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San Francisco de Sales:
Modelo ejemplar de virtud para la vida religiosa
por SCTJM
Del Evangelio según San Lucas, capítulo 6 (31-36): “Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y los perversos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.”
A esta cita podemos añadir: Sed dulces y amables, como vuestro Padre es dulce y amable. Nos dice la palabra de Dios que no hay mérito en amar a quienes nos aman. Tampoco lo hay con ser dulces y amables con aquellos que nos agradan, con quienes nos tratan bien. El Señor nos dice: También los pecadores lo hacen!
Es aquí donde entra San Francisco de Sales como modelo ejemplar de virtud. Su dulzura no era según la carne, falsa y aparente, fruto del deseo de agradar a los hombres y no a Dios. Era una dulzura verdadera, puesta a prueba en el crisol... dulzura que partía de su corazón injertado en el Corazón del Señor, que lo hacía tierno, misericordioso, y amable con los demás. Nos dice el Papa Pío XI que “se engañaría quien creyera que su dulzura era privilegio de su naturaleza. San Francisco por su temperamento era de carácter vivo, pronto a airarse, pero habiéndose puesto por modelo la imitación de Jesucristo manso y humilde de corazón, con la ayuda de la gracia y el dominio de sí mismo, consiguió reprimir y refrenar los movimientos de su carácter de tal manera que llegó a ser un vivo retrato del Dios de la paz y la dulzura.”
Él mismo admitía, y sus historiadores nos lo confirman, que tenía un temperamento fuerte, que era una persona iracunda. Sin embargo, a través de sus escritos vemos claramente reflejada esa dulzura que fue su carácter distintivo, y por la cual su espíritu libró grandes batallas. Ha pasado a la Historia de la Iglesia como el Santo de la Amabilidad, título que amerita nuestro Santo Patrón por su vida ascética, y por su muerte al yo, viviendo a diario su respuesta de amor a Cristo. Nos dice Mons. Camus que al sacarle la hiel la encontraron convertida en 33 piedrecitas, señal de los esfuerzos tan heroicos que había tenido que hacer para vencer su temperamento tan inclinado a la cólera y al mal genio.
Después de una ocasión en la que tuvo que reprender a un joven que maltrataba a su madre, dijo: “He temido perder en un cuarto de hora la poca dulzura que he trabajado en conseguir desde hace 22 años gota a gota, como el rocío en el vaso de mi pobre corazón... a la manera que una abeja tarda varios meses en hacer un poco de miel que un hombre consume en un bocado.” Y en otra oportunidad dijo: “Sentía hervir la cólera en mi cerebro como hierve el agua en un vaso que está sobre el fuego.”
Aquí está la clave, la primera lección que nos enseña nuestro Santo Patrón para la adquisición de las virtudes el conocerse a sí mismo. La mansedumbre y la humildad son el cimiento de la adquisición de todas las demás virtudes, pues sólo puede dominarse a sí mismo aquél que reconoce su flaqueza y está dispuesto a doblegar la voluntad. Asimismo, el domino sobre sí mismo hace al hombre abierto, acogedor y dulce para con los demás. No podemos trabajar en aquello que no vemos, y necesitamos humildad para ver, pues lo que necesitamos ver no es algo que necesariamente nos gusta ver: nuestro propio pecado. Aquél ciego a quien Jesús curó en sábado dijo a los fariseos: Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo. (Jn. 9:15). Tenemos que, como San Francisco de Sales, permitir que el Señor ponga el barro de nuestro pecado ante nuestros ojos, luego lavar ese barro con el agua de la oración, la mortificación diaria, la penitencia, y esperar en Dios que podamos algún día ver como él vio.
¿Qué veía San Francisco? Ésta es la segunda lección que nos da en la adquisición de las virtudes. Su mirada estaba fija en Cristo Crucificado. De hecho, culmina una de sus grandes obras: el Tratado del Amor de Dios, con un capítulo titulado: Que la palabra Calvario es la escuela del amor. Nos dice a las religiosas: “Vivid toda vuestra vida y modelad vuestras acciones sobre la cumbre del Calvario, y Dios os bendecirá.” Esto lo decía con la autoridad del que vive aquello que aconseja. Ya hemos dicho que la dulzura de San Francisco no era innata, sino que la ejerció... Y la ejerció junto a todas las demás virtudes, situándose él mismo en la cumbre del Calvario, contemplando al que traspasaron.
Él nos dice: “Seguid siendo amables, ved al Hijo de Dios. De cuántas contradicciones y murmuraciones no fue objeto... siendo como era tan santo, fue tenido por impostor, por samaritano poseído del demonio, y muchas veces tomaron piedras para apedrearle. Sin embargo, no maldijo a los que le maldijeron, devolvió bendición por maldición, poseyendo su alma en la paciencia.” Es éste el legado que nos deja a nosotras, un camino sólido de espiritualidad que radica en la contemplación de Cristo, y en la cooperación activa con la gracia del Espíritu que no escatima en derramarse en los corazones generosos como el suyo.
“El soportar las imperfecciones del prójimo es uno de los principales puntos del amor. En la cruz nos lo mostró Nuestro Señor, el cual tenía un corazón tan dulce para con nosotros y nos amaba tan tiernamente... ¡Qué miserables somos los mundanos, porque a duras penas podemos olvidar las injurias que se nos hacen! Por consiguiente, el que prevenga a su prójimo con bendiciones de dulzura, será el más perfecto imitador de Nuestro Señor.” La imitación de Cristo, su amor al Crucificado, era lo que le movía al vencimiento propio y a la adquisición de las virtudes.
Contemplar a un Dios que nos ha amado hasta tal extremo, debe impulsarnos a la consolación y a la reparación. Y San Francisco nos enseña que nuestras debilidades y bajas pasiones nos dan una gran oportunidad para que yendo en contra de las mismas, las resistamos y podamos ofrecernos como sacrificios vivos. Nos dice: “Las rebeliones de nuestras pasiones: de la ira, de la sensualidad, de la concupiscencia, permite Dios que permanezcan en nosotros para que nos mantengamos en la humildad, y para que nos ejercitemos en la virtud resistiéndolas y no consintiéndolas de ninguna manera.”
“Nosotros, mis queridas hermanas, queremos levantar un gran edificio, es decir, queremos edificar en nosotros la casa de Dios. Por consiguiente, consideremos muy maduramente, si tenemos bastante ánimo y resolución, para derribarnos y crucificarnos a nosotros mismos, o mejor dicho, para permitir a Dios que él mismo nos derribe y crucifique, a fin de que también él construya, para que seamos el templo vivo de su Majestad.”
Además nos recuerda que, “Las virtudes formadas en tiempo de prosperidad son, por lo común, flacas e inconstantes: pero las que crecen en medio de las aflicciones son siempre fuertes y duraderas.” Y también: “No nos suceda lo que dice el Salmo 106 acerca de Moisés: Lo sacaron de paciencia y dijo palabras indebidas. Las palabras duras que callamos, son nuestras esclavas. Las palabras indebidas que decimos son nuestras tiranas. Que nuestro hablar sea poco y amable, poco y dulce, poco y lleno de bondad.”
San Francisco nos dice que la falta de dulzura, y la falta de amabilidad, “no proviene sino de que nos dejamos conducir por la propia inclinación, por las pasiones o afectos, pervirtiendo así el orden que Dios ha establecido en nosotros, según el cual todo debería estar sujeto a la razón.” Además describe nuestra naturaleza con estas palabras: “inestabilidad, inconstancia, variaciones, cambios, ligerezas, que ahora me hacen ser fervorosa y amable, y poco después floja y negligente, ahora alegre, y luego melancólica. Estoy tranquila una hora y después inquieta dos días.” Obrando de este modo “nuestra vida transcurrirá en la desidia y en la pérdida de tiempo.” Qué triste, hermanas, que después de haber entregado la vida a Cristo, resulte que sea una vida de desidia y pérdida de tiempo."
Cuando nuestro Santo les dirigía estas palabras a las religiosas de la visitación, hablaba por experiencia propia: “Hay que bajar continuamente la cabeza, y marchar a contrapelo de vuestras costumbres e inclinaciones, encomendándoos a Nuestro Señor, y en todo y por doquier dulcificándoos, y no pensando casi en otra cosa sino en la pretensión de esta victoria.” Y también: “¿Qué puedo deciros, sino lo que tantas veces os he dicho? Que sigáis vuestra vida ordinaria lo mejor que podáis con amor de Dios, haciendo siempre actos interiores de amor, y también exteriores, sobre todo acomodando vuestro corazón hasta donde podáis a la santa dulzura y tranquilidad: dulzura con el prójimo, aunque sea molesto y enojoso; tranquilidad con vos misma, aunque esté tentada y afligida.” “Sed siempre lo más amable que podáis, porque se recogen más moscas con una cucharada de miel, que con cien barriles de vinagre. Si es preciso caer en algún extremo, que sea en el de la dulzura.”
Nuestra Madre fundadora nos dice que la paz es una conquista, pues para San Francisco la dulzura fue una conquista. Le tomó 22 años de una gran vigilancia, examinando su conciencia frente a la adquisición de dicha virtud, y como diría San Pablo: “con perseverancia en la oración y constancia en la tribulación” (Rom 12).
La Madre Adela nos enseña, y siempre nos dice que se crece en las virtudes a través del esfuerzo. Todas ellas, a excepción de las teologales, son ejecutadas. Las cosas de Dios son activas, nada es pasivo... gota a gota .... siempre hacia delante.... También la Madre nos repite que es posible llegar a tener un corazón puro, virtuoso, pues para eso murió Cristo en la Cruz, y para eso nos dejó el Espíritu Santo. Llegar a tener un corazón puro requiere dolor, mucha muerte al yo, pero como nos lo muestra el Santo de la Amabilidad, es posible!
Cristo sufrió y murió antes de resucitar. El camino ya está trazado. Fue el mismo que recorrió San Francisco, y es el mismo que tenemos nosotras por delante, no hay otro. Los discípulos camino de Emaús se decían: ¿Cómo puede ser posible que Jesús, el profeta poderoso en palabras y obras haya sido condenado a muerte y crucificado? Y qué les dijo el Señor?: Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que le dijeron los profetas! ¿No era necesario que Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria? (Jn. 24). Del mismo modo nosotras en nuestro diario caminar podemos decirnos: ¿Cómo puede ser posible que me cueste tanto el trato con tal persona? ¿Cómo puede ser posible que me cueste tanto la dulzura, la amabilidad, o cualquier otra virtud? ¿Cómo es posible que tal situación no cambie? ¿Cómo es posible que siga cayendo en el mismo pecado? Pero Jesús hoy nos dice lo mismo que dijo a aquellos caminantes, y nos lo dice dándonos el ejemplo de alguien para quien lo imposible se hizo posible en Cristo, que le fortaleció. Que nuestro corazón no sea tardo en tomar conciencia de que no podemos llegar a la tierra prometida sin pasar por el desierto. Nos dice San Francisco: “Si seguimos a Jesucristo, correremos continuamente en pos de Él, que no se detuvo jamás, antes bien, continuó la ruta de su amor hasta la muerte y muerte de cruz.”
También nos dice que la práctica de las virtudes en la religiosa, se lleva a cabo en el silencio de una vida escondida, una vida puesta al descubierto solamente ante su Divino Esposo. “A imitación de Nuestra Señora y de San José, debemos encerrar nuestras virtudes y todo lo que pueda ganarnos la estima de los hombres, contentándonos con agradar a Dios, y permaneciendo bajo el sagrado velo de la abyección de nosotros mismos, en espera de que Dios, cuando venga, para levarnos al lugar de la seguridad, que es la gloria, haga que se manifiesten nuestras virtudes por su honor y por su gloria.”
Otra lección que nos da San Francisco es un eco de las palabras de San Juan en su primera carta: “Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a la perfección. Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” Le decía a una religiosa que se dedicaba a penitencias exageradas: “Nuestra mejor mortificación es esforzarnos por no pecar. Qué gran mortificación sonreír a quien nos importuna, y dedicar amablemente el tiempo a escuchar con bondad a los demás.” “El que es dulce no ofende a nadie, soporta y sufre de buena gana a los que le hacen mal, sufre pacientemente los golpes y no devuelve mal por mal. El que es dulce no se turba jamás, sino que empapa todas sus palabras en la humildad, venciendo el mal por el bien.” “¿Cuándo llegará el día en que estemos todos empapados en dulzura y suavidad hacia el prójimo? ¿Cuándo veremos las almas de nuestros prójimos en el sagrado pecho del Salvador? ¡Ay! El que las mira fuera de ahí corre el riesgo de no amarle pura, constante, igualmente.”
En la práctica de las virtudes, al alma religiosa, se nos presentan numeras ocasiones para imitar a San Francisco de Sales en el vencimiento propio. “Sufrir una ligera palabra, reprimir un leve sentimiento, condescender con la voluntad del prójimo, excusar una indiscreción, mortificar un pequeño deseo, he aquí una porción de actos virtuosos al alcance de todo el mundo y cuya oportunidad se nos presenta a cada paso.” “En la variedad de las ocurrencias de esta vida conservad siempre la igualdad de ánimo, pues esto es una gran perfección y muy grato a Dios.”
En el Santo Obispo de Sales, el amor a Dios se proyectó de forma palpable en la dulzura para con el prójimo. Es también Pío XI quien nos dice que no hay que maravillarse de que la dulzura pastoral de que estaba adornado gozase para atraer corazones de aquella eficacia que Jesucristo prometió a los mansos: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Ciertamente, poseyó su corazón y a su vez lo poseía para entregarlo al Señor como holocausto. A su dulzura, que fue la reina entre sus virtudes, le acompañaban como un cortejo todas las demás virtudes: la mansedumbre, la humildad, la paciencia, la obediencia, la fortaleza, la sencillez, el sacrificio, la pureza.... todas! Es maravilloso ver cómo su docilidad a la gracia hizo de Él Doctor y Maestro de tantas virtudes, y cómo las supo enseñar de forma tan sencilla y tan práctica, especialmente en sus escritos a las religiosas. Dios nos ha dado en Él un medio para sacar aguas con alegría de las fuentes de su enseñanza.
Él nos dice: “Podemos tener alguna clase de virtud sin tener las demás, y a pesar de esto, no podemos en manera alguna, poseer virtudes perfectas sin tenerlas todas. Las virtudes perfectas jamás están las unas sin las otras.”