La Vida Consagrada en la Iglesia

L’OSSERVATORE ROMANO, 28 de septiembre del 1994.

1. En las catequesis eclesiológicas que estamos realizando desde hace algún tiempo, hemos presentado varias veces a la Iglesia como pueblo sacerdotal, es decir, compuesto de personas que participan en el sacerdocio de Cristo, como estado de consagración a Dios y ejercicio del culto perfecto y definitivo que él rinde al Padre en nombre de toda la humanidad. Eso se lleva a cabo gracias al bautismo que inserta al creyente en el Cuerpo místico de Cristo, capacitándolo -casi ex officio y, podríamos decir, de modo institucional- para reproducir en sí mismo la condición de sacerdote y víctima (sacerdos et hostia) de la Cabeza (cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a.3 in c. y ad 2; a. 6)

Cualquier otro sacramento, y especialmente la confirmación, perfecciona ese estado espiritual del creyente, y el sacramento del orden confiere también el poder de actuar ministerialmente como instrumento de Cristo al anunciar la Palabra, al renovar el sacrificio de la cruz y al perdonar los pecados.

2. Para aclarar mejor esta consagración del pueblo de Dios, queremos ahora abordar otro capítulo fundamental de la eclesiología, al que en nuestro tiempo se la prestado cada vez más importancia bajo el aspecto teológico y espiritual. Se trata de la vida consagrada, que muchos discípulos de Cristo abrazan como forma especialmente elevada, intensa y comprometida de vivir las exigencias del bautismo en el camino de una caridad eminente, fuente de perfección y de santidad.

El Concilio Vaticano II, heredero de la tradición teológica y espiritual de dos milenios de cristianismo, ha puesto de relieve el valor de la vida consagrada, que -conforme a las exhortaciones evangélicas- se concretiza en la práctica de «la castidad consagrada a Dios, la pobreza y la obediencia», que se llaman precisamente «consejos evangélicos» (cf. Lumen gentium, 43). El Concilio los define una manifestación espontánea de la acción soberana del Espíritu Santo, que desde el principio suscita un gran florecimiento de almas generosas, impulsadas por el deseo le perfección y de entrega por el bien de todo el cuerpo de Cristo (cf. ib.).

3. Se trata de experiencias individuales, que nunca han faltado y que siguen floreciendo también hoy en la Iglesia. Pero ya desde los primeros siglos se nota la tendencia a pasar del ejercicio personal, y -podríamos decir- privado, de los consejos evangélicos, a una situación de reconocimiento público por parte de la Iglesia, tanto en la vida solitaria de los eremitas, como -y cada vez más- en la formación de comunidades monásticas o de familias religiosas, que buscan favorecer el logro de los objetivos de la vida consagrada: estabilidad, mejor formación doctrinal, obediencia, ayuda recíproca y progreso en la caridad.

Se presenta así, desde los primeros siglos y hasta nuestros días, «una maravillosa variedad de agrupaciones religiosas» , en las que se manifiesta «la multiforme sabiduría de Dios» (cf. Perfectae caritatis, 1), y se expresa la extraordinaria vitalidad de la Iglesia, dentro de la unidad del Cuerpo de Cristo, de acuerdo con las palabras de San Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Co 12, 4). El Espíritu derrama sus dones en una gran multiplicidad de formas para enriquecer con ellas a su única Iglesia, que, en su variada belleza, despliega en la historia «la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3, 8), como manifiesta toda la creación «de muchas formas y en cada una de sus partes» (multipliciter et divisim), según dice santo Tomás (Summa Theol., I, q, 47, a. l), lo que en Dios es absoluta unidad.

4. En cualquier caso, se trata siempre de un don divino, fundamentalmente único, aun dentro de la multiplicidad y variedad de los dones espirituales, o carismas, concedidos a las personas y a las comunidades (cf. Summa Theol., II-II, q. 103, a. 2). En efecto, los carismas pueden ser individuales o colectivos. Los individuales están ampliamente repartidos en la Iglesia y con tal variedad de una persona a otra, que son difícilmente catalogables y exigen cada vez un discernimiento por parte de la Iglesia. Los colectivos, por lo general, se conceden a hombres y mujeres destinados a fundar obras eclesiales y especialmente institutos religiosos, los cuales reciben su caracterización de los carismas de los fundadores, viven y actúan bajo su influjo y, en la medida de su fidelidad, reciben nuevos dones y carismas para cada miembro y para el conjunto de la comunidad. Esta puede hallar así nuevas formas de apostolado según las necesidades de los lugares y de los tiempos, sin romper la línea de continuidad y de desarrollo que parte del fundador, o recuperando fácilmente su identidad y dinamismo.

El Concilio observa que «la Iglesia recibió y aprobó de buen grado con su autoridad» las familias religiosas (Perfectae caritatis, l). De esa manera cumplía su misión con respecto a los carismas, pues a ella «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5, 19. 2 1; cf. 5, 12)» (Lumen gentium, 12). Así se explica el hecho de que, por lo que respecta a los consejos evangélico, «la autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos» (ib., 43).

5. Ahora bien, conviene recordar siempre que el estado de la vida consagrada no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia. Lo advierte el Concilio: «Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia, no es intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que, de uno y otro, algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo» (ib.).

El Concilio, con todo, añade inmediatamente que el estado religioso «constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad» (ib., 44). Esa expresión -de manera indiscutible- significa que ninguna de las turbulencias que puedan sacudir la vida de la Iglesia será capaz de eliminar la vida consagrada, caracterizada por la profesión de los consejos evangélicos. Este estado de vida permanecerá siempre como elemento esencial de la santidad de la Iglesia. Según el Concilio, se trata de un verdad incuestionable.

Sin embargo, dicho eso, es necesario precisar que ninguna forma particular de vida consagrada tiene la certeza de una duración perpetua. Cada una de las comunidades religiosas pueden desaparecer. Históricamente se puede constatar que de hecho algunas han dejado de existir, al igual que han desaparecido también algunas Iglesias particulares. Institutos que ya no son adaptados a su época, o que ya no cuentan con vocaciones, pueden verse obligados a cerrar o a unirse a otros. La garantía de duración perpetua hasta el fin del mundo, que ha sido dada a la Iglesia en su conjunto, no se ha prometido necesariamente a los institutos religiosos. La historia enseña que el carisma de la vida consagrada siempre está en movimiento, y se muestra capaz de encontrar, casi podríamos decir de inventar, dentro de la fidelidad al carisma de su fundador, nuevas formas, que respondan más directamente a las necesidades y a las aspiraciones de su tiempo. Pero también las comunidades ya existentes desde siglos están llamadas a adecuarse a estas necesidades y aspiraciones, para no autocondenarse a desaparecer.

6. Por lo demás, la conservación de la práctica de los consejos evangélicos, cualquiera que sean las formas que pueda asumir, queda asegurada durante todo el curso de la historia, porque Jesucristo mismo la quiso estableció como algo que pertenece definitivamente a la economía de la santidad de la Iglesia. La concepción de una Iglesia compuesta únicamente por laicos comprometidos en la vida del matrimonio y de las profesiones civiles no corresponde a las intenciones de Cristo, tal como las conocemos a través del Evangelio. Si contemplamos la historia e incluso la crónica, todo hace pensar que siempre habrá hombres y mujeres que sabrán entregarse totalmente a Cristo y a su reino, mediante el celibato, la pobreza y el seguimiento de una regla de vida. Éstos continuarán desempeñando en el futuro, como lo han hecho en el pasado, una función importante para la santificación de la comunidad cristiana y para su misión evangelizadora. Más aún, hoy más que nunca, el camino de los consejos evangélicos es una gran esperanza para el porvenir de la Iglesia.

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