LA ORACIÓN EN LA VIDA CONSAGRADA
Carta del Card. Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de
Buenos Aires,
a los sacerdotes, consagrados y consagradas de la
arquidiócesis, sobre la oración (29 de julio de 2007)
Queridos hermanos y hermanas:
La meditación de las lecturas de este domingo[1] me movieron a escribirles esta carta. No sé bien el por qué pero sentí un fuerte impulso a hacerlo. Al comienzo fue una pregunta: ¿rezo? que se extendió luego: los sacerdotes, los consagrados y las consagradas de la Arquidiócesis ¿rezamos?, ¿rezamos lo suficiente, lo necesario? Tuve que darme la respuesta sobre mi mismo. Al ofrecerles ahora la pregunta mi deseo es que cada uno de Ustedes también pueda responderse desde el fondo del corazón.
La cantidad y calidad de los problemas con que nos enfrentamos cada día nos llevan a la acción: aportar soluciones, idear caminos, construir... Esto nos colma
gran parte del día. Somos trabajadores, operarios del Reino y llegamos a la noche cansados por la actividad desplegada. Creo que, con objetividad, podemos afirmar
que no somos vagos. En la Arquidiócesis se trabaja mucho. La sucesión de reclamos, la urgencia de los servicios que debemos prestar, nos desgastan y así
vamos desovillando nuestra vida en el servicio al Señor en la Iglesia. Por otra parte también sentimos el peso, cuando no la angustia, de una civilización pagana que pregona sus principios y sus sedicentes “valores” con tal desfachatez y seguridad de sí misma que nos hace tambalear en nuestras convicciones, en la constancia apostólica y hasta en nuestra real y concreta fe en el Señor viviente y actuante en medio de la historia de los hombres, en medio de la Iglesia.
Al final de día algunas veces solemos llegar maltrechos y, sin darnos cuenta, se nos filtra en el corazón un cierto pesimismo difuso que nos abroquela en “cuarteles de retirada” y nos unge con una psicología de derrotados que nos reduce a un repliegue defensivo. Allí se nos arruga el alma y asoma la pusilanimidad.
Y así, entre el intenso y desgastante trabajo apostólico por un lado y la cultura agresivamente pagana por otro, nuestro corazón se encoge en esa impotencia práctica que nos conduce a una actitud minimalista de sobrevivir en el intento de conservar la fe. Sin embargo no somos tontos y nos damos cuenta de que algo falta en este planteo, que el horizonte se acercó demasiado hasta convertirse en cerco, que algo hace que nuestra agresividad apostólica en la proclamación del Reino quede acotada. ¿No será que pretendemos hacer nosotros solos todas las cosas y nos sentimos desenfocadamente responsables de las soluciones a aportar? Sabemos que solos no podemos.
Aquí cabe la pregunta: ¿le damos espacio al Señor? ¿le dejo tiempo en mi jornada para que Él actúe?, ¿o estoy tan ocupado en hacer yo las cosas que no me acuerdo de dejarlo entrar?
Me imagino que el pobre Abraham se asustó mucho cuando Dios le dijo que iba a destruir a Sodoma. Pensó en sus parientes de allí por cierto, pero fue más allá: ¿no
cabría la posibilidad de salvar a esa pobre gente? Y comienza el regateo. Pese al santo temor religioso que le producía estar en presencia de Dios, a Abraham se
le impuso la responsabilidad. Se sintió responsable.
No se queda tranquilo con un pedido, siente que debe interceder para salvar la situación, percibe que ha de luchar con Dios, entrar en una pulseada palmo a palmo.
Ya no le interesan sólo sus parientes sino todo ese pueblo... y se juega en la intercesión. Se involucra en ese mano a mano con Dios. Podría haberse quedado
tranquilo con su conciencia después del primer intento gozando de la promesa del hijo que se le acababa de hacer (Gen. 18:9) pero sigue y sigue. Quizás
inconscientemente ya sienta a ese pueblo pecador como hijo suyo, no sé, pero decide jugarse por él. Su intercesión es corajuda aun a riesgo de irritar al
Señor. Es el coraje de la verdadera intercesión.
Varias veces hablé de la parresía, del coraje y fervor en nuestra acción apostólica. La misma actitud ha de darse en la oración: orar con parresía. No quedarnos
tranquilos con haber pedido una vez; la intercesión cristiana carga con toda nuestra insistencia hasta el límite. Así oraba David cuando pedía por el hijo
moribundo (2 Sam. 12:15-18), así oró Moisés por el pueblo rebelde (Ex. 32:11-14; Num. 4:10-19; Deut. 9:18-20) dejando de lado su comodidad y provecho
personal y la posibilidad de convertirse en líder de una gran nación (Ex.32:10): no cambió de “partido”, no negoció a su pueblo sino que la peleó hasta el final.
Nuestra conciencia de ser elegidos por el Señor para la consagración o el ministerio nos debe alejar de toda indiferencia, de cualquier comodidad o interés
personal en la lucha en favor de ese pueblo del que nos sacaron y al que somos enviados a servir. Como Abraham hemos de regatearle a Dios su salvación con
verdadero coraje... y esto cansa como se cansaban los brazos de Moisés cuando oraba en medio de la batalla (cfr. Ex.17:11-13). La intercesión no es para flojos.
No rezamos para “cumplir” y quedar bien con nuestra conciencia o para gozar de una armonía interior meramente estética. Cuando oramos estamos luchando por
nuestro pueblo. ¿Así oro yo? ¿O me canso, me aburro y procuro no meterme en ese lío y que mis cosas anden tranquilas? ¿Soy como Abraham en el coraje de la
intercesión o termino en aquella mezquindad de Jonás lamentándome de una gotera en el techo y no de esos hombres y mujeres “que no saben distinguir el bien del
mal” (Jon.4:11), víctimas de una cultura pagana?
En el Evangelio Jesús es claro: “pidan y se les dará”, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá” y, para que entendamos bien, nos pone el ejemplo de ese hombre
pegado al timbre del vecino a medianoche para que le dé tres panes, sin importarle pasar por maleducado: sólo le interesaba conseguir la comida para su
huésped. Y si de inoportunidad se trata miremos a aquella cananea (Mt.15:21-28) que se arriesga a que la saquen corriendo los discípulos (v.23) y a que le
digan “perra” (v.27) con tal de lograr lo que quiere: la curación de su hija. Esa mujer sí que sabía pelear corajudamente en la oración.
A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: “Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le
abrirá”; y nos explica el por qué del éxito: Dios es Padre. “¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le
pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a
aquéllos que se lo pidan!” La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos: además de lo que pedimos
nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos
conduce al Padre y promete el Espíritu Santo.
Vuelvo a la imagen de Abraham y a la ciudad que quería salvar. Todos somos conscientes de la dimensión pagana de la cultura que vivimos, una cosmovisión que
debilita nuestras certezas y nuestra fe. Diariamente somos testigos del intento de los poderes de este mundo para desterrar al Dios Vivo y suplirlo con los
ídolos de moda. Vemos cómo la abundancia de vida que nos ofrece el Padre en la creación y Jesucristo en la redención (cfr.2ª. lectura) es suplida por la
justamente llamada “cultura de la muerte”. Constatamos también como se deforma y manipula la imagen de la Iglesia por la desinformación, la difamación y la
calumnia y cómo a los pecados y falencias de sus hijos se los ventila con preferencia en los medios de comunicación como prueba de que Ella nada bueno tiene
que ofrecer. Para los medios de comunicación la santidad no es noticia, sí –en cambio- el escándalo y el pecado. ¿Quién puede pelear de igual a igual con
esto? ¿Alguno de nosotros puede ilusionarse que con medios meramente humanos, con la armadura de Saúl, podrá hacer algo? (cfr.1 Sam.17:38-39).
Cuidado: nuestra lucha no es contra poderes humanos sino contra el poder de las tinieblas (cfr. Ef.6:12). Como pasó con Jesús (cfr. Mt.4:1-11) Satanás buscará
seducirnos, desorientarnos, ofrecer “alternativas viables” No podemos darnos el lujo de ser confiados o suficientes. Es verdad, debemos dialogar con todas las
personas, pero con la tentación no se dialoga. Allí sólo nos queda refugiarnos en la fuerza de la Palabra de Dios como el Señor en el desierto y recurrir a la
mendicidad de la oración: la oración del niño, del pobre y del sencillo; de quien sabiéndose hijo pide auxilio al Padre; la oración del humilde, del pobre
sin recursos. Los humildes no tienen nada que perder; más aún, a ellos se le revela el camino (Mt. 11:25-26). Nos hará bien decirnos que no es tiempo de
censo, de triunfo y de cosecha, que en nuestra cultura el enemigo sembró cizaña junto al trigo del Señor y que ambos crecen juntos. Es hora no de acostumbrarnos
a esto sino de agacharse y recoger las cinco piedras para la honda de David (cfr.1Sam.17:40). Es hora de oración.
A alguno se le podrá ocurrir que este obispo se volvió apocalíptico o le agarró un ataque de maniqueísmo. Lo del Apocalipsis lo aceptaría porque es el libro de la
vida cotidiana de la Iglesia y en cada actitud nuestra se va plasmando la escatología. Lo de maniqueo no lo veo porque estoy convencido de que no es tarea nuestra
andar separando el trigo de la cizaña (eso lo harán los ángeles el día de la cosecha) sí discernirlos para que no nos confundamos y poder así defender el trigo.
Pienso en María ¿cómo viviría las contradicciones cotidianas y como oraría sobre ellas? ¿Qué pasaba por su corazón cuando regresaba de Ain Karim y ya eran
evidentes los signos de su maternidad? ¿Qué le iba a decir a José? O ¿cómo hablaría con Dios en el viaje de Nazareth a Belén o en la huída a Egipto, o cuando
Simeón y Ana espontáneamente armaron esa liturgia de alabanza, o aquel día en que su hijo se quedó en el Templo, o al pie de la Cruz? Ante estas
contradicciones y tantas otras ella oraba y su corazón se fatigaba en la presencia del Padre pidiendo poder leer y entender los signos de los tiempos y poder
cuidar el trigo. Hablando de esta actitud Juan Pablo II dice que a María le sobrevenía cierta “peculiar fatiga del corazón” (Redempt. Mater n.17). Esta fatiga
de la oración nada tiene que ver con el cansancio y aburrimiento al que me referí más arriba.
Así también podemos decir que la oración, si bien nos da paz y confianza, también nos fatiga el corazón. Se trata de la fatiga de quien no se engaña a sí mismo,
de quien maduramente se hace cargo de su responsabilidad pastoral, de quien se sabe minoría en “esta generación perversa y adúltera”, de quien acepta
luchar día a día con Dios para que salve a su pueblo. Cabe aquí la pregunta: ¿tengo yo el corazón fatigado en el coraje de la intercesión y –a la vez- siento en
medio de tanta lucha la serena paz de alma de quien se mueve en la familiaridad con Dios? Fatiga y paz van juntas en el corazón que ora. ¿Pude experimentar lo
que significa tomar en serio y hacerme cargo de tantas situaciones del quehacer pastoral y –mientras hago todo lo humanamente posible para ayudar- intercedo por
ellas en la oración? ¿He podido saborear la sencilla experiencia de poder arrojar las preocupaciones en el Señor (cfr. Salmo 54:23) en la oración? Qué bueno
sería si lográramos entender y seguir el consejo de San Pablo: “No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica,
acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Filip. 4:6-7).
Estas son más o menos las cosas que sentí al meditar las tres lecturas de este domingo y también siento que debo compartirlas con Ustedes, con quienes trabajo en
el cuidado del pueblo fiel de Dios. Pido al Señor que nos haga más orantes como lo era Él cuando vivía entre nosotros; que nos haga insistentemente pedigüeños ante
el Padre. Pido al Espíritu Santo que nos introduzca en el Misterio del Dios Vivo y que ore en nuestros corazones. Tenemos ya el triunfo, como nos lo proclama
la segunda lectura. Bien parados allí, afirmados en esta victoria, les pido que sigamos adelante (cfr.Hebr. 10:39) en nuestro trabajo apostólico adentrándonos más y más en esa familiaridad con Dios que vivimos en la oración. Les pido que hagamos crecer la parresía tanto en la acción como en la oración.
Hombres y mujeres adultos en Cristo y niños en nuestro abandono. Hombres y mujeres trabajadores hasta el límite y, a la vez, con el corazón fatigado en la
oración. Así nos quiere Jesús que nos llamó. Que Él nos conceda la gracia de comprender que nuestro trabajo apostólico, nuestras dificultades, nuestras
luchas no son cosas meramente humanas que comienzan y terminan en nosotros. No se trata de una pelea nuestra sino que es “guerra de Dios” (2 Cron. 20:15); y esto
nos mueva a dar diariamente más tiempo a la oración.