HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
V Jornada de la vida consagrada
Viernes 2 de febrero de 2001

1. "Ven, Señor, a tu templo santo" (Estribillo del Salmo responsorial).

Con esta invocación, que hemos cantado en el Salmo responsorial, la Iglesia, el día en que hace memoria de la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, expresa el deseo de poder acogerlo también en el presente de su historia. La Presentación es una fiesta litúrgica sugestiva, fijada desde la antigüedad cuarenta días después de la Navidad, según la prescripción de la Ley judía acerca del nacimiento de todo primogénito (cf. Ex 13, 2). María y José, como muestra la narración evangélica, la cumplieron fielmente.

Las tradiciones cristianas de Oriente y Occidente se han entrelazado, enriqueciendo la liturgia de esta fiesta con una procesión especial, en la que la luz de los cirios y de las candelas es símbolo de Cristo, Luz verdadera que vino para iluminar a su pueblo y a todas las gentes. De este modo, la fiesta de hoy se relaciona con la Navidad y con la Epifanía del Señor. Pero, al mismo tiempo, se sitúa como un puente hacia la Pascua, evocando la profecía del anciano Simeón, que, en aquella circunstancia, anunció el dramático destino del Mesías y de su Madre.

El evangelista ha recordado el hecho con detalles: dos personas ancianas, llenas de fe y de Espíritu Santo, Simeón y Ana, acogen a Jesús en el santuario de Jerusalén. Personifican al "resto de Israel", vigilante en la espera y dispuesto a ir al encuentro del Señor, como ya habían hecho los pastores en la noche de su nacimiento en Belén.

2. En la oración colecta de esta liturgia hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor "plenamente renovados en el espíritu", conforme al modelo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y laicos consagrados, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz, según el carácter pascual propio de la existencia cristiana. Es misterio de luz y de sufrimiento; misterio mariano, en el que a la Madre, bendecida juntamente con su Hijo, se le anuncia el martirio del alma.

Podríamos decir que hoy se celebra en toda la Iglesia un singular "ofertorio", en el que los hombres y las mujeres consagrados renuevan espiritualmente su entrega. Al hacerlo, ayudan a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que íntimamente las constituye, las edifica y las impulsa por los caminos del mundo.

Os saludo con gran afecto, amadísimos hermanos y hermanas pertenecientes a numerosas familias de vida consagrada, que alegráis con vuestra presencia la basílica de San Pedro. Saludo, en particular, al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística.

3. Celebramos esta fiesta con el corazón aún rebosante de las emociones vividas en el tiempo jubilar recién terminado. Hemos reanudado el camino dejándonos guiar por las palabras de Cristo a Simón: "Duc in altum, Rema mar adentro" (Lc 5, 4). Amadísimos hermanos y hermanas consagrados, la Iglesia espera también vuestra contribución para recorrer este nuevo trecho de camino según las orientaciones que tracé en la carta apostólica Novo millennio ineunte: contemplar el rostro de Cristo, recomenzar desde él y testimoniar su amor. Estáis llamados a dar diariamente esta aportación ante todo con la fidelidad a vuestra vocación de personas consagradas totalmente a Cristo.

Por tanto, vuestro primer compromiso debe estar en la línea de la contemplación. Toda realidad de vida consagrada nace y se regenera a diario en la contemplación incesante del rostro de Cristo. La Iglesia misma tiene como fuente de su actividad la confrontación diaria con la inagotable belleza del rostro de Cristo, su Esposo.

Si todo cristiano es un creyente que contempla el rostro de Dios en Jesucristo, vosotros lo sois de modo especial. Por eso es necesario que no os canséis de meditar en la sagrada Escritura y, sobre todo, en los santos Evangelios, para que se impriman en vosotros los rasgos del Verbo encarnado.

4. Recomenzar desde Cristo, centro de todo proyecto personal y comunitario: he aquí vuestro compromiso. Queridos hermanos, encontradlo y contempladlo de modo muy especial en la Eucaristía, celebrada y adorada a diario, como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica.

Y caminad con Cristo: esta es la senda de la perfección evangélica, la santidad a la que está llamado todo bautizado. Precisamente la santidad es uno de los puntos esenciales, más aún, el primero, del programa que delineé para el comienzo del nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 30-31).

Acabamos de escuchar las palabras del anciano Simeón: Cristo "está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones" (Lc 2, 34). Como él, y en la medida de su conformación a él, también la persona consagrada se convierte en signo de contradicción; es decir, llega a ser para los demás un estímulo benéfico para tomar posición con respecto a Jesús, quien, gracias a la mediación comprometedora del "testigo", no es un simple personaje histórico o un ideal abstracto, sino una persona viva a la que hay que adherirse sin reservas.

¿No os parece un servicio indispensable que la Iglesia espera de vosotros en esta época marcada por profundos cambios sociales y culturales? Sólo si perseveráis en el seguimiento fiel de Cristo, seréis testigos creíbles de su amor.

5. "Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 32). La vida consagrada está llamada a reflejar de modo singular la luz de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, al contemplaros pienso en la multitud de hombres y mujeres de todas las naciones, lenguas y culturas, consagrados a Cristo con los votos de pobreza, virginidad y obediencia. Este pensamiento me llena de consuelo, porque sois como una "levadura" de esperanza para la humanidad. Sois "sal" y "luz" para los hombres y las mujeres de hoy, que en vuestro testimonio pueden vislumbrar el reino de Dios y el estilo de las "bienaventuranzas" evangélicas.

Como Simeón y Ana, tomad a Jesús de los brazos de su santísima Madre y, llenos de alegría por el don de vuestra vocación, llevadlo a todos. Cristo es salvación y esperanza para todo hombre. Anunciadlo con vuestra existencia entregada totalmente al reino de Dios y a la salvación del mundo. Proclamadlo con la fidelidad incondicional que, también recientemente, ha llevado al martirio a algunos de vuestros hermanos y hermanas en diferentes partes del mundo.

Sed luz y consuelo para toda persona que encontréis. Como velas encendidas, arded de amor de Cristo. Consumíos por él, difundiendo por doquier el Evangelio de su amor. Gracias a vuestro testimonio también los ojos de numerosos hombres y mujeres de nuestro tiempo podrán ver la salvación presentada por Dios "ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Amén.

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