice san Pablo, si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.

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