Los religiosos de vida activa y la nueva evangelización
en Juan Pablo II
Pbro. Pedro Jesús LaSanta

L’OSSERVATORE ROMANO - 29 de julio, de 1994

Una de las líneas características del pontificado de Juan Pablo II viene siendo la llamada a una nueva evangelización.

Se trata de un empeño arduo, al tiempo que entusiasmante. A esta tarea ha sido convocado el entero pueblo de Dios: tanto sacerdotes como religiosos y laicos. Tarea que habrá de actuarse en unidad orgánica (una sola Iglesia), para que -desde la comunión y legítima diversidad eclesial- todos colaboren activamente.

Los religiosos de vida activa constituyen un inmenso potencial de vida apostólica, que habrá de ponerse al servicio de la nueva evangelización: «También en nuestros días los religiosos y las religiosas representan una fuerza evangelizadora y apostólica primordial en el continente latinoamericano. La presencia de la vida consagrada es un enorme potencial de personas y comunidades, de carismas e instituciones sin el cual no se puede comprender la acción capilar de la Iglesia en todas las latitudes, la inserción del Evangelio en todas las situaciones humanas, el auge de las obras de misericordia, el esfuerzo por impregnar las culturas, la defensa de los derechos humanos y la promoción integral de las personas, así como la animación y guía de las comunidades cristianas, incluso en los lugares más remotos» (Carta apostólica a los religiosos de América Latina, 29 de junio, de 1990, n. 3). Incluso, la diversidad carismática de las distintas familias religiosas habrá de concurrir armónicamente a llevar a cabo esta nueva urgencia pastoral, desde la respectiva complementariedad y comunión jerárquica.

En orden a que los religiosos contribuyan eficazmente a realizar la nueva evangelización, Juan Pablo II ha destacado su aportación principal como «testigos que son de la vida evangélica» (cf. ib.). Alcanzarán este objetivo en la medida en que se identifiquen con Jesucristo: «El primer medio de evangelización para los religiosos es el conformar cada vez más la propia vida a la persona y al mensaje de Jesucristo» (Discurso a las superioras generales de Europa, 17 de noviembre, de 1983). De este modo, ellos harán presente a Jesucristo en medio de los hombres, siendo modelos de vida cristiana. Los religiosos deben contribuir activamente a hacer efectiva la nueva evangelización, pese a las dificultades y obstáculos presentes, ante los que no es lícito sucumbir ni desfallecer: «Aunque tenéis la impresión de vivir en una sociedad "tortuosa y perversa" a causa de las dificultades que encuentra la evangelización, sabed que siempre tiene vigencia el mandato de Cristo: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas.... y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20). Recordad, además, que se os pide generosidad, puesto que ¡todo es pérdida frente a la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús! (cf. Flp 3, 8). Si la cizaña existe y crece, mucho más debe crecer el buen grano de la paz y la gracia. Éste ha de ser el firme propósito y el programa de vuestra vida consagrada» (Discurso a la Unión internacional de superioras generales, 9 de abril, de 1992). ¡La gracia de Jesucristo es sobreabundante!

Como ha puesto de relieve Juan Pablo II, la nueva evangelización, al igual que la primera evangelización efectuada por los religiosos en América, será fruto del amor, que sobrepuja la debilidad del hombre. ¡Amor que ha sido infundido en nuestros corazones por la potencia del Espíritu Santo derramado en nosotros! ¡No es lícito, por tanto, dudar o rebajar el nivel de exigencia apostólica que la Iglesia demanda a los religiosos en esta hora crucial de la historia!

Al Igual que ayer, la Iglesia cuenta hoy con su acción generosa, para desplegar la nueva evangelización: «Los religiosos, que fueron los primeros evangelizadores -y han contribuido de tan relevante manera a mantener viva la fe en el continente-, no pueden faltar a esta convocatoria eclesial de la nueva evangelización ( ... ). Por eso, la Iglesia espera de los religiosos y religiosas un impulso constante y decidido en la obra de la nueva evangelización, ya que están llamados cada uno según su carisma, a "difundir por todo el mundo la buena nueva de Cristo" (Perfectae caritatis, 25). La urgencia de la nueva evangelización en América Latina, que vivifique sus raíces católicas, su religiosidad popular, sus tradiciones y culturas, exige que los religiosos, hoy como ayer -y en estrecha comunión con sus pastores- sigan estando en la vanguardia misma de la predicación, dando siempre testimonio del Evangelio de la salvación» (Carta apostólica a los religiosos de América Latina, 29 de junio, de 1990, n. 24). Por tanto, ¡no les es permitido renunciar a este compromiso, o desatender esta llamada!

Esta evangelización nueva recae sobre el suelo fecundado de la primera evangelización (cf. ib., 11-12). No se trata, por tanto, de comenzar de la nada, sino de reforzar el alma cristiana de enteras naciones en orden a una vida evangélica más auténtica y fecunda. Así como el fruto de la primera evangelización se debe, en gran medida, al trabajo generoso de los religiosos, así tienen ellos ahora especiales compromisos que atender.

Juan Pablo II ha ensalzado la labor de los religiosos en la primera evangelización de América. Gracias a ellos, es el continente de la esperanza; esperanza supeditada en gran medida a la generosidad evangelizadora de los religiosos en nuestros días, para que la semilla implantada eche raíces fuertes y profundas, y produzca así más y mejores frutos cuajados de vida cristiana.

A este propósito, el Pontífice ha señalado el objetivo último de la nueva evangelización de América, y la condición para que ésta sea eficaz: «La urgente llamada a la nueva evangelización del continente tiene como objetivo que la fe se profundice y se encarne cada vez más en las conciencias y en la vida social. Por eso, es necesario que los religiosos y religiosas mantengan incólume su fidelidad plena a las enseñanzas del Concilio Vaticano II y expresen con coherencia su comunión con los pastores, como testimonio de una perfecta sintonía eclesial para edificación del pueblo de Dios» (Carta apostólica a los religiosos de América Latina, 29 de junio de 1990, n. 14).

De este el trabajo apostólico de los religiosos dispondrá adecuadamente a la Iglesia para afrontar los desafíos nuevos que se presentan en su horizonte ante el umbral del próximo año 2000: «A vosotras -jóvenes esperanzas del futuro de la vida religiosa, hijas y continuadoras de la misión de vuestras fundadoras y de vuestros fundadores- se os confía la tarea de preparar para el año 2000 una vida religiosa cada vez más fecunda y capaz de responder a las necesidades del mundo y de los hombres de vuestro tiempo, en la constante fidelidad al Evangelio» (Discurso a novicias religiosas, 10 de abril de 1989).

Ante este futuro, cargado de promesas y obstáculos inquietantes, la acción de los religiosos es decisiva en orden no sólo a actuar la nueva evangelización, sino para abrir también nuevos espacios a Cristo en la vida de los hombres y de las naciones, gracias a la acción misionera de la Iglesia, en la que los religiosos son protagonistas principales. Así lo ha remarcado Juan Pablo II: «Como ya sabéis, ha sido publicada ( ... ) la encíclica Redemptoris missio, que he escrito para llamar la atención sobre la urgencia de la acción misionera. Hacedla objeto de vuestra profunda consideración, puesto que de vuestra formación misionera depende la eficacia eclesial de vuestra vida religiosa y de la práctica de los consejos evangélicos» (Homilía a los religiosos en la fiesta de la Presentación del Señor, 2 de febrero de 1991).

Las misiones se revelan, de este modo, como un campo de acción apostólica especialmente indicado para los religiosos. Compromiso éste que es preciso no rebajar en este momento, ya que la tarea misionera se muestra especialmente urgente: «Quiero recordaros una de las características de los religiosos españoles que, tal vez, está padeciendo un pasajero eclipse y que es necesario restaurar en todo su auténtico esplendor; me refiero a la generosidad misionera con la que miles de consagrados españoles entregaron su vida a la tarea apostólica de establecer la Iglesia en tierras aún por evangelizar. No dejéis que los vínculos de la carne y sangre, ni el afecto que justamente nutrís por la patria donde habéis nacido y aprendido a amar a Cristo, se conviertan en lazos que disminuyen vuestra libertad (cf. Evangelii Nuntiandi, 69) y pongan en peligro la plenitud de vuestra entrega al Señor y a su Iglesia. Recordad siempre que el espíritu misionero de una determinada porción de la Iglesia es la medida exacta de su vitalidad y autenticidad» (Discurso a los religiosos en Madrid, 2 de noviembre de 1982).

El Santo Padre espera y alienta la generosidad de los religiosos en vistas a las misiones. Así lo puso de relieve en su encíclica Redemptoris missio: «A los institutos de vida activa indico los inmensos espacios para la caridad, el anuncio evangélico, la educación cristiana, la cultura y la solidaridad con los pobres, los discriminados, los marginados y oprimidos. Estos institutos, persigan o no un fin estrictamente misionero, se deben plantear la posibilidad y disponibilidad a extender su propia actividad para la expansión del reino de Dios. Esta petición ha sido acogida en tiempos más recientes por no pocos institutos, pero quisiera que se considerase mejor y se actuase con vistas a un auténtico servicio. La Iglesia debe dar a conocer los valores evangélicos de que es portadora; y nadie los atestigua más eficazmente que quienes hacen profesión de vida consagrada en la castidad, pobreza obediencia, con una donación total a Dios y con plena disponibilidad a servir al hombre y a la sociedad, siguiendo el ejemplo de Cristo (cf, Evangelil nuntiadi 69). Quiero dirigir unas palabras de especial gratitud a las religiosas misioneras, en quienes la virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según el espíritu. Precisamente la misión ad gentes les ofrece un campo vastísimo para "entregarse por amor de un modo total e indiviso". El ejemplo y la laboriosidad de la mujer virgen, consagrada a la caridad hacia Dios y el prójimo, especialmente el más pobre, son indispensables como signo evangélico entre aquellos pueblos y culturas en que la mujer debe realizar todavía un largo camino en orden a su promoción humana y a su liberación. Es de desear que muchas jóvenes mujeres cristianas sientan el atractivo de entregarse a Cristo con generosidad, encontrando en su consagración la fuerza y alegría para dar testimonio de él entre los pueblos que aún no lo conocen» (nn. 69-70).

¡El trabajo de los religiosos misioneros es necesario a la Iglesia!: «Quizá muchos de vosotros, que han venido a Gambia procedentes de lugares muy lejanos, se pregunten si vale la pena hacer lo que están haciendo. Queridos misioneros, puedo aseguraros que vuestro sacrificio es muy agradable ante los ojos del Señor. Habéis sido elegidos para que todos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (cf. 1 Tm 2, 4). ¡Tened confianza en vuestra vocación especial (cf, Ad gentes, 23). Todos los días pido sinceramente que Dios sostenga con su presencia misericordiosa a los hombres y las mujeres "en misión", que a veces se hallan en situaciones difíciles, viven alejados y afrontan muchas exigencias. El Hijo de Dios, que aceptó generosamente su misión de venir hasta nosotros, no os dejará sin "la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que lo aman" (St 1, 12). (Discurso a los religiosos en Banjul, Gambia, 23 de febrero de 1992). ¡Su entrega de ningún modo resulta baldía, estéril o inútil, sino que participa de un modo portentoso de la fecundidad llevada a cabo por la misión de Jesucristo entre los hombres!

 

Santa María, estrella de la evangelización

Para que los religiosos puedan ser fieles a la vocación recibida de Dios, llevando cabalmente a cumplimiento sus compromisos y su misión en favor de la Iglesia y del mundo, cuentan con una ayuda poderosa. Una ayuda que es Madre, Santa María: «En este camino y en este compromiso, os precede y acompaña la Madre del Señor, puesto que "la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia" (Redemptoris Mater, 24). María Santísima, Madre de la Iglesia, es madre de modo muy especial de cada una de vosotras. Sabed invocarla como estrella de vuestro camino, como guía y maestra de vuestro esfuerzo de identificación con Cristo, y como puerto seguro de vuestra peregrinación terrena» (Discurso a las religiosas en Lodi, Italia, 20 de Junio de 1992).

María es el modelo de vida de los religiosos, junto con Jesucristo. La vida religiosa no es otra cosa que traducir a la propia existencia la vida de María. Ella misma es la primera evangelizadora, y Reina de los Apóstoles, que impulsa el apostolado y a la misión, que también habrá de orientar el impulso de los religiosos en la nueva evangelización: «Encomiendo a Nuestra Señora de Guadalupe, "primera evangelizadora de América Latina", los anhelos y esperanzas que os he confiado en esta carta. Ella es realmente la "Estrella de la evangelización", la evangelizadora de vuestro pueblo. Su cercanía materna dio un impulso decisivo a la predicación del mensaje de Cristo y a la fraternidad de las naciones latinoamericanas y de sus habitantes. La devoción a María ha sido siempre la garantía de fidelidad a la fe católica durante estos cinco siglos. Que Ella siga guiando vuestros pasos y fecundando vuestras tareas evangelizadoras. Para todos los religiosos y religiosas María es la imagen más viva y la realización más perfecta del seguimiento y de la consagración al Señor: Virgen pobre y obediente, escogida por Dios, dedicada por entero a la misión de su Hijo. En ella, Madre de la Iglesia, brillan también todos los carismas de la vida religiosa. Que la Virgen del magníficat, en cuyo cántico resuenan su fidelidad a Dios y su solidaridad con las esperanzas de su pueblo, os mantenga fieles a vuestra consagración y os haga generosos cooperadores de Cristo y de su Iglesia en la nueva evangelización» (Carta apostólica a los religiosos de América Latina, 29 de junio de 1990, n. 31).

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