"EL VALOR DEL COMPROMISO EN LAS REALIDADES TEMPORALES"
S.S. Juan Pablo II 
13 diciembre, 2000
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«Tenemos que replantear nuestro designio de paz y de desarrollo, de justicia y de solidaridad, de transformación y valoración de las realidades terrestres y temporales».

¿La guía en esta tarea? La misma Biblia.

1. El apóstol Pablo afirma que «nuestra patria está en los cielos» (Filipenses 3, 20), pero con esto no quiere decir que podamos esperar pasivamente la entrada en la patria, al contrario, nos exhorta a comprometernos activamente. «No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Gálatas 6, 9-10).

La revelación bíblica y lo mejor de la sabiduría filosófica concuerdan en subrayar que, por un lado, la humanidad está orientada hacia lo infinito y a hacia la eternidad y, por otro, está firmemente arraigada en la tierra, dentro de las coordenadas del tiempo y del espacio. Es una meta trascendente que hay que alcanzar, pero a través de un recorrido que se desarrolla en la tierra y en la historia. Las palabras del Génesis son esclarecedoras: la criatura humana está ligada al polvo de la tierra, pero al mismo tiempo tiene un «aliento» que le une directamente con Dios (cf. Génesis 2, 7).

2. El Génesis afirma, además, que el hombre, salido de las manos divinas, fue colocado «en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (2, 15). Los dos verbos del texto original hebreo son los que se usan en otros lugares para indicar también el «servir» a Dios y «observar» su palabra, es decir, el compromiso de Israel con respecto a la alianza establecida con el Señor. Esta analogía parece sugerir que una alianza primaria une al Creador con Adán y con toda criatura humana, una alianza que se cumple en el compromiso por henchir la tierra, subyugando y dominando los peces del mar y los pájaros del cielo y todo ser que serpea sobre la tierra (cf. Génesis 1, 28; Salmo 8, 7-9). 

Por desgracia, con frecuencia, el hombre no cumple esta misión que le ha sido confiada por Dios como un artífice sabio, sino como un tirano prepotente. Al final, se encuentra con un mundo devastado y hostil, con una sociedad fracturada y lacerada, como nos sigue enseñando el Génesis con la gran imagen del capítulo tercero, en la que describe la ruptura de la armonía del hombre con su semejante, con la tierra y con el mismo Creador. 

Este es el fruto del pecado original, es decir, de la rebelión que tuvo lugar desde el inicio contra el proyecto que Dios había confiado a la humanidad.

3. Por ello, tenemos que replantear con la gracia de Cristo Redentor, nuestro designio de paz y de desarrollo, de justicia y de solidaridad, de transformación y valoración de las realidades terrestres y temporales, bosquejado en las primeras páginas de la Biblia. Tenemos que continuar la gran aventura de la humanidad en el campo de la ciencia y de la técnica, excavando en los secretos de la naturaleza. Es necesario desarrollar --a través de la economía, el comercio, la vida social--, el bienestar, el conocimiento, la victoria sobre la miseria y sobre toda forma de humillación y de dignidad humana.

La obra creativa es, en cierto sentido, delegada por Dios al hombre, de modo que continúe tanto en las extraordinarias empresas de la ciencia y de la técnica como en el compromiso diario de los trabajadores, de los estudiosos, de las personas que con sus mentes y sus manos quieren «cultivar y cuidar»  la tierra y hacer más solidarios a los hombres y a las mujeres entre sí. 

Dios no está ausente de su creación, es más «ha coronado de gloria y de esplendor al hombre», haciéndole, son su autonomía y libertad, una especie de representante suyo en el mundo y en la historia (cf. Salmo 8, 6-7).

4. Como dice el salmista, en la mañana «el hombre sale a su trabajo, para hacer su faena hasta la tarde» (Salmo 104, 23). También Cristo valora en sus parábolas esta obra del hombre y de la mujer en los campos y en el mar, en las casas y en las asambleas, en los tribunales y en los mercados. Las utiliza para ilustrar simbólicamente el misterio del Reino de Dios y de su aplicación progresiva, consciente de que con frecuencia este trabajo es anulado por el mal y el pecado, por el egoísmo y la injusticia. La misteriosa presencia del Reino en la historia sostiene y vivifica el compromiso del cristiano en sus tareas terrenas.

Al participar en esta obra y en esta lucha, los cristianos están llamados a colaborar con el Creador para realizar sobre la tierra una «casa del hombre»  que sea más conforme con su dignidad y con el designio divino, una casa en la que «amor y verdad se han dado cita, justicia y paz se abrazan» (Salmo 85, 11).

5. Desde esta perspectiva quisiera volver a proponer a vuestra meditación las páginas que el Concilio Vaticano II ha dedicado, en la constitución pastoral «Gaudium et spes» (cf. capítulos III y IV), a la «actividad humana en el universo» y a «la tarea de la Iglesia en el mundo contemporáneo». 

«Hay algo cierto para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios» (Gaudium et Spes, 34). 

La complejidad de la sociedad moderna hace cada vez más arduo el compromiso de animar las estructuras políticas, culturales, ecuménicas y tecnológicas que con frecuencia no tienen alma. En este horizonte, difícil y prometedor, la Iglesia está llamada a reconocer la autonomía de las realidades terrenas (cf. Gaudium et Spes, 36), pero también a proclamar eficazmente «la prioridad de la ética sobre la técnica, la primacía de la persona sobre las cosas, la superioridad del espíritu sobre la materia» (Congregación para la Educación Católica, «En estas últimas décadas», 30-12-1988, n. 44). Sólo así se realizará el anuncio de Pablo: «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios..., en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Romanos, 8 19-21).

 

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