Dios probó la paciencia de Francisca no sólo en su fortuna, sino también en su mismo cuerpo, haciéndola experimentar largas y graves enfermedades, como se ha dicho antes y se dirá luego. Sin embargo, no se pudo observar en ella ningún acto de impaciencia, ni mostró el menor signo de desagrado por la torpeza con que a veces la atendían. Francisca manifestó su entereza en la muerte prematura de sus hijos, a los que amaba tiernamente; siempre aceptó con serenidad la voluntad de Dios, dando gracias por todo lo que le acontecía. Con la misma paciencia soportaba a los que la criticaban, calumniaban y hablaban mal de su forma de vivir. Nunca se advirtió en ella ni el más leve indicio de aversión respecto de aquellas personas que hablaban mal de ella y de sus asuntos; al contrario, devolviendo bien por mal, rogaba a Dios continuamente por dichas personas. Y ya que Dios no la había elegido para que se preocupara exclusivamente de su santificación, sino para que emplease los dones que él le había concedido para la salud espiritual y corporal del prójimo, la había dotado de tal bondad que, a quien le acontecía ponerse en contacto con ella, se sentía inmediatamente cautivado por su amor y su estima, y se hacía dócil a todas sus indicaciones. Es que, por el poder de Dios, sus palabras poseían tal eficacia que con una breve exhortación consolaba a los afligidos y desconsolados, tranquilizaba a los desasosegados, calmaba a los iracundos, reconciliaba a los enemigos, extinguía odios y rencores inveterados, en una palabra, moderaba las pasiones de los hombres y las orientaba hacia su recto fin. Por esto todo el mundo recurría a Francisca como a un asilo seguro, y todos encontraban consuelo, aunque reprendía severamente a los pecadores y censuraba sin timidez a los que habían ofendido o eran ingratos a Dios. Francisca, entre las diversas enfermedades mortales y pestes que abundaban en Roma, despreciando todo peligro de contagio, ejercitaba su misericordia con todos los desgraciados y todos los que necesitaban ayuda de los demás. Fácilmente los encontraba; en primer lugar les incitaba a la expiación uniendo sus padecimientos a los de Cristo, después les atendía con todo cuidado, exhortándoles amorosamente a que aceptasen gustosos todas las incomodidades como venidas de la mano de Dios, y a que las soportasen por el amor de aquel que había sufrido tanto por ellos. Francisca no se contentaba con atender a los enfermos que podía recoger en su casa, sino que los buscaba en sus chozas y hospitales públicos. Allí calmaba su sed, arreglaba sus camas y curaba sus úlceras con tanto mayor cuidado cuanto más fétidas o repugnantes eran. Acostumbraba también a ir al hospital de Camposanto y allí distribuía entre los más necesitados alimentos y delicados manjares. Cuando volvía a casa, llevaba consigo los harapos y los paños sucios y los lavaba cuidadosamente y planchaba con esmero, colocándolos entre aromas, como si fueran a servir para su mismo Señor. Durante treinta años desempeñó Francisca este servicio a los enfermos, es decir, mientras vivió en casa de su marido, y también durante este tiempo realizaba frecuentes visitas a los hospitales de Santa María, de Santa Cecilia en el Trastévere, del Espíritu Santo y de Camposanto. Y, como durante este tiempo en el que abundaban las enfermedades contagiosas, era muy difícil encontrar no sólo médicos que curasen los cuerpos, sino también sacerdotes que se preocupasen de lo necesario para el alma, ella misma los buscaba y los llevaba a los enfermos que ya estaban preparados para recibir la penitencia y la eucaristía. Para poder actuar con más libertad, ella misma retribuía de su propio peculio a aquellos sacerdotes que atendían en los hospitales a los enfermos que ella les indicaba. Oración Oh Dios, que nos diste en santa Francisca Romana modelo singular de vida matrimonial y monástica, concédenos vivir en tu servicio con tal perseverancia, que podamos descubrirte y seguirte en todas las circunstancias de la vida. Por nuestro Señor Jesucristo. Regresar a la pagina principal |