Historias Vocacionales


 

Hna. Ana Margarita del Corazón Eucarístico



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Nací en Managua, Nicaragua, el 28 de diciembre de 1964. Soy la primera de los cinco hijos que tuvieron mis padres. Uno de mis hermanos murió antes de nacer: era el segundo Luego nació mi hermana Gioconda; le siguió María Gabriela y, por último, nació mi hermano Fabio.

Según me han contado, desde bebé fui cuidada por mi abuela materna, quien se llama Ana, y por sobrenombre la llamé Mamana; ahora todos la conocen así. Pues bien, mi Mamana junto con mi tía Francisca, "Panchita" como cariñosamente la llamamos, y que en paz descanse, fueron los instrumentos de Dios en mi formación personal, y puedo decir, ¿por qué no?, también en mi formación vocacional.

Desde que era una bebé hasta que tuve cinco años, viví la mayor parte del tiempo con ellas en la finca. Era mi “paraíso terrenal”, un lugar pobre, pero rico en amor, enseñanzas y cuidados para conmigo y para con mis hermanas. Acostumbraba a jugar con las gallinas, y con una lora, a la que enseñaba a rezar las oraciones que Mamana y tía Panchita desde muy niña me enseñaron; jugueteaba en el campo buscando naranjas y mandarinas.

A los cinco años entré en el colegio, lo cual para mí fue desgarrador, pues, como consecuencia, tuve que apartarme de mi abuela. Esto la obligó a ella a trasladarse a Managua, y así yo podía ir a la escuela con tranquilidad. Los fines de semana nos íbamos a la finca: mi paraíso me esperaba… Mi vida en la finca, junto a la gente pobre y sencilla, fue sensibilizándome, y por eso fui siempre una niña que se conformó con lo que tenía; nunca tuve preferencias o afición por juegos especiales; para mí, lo mismo era jugar con una lata y un palo, que hacían las veces de tambor, como con una Barbie, que mis padres me trajesen de Estados Unidos. Recuerdo que, en una ocasión, nos preguntaron dónde queríamos ir a pasar las vacaciones: si íbamos a Disney World o a Panamá; y yo pedí irme a la finca. Terminamos yendo a Disney, donde también estuve contenta; me acomodaba siempre a todo.

Aprovechando mis visitas los fines de semana, empezaron a darme clases de catecismo para mi Primera Comunión; era aplicada y me encantaban las clases. Hice la Primera Comunión a los 8 años de edad; les pedí a mis padres que me permitieran hacerla en la Iglesia Parroquial de Belén, en Rivas (el pueblito donde queda nuestra finca). Les manifesté mi deseo de invitar a los hijos de los trabajadores de la finca y a mis primos. Finalmente accedieron y me hicieron un desayuno con los niños del pueblo, en el cual disfruté muchísimo. Luego tuvimos una fiesta a la que invitaron a todos sus amigos y familiares; no me acuerdo como transcurrió; lo que sí recordé siempre fue que mi mamá, por primera vez desde hacía año y medio, se levantó de su silla de ruedas y dio sus primeros pasos. Fue el día más feliz de mi vida. Acá haré un paréntesis para contar algo muy significativo…

En 1971, un sábado, cuando nos dirigíamos a la finca, tuvimos un accidente automovilístico; fue una gran tragedia; estaba lloviendo muy fuerte, y un carro, en medio de la carretera, decidió dar una vuelta en U, y nos envistió. Murieron cuatro personas instantáneamente, tres hombres del carro que nos chocó (el cuarto hombre fue recluido en hospital psiquiátrico de por vida, debido al impacto); y en nuestro carro, la muchacha que cuidaba de mí, al ver que yo salía volando hacia el vidrio delantero, me tomó en su regazo y ella ocupó mi lugar, estrellándose contra el vidrio y muriendo al instante, conmigo guardada en su pecho. Pude descubrir una elección particular de Dios por mí, al ver que una persona entregó su vida a cambio de la mía. Después de eso, todo cambió para mi. Nunca más pude ver mi vida como algo casual, sino que ví que Dios tenía un plan para mí o conmigo, un plan que más tarde debería conocer. Yo tenía sólo 7 años de edad.

Después del accidente, mi vida externamente también cambió; no podía estar mucho tiempo con mi mamá, pues me impresionaba verla inmóvil en la cama de enfermos, y mi papá tenía que trabajar mucho. Gracias a Dios, tenía a mi Mamana, quien se trasladó indefinidamente a Managua para estar con nosotros; ya éramos tres hermanas.

Fui desarrollando un gran amor por mi colegio; era el Colegio Teresiano; tuve siempre buenas profesoras y muy buenas amigas; las hermanas me encantaban. Mis materias preferidas eran la religión y los deportes. Fui creciendo entre el colegio y mis alegres tardes en compañía de mis dos hermanitas, a las que siempre quise mucho y disfrutaba jugando con ellas.

Salíamos de casa temprano hacia el colegio, y yo regresaba casi a las cinco de la tarde todos los días. Participaba en muchas actividades después de las clases: en el MTA (grupo de crecimiento espiritual), prácticas de deportes (estaba en todos), o iba a trabajar en uno de los barrios pobres, donde las hermanas tenían escuela para niños de escasos recursos.

Me encantaba ver a las religiosas y estar con ellas. Cuando estaba en el tercer año de bachillerato, llegó al colegio una religiosa que estaba en la etapa del juniorado (los primeros cinco años después de la primera profesión), me acerqué mucho a ella, pues la admiraba, y yo decía dentro de mí: “cuando sea grande, quiero ser como ella”. Y así fui descubriendo mi vocación... Mi deseo era estar en el colegio involucrada en cualquier actividad. Pasó el tiempo y empezaron las dificultades políticas en el país; se desencadenó la guerra; y en 1980 salimos toda la familia de Nicaragua a Miami.

Esta nueva etapa de mi vida se me hizo muy difícil; yo no quería vivir fuera de Nicaragua. Fue entonces cuando llamé por teléfono a la provincial de las religiosas y le pedí que me admitieran en su congregación. Me dijo que yo era todavía muy joven, y que debía de ir a la universidad por un tiempo y vivir fuera del ambiente del colegio, para que mi vocación madurase. En ese momento, no supe entender lo que me pedían, y me sentí muy rechazada.

Providencialmente en 1981 regresé de visita a Nicaragua y mis compañeras de curso estaban ya en el último año de colegio. Para esa época, ellas iban a recibir un retiro; era un “retiro piloto”, que probarían con ellas y luego llevarían a los otros colegios. Me invitaron a asistir. Gracias a Dios fui, y fue allí donde recibí lo que llamamos en la Renovación Carismática el bautismo en el espíritu; recibí el don de lenguas y también mucho ánimo para regresar a Miami y continuar con mi vida en el Señor.

Al llegar a Miami, busqué a unas personas que me habían recomendado para que yo pudiese tener un apoyo. Hubo un matrimonio que desde ese momento me ayudó muchísimo, a los que recuerdo diariamente con mucho amor en mis oraciones.

Luego fui a un grupo, a pedirles que me permitiesen entrar, y me dijeron que no podían recibirme, porque el grupo estaba comenzando a formarse. Esta fue la segunda vez que sentí rechazo en el ambiente religioso. Me quedé sin ningún grupo de apoyo; sólo me ayudaba aquel matrimonio, que a la vez tenían sus propios hijos y situaciones; y aunque siempre fueron solícitos conmigo, yo sentía que no podía estar molestándoles mucho, y les buscaba sólo de vez en cuando.

A pesar de mi soledad, traté de caminar firme en esa vida nueva. Continué trabajando en una cadena de joyerías, en la que tuve gran éxito, pues llegué a ser, a los 19 años de edad, supervisora de todas las tiendas que tenían en Miami, Tennessee y Ohio. Trabajaba a  tiempo completo, y a veces llegaba a trabajar 80 horas a la semana. En ese ambiente de trabajo empecé a juntarme con un grupo de amigos y amigas a quienes no importaba la vida espiritual, y me fui dejando llevar por la corriente, al punto que llegué hasta a ausentarme de la Misa dominical; allí perdí la gracia que Dios me había dado.

En ese tiempo, conocí a un joven con quien empecé a salir a menudo, y nos hicimos novios. Mi fe se iba enfriando cada vez más Precisamente en esa época llegó de visita a Miami una señora que había sido una de las líderes del retiro aquel en el que yo  había participado en 1981, y tuve la bendición de reunirme con ella. Le conté lo que hacía y cómo estaba. Con una frase, me hizo inmediatamente descubrir la locura en ge vivía. Me dijo; "Ana Margarita, sabes que si sigues así, estarás construyendo tu condenación eterna." En cuanto terminó su frase, me puse en pie y le dije; vamos... Ella se asustó y me dijo; ¿Adonde? Respondí: a confesarme pues yo no quiero vivir lejos del Señor. Así fue cómo regrese a la vida de gracia: dejé el grupo de amigos, dejé a mi novio, dejé de trabajar tantas horas, dejé de salir por las noches a las discotecas.

Un día, me llamaron para salir; me volví a encontrar con ese muchacho, y comencé otra vez con la misma rutina de antes. A la semana siguiente (recuerdo que era un domingo), iba a salir en bote (no iba a asistir a Misa); mientras caminaba por mi casa haciendo los preparativos para ese día, me doblé el pie, y se me rompió la tibia en tres partes. En vez de ir a la playa, tuve que ir a la emergencia del South Miami Hospital y anduve con yeso durante cuatro meses. Fue entonces cuando me di cuenta de que el Señor me había dado toda la libertad posible y que yo la había desaprovechado; y regresé al sacramento de la confesión. Saliendo de mi confesión, le prometí a Jesús recibirle en la Eucaristía todos los días de mi vida, como reparación por las veces que no fui a Misa los domingos, y desde julio de 1985 he cumplido diariamente mi promesa.

Después de un tiempo, llamé por teléfono a una religiosa que conocía. Le pedí que me ayudase a buscar un grupo, o que me orientara a ver qué podía hacer con mi vida. Curiosamente, me dijo: “Tú tienes mucha madera, pero nosotras no podemos tallarla. Te voy a presentar un sacerdote que tal vez pueda ayudarte”. Fue así cómo conocí al Padre Jordi, quien a su vez me envió a ver a quien ahora es mi Madre Fundadora, Madre Adela. La conocí, y desde el primer momento supe que era junto a ella que debía vivir mi vocación. Por la gracia de Dios, soy una de las primeras cuatro hermanas que seguimos a “Mother”, como cariñosamente la llamamos. Llevo 18 años de estar junto a ella, y con mis hermanas, desde los inicios de la Fundación.

Puedo decirles que, con el correr del tiempo, he podido descubrir la mano de Dios en todas mis circunstancias y vivencias; fue Él quien me llamó, y fue Él quien me llevó hacía sí. Soy una religiosa feliz, y tengo siempre presentes las palabras de San Pablo: “Llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4, 7).

“Todo por el Corazón de Jesús a través del Corazón de María”.

 

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