¿POR
QUÉ PERMANEZCO EN LA IGLESIA?
Joseph Ratzinger
Existen hoy muchos y
opuestos motivos para no permanecer en la iglesia. En
nuestros días están tentados de volver la espalda a la
iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha hecho extraña
la fe de ésta, a quienes aparece demasiado retrógrada,
demasiado medieval,
demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también aquellos
que amaron la imagen histórica de la iglesia, su liturgia,
su independencia de las modas pasajeras, el reflejo de lo
eterno visible en su rostro.
Estos tienen
la impresión de que la iglesia está a punto de traicionar su
especificidad, de venderse a la moda del tiempo y de este
modo perder su alma. Están desilusionados como el amante
traicionado y por eso piensan seriamente en volverle la
espalda.
Por otra parte también existen motivos contradictorios para
permanecer en la iglesia. Permanecen en ella no sólo los que
creen firmemente en su misión o quienes no quieren abandonar
una antigua y entrañable costumbre aunque hagan poco uso de
ella, sino sobre todo
y especialmente quienes rechazan toda su realidad histórica
y combaten abiertamente el contenido que sus ministros
tratan de darle y de conservar. A pesar de querer eliminar
lo que la iglesia fue y es, no intentan salir fuera de ella,
porque esperan trasformarla en lo que a su
juicio debe ser.
1. Reflexiones preliminares sobre la situación de la
Iglesia.
Confusionismo:
De todo esto
resulta que la iglesia se encuentra en una situación de
confusionismo, en la que los motivos a favor o en contra no
sólo se entremezclan de la manera más extraña, sino que
parece imposible llegar a un entendimiento. Reina la
desconfianza sobre todo porque el permanecer en la Iglesia
no tiene ya el carácter claro e inequívoco de antes y nadie
cree en la sinceridad de los demás.
Las palabras llenas de esperanza de Romano Guardini en 1921
-"un acontecimiento de gran
importancia ha comenzado: la iglesia despierta en las
almas"- aparecen anacrónicas. Al contrario, hoy habría que
cambiar la frase de este modo: "un acontecimiento de gran
importancia ha comenzado: la iglesia se apaga en las almas y
se disgrega en las comunidades". En medio de un mundo que
tiende a la unidad, la iglesia se dispersa en resentimientos
nacionalistas, en la exaltación de lo propio y en la
denigración de lo ajeno. Entre los defensores de la secularidad y la reacción de quienes están demasiado
apegados al pasado y a lo externo, entre el desprecio de la
tradición y la fidelidad exagerada a la letra parece que no
existe ninguna posibilidad de equilibrio; la opinión pública
asigna inexorablemente a cada uno su
propio puesto; tiene necesidad de posiciones claras y
precisas y no puede entretenerse en ninguna clase de
matices: quien no está a favor del progreso está contra él;
o se es conservador o progresista.
Gracias a
Dios, la realidad es distinta: entre estos dos extremos
existen también hoy creyentes silenciosos y casi sin voz,
quienes con toda sencillez realizan la verdadera misión de
la Iglesia incluso en este momento de fusión: la adoración y
la paciencia de la vida cotidiana, la palabra de Dios. Sin
embargo, en la imagen que se tiene de la iglesia éstos no
tienen sitio; esa verdadera iglesia no es invisible, pero
está profundamente escondida a las maniobras de los hombres.
De este modo queda esbozada una primera indicación sobre el
contexto en donde se sitúa la pregunta: ¿por que permanezco
en la iglesia? Para dar una respuesta adecuada debemos
analizar en primer lugar ese contexto, en el que la palabra
«hoy» entra de lleno en el
tema, y posteriormente profundizar en los motivos de la
situación actual.
¿Cómo se ha podido llegar a una tan extraña situación de
confusión en el momento en que se esperaba un nuevo
pentecostés? ¿Cómo ha sido posible que precisamente cuando
el concilio parecía recoger los frutos maduros de los
últimos decenios, esta plenitud haya dado paso
de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué ha sucedido para
que del gran impulso hacia la unidad haya surgido la
disgregación? Quisiera intentar responder recurriendo en
principio a una comparación que puede hacernos descubrir
cuál es nuestra tarea y, al mismo tiempo, dejar entrever los
motivos que hacen posible un sí o un no. Parece como si en
nuestro esfuerzo por llegar a una comprensión de la iglesia,
siguiendo las huellas del concilio que ha luchado
denodadamente por ello, nos hubiéramos acercado tanto a la
iglesia, que ya no fuéramos
capaces de verla en su conjunto; como si los primeros
edificios nos impidieran ver la ciudad y los primeros
árboles nos estorbaran para abarcar con nuestra mirada todo
el bosque. La situación a la que nos ha llevado la ciencia a
propósito de muchos aspectos de la realidad, se
repite también ahora con la iglesia. Vemos los
detalles tan cercana y minuciosamente que no somos capaces
de contemplar el todo. Lo que
hemos ganado en precisión lo hemos perdido en verdad. Cuando
observamos al microscopio un trozo de árbol, lo que vemos es
sin duda exacto, pero podría a la vez esconderse la verdad
si se olvidase que un detalle no es sólo un detalle, sino
que existe en un todo, que aunque no sea visible al
microscopio, es igualmente verdadero, incluso más verdadero
que el detalle tomado aisladamente.
Reformas
Pero dejemos
a un lado las comparaciones. La perspectiva contemporánea ha
determinado
nuestra mirada sobre la iglesia, de tal modo que hoy
prácticamente sólo vemos la iglesia desde el punto de vista
de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo que
podemos hacer con ella. Los
prolongados esfuerzos por reformar a la iglesia han hecho
olvidar todo lo demás.
Para
nosotros hoy no es nada más que una organización que se
puede trasformar y nuestro gran problema es el de determinar
cuáles son los cambios que la hagan «más eficaz» para los
objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando
de esta manera la cuestión, el
concepto de reforma ha sufrido en la conciencia colectiva
profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo
central. Pues reforma, en su significado original, es
un proceso espiritual, totalmente cercano al cambio de vida
y a la conversión, que entra
de lleno en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a
través de la conversión se llega a ser cristianos; esto vale
tanto para la vida particular de cada uno como para la
historia de toda la iglesia. Esta vive como iglesia en la
medida en que renueva sin cesar su conversión al Señor, al
evitar cerrarse en sí misma y en sus propias
costumbres más queridas, tan
fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es
arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de
conversión, cuando se espera la salvación solamente del
cambio de los demás, de la trasformación de las estructuras,
de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos,
quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero
en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de
sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades
secundarias y menos importantes de la iglesia.
No es de
extrañarse por tanto que la misma iglesia aparezca en
definitiva como algo secundario. Todo esto nos ayuda a
entender la paradoja que surge de los intentos de renovación
propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la
rigidez de las estructuras, para corregir las formas del
aparato eclesiástico provenientes de la edad media o más aún
de los tiempos del
absolutismo, para liberar a la iglesia de tales
interferencias y capacitarla para un servicio más simple y
más conforme con el espíritu del evangelio, han conducido en
realidad a una sobre valoración del elemento institucional
de la iglesia sin precedentes en su historia. Las
instituciones y los aparatos eclesiásticos son sin duda
objeto de una crítica radical como jamás existió, pero
también absorben la atención con una exclusividad más
acentuada que antes, de tal manera que para muchos la
iglesia queda reducida a esa realidad institucional. La
pregunta sobre la iglesia se plantea en términos de
organización. No se quiere que un mecanismo tan bien montado
quede infructuoso, pero se le encuentra desde muchos puntos
de vista inadecuados para conseguir los objetivos que se le
asignan.
Detrás de todo eso se perfila el problema central de la
crisis de la fe. Por su radio de acción la iglesia ejerce
sociológicamente su influencia más allá del círculo de sus
fieles, y la institucionalización de esta situación falsa la
aliena profundamente en su verdadera naturaleza. La
publicidad derivada del concilio y la perspectiva de un
posible acercamiento entre creyentes y no creyentes, que ha
dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al
máximo esta alienación.
Muchas veces
el concilio fue aplaudido también por aquellos que no tenían
intención de llegar a ser creyentes en el sentido de la
tradición cristiana, pero que saludaron este «progreso» de
la iglesia como una confirmación de sus propias opciones y
de los caminos recorridos por ellos. Al mismo tiempo hay que
reconocer que dentro de la iglesia la fe ha entrado en una
agitada fase de efervescencia. El problema de la mediación
histórica sitúa el antiguo credo en una luz incierta y
ambigua, con la que las verdades pierden sus propios
contornos; por otra parte las objeciones de las ciencias
naturales y más aún de la concepción moderna del mundo
avivan este proceso. Los límites entre la interpretación y
la negación de las verdades principales se hacen cada vez
más difíciles de reconocer. Por ejemplo ¿qué es lo que
significa realmente «resucitado de entre los muertos»?
¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y mientras
se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la
interpretación, se hace cada vez más borroso el rostro de
Dios. La «muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que
se instala hoy en el mismo corazón de la iglesia. Dios muere
en la cristiandad, así al menos parece. De hecho allí donde
la resurrección se convierte en un acontecimiento de una
misión vívida en una imagen superada, Dios no actúa ya.
¿Pero Dios actúa verdaderamente? Esta
es la pregunta que surge de inmediato. Mas ¿puede haber
alguien tan reaccionario que acepte literalmente la
afirmación «él ha resucitado»?
De este modo
lo que para uno sólo es progreso, es para otro increencia y
lo que antes era inconcebible, es hoy algo normal; personas
que desde hace tiempo habían abandonado el credo de la
iglesia, se consideran de buena fe como auténticos
cristianos progresistas. Según éstos el único criterio para
juzgar a la iglesia es su eficiencia. Queda, sin embargo,
por establecer cuál sea la verdadera eficiencia y para qué
objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad,
para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O
quizá para celebraciones comunitarias? De cualquier forma
hay que comenzar desde los cimientos, porque inicialmente la
iglesia no había sido concebida para esto y efectivamente en
su forma actual no está preparada para esos objetivos. Y de
este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como en
los no creyentes. El derecho de ciudadanía que la
incredulidad ha adquirido en la iglesia hace la situación
cada vez más insoportable tanto para unos como para otros.
Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya
situado el programa de reforma en una ambigüedad
extraordinariamente equívoca y para muchos insoluble.
Naturalmente se puede objetar que no todo el panorama se
presenta con nubarrones tan negros. En los últimos años han
nacido y madurado muchas realidades positivas que no
es justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al
pueblo, la sensibilidad para los problemas sociales, el
mejor entendimiento entre los cristianos separados, la
disminución del miedo debido a una falsa concepción literal
de la fe y muchas otras cosas más.
Esto sin duda es verdadero y no se puede minimizar; pero no
refleja exactamente la atmósfera general de la iglesia. Al
contrario, también todo esto ha sido inficcionado por la
ambigüedad debida a la desaparición de los límites
precisos entre fe e incredulidad.
Solamente al principio pareció que la consecuencia de esta
desaparición pudiera ser considerada como algo liberador.
Hoy es claro que de semejante proceso, a pesar de todos los
signos de esperanza, en vez de una iglesia moderna ha
surgido una profundamente desgarrada y problematizada. Hemos
de admitirlo sin restricciones: el Vaticano I
había descrito la iglesia como el signum levatum in nationes,
como el estandarte escatológico visible desde lejos
que convocaba y reunía a los hombres. Según el concilio de
1870 ella era el signo esperado por Isaías (11, 12), la
señal que incluso desde lejos todos podían reconocer y que a
todos indicaba claramente el camino a recorrer. Con su
maravillosa propagación, su eminente santidad, su fecundidad
para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella
representaba el verdadero milagro del cristianismo, la mejor
prueba de su credibilidad ante la historia(1). Hoy parece
verdadero todo lo contrario: no una comunidad
maravillosamente difundida, sino una asociación estancada,
que no ha sido capaz de superar realmente los confines del
espíritu europeo y medieval; no ya una profunda santidad,
sino un conjunto de debilidades humanas, una historia
vergonzosa y humillante, en la que no ha faltado ningún
escándalo, desde la persecución de herejes y procesos contra
las brujas, desde la persecución de los judíos y el
servilismo de las conciencias hasta el autodogmatismo y la
resistencia contra la evidencia científica, de tal
modo que quien pertenece a esa historia no puede hacer otra
cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente no ya
una estabilidad indestructible, sino condescendencia con
todas las corrientes de la historia, con el colonialismo, el
nacionalismo y recientemente los intentos de hacer las paces
con el marxismo y hasta de identificarse con él...
De este modo
la iglesia no aparece ya como el signo que invita a la fe,
sino precisamente como el obstáculo principal para su
aceptación. Da la impresión de que la verdadera teología
consiste sólo en quitarle a la iglesia sus predicados
teológicos, para considerarla y tratarla bajo un aspecto
puramente político. No se la mira ya como una
realidad de fe, sino como una organización de creyentes,
puramente casual y poco accesible, que hay que remodelar lo
antes posible según los más modernos criterios de la
sociología. «La confianza es
buena, el control mejor», tal es el eslogan que después de
tantas desilusiones se prefiere adoptar en relación con la
estructura eclesiástica. El principio sacramental no es ya
suficientemente claro, solamente el control democrático
aparece digno de fe(2): en definitiva el Espíritu santo es
totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al
pasado sabe muy bien que las humillaciones de la historia se
derivan precisamente de que en un momento determinado el
hombre creyó deber asumir los plenos poderes y considerar
como única y verdadera realidad
solamente sus propias empresas.
2. La naturaleza de la Iglesia simbolizada en una
imagen
Una iglesia que contra toda su historia y
su naturaleza sea considerada únicamente desde un punto de
vista político, no tiene ningún sentido
y la decisión de permanecer
en ella, si es puramente política, no es leal, aunque se
presente como tal. Ante la situación presente ¿cómo se puede
justificar la permanencia en la iglesia? En otros términos:
la opción por la iglesia para que tenga sentido tiene
que ser espiritual. ¿Pero en
qué puede apoyarse una opción espiritual? Quisiera dar una
primera respuesta utilizando una imagen y volviendo a los
términos que usamos al principio para describir la
situación. Hemos dicho que en nuestros estudios nos hemos
acercado tanto a la iglesia que no somos capaces de verla en
su conjunto. Vamos a profundizar este pensamiento tomando
una imagen con la que los padres nutrieron su meditación
simbólica sobre el mundo y sobre la iglesia. Los
padres decían que en el mundo cósmico la luna era la imagen
de lo que la iglesia representaba para la salvación del
mundo espiritual. Tomaban así
un antiguo simbolismo constantemente presente en la historia
de las religiones -los padres no hablaron nunca de «teología
de las religiones», pero la han actuado concretamente- en el
que la luna era el símbolo de la fecundidad y de
la fragilidad, de la muerte y de la caducidad de las cosas,
pero también de la esperanza en el renacimiento y en la
resurrección, era la imagen «patética y al mismo tiempo
consoladora» (3) de la existencia humana.
El simbolismo lunar y el telúrico se mezclan frecuentemente.
Por su fugacidad y por su reaparición la luna representa el
mundo de los hombres, el mundo terreno caracterizado por la
necesidad de recibir y por su indigencia, y que obtiene su
propia fecundidad de otro, es decir,
del sol. De este modo el simbolismo se convierte en símbolo
del hombre y de la naturaleza humana, como se manifiesta en
la mujer que concibe y es fecunda en virtud del semen que
recibe.
Los padres han aplicado el simbolismo de la luna a la
iglesia sobre todo por dos razones: por la relación
luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene
luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería
oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es
suya sino de otro (4). Es oscuridad y luz al mismo tiempo.
Aunque por sí misma es oscuridad, da luz en virtud de otro
de quien refleja la luz.
Precisamente por esto simboliza la iglesia, que resplandece
aunque de por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la
propia luz, sino del verdadero sol, Jesucristo, de tal modo
que siendo solamente tierra -también la luna solamente es
otra tierra- está en grado de iluminar la
noche de nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio
de Cristo»(5).
Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la
inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas
lógicos. Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares
surge espontáneamente profundizar esta comparación, que
confrontando el pensamiento físico con el simbólico
evidencia mejor nuestra situación específica respecto a la
realidad de la iglesia. La sonda lunar y los astronautas
descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y
desértica, como montañas y arena, no como luz. Y
efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo
desierto, arena y rocas. Sin embargo, aunque no por ella,
por otro y en función de otro, es también luz
y como tal permanece incluso
en la época de los vuelos espaciales. Es lo que no es en sí
misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es
realidad suya. Existe la
verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen
mutuamente.
Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta
una imagen exacta de la iglesia? Quien la explora y la
excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente
desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su
historia a través del polvo, los desiertos y las montañas.
Todo esto es suyo, pero no se representa aún su realidad
específica. El hecho decisivo es que ella, aunque es
solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro,
del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su
realidad más profunda, más aún su
naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino
sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una
expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin
embargo constituye toda su esencia. Ella es luna -mysterium
lunae- y como tal interesa a los creyentes porque
precisamente así exige una constante opción espiritual.
Como el significado contenido en esta imagen me parece de
una importancia decisiva, antes de traducirlo en
afirmaciones de principio, prefiero clarificarlo mejor con
otra observación. Después de la utilización de la lengua
propia en la liturgia de la misa, antes de la última
reforma, encontraba siempre una dificultad ante un texto que
me parece esclarecedor para lo que estamos tratando. En la
traducción del suscipiat se dice: «El Señor reciba de
tus manos este sacrificio... para nuestro bien y el de toda
su santa iglesia». Siempre estuve tentado de
decir «y el de toda nuestra santa iglesia». Reaparece aquí
todo el problema y el cambio obrado en este último período.
En lugar de su iglesia hemos colocado la nuestra, y
con ella miles de iglesias; cada uno la suya.
Las iglesias se han convertido en empresas nuestras, de las
que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e
innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra,
iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que
nosotros conservamos o trasformamos a placer. Detrás de
«nuestra iglesia» o también de «vuestra iglesia» ha
desaparecido «su iglesia». Pero ésta es la única que
realmente interesa; si ésta no existe ya, también la
«nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la
iglesia sería un castillo en la arena.
3. ¿Por qué permanezco en la iglesia?
En lo ya expuesto está implícita la respuesta al
interrogante que nos hemos planteado al principio: yo
estoy en la iglesia porque creo que hoy como ayer e
independientemente de nosotros, detrás de «nuestra iglesia»
vive «su iglesia» y no puedo estar cerca de él si no es
permaneciendo en su iglesia. Yo estoy en la iglesia porque a
pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino
«suya».
I-NO-SI:
En términos
muy concretos: es la iglesia la que no obstante todas las
debilidades humanas existentes en ella nos da a Jesucristo;
solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una
realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora.
Henri De Lubac ha expresado de este modo esta verdad:
«Incluso los que la (iglesia) desprecian, si todavía admiten
a Jesús, ¿saben de quién lo reciben? ... Jesús está vivo
para nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se
habría perdido, no ya su memoria y su
nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y
la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de su
iglesia?... ‘Sin la iglesia, Cristo se evapora, se
desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la humanidad privada de
Cristo?»(6).
El primer y más elemental principio que hemos de
establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de
infidelidad de la iglesia, así como es verdad que ésta tiene
continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo,
también es cierto que entre Cristo y la iglesia no hay
ningún contraste decisivo.
Por medio de la iglesia él, superando
las distancias de la historia, se hace vivo, nos habla y
permanece en medio de nosotros como maestro y Señor, como
hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo,
haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros,
regenerándolo continuamente en la fe
y en la oración de los hombres, la iglesia da a la humanidad
una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos
entender el mundo. Quien desea la presencia de Crísto en la
humanidad, no la puede encontrar contra la iglesia, sino
solamente en ella.
Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que si yo
estoy en la iglesia es por las mismas razones porque soy
cristiano. No se puede creer en solitario. La fe sólo es
posible en comunión con otros creyentes.
La fe por su misma naturaleza es fuerza que une.
Su
verdadero modelo es la realidad de pentecostés, el milagro
de compresión que se establece entre los hombres de
procedencia y de historia diversas. Esta fe o es eclesial o
no es tal fe.
Además así como no se puede creer en solitario, sino
sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por
iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien
que me comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino
que me precede y me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi
invención sería un contrasentido,
porque me podría decir y garantizar solamente lo que yo ya
soy y sé, pero no podría nunca superar los límites de
mi yo. Por eso una iglesia,
una comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese
fundada sólo sobre la propia gracia, sería una
contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y
sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de
mis propios deseos.
Todo esto se puede formular también desde un punto de vista
más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre, dotado
de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz
de extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni
pudo por tanto dejarlo en herencia a los demás. En tal caso
yo estaría al arbitrio de mis reconstrucciones mentales y él
no sería nada más que un gran fundador, que se hace presente
a través de un pensamiento renovado. Si en cambio Jesús es
algo más, él no depende de mis reconstrucciones mentales
sino que su poder es válido todavía hoy.
Pero volvamos al pensamiento anterior según el cual
solamente se puede ser cristiano dentro de la iglesia, no
fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con
toda objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo
sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, que
conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer?
La respuesta nos la dan clara y nítida
quienes con tenacidad enconada tratan de construir
efectivamente un mundo sin Dios. Sus esfuerzos se reducen a
un experimento absurdo, sin perspectivas ni criterios de
acción. Aunque en su larga historia el cristianismo haya
concretamente faltado -y siempre lo ha hecho de modo
desconcertante- al mensaje contenido en él, no ha dejado
jamás de proclamar los criterios de justicia y de amor,
frecuentemente contra la misma iglesia y no obstante
jamás sin el secreto poder que hay depositado en ella.
En otros términos: yo permanezco en la iglesia porque
creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra
ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el
mundo. Este vive de la fe aun
allí donde no la comparte. De hecho donde ya no hay Dios -y
un Dios que calla no es Dios- no existe tampoco la verdad
que es anterior al mundo
y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se puede vivir
por mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa
viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como
la luz del sol continúa aún brillando por algún tiempo,
antes de que la noche cerrada cubra el
mundo.
Intentos fallidos
El mismo
pensamiento puede ser expresado de otro modo: yo
permanezco en la iglesia porque solamente la fe de la
iglesia salva al hombre.
Puede parecer una frase muy tradicional, dogmática e irreal,
pero en cambio es totalmente objetiva y realista. En nuestro
mundo lleno de inhibiciones y de frustraciones el deseo de
salvación ha reaparecido en toda su
primordial vehemencia. Los esfuerzos de Freud y de C. G.
Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se
sienten irredentos.
Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas,
continúan a su modo buscando y anunciando la salvación.
También el problema de Marx es en el fondo un problema de
salvación. Cuanto más libre, clarificado y poderoso se
convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de
salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud,
Marcuse, tienen todos en común la búsqueda de la salvación,
la aspiración hacia un mundo sin dolor, enfermedad y
miseria. El gran ideal de nuestra generación es uno sociedad
libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia; a esto
apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y el
resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la
injusticia y el dolor continúan como siempre. La lucha
contra el dolor y la injusticia brota de un impulso
fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a través de
las reformas sociales y la eliminación del dominio y del
ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un
mundo libre de dolor, es una doctrina errónea, profundamente
desconocedora de la naturaleza humana. En este mundo el
dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y
en el poder. El sufrimiento no es el único peso que el
hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien piensa así,
tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los
estupefacientes, para encontrarse después más abatido y en
contraste con la realidad. Sólo soportándose a sí mismo y
liberándose de la tiranía del propio egoísmo, el hombre se
encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y
su propia felicidad. La crisis de nuestro tiempo depende
principalmente del hecho de que se nos quiere hacer creer
que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin
la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación,
que no es necesario el sacrificio de mantener los
compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con
paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que
efectivamente se es.
Un hombre
que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra
prometida de sus sueños, pierde su autenticidad y su
mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través
de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de
los sufrimientos del mundo, que encuentran su sentido
liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre
llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio
están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y
la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su
capacidad de decir la verdad. La suerte de la fe es la
suerte de la verdad; ésta puede ser oscurecida y pisoteada,
pero jamás destruida.
Llegamos al último punto. Un hombre ve únicamente en
la medida en que ama.
Ciertamente existe también la clarividencia de la negación y
del odio. Sin embargo éstos solamente pueden ver lo que
entra dentro de sus perspectivas: lo negativo. Sin duda
pueden preservar al amor de una ceguera que les haga olvidar
sus límites y los peligros que corre, pero no son capaces de
construir algo positivo. Sin una cierta cantidad de amor no
se encuentra nada. Quien no se compromete un poco
para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la
iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor,
no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor
es condición preliminar para llegar a la fe.
Quien osa arriesgarse no tiene necesidad de esconder ninguna
de las debilidades de la iglesia, porque descubre que ésta
no se reduce solamente a ellas; descubre que junto a la
historia de los escándalos existe también la de la fe fuerte
e intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los
siglos en grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís,
el dominico Bartolomé de las Casas con su apasionada lucha
por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII.
Quien
afronta este riesgo del amor descubre que la iglesia ha
proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede ser
apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de su
mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras
de arte, se convierte para él en un
testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan
nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de las
grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor
de la fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica,
principalmente la realidad de la fiesta que no la puede
hacer uno mismo sino sólo acoger (7), la organización del
año litúrgico, en el que se funden en un conjunto el ayer y
el hoy, el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son,
a mi juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la
verdad, ha dicho Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la
ofensa a la belleza es la autoironía de la verdad perdida.
Las expresiones en que la fe ha sabido darse a lo largo de
la historia, son testimonio y confirmación de su verdad.
Me permito aún añadir una observación, aunque pueda parecer
muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos, también hoy
se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente
de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una
vergüenza ser y permanecer cristianos en virtud de estos
hombres, que viviendo un cristianismo auténtico, nos lo
hacen digno de fe y de amor. A fin de cuentas el hombre es
víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí una
especie de sujeto trascendental que considera válido
únicamente lo que no es fortuito. Ciertamente es un deber
reflexionar sobre semejantes experiencias, examinar su grado
de responsabilidad, purificarlo y darle una nueva plenitud.
Pero en el curso de este proceso necesario de objetivación
¿no figura acaso como una prueba relevante en favor del
cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres
en el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento
subjetivo no es también al mismo tiempo un dato objetivo del
cual no hemos de avergonzarnos ante nadie?
Concluyamos con una última observación. Cuando, como aquí,
se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto para
conocer la iglesia es también necesario amarla, muchos se
inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica?
¿No es quizá ésta la excusa a la que
cuantos tienen el poder en la mano recurren gustosamente
para eliminar la crítica y mantener a su favor la situación
de hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de
tranquilizarles y de paliar la realidad, o quizás
interviniendo a su favor contra las injusticias habituales o
contra el predominio de las estructuras? Se trata
ciertamente de cuestiones muy importantes, pero no podemos
ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo cierta, que el amor
no es estático ni acrítico. La única posibilidad que tenemos
de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo,
trasformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser.
¿Sucederá de distinto modo en la iglesia?
Basta con mirar la historia reciente: durante la renovación
litúrgica y teológica de la primera mitad de este siglo ha
madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a
trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque
surgieron hombres con el don del
discernimiento, que amaron la iglesia con corazón atento y
vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por
ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque
estamos demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros
mismos. No valdría la pena permanecer en
una iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada,
tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un
contrasentido.
Permanecer en la iglesia porque ella es en sí misma digna de
permanecer en el mundo, digna de ser amada y trasformada por
el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy nos
enseña la responsabilidad de la fe.
Ratzinger-Joseph
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(1)
Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, Freiburg
1963, n. 3013 s.
(2) En esta exigencia se esconden ciertamente elementos
justificables y en
muchos aspectos conci- liables con el carácter sacramental
de la jerarquía
eclesiástica. Todo esto es expuesto con las debidas
distinciones y clarificaciones
en J. Ratzinger-H. Maier, Democracia en la iglesia, Madrid
1972.
(3) M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg
1954, 215; cf. también el
capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216.
(4) Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher
Deutung, Darmstadt 1957,
200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es
interesante la
observación según la cual la ciencia antigua discutió
ampliamente si la luna tenía
o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa,
más tarde común, y la
interpretaban en un sentido teológico-simbólico (cf.
especialmente la página
100).
(5) Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z
27 s.; H. Rahner,
Griechische Mythen, 201.
(6) H. de Lubac, Paradoja y misterio de la iglesia,
Salamanca 1967, 20 s.; cf. 16
s.
(7) Cf. sobre este tema especialmente J. Pieper, Musse und
Kult, München
1948.
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