De la pública lectura de libros
prohibidos en la Iglesia
[De orat. § 29]
68. La alabanza
con que en gran manera recomienda el Sínodo los comentarios de Quesnel
al Nuevo Testamento y otras obras de otros autores que favorecen los
errores quesnelianos, aunque sean obras prohibidas, y se las propone a
los párrocos para que cada uno las lea en su parroquia después de las
demás funciones, como si estuvieran llenas de los sólidos principios de
la religión, es falsa, escandalosa, temeraria, sediciosa,
injuriosa a la Iglesia y favorecedora del cisma y la herejía.
De las sagradas imágenes
[De orat. 17]
69. La proposición
que, de modo general e indistintamente, señala entre las imágenes que
han de ser quitadas de la Iglesia, como que dan ocasión de error a los
rudos, las imágenes de la Trinidad incomprensible, es, por su
generalidad, temeraria y contraria a la piadosa costumbre frecuentada en
la Iglesia, como si no hubiera imágenes de la santísima Trinidad
comúnmente aprobadas y que pueden con seguridad ser permitidas (del
Breve Sollicitudini nostrae de BENEDICTO XIV, del año 1745).
70. Igualmente la
doctrina y prescripción que reprueba de modo general todo culto especial
que los fieles suelen especial mente tributar a alguna imagen y acudir a
ella más bien que a otra, es temeraria, perniciosa e injuriosa no sólo a
la costumbre frecuentada en la Iglesia, sino también a aquel orden de la
providencia por el que Dios quiso que fuese así, y no que en todas las
capillas de los Santos se cumplieran estas cosas, pues divide sus
propios dones a cada uno como quiere (de SAN AGUST., Epist. 78 al Clero,
ancianos y a todo el pueblo de la Iglesia de Hipona).
71. Igualmente la
que veda que las imágenes, particularmente las de la bienaventurada
Virgen, se distingan por otros títulos que las denominaciones análogas
con los misterios de que se hace mención expresa en la Sagrada
Escritura; como si no pudiera adscribirse a las imágenes otras piadosas
denominaciones, que la Iglesia aprueba y recomienda en las mismas preces
públicas: es temeraria, ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa a la
veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen.
72. Igualmente, la
que quiere extirpar como un abuso la costumbre de guardar veladas
algunas imágenes, es temeraria y contraria al uso frecuentado en la
Iglesia e introducido para fomentar la piedad de los fieles.
De las fiestas
[Libell. memor. pro fest. retorm, §
3[
73. La proposición
que enuncia que la institución de nuevas: fiestas ha tenido su origen
del descuido en observar las antiguas y de las falsas nociones sobre la
naturaleza y fin de las mismas solemnidades, es falsa, temeraria,
escandalosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora de las injurias de
los herejes contra los días festivos celebrados en la Iglesia.
[Ibid. § 8]
74. La
deliberación del Sínodo sobre transferir al domingo las fiestas
instituidas durante el año —y eso por el derecho que dice estar
persuadido competirle al obispo sobre la disciplina eclesiástica en
orden a las cosas meramente espirituales— y, por ende, sobre la
derogación del precepto de oir Misa en los días en que (por antigua ley
de la Iglesia) vige aún ese precepto; además, en lo que añade sobre
transferir al Adviento, por autoridad episcopal, los ayunos que durante
el año han de guardarse por precepto de la Iglesia, en cuanto sienta que
es licito al obispo, por propio derecho, transferir los días prescritos
por la Iglesia para celebrar las fiestas y ayunos o derogar el precepto
promulgado (v. 1.: introducido) de oir Misa — es proposición falsa,
lesiva del derecho de los Concilios universales y de los Sumos
Pontífices, escandalosa y favorecedora del cisma.
De los juramentos
[Libell. memor. pro iuram. refarm. §
4]
75. La doctrina
que afirma que en los tiempos bienaventurados de la Iglesia naciente los
juramentos fueron estimados tan ajenos a las enseñanzas del divino
Maestro y a la áurea sencillez evangélica, que el mismo jurar sin
extrema e ineludible necesidad hubiera sido reputado acto irreligioso e
indigno del hombre cristiano; y además, que la serie continua de los
Padres demuestra que los juramentos por común sentimiento fueron tenidos
por vedados y de ahí pasa a reprobar los juramentos, que la curia
eclesiástica, siguiendo, según dice, la norma de la jurisprudencia
feudal, adoptó en las investiduras y en las mismas sagradas ordenaciones
de los obispos, y establece, por tanto, que debe pedirse a la potestad
civil una ley para abolir los juramentos que incluso en las curias
eclesiásticas se exigen para recibir los cargos y oficios y, en general,
para todo acto curial, es falsa, injuriosa a la Iglesia, lesiva del
derecho eclesiástico y subversiva de la disciplina introducida y
aprobada por los cánones.
De las colaciones eclesiásticas
[De collat. eccles. § 1]
76. La invectiva
con que el Sínodo ataca a la Escolástica, como la que abrió el camino
para inventar sistemas nuevos y discordantes entre si acerca de las
verdades de mayor precio y que finalmente condujo al probabilismo y al
laxismo en cuanto echa sobre la Escolástica los vicios de los
particulares que pudieron abusar o abusaron de ella—, es falsa,
temeraria, injuriosa contra santísimos varones y doctores que cultivaron
la Escolástica con grande bien de la religión católica y favorecedora de
los denuestos malévolos de los herejes contra ella.
[Ibid.]
77. Igualmente en
lo que añade que el cambio de la forma del régimen de la Iglesia, por el
que ha sucedido que los ministros de ella vinieron a olvidarse de sus
derechos que son juntamente sus obligaciones, condujo finalmente a hacer
olvidar las primitivas nociones del ministerio eclesiástico y de la
solicitud pastoral —como si por el conveniente cambio de régimen de la
disciplina constituída y aprobada en la Iglesia, pudiera jamás olvidarse
y perderse la primitiva noción del ministerio eclesiástico o de la
solicitud pastoral— es proposición falsa, temeraria y errónea.
[§ 4]
78. La
prescripción del Sínodo sobre el orden de las materias que deben
tratarse en las conferencias, en la que, después de advertir previamente
cómo en cualquier artículo debe distinguirse lo que toca a la fe y a la
esencia de la religión de lo que es propio de la disciplina, añade que
en esta misma disciplina hay que distinguir lo que es necesario o útil
para mantener a los fieles en el espíritu, de lo que es inútil o más
oneroso de lo que sufre la libertad de los hijos de la Nueva Alianza, y
más todavía, de lo que es peligroso o nocivo, como que induce a la
superstición o al materialismo, en cuanto por la generalidad de las
palabras comprende y somete al examen prescrito hasta la disciplina
constituida y aprobada por la Iglesia —como si la Iglesia que se rige
por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil y
más onerosa de lo que sufre la libertad cristiana, sino peligrosa,
nociva e inducente a la superstición y al materialismo—, es falsa,
temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos,
injuriosa a la Iglesia y al Espíritu de Dios por el que ella se rige, y
por lo menos errónea.
Denuestos contra algunas sentencias
todavía discutidas en las escuelas católicas
[Orat. ad synod. § l]
79. La aserción
que ataca con denuestos e injurias las sentencias que se discuten en las
escuelas católicas y sobre las cuales la Sede Apostólica nada ha juzgado
todavía que deba definirse o pronunciarse, es falsa, temeraria,
injuriosa contra las escuelas católicas y derogadora de la obediencia
debida a las constituciones apostólicas.
[E. Errores sobre la reforma de los
regulares]
De las tres reglas puestas como
fundamento por el Sínodo para la reforma de los regulares
[LibelI. memor. pro reform. regular.
§ 9]
80. La regla I que
establece universalmente y sin discriminación: que el estado regular o
monástico es por su naturaleza incompatible con la cura de almas y con
los cargos de la vida pastoral, y que, por ende, no puede venir a formar
parte de la jerarquía eclesiástica, sin que pugne de frente con los
principios de la misma vida monástica, es falsa, perniciosa, injuriosa
contra santísimos padres y prelados de la Iglesia que unieron las
instituciones de la vida regular con los cargos del orden clerical,
contraria a la piadosa, antigua y aprobada costumbre de la Iglesia y a
las sanciones de los sumos Pontífices, como si los monjes a quienes
recomienda la gravedad de sus costumbres y la santa institución de vida
y fe, no se agregaran a los oficios de los clérigos, no sólo
legítimamente y sin ofensa de la religión, sino también con gran
utilidad de la Iglesia (de la Epist. decret. de San Siricio a Himerio
Tarracon. e. 13 [v. 90] l.
81. Igualmente, en
lo que añade que los santos Tomás y Buenaventura de tal modo procedieron
en la defensa de los institutos de los mendicantes, contra hombres
eminentes, que en sus alegatos hubiera sido de desear menos calor y más
exactitud, es escandalosa, injuriosa contra santísimos doctores y
favorecedora de las impías injurias de autores condenados.
82. La regla II de
que la multiplicación de las órdenes y su diversidad trae naturalmente
perturbación y confusión; igualmente en lo que anteriormente advierte §
4, que los fundadores de regulares que aparecieron después de los
institutos monásticos, sobreañadiendo órdenes a ordenes, reformas a
reformas, no hicieron otra cosa que dilatar más y más la primera causa
del mal, entendida de las órdenes e institutos aprobados por la Santa
Sede —como si la distinta variedad de piadosos ministerios a que las
distintas órdenes están dedicadas, debiera producir por su naturaleza
perturbación y confusión—, es falsa, calumniosa e injuriosa, ora contra
los santos fundadores y sus fieles discípulos, ora contra los mismos
Sumos Pontífices.
83. La regla III
por la que después de sentar previamente que un pequeño cuerpo que vive
dentro de la sociedad civil sin que sea verdaderamente parte de ella y
que fija su pequeña monarquía dentro del Estado es siempre peligroso, y
seguidamente con este pretexto acusa a los monasterios particulares
unidos de un modo especial por el vinculo del común instituto bajo una
sola cabeza, como otras tantas monarquías especiales, peligrosas y
nocivas a la república civil, es falsa, temeraria, injuriosa contra los
institutos regulares aprobados por la Santa Sede para el provecho de la
religión y favorecedora de los ataques y calumnias de los herejes contra
esos mismos institutos.
Del sistema o conjunto de
ordenaciones deducido de las reglas alegadas y comprendido en los ocho
artículos siguientes para la reforma de los regulares
[§ 10]
84. Art. I. Debe
mantenerse en la Iglesia una sola orden y elegirse con preferencia a las
demás la regla de San Benito, ora por su excelencia, ora por los
preclaros merecimientos de aquella orden; de tal modo, sin embargo, que
en aquellos puntos que tal vez ocurran menos acomodados a la condición
de los tiempos, sea el modo de vida instituído en Port-Royal el que dé
luz para averiguar sobre qué convenga añadir o quitar.
Art. II. Quienes
se incorporaren a esta orden, no han de formar parte de la jerarquía
eclesiástica, ni ser promovidos a las sagradas órdenes, fuera de uno o
dos a lo sumo, que han de ser iniciados como curatos o capellanes del
monasterio, permaneciendo los demás en la simple clase de los legos.
Art. III. Sólo
debe admitirse un monasterio en cada ciudad, y ése colocarlo fuera de
las murallas de la misma, en lugares suficientemente ocultos y
apartados.
Art. IV. Entre las
ocupaciones de la vida monástica debe inviolablemente guardarse su parte
al trabajo manual, dejado, sin embargo, el tiempo conveniente para
gastarlo en la salmodia, o, si alguno tiene ese gusto, en el estudio de
las letras; la salmodia debiera ser moderada, porque su extensión
exagerada engendra precipitación, molestia y distracción; cuanto más se
han aumentado las salmodias, oraciones y rezos, otro tanto, en todo
tiempo, con exacta proporción, se ha disminuído el fervor y la santidad
de los regulares.
Art. V. No debiera
admitirse distinción alguna entre monjes dedicados al coro o a los
oficios; semejante desigualdad suscitó en todo tiempo gravísimos pleitos
y discordias, y expulsó de las comunidades de regulares el espíritu de
caridad.
Art. VI. El voto
de perpetua estabilidad nunca debe tolerarse; no lo conocían aquellos
antiguos monjes que fueron, sin embargo, el consuelo de la Iglesia y el
ornamento del cristianismo; los votos de castidad, pobreza y obediencia
no se admitirán a modo de regla estable. Si alguno quisiere hacer esos
votos, todos o algunos, pedirá consejo y permiso al obispo, el cual, sin
embargo, nunca permitirá que sean perpetuos, ni excederán el término de
un año; sólo se dará facultad de renovarlos bajo las mismas condiciones.
Art. VII. Será
competencia del obispo todo género de inspección sobre la vida de
aquéllos, sus estudios, progreso en la piedad; a él tocará admitir y
expulsar a los monjes, oído siempre, no obstante, el consejo de sus
compañeros.
Art. VIII. Los
regulares de las órdenes que aún quedan, aunque sean sacerdotes, podrían
ser admitidos en este monasterio, a condición de que desearan dedicarse
en silencio y soledad a su propia santificación —en cuyo caso habría
lugar a dispensación en la regla establecida en el n. II—, a condición,
sin embargo, de que no sigan una regla de vida distinta a la de los
demás, hasta el punto que no se celebren más que una o a lo sumo dos
misas al día, y debe bastarles a los demás sacerdotes celebrar
juntamente con la comunidad.
Igualmente para la reforma de las
monjas
[§ 11]
Los votos
perpetuos no deben admitirse hasta los 40 ó 45 años; las monjas deben
ser dedicadas a sólidos ejercicios, especialmente al trabajo, y ser
apartadas de la espiritualidad carnal por la que están retenidas la
mayoría de ellas; debe considerarse si, por lo que a ellas toca, sería
bastante dejar un monasterio en la ciudad.
Es sistema
subversivo de la disciplina vigente y ya de antiguo aprobada y recibida,
pernicioso, opuesto e injurioso a las constituciones apostólicas y a las
sanciones de muchos Concilios, hasta universales, y especialmente del
Tridentino, y favorecedor de los denuestos y calumnias de los herejes
contra los votos monásticos e institutos regulares, entregados a una más
estable profesión de los consejos evangélicos.
[F. Errores] sobre la convocación de
un Concilio nacional
[Libell. memor. pro convoc. conc.
nation. § 1]
85. La proposición
que enuncia que basta cualquier conocimiento de la historia eclesiástica
para que cada uno deba confesar que la convocación del Concilio nacional
es una de las vías canónicas para terminar en las Iglesias de las
respectivas naciones las controversias que tocan a la religión,
entendida en el sentido de que las controversias que tocan a la fe y
costumbres surgidas en una Iglesia cualquiera pueden terminarse con
juicio irrefragable por medio de un Concilio nacional —como si la
inerrancia en materia de fe y costumbres compitiera al Concilio
nacional—, es cismática y herética.
Mandamos, pues, a
todos los fieles de Cristo de ambos sexos no se atrevan a sentir,
enseñar, predicar de dichas proposiciones y doctrinas contra lo que en
esta Constitución nuestra está declarado; de suerte que quienquiera las
enseñare, defendiere o publicare, todas o alguna de ellas, conjunta o
separadamente, o tratare de ellas, aun disputando, pública o
privadamente, si no fuere acaso impugnándolas, quede sometido, por el
mero hecho, sin otra declaración, a las censuras eclesiásticas y a las
demás penas por derecho establecidas contra quienes perpetran actos
semejantes.
Por lo demás, por
esta expresa reprobación de las predichas proposiciones y doctrinas, en
modo alguno intentamos aprobar lo demás que en el mismo libro se
contiene, como quiera, mayormente, que en él han sido halladas muchas
proposiciones y doctrinas ora afines a las que arriba quedan condenadas,
ora que no sólo demuestran temerario desprecio de la doctrina y
disciplina común y recibida, sino particularmente ánimo hostil hacia los
Romanos Pontífices y la Sede Apostólica. Dos cosas especialmente creemos
que deben ser notadas, que si no con mala intención, sí al menos con
harta imprudencia se les escaparon al Sínodo acerca del augustísimo
misterio de la Santísima Trinidad (§ 2 del Decr. de fide) y que
fácilmente pudieran inducir a error, sobre todo a los rudos e incautos.
Primero, que
después de haber debidamente advertido que Dios permanece uno y
simplicísimo en su ser, al añadir seguidamente que el mismo Dios se
distingue en tres personas, malamente se aparta de la forma común y
aprobada en las instituciones de la doctrina cristiana, por la que Dios
se llama ciertamente uno “en tres personas distintas”, no “distinto en
tres personas”; con ese cambio de la fórmula, por la fuerza de las
palabras, se desliza el peligro de error de que la esencia divina sea
tenida por distinta en las tres personas, siendo así que la fe católica
de tal modo la confiesa una en las personas distintas, que a la vez la
proclama en sí totalmente indistinta.
Segundo, lo que
enseña de las mismas tres divinas personas, que ellas según sus
propiedades personales e incomunicables, hablando más exactamente se
expresan o llaman Padre, “Verbo”” y Espíritu Santo; como si el nombre de
“Hijo” fuera menos propio y exacto, cuando está consagrado por tantos
lugares de la Escritura, por la voz misma del Padre bajada de los cielos
y de la nube, ora por la fórmula del bautismo prescrita por Cristo, ora
por aquella preclara confesión en que Pedro fue por Cristo mismo
proclamado “bienaventurado”, y no se hubiera más bien de mantener lo
que, por Agustín enseñado, enseñó a su vez el maestro angélico “El
nombre de Verbo importa la misma propiedad que el de Hijo”, como quiera
que dice Agustín: “En tanto se llama Verbo en cuanto es Hijo”.
Ni debe tampoco
pasarse en silencio aquella insigne temeridad, llena de fraudulencia,
del Sínodo, que tuvo la audacia no sólo de exaltar con amplísimas
alabanzas la declaración de la junta galicana del año 1682 [v. 1322 ss]
de tiempo atrás reprobada por la Sede Apostólica, sino de incluirla
insidiosamente en el decreto titulado “de la fe”, a fin de procurarle
mayor autoridad, de adoptar abiertamente los artículos en aquélla
contenidos y de sellar, por la pública y solemne profesión de estos
artículos, lo que de modo disperso se enseña a lo largo de ese mismo
decreto. Con lo cual no sólo se nos ofrece a nosotros una razón mucho
más grave de rechazar el Sínodo que la que nuestros predecesores
tuvieron para rechazar aquellos comicios o juntas, sino que se infiere
no leve injuria a la misma Iglesia galicana, a la que el Sínodo juzgó
digna de que su autoridad fuera invocada para patrocinar los errores de
que aquel decreto está contaminado.
Por eso, si las
actas de la junta galicana, apenas aparecieron las reprobaron,
rescindieron y declararon nulas e inválidas nuestro predecesor, el
venerable Inocencio XI por sus Letras en forma de breve del día 11 de
abril del año 1682, y luego más expresamente Alejandro VIII por la
constitución Inter multiplices del día 4 de agosto de 1680 [v. 1322 ss]
en razón de su cargo apostólico; mucho más fuertemente exige de nosotros
la solicitud pastoral reprobar y condenar la reciente adopción de ellas,
afectada de tantos vicios, hecha en el Sínodo, como temeraria,
escandalosa, y, sobre todo después de los decretos publicados por
nuestros predecesores, injuriosa en sumo grado para esta Sede
Apostólica, como por la presente Constitución nuestra la reprobamos y
condenamos y queremos sea tenida por reprobada y condenada.
PIO VII,
1800-1823
Sobre la
indisolubilidad del matrimonio
[Del Breve a Carlos de Dalberg,
arzobispo de Maguncia, de 8 de noviembre de 1803]
El Sumo Pontífice,
a las dudas propuestas, responde entre otras cosas: Que la sentencia de
los tribunales laicos y de las juntas católicas, por las que
principalmente se declara la nulidad de los matrimonios y se atenta a la
disolución de su vínculo, ningún valor y ninguna fuerza absolutamente
pueden conseguir ante la Iglesia...
Que aquellos
párrocos que con su presencia aprueben y con su bendición confirmen
estas nupcias, cometerán un gravísimo pecado y traicionarán su sagrado
ministerio; porque no deben ésas ser llamadas nupcias, sino uniones
adulterinas...
De las
versiones de la Sagrada Escritura
[De la Carta Magno et acerbo, al
arzobispo de Mohilev, de 3 de septiembre de 1816]
De grande y amargo
dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace
mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula
los libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y
publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas
astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de
tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal
ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán
los fieles un mortal veneno, de aquellas fuentes de que debieran sacar
aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 8]...
Porque debieras
haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también
nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten
corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de
resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite
sola la edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio
Tridentino [v. 785 s], rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo
permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas
de los escritos de los Padres y doctores católicos, a fin de que tan
gran tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para
que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de
las mismas palabras [Gen. 11, 1].
A la verdad, como
en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes,
variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las
versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los
testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna
vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola silaba. Por
eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas
maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada
uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la divina palabra,
editando biblias vernáculas, de cuya maravillosa variedad y
discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y se arañan. “Porque
no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino porque las
Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende,
se afirma también temeraria y audazmente”.
Ahora bien, si nos
dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han fallado
no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de
temer si éstas son entregadas para ser libremente leidas, trasladadas a
cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de
las veces no juzga por discernimiento alguno, sino llevado de cierta
temeridad?...
Por lo cual, con
cabal sabiduría mandó nuestro predecesor Inocencio III en aquella
célebre epístola a los fieles de la Iglesia de Metz lo que sigue: “Mas
los arcanos misterios de la fe no deben ser corrientemente expuestos a
todos, como quiera que no por todos pueden ser corrientemente
entendidos, sino sólo por aquellos que pueden concebirlos con fiel
entendimiento. Por lo cual, a los más sencillos, dice el Apóstol, como a
pequeñuelos en Cristo, os di leche por bebida, no comida [1 Cor. 3, 2].
De los mayores, en efecto, es la comida sólida, como a otros decía él
mismo: La sabiduría... la hablamos entre perfectos [1 Cor. 2, 6]; mas
entre vosotros, yo no juzgué que sabía nada, sino a Jesucristo, y éste
crucificado [1 Cor. 2, 2]. Porque es tan grande la profundidad de la
Escritura divina, que no sólo los simples e iletrados, mas ni siquiera
los prudentes y doctos bastan plenamente para indagar su inteligencia.
Por lo cual dice la Escritura que muchos desfallecieron escudriñando con
escrutinio [Ps. 63, 7].
“De ahí que
rectamente fue establecido antiguamente en la ley divina que la bestia
que tocara al monte, fuera apedreada [Hebr. 12, 20; Ex. 19, 12 s], es
decir, que ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la
Sagrada Escritura ni predicarla a otros. Porque está escrito: No busques
cosas más altas que tú [Eccli. 3, 22]. Por lo que dice el Apóstol: No
saber más de lo que es menester saber, sino saber con sobriedad [Rom.
12, 3]”. Y conocidísimas son las Constituciones no sólo del hace un
instante citado Inocencio III, sino también de Pío IV, de Clemente VIII
y de Benedicto XIV, en que se precavía que, de estar a todos patente y
al descubierto la Escritura, no se envileciera tal vez y estuviera
expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres,
indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la
lectura e interpretación de la Escritura, conózcalo clarísimamente tu
fraternidad por la preclara Constitución Unigenitus de otro predecesor
nuestro, Clemente XI, en que expresamente se reprueban aquellas
doctrinas por las que se afirmaba que en todo tiempo, en todo lugar y
para todo género de personas, es útil y necesario conocer los misterios
de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para todos y que
es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar para
los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento
[Prop. 79-85 de Quesnell; v. 1429-1435].
LEON XII,
1823-1829
Sobre las
versiones de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Ubi primum, de 5
de mayo de 1824]
...La iniquidad de
nuestros enemigos llega a tanto que, aparte el aluvión de libros
perniciosos, por sí mismo hostil a la religión, se esfuerzan también en
convertir en detrimento de la religión las Sagradas Letras, que nos
fueron divinamente dadas para edificación de la religión misma. No se os
oculta, Venerables Hermanos, que cierta Sociedad vulgarmente llamada
bíblica recorre audazmente todo el orbe y, despreciadas las tradiciones
de los santos Padres, contra el conocidísimo decreto del Concilio
Tridentino [v. 786], juntando para ello sus fuerzas y medios todos,
intenta que los Sagrados Libros se viertan o más bien se perviertan en
las lenguas vulgares de todas las naciones...
Para alejar esta
calamidad, nuestros predecesores publicaron varias Constituciones...
[por ejemplo: Pío VII; V. 1602 ss] ...Nosotros también, conforme a
nuestro cargo apostólico, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que os
esforcéis a todo trance por apartar a vuestra grey de estos mortíferos
pastos. Argüid, rogad, instad oportuna e importunamente, con toda
paciencia y doctrina [2 Tim. 4, 2] a fin de que vuestros fieles,
adheridos al pie de la letra a las reglas de nuestra Congregación del
Indice, se persuadan que si los Sagrados Libros se permiten
corrientemente y sin discernimiento en lengua vulgar, de ello ha de
resultar por la temeridad de los hombres más daño que provecho”. Esta
verdad la demuestra la experiencia y, aparte otros Padres, la declaró
San Agustín por estas palabras: “Porque...” [v. 1604].
PIO VIII,
1829-1830
Sobre la usura
[Resp. de Pío VIII al obispo de
Rennes (Francia) dada en audiencia el 18 de agosto de 1830]
El obispo de
Rennes en Francia expone..., que no todos los confesores de su diócesis
son de la misma opinión acerca del lucro percibido por el dinero dado en
préstamo a los negociadores, para que con él se enriquezcan.
Se disputa
vivamente sobre el sentido de la carta Vix pervenit [v. 1475 ss]. De
ambas partes se alegan motivos para defender la opinión que cada uno ha
abrazado en pro o en contra de tal lucro. De ahí querellas, disensiones,
denegación de los sacramentos a los negociadores que siguen este modo de
enriquecerse e innumerables daños de las almas.
Para remediar los
daños de las almas, algunos confesores opinan que pueden seguir un
camino medio entre una y otra sentencia. Si alguien les consulta sobre
dicho lucro, se esfuerzan en apartarlo de él. Si el penitente persevera
en su designio de dar dinero prestado a los negociantes y objeta que la
sentencia que favorece a tal préstamo tiene muchos defensores y que
además no ha sido condenada por la Santa Sede, más de una vez consultada
sobre este asunto, entonces estos confesores exigen que el penitente
prometa obedecer con filial obediencia el juicio del Sumo Pontífice, si
se interpone, cualquiera que él sea; y obtenida esta promesa, no niegan
la absolución, aun cuando crean más probable la opinión contraria a tal
lucro. Si el penitente no se confiesa del lucro del dinero prestado y
parece de buena fe, estos confesores, aun cuando por otra parte conozcan
que el penitente ha percibido o sigue todavía percibiendo semejante
lucro, le absuelven sin preguntarle nada sobre ello, por miedo de que,
avisado el penitente, rehuse restituir o abstenerse de dicho lucro.
Pregunta, pues,
dicho obispo de Rennes:
I. Si puede
aprobar la manera de obrar de estos últimos confesores.
II. Si puede
exhortar a los otros confesores más rígidos que acuden a consultarle,
que sigan el modo de obrar de aquéllos, hasta que la Santa Sede
pronuncie juicio expreso sobre el asunto
Respondió Pío
VIII:
A I. Que no se les
debe inquietar.
A II. Provisto en
I.
GREGORIO XVI,
1831-1846
De la usura
[Declaraciones acerca de una
Respuesta de Pío VIII]
A. A las dudas del
obispo de Viviers [Francia]:
1. “Si el juicio
predicho del Santísimo Pontífice ha de ser entendido tal como suenan sus
palabras, y separadamente del título de la ley del príncipe, del que
hablan los Emmos. Cardenales en estas respuestas, de modo que sólo se
trate del préstamo hecho a los negociantes”.
2. “Si el título
de la ley del príncipe, de que hablan los Eminentísimos Cardenales, hay
que entenderlo de modo que baste que la ley del principe declare ser
lícito a cada uno convenir sobre el lucro por el solo préstamo hecho,
como se hace en el código civil de los franceses, sin que diga conceder
derecho a percibir tal lucro”.
La Congregación
del Santo Oficio respondió el día 31 de agosto de 1831:
Provisto en los
decretos del miércoles, día 18 de agosto de 1830, y dénse los decretos.
B. A la duda del
obispo de Nicea:
“Si los penitentes
que percibieron con dudosa o mala fe un lucro moderado del préstamo por
el solo título de la ley, pueden ser absueltos sacramentalmente, sin
imponérseles carga alguna de restitución, con tal de que sinceramente se
arrepientan del pecado cometido por la dudosa o mala fe, y estén
dispuestos a acatar con filial obediencia los mandatos de la Santa
Sede”.
La Congregación
del Santo Oficio respondió el 17 de enero de 1838:
Afirmativamente,
con tal de que estén dispuestos a acatar los mandatos de la Santa Sede.
Del
indiferentismo
(contra Felicidad de Lamennais)
[De la Encíclica Mirari vos
arbitramur, de 16 de agosto de 1832]
Tocamos ahora otra
causa ubérrima de males, por los que deploramos la presente aflicción de
la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa
opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado por todas
partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con
cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la
norma de lo recto y de lo honesto... Y de esta de todo punto pestífera
fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o
más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser
afirmada y reivindicada para cada uno.
A este
pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada
libertad de opinión, que para ruina de lo sagrado y de lo civil está
ampliamente invadiendo, afirmando a cada paso algunos con sumo descaro
que de ella dimana algún provecho a la religión. Pero “¿qué muerte peor
para el alma que la libertad del error?”, decía San Agustín (Epist.
1661) y es así que roto todo freno con que los hombres se contienen en
las sendas de la verdad, como ya de suyo la naturaleza de ellos se
precipita, inclinada como está hacia el mal, realmente decimos que se
abre el pozo del abismo [Apoc. 9, 3], del que vio Juan que subía una
humareda con que se oscureció el sol, al salir de él langostas sobre la
vastedad de la tierra...
Tampoco pudiéramos
augurar más fausto suceso tanto para la religión como para la autoridad
civil de los deseos de aquellos que quieren a todo trance la separación
de la Iglesia y del Estado y que se rompa la mutua concordia del poder y
el sacerdocio. Consta, en efecto, que es sobremanera temida por los
amadores de la más descarada libertad aquella concordia que siempre fue
fausta y saludable a lo sagrado y a lo civil...
Abrazando en
primer lugar con paterno afecto a los que han aplicado su mente sobre
todo a las disciplinas sagradas y a las cuestiones filosóficas,
exhortadlos y haced que no se desvíen imprudentemente, fiados en las
fuerzas de su solo ingenio, de las sendas de la verdad al camino de los
impíos. Acuérdense que Dios es el guía de la sabiduría y enmendador de
los sabios [cf. Sap. 7, 15], y que es imposible que sin Dios aprendamos
a Dios, quien por el Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios, Propio
es de hombre soberbio o, más bien, insensato, pesar por balanzas humanas
los misterios de la fe, que superan todo sentido [Phil. 4, 7], y
confiarlos a la consideración de nuestra mente, que, por condición de ]a
humana naturaleza, es débil y enferma.
De las
falsas doctrinas de Felicidad de Lamennais
[De la Encíclica Singulari nos
affecerant gaudio a los obispos de Francia, de 25 de junio de 1834]
Por lo demás, es
mucho de deplorar a dónde van a parar los delirios de la razón humana,
apenas alguien se entrega a las novedades y, contra el aviso del
Apóstol, se empeña en saber más de lo que conviene saber [cf. Rom. 12,
3] y, confiando demasiado en sí mismo, se imagina que debe buscarse la
verdad fuera de la Iglesia Católica, en la que se halla sin la más leve
mancha de error, y que por esto se llama y es columna y sostén de la
verdad [1 Tim. 3, 15]. Pero bien comprenderéis, Venerables Hermanos, que
Nos hablamos aquí también de aquel falaz sistema de filosofía,
ciertamente reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario
y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde
ciertamente se halla, y, desdeñadas las santas y apostólicas
tradiciones, se adoptan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no
aprobadas por la Iglesia, en las que hombres vanísimos equivocadamente
piensan que se apoya y sustenta la verdad misma.
Condenación de
las obras de Jorge Hermes
[Del Breve Dum acerbissimas, de 26
de septiembre de 1835]
Para aumentar las
angustias que día y noche nos oprimen por ello [por las persecuciones de
la Iglesia], añádese otro hecho calamitosísimo y sobremanera deplorable
y es que, entre aquellos que luchan a favor de la religión con la
publicación de obras, hay algunos que se atreven a introducirse
simuladamente, los cuales igualmente quieren parecer y hacen ostentación
de que combaten por la misma, a fin de que, sostenida la apariencia de
religión, pero despreciada la verdad, más fácilmente puedan seducir y
pervertir a los incautos por medio de la filosofía, es decir, por medio
de sus vanas fantasías filosóficas, y de la vacía falacia [Col. 2, 8}, y
por ahí engañar a los pueblos y con más confianza tender las manos en
ayuda de los enemigos que a cara descubierta la persiguen. Por lo cual,
apenas nos fueron conocidas las impías e insidiosas maquinaciones de
algunos de esos escritores, no tardamos en denunciar, por medio de
nuestras Encíclicas y otras Letras apostólicas, sus astutos y depravados
intentos, ni en condenar sus errores y poner de manifiesto sus
perniciosos engaños, por los que pretenden con extrema astucia derrocar
desde sus cimientos la constitución divina de la Iglesia, la disciplina
eclesiástica y hasta el mismo orden civil, en su totalidad. Y,
ciertamente, por un hecho tristísimo se ha comprobado que, quitándose
por fin la máscara de la simulación, han levantado ya en alto la bandera
de rebelión contra toda potestad constituída por Dios.
Mas no tenemos esa
sola causa gravísima de llanto. Pues aparte de los que, con escándalo de
todos los católicos, se entregaron a los rebeldes, para colmo de
nuestras amarguras, vemos que se meten también en el estudio teológico
quienes por el afán v el ardor de la novedad, aprendiendo siempre y sin
llegar jamás al conocimiento de la verdad [2 Tim. 3, 7], son maestros
del error, porque no fueron discípulos de la verdad. Y es así que ellos
inficionan con peregrinas y reprobables doctrinas los sagrados estudios
y no dudan en profanar el público magisterio, si alguno desempeñan en
las escuelas y academias, y en fin, es patente que adulteran el mismo
depósito sacratísimo de la fe que se jactan de defender. Ahora bien,
entre tales maestros del error, por la fama constante y casi común
extendida por Alemania, hay que contar a Jorge Hermes, como quiera que,
desviándose audazmente del real camino que la tradición universal y los
Santos Padres abrieron en la exposición y defensa de las verdades de la
fe, es más, despreciándolo y condenándolo con soberbia, inventa una
tenebrosa vía hacia todo género de errores en la duda positiva, como
base de toda disquisición teológica, y en el principio, por él
establecido, de que la razón es la norma principal y medio único por el
que pueda el hombre alcanzar el conocimiento de las verdades
sobrenaturales...
Así, pues,
mandamos que estos libros fueran entregados a teólogos peritísimos en la
lengua alemana para que fueran diligentísimamente examinados en todas
sus partes... Por fin (los Emmos. Cardenales Inquisidores), considerando
con todo empeño, como la gravedad del asunto pedía, todos y cada uno de
sus puntos... juzgaron que el autor se desvanece en sus pensamientos
[Rom. 1, 21], y que teje en dichas obras muchas sentencias absurdas,
ajenas a la doctrina de la Iglesia Católica; señaladamente, acerca de la
naturaleza de la fe y la regla de creer; acerca de la Sagrada Escritura,
de la tradición, la revelación y el magisterio de la Iglesia; acerca de
los motivos de credibilidad, de los argumentos con que suele
establecerse y confirmarse la existencia de Dios, de la esencia de Dios
mismo, de su santidad, justicia, libertad y finalidad en las obras que
los teólogos llaman ad extra, así como acerca de la necesidad de la
gracia, de la distribución de ésta y de los dones, la retribución de los
premios y la inflicción de las penas; acerca del estado de los primeros
padres, el pecado original y las fuerzas del hombre caído; y
determinaron que dichos libros debían ser prohibidos y condenados por
contener doctrinas y proposiciones respectivamente falsas, temerarias,
capciosas, inducentes al escepticismo y al indiferentismo, erróneas,
escandalosas, injuriosas para las escuelas católicas, subversivas de la
fe divina, que saben a herejía y otras veces fueron condenadas por la
Iglesia.
Nos, pues..., a
tenor de las presentes, condenamos y reprobamos los libros predichos,
dondequiera y en cualquier idioma, o en cualquier edición o versión
hasta ahora impresos o que en adelante, lo que Dios no permita, hayan de
imprimirse, y mandamos que sean puestos en el índice de libros
prohibidos.
De la fe y la
razón
(contra Luis Eug. Bautain)
[Tesis firmadas por Bautain, por
mandato de su obispo, el 8 de septiembre de 1840]
1. El razonamiento
puede probar con certeza la existencia de Dios y la infinitud de sus
perfecciones. La fe, don del cielo, es posterior a la revelación; de ahí
que no puede ser alegada contra un ateo para probar la existencia de
Dios [cf. 1650].
2. La divinidad de
la religión mosaica se prueba con certeza por la tradición oral y
escrita de la sinagoga y del cristianismo.
3. La prueba
tomada de los milagros de Jesucristo, sensible e impresionante para los
testigos oculares, no ha perdido su fuerza y su fulgor para las
generaciones siguientes. Esta prueba la hallamos con toda certeza en la
autenticidad del Nuevo Testamento, en la tradición oral y escrita de
todos los cristianos. Por esta doble tradición debemos demostrar la
revelación a aquellos que la rechazan o que, sin admitirla todavía, la
buscan.
4. No tenemos
derecho a exigir de un incrédulo que admita la resurrección de nuestro
divino Salvador, antes de haberle propuesto argumentos ciertos; y estos
argumentos se deducen de la misma tradición por razonamiento.
5. En cuanto a
estas varias cuestiones, la razón precede a la fe y debe conducirnos a
ella [cf. 1651].
6. Aunque la razón
quedó debilitada y oscurecida por el pecado original, quedó sin embargo
en ella bastante claridad y fuerza para conducirnos con certeza al
conocimiento de la existencia de Dios y de la revelación hecha a los
judíos por Moisés y a los cristianos por nuestro adorable Hombre-Dios.
De la materia
de la extremaunción
[Del Decreto del Santo Oficio bajo
Paulo V, de 13 de enero de 1611, y Gregorio
XVI, de 14 de septiembre de 1842]
1. La proposición:
“Que el sacramento de la extremaunción puede válidamente ser
administrado con óleo no consagrado con la bendición episcopal”, el S.
Oficio declaró el 13 de enero de 1611 que es temeraria y próxima a
error.
2. Igualmente,
sobre la duda: “Si en caso de necesidad puede el párroco para la validez
del sacramento de la extremaunción usar de óleo bendecido por él mismo”,
el S. Oficio, con fecha 14 de septiembre de 1842 respondió
negativamente, conforme a la forma del Decreto de la feria quinta
[jueves] delante del SS. el día 18 de enero de 1611, resolución que
Gregorio XVI aprobó el mismo día.
De las
versiones de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Inter praecipuas,
de 16 de mayo de 1844]
... Cosa
averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera del nombre
cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina
recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las
Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis,
finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para trasladar
fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por
ello resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por
medio de las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos errores por
inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que
la misma multitud y variedad de aquellas versiones oculta durante largo
tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo,
les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres que han de leer
aquellas Biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en estos o
aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a
reivindicar para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las
Escrituras, a despreciar las tradiciones divinas que tomadas de la
doctrina de los Padres, son guardadas en la Iglesia Católica y a
repudiar en fin el magisterio mismo de la Iglesia.
A este fin, esos
mismos socios bíblicos no cesan de calumniar a la Iglesia y a esta Santa
Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá estuviera empeñada en alejar
al pueblo fiel del conocimiento de las Sagradas Escrituras; siendo así
que existen muchísimos y clarísimos documentos del singular empeño que
aun en los mismos tiempos modernos han mostrado los Sumos Pontífices y,
siguiendo su guía, los demás prelados católicos porque los pueblos
católicos fueran más intensamente instruídos en la palabra de Dios, ora
escrita, ora legada por tradición...
En las reglas que
fueron escritas por los Padres designados por el Concilio Tridentino,
aprobadas por Pío IV y puestas al frente del índice de los libros
prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura de
la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se
juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma
regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los
obstinados engaños de los herejes, se añadió finalmente por autoridad de
Benedicto XIV la declaración de que se tuviera en adelante por permitida
la lectura de aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas
por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos
Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos... Todas las
antedichas sociedades bíblicas, ya de antiguo reprobadas por nuestros
antecesores, las condenamos nuevamente por autoridad apostólica...
Por tanto, sepan
todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios y de la
Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas
sociedades o prestarles su trabajo o de modo cualquiera favorecerlas.
PIO XIX
1846-1878
De la fe y la
razón
[De la Encíclica Qui pluribus,
de 9 de noviembre de 1846]
Porque sabéis,
venerables Hermanos, que estos enconadísimos enemigos del nombre
cristiano, míseramente arrebatados de cierto ímpetu ciego de loca
impiedad, han llegado a punto tal de temeridad de opinión que
abriendo sus bocas con audacia totalmente inaudita para blasfemar
contra Dios [cf. Apoc. 13, 6] no se avergüenzan de enseñar
manifiesta y públicamente que los misterios sacrosantos de nuestra
religión son ficciones y pura invención de los hombres, que la doctrina
de la Iglesia se opone al bien y provecho de la sociedad humana [v.
1740], y no tiemblan de renegar de Cristo mismo y de Dios. Y para más
fácilmente burlarse de los pueblos y engañar principalmente a los
incautos e ignorantes y arrebatarlos consigo al error, fantasean que
sólo a ellos les son conocidos los caminos de la prosperidad, y no dudan
de arrogarse el nombre de filósofos, como si la filosofía, que versa
toda entera en la investigación de la verdad de la naturaleza, tuviera
que rechazar aquellas cosas que el mismo supremo y clementísimo autor de
toda la naturaleza, Dios, se ha dignado manifestar a los hombres por
singular beneficio y misericordia, para que alcancen la verdadera
felicidad y salvación.
De ahí que con un
género de argumentaciones ciertamente retorcido y falacísimo, no paran
jamás de apelar a la fuerza y excelencia de la razón humana y de
exaltarla contra la fe santísima de Cristo y audacísimamente gritan que
ésta se opone a la razón humana [v. 1706]. Nada ciertamente puede
inventarse o imaginarse más demente, nada más impío, nada que más
repugne a la razón misma. Porque, si bien la fe está por encima de la
razón, no puede, sin embargo, hallarse jamás entre ellas verdadera
disención alguna ni verdadero conflicto, como quiera que ambas nacen de
una y misma muente, la de la verdad inmutable y eterna, que es Dios
óptimo y máximo, y de tal manera se prestan mutua ayuda que la recta
razón demuestra, protege y defiende la verdad de la fe, y la fe libra a
la razón de todos los errores y maravillosamente la ilustra, confirma y
perfecciona con el conocimiento de las cosas divinas [v. 1799].
Ni es menor
ciertamente la falacia, Venerables Hermanos, con que estos enemigos de
la divina revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso humano,
con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían
introducirlo en la religión católica, como si la religión misma no fuera
obra de Dios, sino de los hombres o algún invento filosófico que pueda
perfeccionarse por procedimientos humanos [cf. 1705]. A éstos que tan
míseramente deliran, se aplica muy oportunamente lo que Tertuliano
echaba en cara a los filósofos de su tiempo: “Que presentaron un
cristianismo estoico o platónico o dialéctico” y a la verdad, como
quiera que nuestra santísima religión no fue inventada por la razón
humana, sino manifestada clementísimamente por Dios a los hombres, a
cualquiera se le alcanza fácilmente que la religión misma toma toda su
fuerza de la autoridad del mismo Dios que habla, y que no puede jamás
ser guiada ni perfeccionada de la razón humana.
Ciertamente, la
razón humana, para no ser engañada ni errar en asunto de tanta
importancia, es menester que inquiera diligentemente el hecho de la
revelación, para que le conste ciertamente que Dios ha hablado, y
prestarle, como sapientísimamente enseña el Apóstol, un obsequio
razonable [Rom. 12, 1]. Porque ¿quién ignora o puede ignorar que
debe darse toda fe a Dios que habla y que nada es más conveniente a la
razón que asentir y firmemente adherirse a aquellas cosas que le consta
han sido reveladas por Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos?
Pero, ¡cuántos,
cuán maravillosos, cuán espléndidos argumentos tenemos a mano, por los
cuales la razón humana se ve sobradamente obligada a reconocer que la
religión de Cristo es divina “y que todo principio de nuestros dogmas
tomó su raíz de arriba, del Señor de los cielos” y que por lo mismo nada
hay más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo y que se
apoye en más firmes principios. Como es sabido, esta fe, maestra de la
vida, indicadora de la salvación, expulsadora de todos los vicios y
madre fecunda y nutridora de las virtudes, confirmada por el nacimiento,
vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, profecías de su divino
autor y consumador Jesucristo, brillando por doquier por la luz de la
celeste doctrina y enriquecida por los tesoros de los dones celestes,
clara e insigne sobre todo por las predicciones de tantos profetas, por
el esplendor de tantos milagros, por la constancia de tantos mártires,
por la gloria de tantos santos, llevando delante las saludables leyes de
Cristo, y adquiriendo fuerzas cada día mayores por las mismas
persecuciones, invadió con solo el estandarte de Cristo el orbe universo
por tierra y mar, desde oriente a occidente y, desbaratada la falacia de
los ídolos, alejada la niebla de los errores y triunfando de los
enemigos de toda especie, ilustró con la lumbre del conocimiento divino
a todos los pueblos, gentes y naciones, por bárbaros que fueran en su
inhumanidad, por divididos que estuvieran por su índole, costumbres,
leyes e instituciones, y sometiólos al suavísimo yugo del mismo Cristo,
anunciando a todos la paz, anunciando los bienes [Is. 52,
7]. Todos estos hechos brillan ciertamente por doquiera con tan grande
fulgor de la sabiduría y del poder divino que cualquier mente y
pensamiento puede con facilidad entender que la fe cristiana es obra de
Dios.
Así, pues,
conociendo clara y patentemente por estos argumentos, a par
luminosísimos y firmísimos, que Dios es el autor de la misma fe, la
razón humana no puede ir más allá, sino que rechazada y alejada
totalmente toda dificultad y duda, es menester que preste a la misma fe
toda obediencia, como quiera que tiene por cierto que ha sido por Dios
enseñado cuanto la fe misma propone a los hombres para creer y hacer.
Sobre el
matrimonio civil
De la Alocución Acerbissimum
vobiscum, de 27 de septiembre de 1852]
Nada decimos de
aquel otro decreto por el que, despreciado totalmente el misterio, la
dignidad y santidad del sacramento del matrimonio e ignorando y
trastornando absolutamente su institución y naturaleza, desechada de
todo en todo la potestad de la Iglesia sobre el mismo sacramento, se
proponía, según los errores ya condenados de los herejes y contra la
doctrina de la Iglesia Católica, que se tuviera el matrimonio sólo como
contrato civil y se sancionaba en varios casos el divorcio propiamente
dicho [cf. 1767], a par que todas las causas matrimoniales se sometían a
los tribunales laicos y por ellos eran juzgadas [v. 1774]. Pero ningún
católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y
propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica,
instituído por Cristo Señor, y que, por tanto, no puede darse el
matrimonio entre los fieles sin que sea al mismo tiempo sacramento, y,
consiguientemente, cualquier otra unión de hombre y mujer entre
cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil,
en cuya virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso
concubinato tan encarecidamente condenado por la Iglesia; y, por tanto,
el sacramento no puede nunca separarse del contrato conyugal [v. 1773],
y pertenece totalmente a la potestad de la Iglesia determinar todo
aquello que de cualquier modo pueda referirse al mismo matrimonio.
Definición de
la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María
[De la Bula Ineffabilis Deus,
de 8 de diciembre de 1854]
... Para honor de
la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre
de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la
religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los
bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos,
proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original
en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio
de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador
del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y
constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno, lo
que Dios no permita, pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a
como por Nos ha sido definido, sepa y tenga por cierto que está
condenado por su propio juicio, que ha sufrido naufragio en la fe y se
ha apartado de la unidad de la Iglesia, y que además, por el mismo
hecho, se somete a si mismo a las penas establecidas por el derecho, si,
lo que en su corazón siente, se atreviere a manifestarlo de palabra o
por escrito o de cualquiera otro modo externo.
Del
racionalismo e indiferentismo
[De la Alocución Singulari
quadam, de 9 de diciembre de 1854]
Hay, además,
Venerables Hermanos, varones distinguidos por su erudición que confiesan
ser con mucho la religión el don más excelente hecho por Dios a los
hombres, pero que tienen en tanta estima la razón humana, la exaltan en
tanto grado, que piensan muy neciamente ha de ser equiparada con la
religión misma. De ahí que, según su vana opinión, las disciplinas
teológicas habrían de ser tratadas de la misma manera que las
filosóficas, siendo así que aquéllas se apoyan en los dogmas de la fe, a
los que nada supera en firmeza, nada en estabilidad; y éstas se explican
e ilustran por la razón humana, lo más incierto que pueda darse, como
quiera que es varia según la variedad de los ingenios y está expuesta a
innumerables falacias e ilusiones. Y así, rechazada la autoridad de la
Iglesia, quedó abierto campo anchísimo a todas las más difíciles y
recónditas cuestiones, y la razón humana, confiada en sus débiles
fuerzas, corriendo con demasiada licencia, resbaló en torpísimos errores
que no tenemos ni tiempo ni ganas de referir aquí, mas que os son bien
conocidos y averiguados, y que han redundado en daño, y daño grandísimo,
para la religión y el estado. Por lo cual es menester mostrar a esos
hombres que exaltan más de lo justo las fuerzas de la razón humana, que
ello es llanamente contrario a aquella verdaderísima sentencia del
Doctor de las gentes: Si alguno piensa que sabe algo, no
sabiendo nada, a sí mismo se engaña [Gal. 6, 3]. Hay que
demostrarles cuánta arrogancia sea investigar hasta el fondo misterios
que el Dios clementísimo se ha dignado revelarnos, y atreverse a
alcanzarlos y abarcarlos con la flaqueza y estrecheces de la mente
humana, cuando ellos exceden con larguísima distancia las fuerzas de
nuestro entendimiento que, conforme al dicho del mismo Apóstol, debe ser
cautivado en obsequio de la fe [cf. 2 Cor. 10, 5].
Y estos seguidores
o, por decir mejor, adoradores de la razón humana, que se la proponen
como maestra cierta y que por ella guiados se prometen toda clase de
prosperidades, han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa herida fue
infligida a la naturaleza humana por la culpa del primer padre, como que
las tinieblas se difundieron en la mente, y la voluntad quedó inclinada
al mal. De ahí que los más célebres filósofos de la más remota
antigüedad, si bien escribieron muchas cosas de modo preclaro;
contaminaron, sin embargo, sus doctrinas con gravísimos errores. De ahí
aquella continua lucha que experimentamos en nosotros, de que habla el
Apóstol: Siento en mis miembros una ley que combate contra la ley de
mi mente [Rom. 7, 23].
Ahora bien, cuando
consta que la luz de la razón está extenuada por la culpa de origen
propagada a todos los descendientes de Adán, y cuando el género humano
ha caído misérrimamente de su primitivo estado de justicia e inocencia,
¿quién tendrá la razón por suficiente para alcanzar la verdad? ¿Quién,
entre tan grandes peligros y tan grande flaqueza de fuerzas para
resbalar y caer, negará serle necesarios para la salvación los auxilios
de la religión divina y de la gracia celeste? Auxilios que ciertamente
concede Dios con gran benignidad a aquellos que con humilde oración se
los piden, como quiera que está escrito: Dios resiste a los
soberbios, pero da su gracia a los humildes [Iac. 4, 6]. Por eso,
volviéndose antaño Cristo Señor al Padre, afirmó que los altísimos
arcanos de las verdades no fueron manifiestos a los prudentes y
sabios de este siglo que se engríen de su talento y doctrina y se
niegan a prestar obediencia a la fe, sino a los hombres humildes y
sencillos que se apoyan en el oráculo de la fe divina y a él dan su
asentimiento [cf. Mt. 11, 25; Lc. 10, 21].
Este saludable
documento es menester que lo inculquéis en los ánimos de aquellos que
hasta punto tal exageran las fuerzas de la razón humana, que se atreven
con ayuda de ella a escudriñar y explicar los misterios mismos. Nada más
inepto, nada más insensato. Esforzaos en apartarlos de tamaña perversión
de mente, exponiéndoles para ello que nada más excelente ha sido dado
por Dios a los hombres que la autoridad de la fe divina; que ésta es
para nosotros como una antorcha en las tinieblas, ésta el guía que hemos
de seguir para la vida, ésta nos es necesaria absolutamente para la
salvación, pues que sin la fe... es imposible agradar a Dios
[Hebr. 11, 6] y: El que no creyere se condenará [Mc. 16,16].
Otro error y no
menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido
algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de
muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la
salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la
verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia
preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura, después de la
muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe católica
y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que
favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables
Hermanos, atrevernos a poner limites a la misericordia divina, que es
infinita; lejos de nosotros querer escudriñar los ocultos consejos y
juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden ser
penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico
cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral,
para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los
hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en cualquier
religión es posible hallar el camino de la eterna salvación. Demostrad,
con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los pueblos
encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no se
oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.
En efecto, por la
fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede
salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no
hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que
tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión,
si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello
de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de
señalar los limites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad
de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas
circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos,
veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente
con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la
justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por
este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según
la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola fe, un solo
bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en nuestra inquisición, es
ilícito.
Por lo demás,
conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para
que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos,
según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues
no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo
alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con
ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades
hay que fijarlas profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que
no puedan ser corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la
indiferencia de la religión, que para ruina de las almas vemos se
infiltra y robustece con demasiada amplitud.
Del falso
tradicionalismo
(contra Agustín Bonnetty)
[Del Decreto de la S. Congr. del
Indice de 11 (15) de junio de 1855]
1. “Aun cuando la
fe está por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera
disensión, ningún conflicto puede jamás darse entre ellas, como quiera
que ambas proceden de la única y misma fuente inmutable de la verdad,
Dios óptimo máximo, y así se prestan mutua ayuda” [cf. 1635 y 1799].
2. El razonamiento
puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del
alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación y, por
tanto, no puede convenientemente alegarse para probar la existencia de
Dios contra el ateo ni la espiritualidad y libertad del alma racional
contra el seguidor del naturalismo y fatalismo [cf. 1622 y 1625].
3. El uso de la
razón precede a la fe y a ella conduce al hombre con ayuda de la
revelación y de la gracia [cf. 1626].
4. El método de
que usaron Santo Tomás y San Buenaventura, y los demás escolásticos
después de ellos, no conduce al racionalismo ni fue causa de que en las
modernas escuelas la filosofía haya ido a dar en el naturalismo y
panteísmo. Por tanto, no es licito reprochar a aquellos doctores y
maestros que hayan usado este método, sobre todo cuando la Iglesia lo
aprueba o, por lo menos, se calla.
Del abuso del
magnetismo
[De la Encíclica del S. Oficio de 4
de agosto de 1856]
...Sobre esta
materia se han dado ya por la Santa Sede algunas respuestas a casos
particulares, en que se reprueban como ilícitos aquellos experimentos
que se ordenen a conseguir un fin no natural, no honesto, no por los
medios debidos; por lo que en casos semejantes fue decretado el
miércoles 21 de abril de 1841: El uso del magnetismo, tal como se
expone, no es lícito: Igualmente, la Sagrada Congregación juzgó que
debían ser prohibidos ciertos libros que pertinazmente diseminaban estos
errores. Mas como aparte los casos particulares, había que tratar del
uso del magnetismo en general, de ahí que a modo de regla fue estatuido
el miércoles, 28 de julio de 1847: “Alejado todo error, sortilegio,
implícita o explicita invocación del demonio, el uso del magnetismo, es
decir, el mero acto de aplicar medios físicos por otra parte lícitos, no
está moralmente vedado, con tal de que no tienda a un fin ilícito o de
cualquier modo malo. La aplicación, empero, de principio y medios
puramente físicos a cosas y efectos verdaderamente sobrenaturales para
explicarlos físicamente, no es sino un engaño totalmente ilícito y
herético”.
Aun cuando por
este decreto general se explica suficientemente la licitud o ilicitud en
el uso o abuso del magnetismo; sin embargo, hasta tal punto ha crecido
la malicia de los hombres que, descuidando el estudio lícito de la
ciencia, buscando más bien lo curioso, con gran quebranto de las almas y
daño de la misma sociedad civil, se glorían de haber alcanzado cierto
principio de vaticinar y adivinar. De ahí que con los embustes del
sonambulismo y de la que llaman clara intuición, unas mujerzuelas,
arrebatadas en gesticulaciones no siempre honestas, charlatanean que ven
cualquier cosa invisible y con temerario atrevimiento presumen
pronunciar palabras sobre la religión misma, evocar las almas de los
muertos, recibir respuestas, descubrir cosas lejanas y desconocidas, y
practicar otras supersticiones por el estilo, con el fin de conseguir
ganancia ciertamente pingue para sí y para sus señores. En todo esto,
sea el que fuere el arte o ilusión de que se valgan, como quiera que se
ordenan medios físicos para fines no naturales, hay decepción totalmente
ilícita y herética, y escándalo contra la honestidad de las costumbres.
De la falsa
doctrina de Antonio Günther
[Del Breve Eximiam tuam al
Cardenal de Geissel, arzobispo de Colonia, de 15 de junio de 1857]
...Y, en efecto,
no sin dolor nos damos perfectamente cuenta que en esas obras domina
ampliamente el sistema del racionalismo, erróneo y perniciosísimo, y
muchas veces condenado por esta Sede Apostólica; y también sabemos que
en los mismos libros se leen, entre otras, no pocas cosas que se desvían
en no pequeña medida de la fe católica y de la genuina explicación de la
unidad de la divina Sustancia en tres Personas distintas y sempiternas.
Averiguado tenemos igualmente que no es mejor ni más exacto lo que se
enseña del misterio del Verbo encarnado y de la unidad de la persona
divina del Verbo en dos naturalezas divina y humana. Sabemos que en los
mismos libros se hiere el sentir y la enseñanza católica acerca del
hombre, el cual de tal modo se compone únicamente de cuerpo y alma, que
el alma (que es racional), es por si verdadera e inmediata forma del
cuerpo. Tampoco ignoramos que en los mismos libros se enseñan y
establecen cosas que se oponen claramente a la doctrina católica sobre
la libertad de Dios, libre de toda necesidad en la creación de las
cosas.
Hay también que
reprobar y condenar con la mayor energía el hecho de que en los libros
de Günther se atribuya temerariamente el derecho de magisterio a la
razón humana y a la filosofía que en las materias de religión no deben
en absoluto mandar, sino servir, y se perturban, por ende, todas
aquellas cosas que han de permanecer firmísimas, ora sobre la distinción
entre la ciencia y la fe, ora sobre la perenne inmutabilidad de la fe,
que es siempre una y la misma, mientras la filosofía y las enseñanzas
humanas ni siempre son consecuentes consigo mismas ni se ven libres de
múltiple variedad de errores.
Añádese que
tampoco los Santos Padres son tenidos en aquella reverencia que
prescriben los cánones de los Concilios y que absolutamente merecen las
más espléndidas lumbreras de la Iglesia; ni se abstiene el autor de
aquellos dicterios contra las escuelas católicas que nuestro predecesor
Pío Vl, de feliz memoria, condenó solemnemente [v. 1576].
Tampoco pasaremos
en silencio que en los libros güntherianos se viola de modo extremo
la sana forma de hablar, como si fuera lícito olvidarse de las
palabras del Apóstol Pablo [2 Tim. 1, 13] o de éstas en que
gravísimamente nos advierte Agustín: “Es menester que hablemos conforme
a regla cierta, no sea que la licencia en las palabras engendre también
impía opinión sobre las cosas que con las palabras son significadas” [V,
1714 a].
Errores de los
ontologistas
[Según el decreto del S. Oficio de
18 de septiembre de 1861, no pueden enseñarse con seguridad]
1. El conocimiento
inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al entendimiento
humano, de suerte que sin él nada puede conocer: como que es la misma
luz intelectual.
2. Aquel ser que
en todo y sin el cual nada entendemos es el Ser divino.
3. Los universales
considerados objetivamente, no se distinguen realmente de Dios.
4. La congénita
noticia de Dios como ser simpliciter, envuelve de modo eminente
todo otro conocimiento, de suerte que por ella tenemos conocido
implícitamente todo ser bajo cualquier aspecto que sea conocible.
5. Todas las demás
ideas no son sino modificaciones de la idea por la que Dios es entendido
como ser simpliciter.
6. Las cosas
creadas están en Dios como la parte en el todo, no ciertamente en el
todo formal, sino en el todo infinito, simplicísimo, que pone fuera de
sí sus cuasipartes sin división ni disminución alguna de sí.
7. La creación
puede explicarse de la siguiente manera: Dios, por el acto especial
mismo con que se entiende y quiere a sí mismo como distinto de una
criatura determinada, v. gr., el hombre, produce la criatura.
De la falsa
libertad de la ciencia
(contra
Jacobo Frohschammer)
[De la Carta Gravísimas inter,
al arzobispo de Munich-Frisinga, de 11 de diciembre de 1862]
Entre las
gravísimas amarguras con que de todas partes nos sentimos oprimidos en
tan grande perturbación e impiedad de los tiempos, nos dolemos
vehementemente al saber que en varias regiones de Alemania se hallan
hombres, aun entre los católicos, que, al enseñar la sagrada teología y
la filosofía, no dudan en modo alguno en introducir una libertad de
enseñar y escribir inaudita hasta ahora en la Iglesia ni en profesar
pública y abiertamente opiniones nuevas y de todo punto reprobables, que
diseminan entre el vulgo.
De ahí, Venerable
Hermano, que sentimos tristeza no leve, cuando a Nos llegó la
infaustísima nueva de que el presbítero Jacobo Frohschammer, maestro de
filosofía en esa Universidad de Munich, emplea más que nadie semejante
licencia de enseñar y escribir, y defiende en sus obras publicadas
perniciosísimos errores. Así, pues, sin tardanza ninguna, mandamos a
nuestra Congregación, encargada de la censura de los libros, que
cuidadosamente y con la mayor diligencia examinara los principales
volúmenes que corren bajo el nombre del mismo presbítero Frohschammer, y
nos informara de todo. Estos volúmenes escritos en alemán llevan por
título: Introducción a la filosofía, De la libertad de la ciencia,
Athenaeum, de los cuales el primero salió a luz ahí en Munich el año
1858, el segundo el año 1861, el tercero en el curso del presente año de
1862. Así, pues, la misma Congregación ... juzgó que el autor no siente
rectamente en muchos puntos y que su doctrina se aparta de la verdad
católica.
Y esto
principalmente por doble motivo: primero porque el autor atribuye a la
razón humana tales fuerzas, que en manera alguna competen a la misma
razón; y segundo, porque concede a la misma razón tal libertad de opinar
de todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente quedan suprimidos
los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma.
Porque este autor
enseña en primer lugar que la filosofía, si se tiene su verdadera
noción, no sólo puede percibir y entender aquellos dogmas cristianos que
la razón natural tiene comunes con la fe (es decir, como objeto común de
percepción); sino aquellos también que de modo más particular y propio
constituyen la religión y fe cristianas; es decir, que el mismo fin
sobrenatural del hombre y todo lo que a este fin se refiere, y el
sacratísimo misterio de la Encarnación del Señor pertenecen al dominio
de la razón y de la filosofía, y que la razón, dado este objeto, puede
llegar a ellos científicamente por sus propios principios. Y si bien es
cierto que el autor introduce alguna distinción entre unos y otros
dogmas y atribuye estos últimos con menor derecho a la razón; sin
embargo, clara y abiertamente enseña que también éstos se contienen
entre los que constituyen la verdadera y propia materia de la ciencia o
de la filosofía. Por lo cual, de la sentencia del mismo autor pudiera y
debiera absolutamente concluirse que la razón, aun propuesto el objeto
de la revelación, puede por sí misma, no ya por el principio de la
divina autoridad, sino por sus mismos principios y fuerzas naturales,
llegar a la ciencia o certeza incluso en los más ocultos misterios de la
divina sabiduría y bondad, más aún, hasta en los de su libre voluntad.
Cuán falsa y errónea sea esta doctrina del autor, nadie hay que no lo
vea inmediatamente y llanamente lo sienta, por muy ligeramente instruído
que esté en los rudimentos de la doctrina cristiana.
Porque si estos
cultivadores de la filosofía defendieran los verdaderos y solos
principios y derechos de la razón y de la disciplina filosófica, habría
que rendirles alabanzas ciertamente debidas. Puesto que la verdadera y
sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a la misma
filosofía incumbe inquirir diligentemente la verdad, cultivar recta y
cuidadosamente e ilustrar a la razón humana, que, si bien oscurecida por
la culpa del primer hombre, no quedó en modo alguno extinguida;
percibir, entender bien y promover el objeto de su conocimiento y
muchísimas verdades, y demostrar, vindicar y defender por argumentos
tomados de sus propios principios muchas de las qué también la fe
propone para creer, como la existencia de Dios, su naturaleza y
atributos, preparando de este modo el camino para que estos dogmas sean
más rectamente mantenidos por la fe, y aun para que de algún modo puedan
ser entendidos por la razón aquellos otros dogmas más recónditos que
sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos. Esto debe tratar, en
esto debe ocuparse la severa y pulquérrima ciencia de la verdadera
filosofía. Si en alcanzar esto se esfuerzan los doctos varones en las
universidades de Alemania, siguiendo la singular propensión de aquella
ínclita nación para el cultivo de las más severas y graves disciplinas,
Nos aprobamos y recomendamos su empeño, como quiera que convertirán en
provecho y utilidad de las cosas sagradas lo que ellos encontraren para
sus usos.
Mas lo que en este
asunto, a la verdad gravísimo, jamás podemos tolerar es que todo se
mezcle temerariamente y que la razón ocupe y perturbe aun aquellas cosas
que pertenecen a la fe, siendo así que son certísimos y a todos bien
conocidos los límites, más allá de los cuales jamás pasó la razón por
propio derecho, ni es posible que pase. Y a tales dogmas se refieren de
modo particular y muy claro todas aquellas cosas que miran a la
elevación sobrenatural del hombre y a su sobrenatural comunicación con
Dios y cuanto se sabe que para este fin ha sido revelado. Y a la verdad,
como quiera que estos dogmas están por encima de la naturaleza, de ahí
que no puedan ser alcanzados por la razón natural y los naturales
principios. Nunca, en efecto, puede la razón hacerse idónea por sus
naturales principios para tratar científicamente estos dogmas. Y si esos
filósofos se atreven a afirmarlo temerariamente, sepan
ciertamente que se apartan no de la opinión de cualesquiera doctores,
sino de la común y jamás cambiada doctrina de la Iglesia.
Porque consta por
las Divinas Letras y por la tradición de los Santos Padres, que la
existencia de Dios y muchas otras verdades son conocidas con la luz
natural de la razón aun para aquellos que todavía no han recibido la fe;
mas aquellos dogmas más ocultos, sólo Dios los ha manifestado, al querer
dar a conocer el misterio que estuvo escondido desde los siglos y las
generaciones [Col. 1, 26], y ello por cierto de modo que después de
que antaño en ocasiones varias y de muchos modos habló a los padres
por los profetas, últimamente nos ha hablado a nosotros por su Hijo...
por quien hizo también los siglos [Hebr. 1, 1 s]... Porque a
Dios, nadie le vio jamás: El Hijo unigénito, que está en el seno del
Padre, El mismo nos lo contó [Ioh. 1, 18]. Por eso el Apóstol, que
atestigua que las gentes conocieron a Dios por las cosas creadas, al
tratar de la gracia y de la verdad que fue hecha por Jesucristo
[Ioh. 1,17], hablamos —dice—de la sabiduría de Dios en el
misterio; sabiduría que está oculta... y que ninguno de los príncipes de
este mundo ha conocido... A nosotros, empero, nos lo reveló Dios por
medio de su Espíritu: Porque el Espíritu lo escudriña todo, aun las
profundidades de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe lo que es del
hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él? Por la misma
manera, tampoco lo que es de Dios lo conoce nadie, sino el Espíritu de
Dios [1 Cor. 2, 7 ss].
Siguiendo estos y
otros casi innumerables oráculos divinos, al enseñar la doctrina de la
Iglesia, los Santos Padres tuvieron continuamente cuidado de distinguir
el conocimiento de las cosas divinas, que por la fuerza de la
inteligencia natural es a todos común, de aquel conocimiento de las
cosas que se recibe por la fe por medio del Espíritu Santo, y
constantemente enseñaron que por ésta se nos revelan en Cristo aquellos
misterios que no sólo transcienden la filosofía humana, sino la misma
inteligencia natural de los ángeles, y que, aun después de ser conocidos
por la revelación divina y recibidos por la fe misma, siguen, sin
embargo, cubiertos por el sagrado velo de la misma fe y envueltos en
oscura tiniebla, mientras peregrinamos en esta vida mortal lejos del
Señor.
De todo esto se
sigue en forma patente, ser totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia
Católica la sentencia por la que el mismo Frohschammer no duda en
afirmar que todos los dogmas de la religión cristiana son
indistintamente objeto de la ciencia natural o filosofía y que la razón
humana, con sólo que esté histórica mente cultivada, si se proponen
estos dogmas como objeto a la razón misma, por sus fuerzas y principios
naturales, puede llegar a verdadera ciencia sobre todos los dogmas, aun
los más recónditos [v. 1709].
Además, en los
citados escritos del mismo autor, domina otra sentencia que
manifiestamente se opone a la doctrina y sentir de la Iglesia Católica.
Porque atribuye a la filosofía tal libertad, que no debe ya ser llamada
libertad de la ciencia, sino reprobable e intolerable licencia de la
filosofía. En efecto, establecida cierta distinción entre el filósofo y
la filosofía, al filósofo atribuye el derecho y el deber de
someterse a la autoridad que haya reconocido por verdadera; pero uno y
otro se lo niega a la filosofía, de tal suerte que, sin tener
para nada en cuenta la doctrina revelada, afirma que la filosofía no
debe ni puede jamás someterse a la autoridad. Lo cual debería tolerarse
y acaso admitirse, si se dijera sólo del derecho que tiene la filosofía,
como también las demás ciencias, de usar de sus principios o métodos y
de sus conclusiones, y si su libertad consistiera en usar de este su
derecho, de suerte que nada admita en sí misma que no haya sido
adquirido por ella con sus propias condiciones o fuere ajeno a la misma.
Pero esta justa libertad de la filosofía debe conocer y sentir sus
propios límites. Porque jamás será licito, no sólo al filósofo, sino a
la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la revelación divina
y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda por la razón de que
no lo entiende, o no aceptar el juicio que la autoridad de la Iglesia
determina proferir sobre alguna conclusión de la filosofía que hasta
entonces era libre.
Añádese a esto que
el mismo autor tan enérgica y temerariamente propugna la libertad o, por
decir mejor, la desenfrenada licencia de la filosofía, que no se recata
en modo alguno de afirmar que la Iglesia no sólo no debe reprender jamás
a la filosofía, sino que debe tolerar los errores de la misma
filosofía y dejar que ella misma se corrija [v. 1711]; de donde resulta
que también los filósofos participan necesariamente de esta
libertad de la filosofía y que también ellos se ven libres de
toda ley. ¿Quién no ve con cuanta vehemencia haya de ser rechazada,
reprobada y absolutamente condenada semejante sentencia y doctrina
de Frohschammer? Porque la Iglesia, por su divina institución, debe
custodiar diligentísimamente íntegro e inviolado el depósito de la fe y
vigilar continuamente con todo empeño por la salvación de las almas, y
con sumo cuidado ha de apartar y eliminar todo aquello que pueda
oponerse a la fe o de cualquier modo pueda poner en peligro la salud de
las almas.
Por lo tanto, la
Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino encomendada,
tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no tolerar,
sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren la
integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que
quiera ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el
deber de no decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y
retractarse de aquello de que la Iglesia le avisare. La sentencia,
empero, que enseña lo contrario, decretamos y declaramos que es
totalmente errónea, y en sumo grado injuriosa a
la fe misma, a la Iglesia y a la autoridad de ésta.
Del
indiferentismo
[De la Encíclica Quanto
conficiamur moerore, a los obispos de Italia, de 10 de agosto de
1863]
Y aquí, queridos
Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender
nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos
católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la
verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación
[v. 1717]. I,o que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina
católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren
ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que
cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por
Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y
llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la
operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que
manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y
costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y
clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo
de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a
saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los
contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los
pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano
Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la
guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación.
Lejos, sin
embargo, de los hijos de la Iglesia Católica ser jamás en modo alguno
enemigos de los que no nos están unidos por los vínculos de la misma fe
y caridad; al contrario, si aquéllos son pobres o están enfermos o
afligidos por cualesquiera otras miserias, esfuércense más bien en
cumplir con ellos todos los deberes de la caridad cristiana y en
ayudarlos siempre y, ante todo, pongan empeño por sacarlos de las
tinieblas del error en que míseramente yacen y reducirlos a la verdad
católica y a la madre amantísima, la Iglesia, que no cesa nunca de
tenderles sus manos maternas y llamarlos nuevamente a su seno, a fin de
que, fundados y firmes en la fe, esperanza y caridad y fructificando
en toda obra buena [Col. 1, 10], consigan la eterna salvación.
De los
congresos de teólogos en Alemania
[De la carta Tuas libenter,
al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863]
... Sabíamos
también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se dedican
al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las
fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al
afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran
arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la
obediencia debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído
para guardar la integridad de toda la verdad revelada. De donde ha
resultado que esos católicos, míseramente engañados, llegan a estar
frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y chillan contra los
Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que
por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v. 1712], y se
exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la obediencia
con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica,
que fue constituída por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.
Tampoco
ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en contra
de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores
[v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la
Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad
de la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió
durante tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica
según el método de los mismos doctores y según los principios
sancionados por el común sentir de todas las escuelas católicas; sino
que exaltó también muy frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina
teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo baluarte de la fe
y arma formidable contra sus enemigos...
A la verdad, al
afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes, que el
progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de los
errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las
verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han
reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y
enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y
desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos
hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron con seguridad
cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias.
Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana,
circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que
están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la
máxima veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del
entendimiento divino que maravillosamente brilla por doquiera en la
revelación cristiana. Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se
apoyan en sus propios principios conocidos por la razón; es menester,
sin embargo, que sus cultivadores católicos tengan la revelación divina
ante sus ojos, como una estrella conductora, por cuya luz se precavan de
las sirtes y errores, apenas adviertan que en sus investigaciones y
exposiciones pueden ser conducidos por ellos, como muy frecuentemente
acontece, a proferir algo que en mayor o menor grado se oponga a la
infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por Dios.
De ahí que no
queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al reconocer y
confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y
reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si
bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin
embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades
propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades
estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y
principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas
verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima
de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos
o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709].
A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas
alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el
filósofo y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida
[v. 1674], han reconocido y afirmado que todos los católicos deben en
conciencia obedecer en sus doctas disquisiciones a los decretos
dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.
Mas al tributarles
las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que necesariamente
nace de la obligación de la fe católica, queremos estar persuadidos de
que no han querido reducir la obligación que absolutamente tienen los
maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son
propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos
creídas como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que
no han querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades
reveladas, que reconocieron como absolutamente necesaria para la
consecución del verdadero progreso de las ciencias y la refutación de
los errores, pueda obtenerse, si sólo se presta fe y obediencia a los
dogmas expresamente definidos por la Iglesia. Porque aunque se tratara
de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no
habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas
por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos
Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las
que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de
toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y
constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos
como pertenecientes a la fe.
Mas como se trata
de aquella sujeción a que en conciencia están obligados todos aquellos
católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que traigan
con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres
del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios
católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino
que es menester también que se sometan a las decisiones que,
pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias,
lo mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y
constante sentir de los católicos, son considerados como verdades
teológicas y conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a
dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas
heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra especie.
De la
uni(ci)dad de la Iglesia
[De la Carta del Santo Oficio a los
obispos de Inglaterra, de 16 de septiembre de 1864]
Se ha comunicado a
la Santa Sede que algunos católicos y hasta varones eclesiásticos han
dado su nombre a la sociedad para procurar, como dicen, la
unidad de la cristiandad —erigida en Londres el año 1857— y que se
han publicado ya varios artículos de revistas, firmados por católicos
que aplauden a dicha sociedad o que se dicen compuestos por varones
eclesiásticos que la recomiendan. Y a la verdad, qué tal sea la índole
de esta sociedad y a qué fin tienda, fácilmente se entiende no sólo por
los artículos de la revista que lleva por título The Union Review,
sino por la misma hoja en que se invita e inscribe a los socios. En
efecto, formada y dirigida por protestantes, está animada por el
espíritu que expresamente profesa, a saber, que las tres comuniones
cristianas: la romano-católica, la greco-cismática y la anglicana,
aunque separadas y divididas entre sí, con igual derecho reivindican
para si el nombre católico. La entrada, pues, a ella está abierta para
todos, en cualquier lugar que vivieren, ora católicos, ora
grecocismáticos, ora anglicanos, pero con esta condición: que a nadie
sea lícito promover cuestión alguna sobre los varios capítulos de
doctrina en que difieren, y cada uno pueda seguir tranquilamente su
propia confesión religiosa. Mas a los socios todos, ella misma manda
recitar preces y a los sacerdotes celebrar sacrificios según su
intención, a saber: que las tres mencionadas comuniones cristianas,
puesto que, según se supone, todas juntas constituyen ya la Iglesia
Católica, se reúnan por fin un día para formar un solo cuerpo...
El fundamento en
que la misma se apoya es tal que trastorna de arriba abajo la
constitución divina de la Iglesia. Toda ella, en efecto, consiste en
suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo consta parte de la
Iglesia Romana difundida y propagada por todo el orbe, parte del cisma
de Focio y de la herejía anglicana, para las que, al igual que para la
Iglesia Romana, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo
[cf. Eph. 4, 5]... Nada ciertamente puede ser de más precio para un
católico que arrancar de raíz los cismas y disensiones entre los
cristianos, y que los cristianos todos sean solícitos en guardar la
unidad del espíritu en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3]... Mas que
los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad
cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una
intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de
ningún modo tolerarse. La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye
y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo
afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas, de tal modo está
unida con las otras, que no puede ser separada de ellas; de ahí que la
que verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por
la prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión apostólica. Así,
pues, la Iglesia Católica es una con unidad conspicua y perfecta del
orbe de la tierra y de todas las naciones, con aquella unidad por cierto
de la que es principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad
y más excelente principalía” del bienaventurado Pedro, príncipe de los
Apóstoles, y de sus sucesores en la cátedra romana. Y no hay otra
Iglesia Católica, sino la que, edificada sobre el único Pedro, se
levanta por la unidad de la fe y la caridad en un solo cuerpo conexo
y compacto [Eph. 4, 16].
Otra razón por que
deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense es
que quienes a ella se unen favorecen el indiferentismo y causan
escándalo.
Del
naturalismo, comunismo y socialismo
[De la Encíclica Quanta cura,
de 8 de diciembre de 1864]
Pero si bien no
hemos dejado de proscribir y reprobar muchas veces estos importantísimos
errores; sin embargo, la causa de la Iglesia Católica y la salud de las
almas a Nos divinamente encomendada y hasta el bien de la misma sociedad
humana nos piden imperiosamente que nuevamente excitemos vuestra
solicitud pastoral para combatir otras depravadas opiniones que brotan,
como de sus fuentes, de los mismos errores.
Estas falsas y
perversas opiniones son tanto más de detestar cuanto principalmente
apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que la Iglesia
Católica, por institución y mandamiento de su divino Fundador, debe
libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28,
20], no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y
sus príncipes supremos, y a destruir aquella mutua unión y concordia de
designios entre el sacerdocio y el imperio, “que fue siempre fausta y
saludable lo mismo a la religión que al Estado”. Porque bien sabéis,
Venerables Hermanos, que hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a
la sociedad civil el impío y absurdo principio del llamado
naturalismo, se atreven a enseñar que “la óptima organización del
estado y progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se
constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la religión, como si
ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la
verdadera y las falsas religiones”. Y contra la doctrina de las Sagradas
Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que
“la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se le reconoce
al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores
de la religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública.”
Partiendo de esta
idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen favorecer la
errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la
salvación de las almas, calificada de “delirio” por nuestro antecesor
Gregorio XVI, de feliz memoria, de que “la libertad de conciencia y de
cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y
asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los
ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser
coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan
manifestar y declarar a cara descubierta y públicamente cualesquiera
conceptos suyos, de palabra o por escrito o de cualquier otra forma”.
Mas al sentar esa temeraria afirmación, no piensan ni consideran que
están proclamando una libertad de perdición, y que “si siempre
fuera libre discutir de las humanas persuasiones, nunca podrán faltar
quienes se atrevan a oponerse a la verdad y a confiar en la locuacidad
de la sabiduría humana (v. 1.: mundana); mas cuánto haya de evitar la fe
y sabiduría cristiana esta dañosísima vanidad, entiéndalo por la
institución misma de nuestro Señor Jesucristo”.
Y porque apenas se
ha retirado de la sociedad civil la religión y repudiado la doctrina y
autoridad de la revelación divina, se oscurece y se pierde hasta la
genuina noción de justicia y derecho humano, y en lugar de la verdadera
justicia y del legítimo derecho se sustituye la fuerza material; de ahí
se ve claro por qué algunos, despreciados totalmente y dados de lado los
más ciertos principios de la sana razón, se atreven a gritar que “la
voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de
otro modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho
divino y humano, y que en el orden polltico los hechos consumados, por
lo mismo que han sido consumados, tienen fuerza de derecho.” Mas ¿quién
no ve y siente manifiestamente que la so ciedad humana, suelta de los
vinculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse
otro fin que adquirir y acumular riquezas, ni seguir otra ley en sus
acciones, sino ]a indómita concupiscencia del alma de servir sus propios
placeres e intereses?
Esta es la razón
por que tales hombres persiguen con odio realmente encarnizado a las
órdenes religiosas, no obstante sus méritos relevantes para con la
sociedad cristiana y civil y las letras, y se desgañitan gritando que no
tienen razón legitima alguna de existir, aplaudiendo así las invenciones
de los herejes. Porque, como muy sabiamente enseñaba nuestro predecesor
Pío VI de feliz memoria, “la abolición de las órdenes regulares ofende
al estado que públicamente profesa los consejos evangélicos, ofende
aquel modo de vivir que la Iglesia recomienda como conforme a la
doctrina apostólica, ofende a los mismos insignes fundadores que
veneramos sobre los altares y que sólo por inspiración de Dios,
instituyeron esas sociedades”.
Impiamente
proclaman también que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la
facultad “de legar públicamente limosnas por causa de caridad
cristiana”, así como que debe quitarse la ley, “por la que en
determinados días se prohiben los trabajos serviles a causa del culto de
Dios”, pretextando con suma falacia que dicha facultad y ley se oponen a
los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con eliminar
la religión de la sociedad pública, quieren también alejarla de las
familias privadas.
Porque es así que
enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y
del socialismo, afirman que “la sociedad doméstica o familia
toma toda su razón de existir únicamente del derecho civil y que, por
ende, de la ley civil solamente dimanan y dependen todos los derechos de
los padres sobre los hijos, y ante todo el derecho de procurar su
instrucción y educación.”
Con estas impías
opiniones y maquinaciones lo que principalmente pretenden estos hombres
falacisimos es eliminar totalmente la saludable doctrina e influencia de
la Iglesia Católica en la instrucción y educación de la juventud, e
inficionar y depravar míseramente las tiernas y flexibles almas de los
jóvenes con toda suerte de perniciosos errores y vicios. A la verdad,
cuantos se han empeñado en perturbar lo mismo la religión que el estado,
trastornar el recto orden de la sociedad y hacer tabla rasa de los
derechos humanos y divinos, dirigieron siempre todos sus criminales
planes, sus esfuerzos y trabajos, a engañar y depravar sobre todo a la
imprudente juventud, como antes indicamos, y en la corrupción de la
misma juventud pusieron toda su esperanza. Por eso no cesan nunca de
vejar por cualesquiera modos nefandos a uno y otro clero, del que como
espléndidamente atestiguan los monumentos más ciertos de la historia,
tantas y tan grandes ventajas han redundado a la religión, al estado y a
las letras; y proclaman que el mismo clero, “como enemigo del verdadero
y útil progreso de la ciencia y de la civilización, debe ser apartado de
todo cuidado e incumbencia en la instrucción y educación de la
juventud”.
Otros, renovando
los delirios de los innovadores (protestantes), perversos y tantas veces
condenados, se atrevén con insigne impudor a someter al arbitrio de la
autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede
Apostólica, que le fué concedida por Cristo Señor, y a negar todos los
derechos de la misma Iglesia y Sede acerca de las cosas que pertenecen
al orden externo.
Y es asi que en
manera alguna se avergfienzan de afirmar que: “las leyes de la Iglesia
no obligan en conciencia, si no son promulgadas por el poder civil; que
las actas y decretos de los Romanos Pontífices relativos a la religión y
a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del
consentimiento de la potestad civil; que las constituciones apostólicas
con que se condenan las sociedades clandestinas —ora se exija, ora no se
exija en ellas juramento de guardar secreto—, y se marcan con anatema
sus seguidores y favorecedores, no tienen ninguna fuerza en aquellos
países en que tales asociaciones se toleran por parte del gobierno
civil; que la excomunión pronunciada por el Concilio de Trento y por los
Romanos Pontifices contra los que invaden y usurpan los derechos y
bienes de la Iglesia, se apoya en la confusión del orden espiritual y
del orden civil y político con el solo fin de alcanzar un bien mundano;
que la Iglesia no debe decretar nada que obligue las conciencias de los
fieles en orden al uso de las cosas temporales; que no compete a la
Iglesia el derecho de castigar con penas temporales a los violadores de
sus leyes; que está conforme con la sagrada teología y con los
principios de derecho público afirmar y vindicar para el gobierno civil
la propiedad de los bienes que son poseidos por la Iglesia, por las
órdenes religiosas y por otros lugares piadosos.”
Tampoco tienen
verguenza de profesar a cara descubierta y públicamente el axioma y
principio de los herejes, del que nacen tantas perversas sentencias y
errores. No cesan, en efecto, de decir que “la potestad eclesiástica no
es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil y
que no puede mantenerse tal distinción e independencia, sin que sean
invadidos y usurpados por la Iglesia derechos esenciales de la potestad
civil.” Tampoco podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que,
por no poder sufrir la sana doctrina [2 Tim. 4, 3], pretenden que
“puede negarse asentimiento y obediencia, sin pecado ni detrimento
alguno de la profesión católica, a aquellos juicios y decretos de la
Sede Apostólica, cuyo objeto se declara mirar al bien general de la
Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal de que no se toquen los
dogmas de fe y costumbres.” Lo cual, cuán contrario sea al dogma
católico sobre la plena potestad divinamente conferida por Cristo Señor
al Romano Pontífice de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal, nadie hay que clara y abiertamente no lo vea y entienda.
En medio, pues, de
tan grande perversidad de depravadas opiniones, Nos, bien penetrados de
nuestro deber apostólico y sobremanera solícitos de nuestra religión
santisima, de la sana doctrina de la salud de las almas —a Nos
divinamente encomendadas— asi como del bien de la misma sociedad humana,
hemos creído que debiamos levantar otra vez nuestra voz apostólica. Así,
pues
todas y cada una
de las depravadas opiniones y doctrinas que en estas nuestras Letras
están particularmente mencionadas, por nuestra autoridad apostólica las
reprobamos, proscribimos y condenamos, y queremos y mandamos que
por todos los hijos de la Iglesia Católica sean tenidas absolutamente
como reprobadas, proscritas y condenadas.
“Silabo” o
colección de los errores modernos
[Sacado de varias Alocuciones,
Encíclicas y Cartas de Pío IX y publicado, juntamente con
la Bula arriba alegada, Quanta cura el 8 de
diciembre de 1864]
A. Indice de las Actas de Pío
IX,
de que fué extractado el Sílabo
1. Carta Encíclica
Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (de ella proceden las
proposiciones 4-7, 16, 40 y 63).
2. Alocución
Quisque vestrum, de 4 de octubre de 1847 (prop. 63).
3. Alocución Ubi
primum, de 17 de diciembre de 1847 (prop. 16).
4. Alocución
Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (prop. 40, 64 y 7B).
5. Carta Encíclica
Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (proposiciones 18 y
63).
6. Alocución Si
semper antea, de 20 de mayo de 1850 (prop. 76).
7. Alocución ln
consistoriali, de 1.° de noviembre de 1850 (prop. 43-45).
8. Condenación
Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (prop. 15, 21
9. Condenaci6n
Ad apostolicae, de 22 de agosto de 1851 (prop. 24, 25 34-36, 38, 41,
42, 65-67 y 69-75).
10. Alocución
Quibus luctuosissimis, de 5 de septiembre de 1851 (proposición 45)
11. Lettera al
Re di Sardegna, de 9 de septiembre de 1852 (prop. 73).
12. Alocución
Acerbissimum, de 87 de septiembre de 1852 (prop. 31, 51, 53
13. Alocución
Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (pr. 8, 17 y 19).
14. Alocución
Probe memineritis, de 22 de enero de 1855 (prop. 53)
15. Alocución
Cum saepe, de 26 de julio de 1855 (prop. 53)
16. Alocución
Nemo vestrum, de 26 de julio de 1855 (prop. 77)
17. Carta
Encíclica Singulari quidem, de 17 de marzo de 1856 (prop. 4 y
16).
18. Alocución
Nunquam fore, de 15 de diciembre de 1856 (prop. 26, 28, 29, 31, 46,
50, 52, 70).
19 Carta
Eximiam tuam al arzobispo de Colonia, de 15 de iunio de 1857 (prop.
14 NB.).
30. Letras
apostólicas Cum catholica Ecclesia, de 26 de marzo de 1860 (prop.
63 y 76 NB.).
21. Carta
Dolore haud mediocri, al obispo de Breslau, de 30 de abril de 1860
(prop. 14 NB).
22. Alocución
Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (prop. 19, 62 y 76 NB).
23. Alocución
Multis gravibusque, de 17 de diciembre de 1860 (prop. 37, 43 y 73).
24. Alocución
lamdudum cernimus, de 18 de marzo de 1861 (prop. 37, 61, 76 NB y
80).
25. Alocución
Meminit unusquisque, de 30 de septiembre de 1861 (prop. 20).
26. Alocución
Maxima quidem, de 9 de junio de 1862 (prop. 1-7, 15, 19, 27 39, 44,
49, 56-60 y 76 NB.).
27. Carta
Gravissimas inter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de
dlciembre de 1862 (prop. 9-11).
28. Carta
Encíclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863
prop. 17 y 58).
29. Carta
Encíclica Incredibili, de 17 de septiembre de 1863 (prop. 26).
30. Carta Tuas
libenter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863
(prop. 9, 10, 12-14 22 y 33)
31. Carta Cum
non sine al arzobispo de Friburgo, de 14 de julio de 1864 (prop. 47
y 48).
82. Carta
Singularis Nobisque al obispo de Monreale, de 29 de septiembre de
1864 (prop. 32).
B. Sílabo 1
Comprende los principales errores de
nuestra edad, que son notados en las Alocuciones consistoriales, en
las Encíclicas y en otras Letras apostólicas
de N. SS. S. el papa Pío XII
§ I. Panteísmo, naturalismo y
racionalismo absoluto
1. No existe ser
divino alguno, supremo, sapientisimo y providentisimo, distinto de esta
universidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la naturaleza, y, por
tanto, sujeto a cambios y, en realidad, Dios se está haciendo en el
hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la mismisima sustancia de
Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo y, por ende, el
espiritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo
falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto (26).
2. Debe negarse
toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo (26).
3. La razón
humana, sin tener por nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo
verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de si misma y por
sus fuerzas naturales basta para procurar el bien de los hombres y de
los pueblos (26).
4. Todas las
verdades de la religión derivan de la fuerza nativa de la razón humana;
de ahí que la razón es la norma principal, por la que el hombre puede y
debe alcanzar el conocimiento de las verdades de cualquier género que
sean (1, 17 y 26).
5. La revelación
divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso continuo e
indefinido, en consonancia con el progreso de la razón humana (1 [cf.
1636] y 26).
6. La fe de Cristo
se opone a la razón humana; y la revelación divina no sólo no aprovecha
para nada, sino que daña a la perfección del hombre (1 [cf. 1636] y 26).
7. Las profecías y
milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras, son ficciones de
poetas; y los misterios de la fe cristiana, un conjunto de
investigaciones filosóficas; y en los libros de uno y otro Testamento se
contienen invenciones míticas, y el mismo Jesucristo es una ficción
mítica (1 y 26).
§ II. Racionalismo moderado
8. Como quiera que
la razón humana se equipara a la religión misma, las ciencias teológicas
han de tratarse lo mismo que las filosóficas (18 [v. 1642]).
9. Todos los
dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto del
corlocimiento natural, o sea, de la filosoffa; y la razón humana, con
sólo que esté históricamente cultivada, puede llegar por sus fuerzas y
principios naturales a una verdadera ciencia de todos los dogmas, aun
los más recónditos, con tal de que estos dogmas le fueren propuestos
como objeto a la misma razón (27 [cf. 1682] y 30).
10. Como una cosa
es el filósofo y otra la filosofía, aquél tiene el derecho y el deber de
someterse a la autoridad que hubiere reconocido por verdadera; pero la
filosofia ni puede ni debe someterse a autoridad alguna (27 [v. 1673 y
1674] y 30).
11. La Iglesia no
sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar sus
errores y dejar que ella se corrija a si misma (27 [v. 1675]).
12. Los Decretos
de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre
progreso de la ciencia (30 [v. 1679]).
13. El método y
los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la
teologia, no convienen a las necesidades de nuestros tiempos y al
progreso de las ciencias (30 [v. 1680]).
14. La filosofía
ha de tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural
(30).
NB. Al
racionalismo están vinculados en su mayor parte los errores de Antonio
Gunther, que se condenan en la carta al cardenal arzobispo de Colonia
Eximiam tuam, de 15 de junio de 1875 (19 [cf. 1655]) y en la carta
al obispo de Breelau Dolore huud mediocri, de 90 de abril
de 1860 (21).
§ III.
Indiferentismo, latitudinarismo
15. Todo hombre es
libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la
razón, tuviere por verdadera (8 y 26).
16. Los hombres
pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la
salvación eterna y alcanzar la eterna salvación (1, 3 y 17).
17. Por lo menos
deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos
aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de
Cristo (13 [v. 1646] y 28 [1677]).
18. El
protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma
verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia
Católica, se puede agradar a Dios (5).
§ IV. Socialismo, comunismo,
sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clérico-liberales
Estas
pestilenciales doctrinas han sido muchas veces condenadas y con las más
graves palabras, en la carta Enciclica Qui pluribus, de 9 de
diciembre de 1846 (1); en la Alocución Quibus quantisque, de 20
de abril de 1849 (4); en la carta Encíclica Nostis et Nobiscum,
de 8 de diciembre de 1849 (5); en la Alocución Singulari quadam,
de 9 de diciembre de 1854 (13); en la carta Enciclica Quanto
conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 (28).
§ V. Errores sobre la Iglesia y sus
derechos
19. La Iglesia no
es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de
sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino
Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los
derechos de la Iglesia y los limites dentro de los cuales pueda ejercer
esos mismos derechos (12, 23 y 26).
20. La potestad
eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y
consentimiento de la autoridad civil (25).
21. La Iglesia no
tiene potestad para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia
Católica es la única religi6n verdadera (8).
22. La obligación
que liga totalmente a los maestros y escritores católicos, se limita
sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio infalible
de la Iglesia como dogmas de fe que todos han de creer (30 [v. 1683]).
23. Los Romanos
Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los límites de su
potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron hasta en la
definici6n de materias sobre fe y costumbres (8).
24. La Iglesia no
tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal,
directa o indirecta (9).
25. Además del
poder inherente al episcopado, se le ha atribuído otra potestad
temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y
revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere (9).
26. La Iglesia no
tiene derecho nativo y legitimo de adquirir y poseer (18 y 29).
27. Los ministros
sagrados de la Iglesia y el Romano Pontifice deben ser absolutamente
excluidos de toda administración y dominio de las cosas temporales (26).
28. No es licito a
los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun las mismas
Letras apostólicas (18).
29. Las gracias
concedidas por el Romano Pontifice han de considerarse como uulas, a no
ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno (18).
30. La inmunidad
de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su origen en el
derecho civil (8).
31. El fuero
eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, sean éstas
civiles o criminales, ha de suprimirse totalmente, aun sin consultar la
Sede Apostólica y no obstante sus reclamaciones (12 y 18).
32. Sin violación
alguna del derecho natural ni de la equidad, puede derogarse la
inmunidad personal, por la que los clérigos están exentos del servicio
militar y esta derogación la exige el progreso civil, sobre todo en una
sociedad constituida en régimen liberal (32).
33. No pertenece
únicamente a la potestad eclesiástica de jurisdicción, por derecho
propio y nativo, dirigir la enseñanza de la teología (30).
34. La doctrina de
los que comparan al Romano Pontífice a un príncipe libre y que ejerce su
acción sobre toda la Iglesia, es una doctrina que prevaleció en la Edad
Media (9).
35. No hay
inconveniente, alguno en que, ora por sentencia de un Concilio universal
o por hecho de todos los pueblos, el Sumo Pontificado sea trasladado del
obispo y de la ciudad de Roma a otro obispo y ciudad (9).
36. Una definición
de un Concilio nacional no admite ulterior discusión y el poder civil
puede atenerse a ella en sus actos (9).
37. Pueden
establecerse iglesias nacionales sustraidas y totalmente separadas de la
autoridad del Romano Pontífice (23 y 24).
38. Las demasiadas
arbitrariedades de los Romanos Pontifices contribuyeron a la división de
la Iglesia en oriental y occidental (9).
§ VI. Errores sobre la sociedad
civil, considerada ya en sí misma, ya en sus relaciones con la Iglesia
39. El Estado,
como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un
derecho no circunscrito por límite alguno (26).
40. La doctrina de
la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana
(1 [v. 1634] y 4).
41. A la potestad
civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo
sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el
derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de
apelación ab abusu (9).
42. En caso de
conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho
civil (9).
43. El poder laico
tiene autoridad para rescindir, declarar y anular —sin el consentimiento
de la Sede Apostólica y hasta contra sus reclamaciones— los solemnes
convenios (Concordatos) celebrados con aquélla sobre el uso de
los derechas relativos a la inmunidad eclesiástica (7 y 23).
44. La autoridad
civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a
las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre
las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo,
publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la
administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones
necesarias para recibirlos (7 y 26).
45. El régimen
total de las escuelas públicas en que se educa la juventud de una nación
cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios
episcopales, puede y debe ser atribuído a la autoridad civil y de tal
modo debe atribuírsele que no se reconozca derecho alguno a ninguna otra
autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de
las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni
en la selección o aprobación de los maestros (7 y 10).
46. Más aún, en
los mismos seminarios de los clérigos el método de estudios que haya de
seguirse, está sometido a ia autoridad civil (18).
47. La perfecta
constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que
están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general
los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y
de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda
autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora
suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política,
en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las
opiniones comunes de nuestro tiempo (31).
48. Los católicos
pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la
fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo
menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines
de la vida social terrena (31).
49. La autoridad
civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre
y mutuamente con el Romano Pontifice (26).
50. La autoridad
laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede
exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que
reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras
apostólicas (18).
51. Más aún, el
gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio
del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano
Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos
(8 y 12).
52. El gobierno
puede por derecho propio cambiar la edad prescrita por la Iglesia para
la profesión religiosa tanto de hombres como de mujeres y mandar a todas
las órdenes religiosas que, sin su permiso, no admitan a nadie a emitir
los votos solemnes (18).
53. Deben
derogarse las leyes relativas a la defensa de las órdenes religiosas, de
sus derechos y deberes; más aún, el gobierno civil puede prestar ayuda a
todos aquellos que quieran abandonar el instituto de vida que abrazaron
e infringir sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir
absolutamente las mismas órdenes religiosas, así como las
Iglesias colegiatas y los beneficios simples, aun los de derecho de
patronato, y someter y adjudicar sus bienes y rentas a la administración
y arbitrio de la potestad civil (12, 14 y 15).
54. Los reyes y
principes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino
que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de
jurisdicción (8).
55. La Iglesia ha
de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia (12).
§ VII. Errores sobre la ética
natural y cristiana
56. Las leyes
morales no necesitan de la sanción divina y en manera alguna es
necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o
reciban de Dios la fuerza obligatoria (26).
57. La ciencia de
la filosoffa y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben
apartarse de la autoridad divina y eclesiástica (26).
58. No hay que
reconocer otras fuerzas, sino las que residen en la materia, y toda la
moral y honestidad ha de colocarse en acumular y aumentar, de cualquier
modo, las riquezas y en satisfacer las pasiones (26 y 28).
59. El derecho
consiste en el hecho material; todos los deberes de los hombres son un
nombre vacio; todos los hechos humanos tienen fueria de derecho (26).
60. La autoridad
no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas materiales (26).
61. La injusticia
de un hecho afortunado no produce daño alguno a la santidad del derecho
(24).
62. Hay que
proclamar y observar el principio llamado de no intervención
(22).
63. Es lícito
negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta rebelarse contra
ellos (1, 2, 5 y 20).
64. La violación
de un juramento por santo que sea, o cualquier otra acción criminal y
vergonzosa contra la ley sempiterna, no sólo no es reprobable, sino
absolutamente lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando se realiza
por amor a la patria (4).
§ VIII. Errores sobre el matrimonio
cristiano
65. No puede
demostrarse por razón alguna que Cristo elevara el matrimonio a la
dignidad de sacramento (9)..
66. El sacramento
del matrimonio no es más que un accesorio del contrato y separable de
él, y el sacramento mismo consiste únicamente en la bendición nupcial
(9).
67. El vínculo del
matrimonio no es indisoluble por derecho de la naturaleza, y en varios
casos, la autoridad civil puede sancionar el divorcio propiamente dicho
(2 y 9 [v. 1640]).
68. La Iglesia no
tiene poder para establecer impedimentos dirimentes del matrimonio, sino
que tal poder compete a la autoridad civil, que debe eliminar los
impedimentos existentes (8).
69. La Iglesia
empezó a introducir en siglos posteriores los impedimentos dirimentes,
no por derecho propio, sino haciendo uso de aquel poder que la autoridad
civil le prestó (9).
70. Los cánones
del Tridentino que fulminan censura de anatema contra quienes se atrevan
a negar a la Iglesia el poder de introducir impedimentos dirimentes [v.
973 s], o no son dogmáticos o hay que entenderlos de este poder prestado
(9).
71. La forma del
Tridentino no obliga bajo pena de nulidad [v. 990], cuando la ley civil
establece otra forma y quiere que, dada esta nueva forma, el matrimonio
sea válido (9).
72. Bonifacio VIII
fué el primero que afirmó que el voto de castidad, emitido en la
ordenación, anula el matrimonio (9).
73. Entre
cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato
meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos
es siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el
sacramento (9, 11, 12 [v. 1640] y 23).
74. Las causas
matrimoniales y los esponsales pertenecen, por su misma naturaleza, al
fuero civil (9 y 12 [v. 1640]).
NB. Aquí pueden
incluirse otros dos errores sobre la supresión del celibato de los
clérigos y de la superioridad del estado de matrimonio sobre el de
virginidad. El primero se condena en la Carta Encíclica Qui pluribus,
de 9 de noviembre de 1846 (1) y el otro en las Letras apostólicas
Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (8).
§ IX. Errores sobre el principado
civil del Romano Pontífice
75. Los hijos de
la Iglesia Cristiana y Católica disputan entre sí sobre la
compatibilidad del reino temporal con el espiritual (9).
76. La derogación
de la soberanía temporal de que goza la Sede Apostólica contribuiría de
modo extraordinario a la libertad y prosperidad de la Iglesia (4 y 6).
NB. Aparte de
estos errores, explícitamente señalados, se reprueban implícitamente
muchos otros por la doctrina propuesta y afirmada, que todos los
católicos deben mantener firmísimamente, sobre el poder temporal del
Romano Pontífice Esta doctrina está claramente enseñada en la Alocución
Quibus guantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la Alocución
Si semper antea. de 20 de mayo de 1850 (6); en las Letras
apostólicas Cum cathollca Ecclesia, de 20 de marzo de 1860 (20)-
en la Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (22);
en la Alocucion lamdudum cernimus de 18 de marzo de 1861 (24); en
la Alocución Maxima quidem, de 9 dé junio de 1862 (26).
§ X. Errores relativos al
liberalismo actual
77. En nuestra
edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única
religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos (16).
78. De ahi que
laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones católicas que
los hombres que allá inmigran puedan públicamente ejercer su propio
culto cualquiera que fuere (12).
79. Efectivamente,
es falso que la libertad civil de cualquier culto, asi como la plena
potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente
cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más
fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la
peste del indiferentismo (18).
80. El Romano
Pontifice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el
liberalismo y con la civilización moderna (24).
CONCILIO
VATICANO, 1869-1870
XX ecuménico (sobre la fe y la
Iglesia)
SESION III
(24 de abril de 1870)
Constitución
dogmática sobre la fe católica
... Mas ahora,
sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos en
el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad nuestra,
apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como santamente
custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia
Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de
Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después de
proscribir y condenar —por la autoridad a Nos por Dios concedida— los
errores contrarios.
Cap. 1. De Dios, creador de todas
las cosas
[Sobre Dios
uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las cosas].
La santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios
verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente,
eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad
y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual,
singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como
distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e
inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de Él mismo existe
o puede ser concebido [Can. 1-4].
[Del acto de la
creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del efecto de la
creación]. Este
solo verdadero Dios, por su bondad “y virtud omnipotente”, no para
aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su
perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo
designio, “juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a
una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y
la mundana, y luego la humana, como común, constituída de esplritu y
cuerpo” [Conc. Later. IV, v. 428; Can 2 y 5].
[Consecuencia
de la creación].
Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y
gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y
disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo está
desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de
acontecer por libre acción de las criaturas.
Cap. 2. De la revelación
[Del hecho de
la revelación sobrenatural positiva].
La misma santa Madre Iglesia
sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede
ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo
de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de
la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho
[Rom., 1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al
género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los
decretos eternos de su voluntad, como quiera que dice el Apóstol:
Habiendo Dios hablado antaño en muchas ocasiones y de muchos modos a
nuestros padres por los profetas, últimamente, en estos mismos días, nos
ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr. 1, 1 s; Can. 1].
[De la
necesidad de la revelación].
A esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que
aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón
humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del
género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error
alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación sea
absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad,
ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes
divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana;
pues a la verdad ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el
corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1
Cor. 2, 9; Can. 2 y 3].
[De las fuentes
de la revelación].
Ahora bien, esta revelación sobrenatural, según la fe de
la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento, “se
contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas, que
recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos
Apóstoles bajo la inspiración del Esplritu Santo transmitidas como de
mano en mano, han llegado hasta nosotros” [Conc. Trid., v. 783]. Estos
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, integros con todas sus
partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se
contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos
como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados
y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido
luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación
sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo,
tienen a Dios por autor, y como tales han. sido transmitidos a la misma
Iglesia [Can. 4].
[De la
interpretación de la Sagrada Escritura].
Mas como quiera que hay algunos que
exponen depravadamente lo que el santo Concilio de Trento, para reprimir
a los ingenios petulantes, saludablemente decretó sobre la
interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo decreto,
declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen
a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero
sentido de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa
madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e
interpretación de las Escrituras santas; y, por tanto, a nadie es llcito
interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido ni tampoco
contra el sentir unánime de los Padres.
Cap. 3. De la fe
[De la
definición de la fe].
Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su
creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la
Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por
la fe plena obediencia de entendimiento y de voluutad [Can. 1]. Ahora
bien, esta fe que “es el principio de la humana salvación” [cf. 801], la
Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con
inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por Él ha sido revelado, no por la intrlnseca verdad de las cosas,
percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del
mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can.
2]. Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, sustancia
de las cosas que se esperan, argumento de lo que no aparece [Hebr.
11, 1].
[La fe es
conforme a la razón].
Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe
fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los
auxilios internos del Espiritu Santo se juntaran argumentos externos de
su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las
profecias que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y
ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la
inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso,
tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor,
hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecias ¡ y de
los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas
partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que
se seguían [Mc. 16, 20]. Y nuevamente está escrito: Tenemos
palabra profética más firme, a la que hacéis bien en atender como a una
antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr. 1, 19).
[La fe es en sí
misma un don de Dios].
Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo
alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, “puede
consentir a la predicación evangélica”, como es menester para conseguir
la salvación, “sin la iluminación e inspiración del Espiritu Santo, que
da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad” [Conc. de Orange,
v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad
[cf. Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que
pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo
libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podria
resistir [cf. 797 s ¡ Can. 5].
[Del objeto de
la fe]. Ahora
bien, deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se
contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas
por la Iglesia para ser creidas como divinamente reveladas, ora por
solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio.
[De la
nacesidad de abrazar y conservar la fe].
Mas porque sin la fe... es
imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los
hijos de Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella,
y nadie alcanzará la salvación eterna, si no perseverare en ella
hasta el fin [Mt. 10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos
cumplir el deber de abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente
en ella, instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la
proveyó de notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser
reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada.
[Del auxilio
divino externo para cumplir el deber de la fe].
Porque a la Iglesia Católica sola
pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido
divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana.
Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación,
eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su
unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo
de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación.
[Del auxilio
divino interno para lo mismo].
De lo que resulta que ella misma, como una bandera
levantada para las naciones [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los
que todavia no han creído, sino que da a sus hijos la certeza de que la
fe que profesan se apoya en fundamento firmlsimo. A este testimonio se
añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el benignlsimo
Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que puedan
llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2, 4], y a los
que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr. 2,
9], los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz,
no abandonándolos, si no es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en
manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de
la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que,
llevados de opiniones humallas, siguen una religión falsa; porque los
que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás
tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe [Can. 6].
Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre que nos hizo dignos de
entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz [Col. 1,
12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al
autor y consumador de nuestra fe, Jesus, mantengamos inflexible la
confesión de nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].
Cap. 4 De la fe y la razón
[Del doble
orden de conocimiento].
El perpetuo sentir de la Iglesia Católica sostuvo también
y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por
su principio, sino tan bién por su objeto; por su principio,
primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por
fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la
razón natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios
escondidos en Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no
se pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que
Dios es conocido por los gentiles por medio de las cosas que han sido
hechas [Rom. 1, 20]; sin embargo, cuando habla de la gracia y de
la verdad que ha sido hccha por medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1,
17], manifiesta: Proclamamos la sabiduría de Dios en el misterio;
sabiduría que está escondida, que Dios predestinó antes de los siglos
para gloria nuestra, que ninguno de los principes de este mundo ha
conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado por medio de su
Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudrina, aun las profundidades
de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba al
Padre, porque escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las
reveló a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.
[De la parte
que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.] Y,
ciertamente, la razón
ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza
por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios,
ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de
los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin
embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de
las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios
divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el
entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados
por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y
envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal
peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión
[2 Cor. 5, 6 s].
[De la
imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón].
Pero, aunque la fe esté por encima
de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse
entre la fe y la razón como quiera que el mismo Dios que revela los
misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la
razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás
a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se
origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido
entendidos y expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las
fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así,
pues, “toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos
que es absolutamente falsa” [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien,
la Iglesia, que recibió juntamente con el cargo apostólico de enseñar,
el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene también divinamente
el derecho y deber de proscribir la ciencia de falso nombre [1
Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y la
vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por eso, no sólo
se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas
conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como
contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por
la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien
por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad.
[De la mutua
ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la ciencia].
Y no sólo no pueden jamás
disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua
ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe
y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas
divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los
errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está
la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas,
que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o
desprecia las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres;
antes bien confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de
las ciencias [1 Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a
Dios con la ayuda de su gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas
disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y
método propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente
vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina
divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que
pertenece a la fe.
[Del verdadero
progreso ae la ciencia natural y revelada]. Y,
en efecto, la doctrina de la fe que
Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que
deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la
Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e
infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener
perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró
la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so
pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can. 3]. “Crezca, pues,
y mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia,
ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre
particular, ora de toda la Iglesia universal, de las edades y de los
siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma,
en el mismo sentido, en la misma sentencia”.
Cánones [sobre
la fe católica]
1. De Dios creador de todas las
cosas
1. [Contra
todos los errores acerca de la existencia de Dios creador]. Si
alguno negare al solo
Dios verdadero creador y sefior de las cosas visibles e invisibles, sea
anatema [cf. 17823.
2. [Contra el
materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar que nada
existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].
3. [Contra el
panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola: y la misma la
sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf.
17823.
4. [Contra las
formas especiales del panteísmo.] Si
alguno dijere que las cosas finitas,
ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las espirituales, han
emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia por
manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente,
que Dios es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí
mismo, constituye la universalidad de las cosas, distinguida en géneros,
especies e individuos, sea anatema.
5. [Contra los
pantéístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que el mundo y
todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han
sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],
[contra los
güntherianos] o
dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad
con que se ama necesariamente a sí mismo [cf. 1783],
[contra
güntherianos y hermesianos] o
negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios,
sea anatema.
2. De la revelación
1. [Contra los
que niegan la teología natural.] Si
alguno dijere que Dios vivo y
verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza
por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han
sido hechas, sea anatema [cf. 1785].
2. [Contra los
deístas.] Si
alguno dijere que no es posible o que no conviene que el hombre sea
enseñado por medio de la revelación divina acerca de Dios y del culto
que debe tributársele, sea anatema [cf. 1786].
3. [Contra los
progresistas.] Si
alguno dijere que el hombre no puede ser por la acción de Dios levantado
a un conocimiento y perfección que supere la natural, sino que puede y
debe finalmente llegar por sí mismo, en constante progreso, a la
posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema.
4. Si alguno no
recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura,
íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo Concilio de
Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente inspirados, sea
anatema.
3, De la fe
1. [Contra la
autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón humana es de
tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea
atlatema [cf. 1789].
2. [Deben
tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza por si misma.]
Si alguno dijere
que la fe divina no se distingue de la ciencia natural sobre Dios y las
cosas morales y que, por tanto, no se requiere para la fe divina que la
verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que revela, sea
anatema [cf. 1789].
3. [Deben
guardarse en la fe misma los derechos de la razón.] Si alguno dijere
que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y
que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la
experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea
anatema [cf. 1790].
4. [De la
demostrabilidad de la revelacioin.] Si alguno dijere que no puede
darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos,
aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las
fábulas o mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con
certeza y que con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de
la religión cristiana, sea anatema [cf. 1790].
5. [Libertad de
la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v. 1618 ss.] Si
alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino
que se produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la
gracia de Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por
la caridad [Ga]. 5, 6], sea anatema [cf. 1791].
6. [Contra la
duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es igual la
condición de los fie]es y la de aquellos que todavía uo han llegado a la
única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa
de poner en duda, suspendido el asentitniento, la fe que ya han recibido
bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración
científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema [cf. 1794].
4. De la fe
y la razón
[Contra los pseudofilósofos y
pseudoteólogos, sobre los que se habla ('en 1679 ss]
1. Si alguno
dijere que en la revelación divina no se contiene ningún verdadero y
propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe pueden
ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente cultivada
partiendo de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].
2. Si alguno
dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal libertad,
que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se opongan a
la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la Iglesia, sea
anatema [cf. 1797-1799].
3. Si alguno
dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia, haya que
atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido
distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea anatema [cf.
1800].
Así, pues,
cumpliendo lo que debemos a nuestro deber pastoral, por las entrañas de
Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los que presiden
o desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad del mismo Dios y
Salvador nuestro les mandamos que pongan todo empeño y cuidado en
apartar y eliminar de la Santa Iglesia estos errores y difundir la luz
de la fe purísima.
Mas como no basta
evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente de
aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos avisamos
del deber de guardar también las constituciones y decretos por los que
tales opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran expresamente, han
sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.
SESION IV
(18 de julio de 1870)
Constitución
dogmática I sobre la Iglesia de Cristo
[De la
institución y fundamento de la Iglesia.]
El Pastor eterno y
guardián de nuestras almas [1 Petr. 2, 25], para convertir en
perenne la obra saludable de la redención, decretó edificar la Santa
Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles
estuvieran unidos por el vínculo de una sola fe y caridad. Por lo cual,
antes de que fuera glorificado, rogó al Padre, no sólo por los
Apóstoles, sino también por todos los que habían de creer en El por
medio de la palabra de aquéllos, para que todos fueran una sola cosa, a
la manera que el mismo Hijo y el Padre son una sola cosa [Ioh. 17,
20 s]. Ahora bien, a la manera que envió a los Apóstoles —a
quienes se había escogido del mundo—, como Él mismo había sido
enviado por el Padre [Ioh. 20, 21]; así quiso que en su Iglesia
hubiera pastores y doctores hasta la consumación de los siglos
[Mt. 28, 20]. Mas para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la
universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la
fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes entre sí; al
anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó
un principio perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible,
sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la
Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza
de esta fe. y puesto que las puertas del infierno, para derrocar, si
fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio cada día
mayor contra su fundamento divinamente asentado; Nos, juzgamos ser
necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey católica,
proponer con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la
institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico —en
que estriba la fuerza y solidez de toda la Iglesia—, para que sea creída
y mantenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la
Iglesia universal, y a la vez proscribir y condenar los errores
contrarios, en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.
Cap. 1. De la institución del
primado apostólico en el bienaventurado Pedro
[Contra los
herejes y cismáticos.]
Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios
del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de
Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente al
bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor. Porque sólo a Simón —a
quien ya antes había dicho: Tú te llamarás Cefas [Ioh. 1, 42)—,
después de pronunciar su confesión: Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes palabras:
Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la
sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te
digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y a ti te daré las
llaves del reino de los cielos. Y cuanto atares sobre la tierra, será
atado también en los cielos; y cuanto desatares sobre la tierra, será
desatado también en el cielo [Mt. 16, 16 ss]. [Contra Richer,
etc.v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su
resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su
rebaño, diciendo: “Apacienta a mis corderos”. “Apacienta a mis
ovejas” [Ioh. 21, 15 ss].
A esta tan
manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre
entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas
sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituída por
Cristo Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fuera provisto por
Cristo del primado de jurisdicción verdadero y propio, sobre los demás
Apóstoles, ora aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se
oponen los que afirman que ese primado no fue otorgado inmediata y
directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por
medio de ésta a él, como ministro de la misma Iglesia.
[Canon.] Si alguno
dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituído por Cristo
Señor, príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la
Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo
Señor nuestro Jesucristo solamente primado de honor, pero no de
verdadera y propia jurisdicción, sea anatema.
Cap. 2. De la perpetuidad del
primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices
Ahora bien, lo que
Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas,
instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y bien
perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo
Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer
firme hasta la consumación de los siglos. “A nadie a la verdad es
dudoso, antes bien, a todos los siglos es notorio que el santo y
beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y
fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de manos
de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y,
hasta el tiempo presente y siempre, sigue viviendo y preside y ejerce el
juicio en sus sucesores” [cf. Concilio de Éfeso, v. 112], los obispos de
la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De
donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése,
según la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre
la Iglesia universal. “Permanece, pues, la disposición de la verdad, y
el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la fortaleza de piedra que
recibiera, no abandona el timón de la Iglesia que una vez empuñara”.
Por esta causa,
fue “siempre necesario que” a esta Romana Iglesia, “por su más poderosa
principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay,
de dondequiera que sean”, a fin de que en aquella Sede de la que dimanan
todos “los derechos de la veneranda comunión”, unidos como miembros en
su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.
[Canon.] Si
alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir,
de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores
en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no
es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.
Cap. 3. De la naturaleza y razón del
primado del Romano Pontífice
[Afirmación del
primado.] Por
tanto, apoyados en los claros testimonios de las Sagradas Letras y
siguiendo los decretos elocuentes y evidentes, ora de nuestros
predecesores los Romanos Pontífices, ora de los Concilios universales,
renovamos la definición del Concilio Ecuménico de Florencia, por la que
todos los fieles de Cristo deben creer que “la Santa Sede Apostólica y
el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y que el mismo
Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los
Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la
Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue
entregada por nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado
Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal, tal como aun en las actas de los Concilios Ecuménicos y en
los sagrados Cánones se contiene” [v. 694].
[Consecuencias
negadas por los innvadores.]
Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana,
por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria
sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano
Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta
potestad están obligados por el deber de subordinación jerárquica y de
verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad,
ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las
materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que
pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el
orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto
de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea
un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la
verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe
y salvación.
[De la
jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.]
Ahora bien, tan lejos está esta
potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata
potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que,
puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los
Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno
la grey que le fue designada; que más bien esa misma es afirmada,
robustecida y vindicada por el pastor supremo y universal, según aquello
de San Gregorio Magno: “Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi
honor es el sólido vigor de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente
honrado, cuando no se niega el honor que a cada uno es debido”.
[De la libre
comunicación con todos los fieles.
] Además de la suprema potestad del
Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal, síguese para él el
derecho de comunicarse libremente en el ejercicio de este su cargo con
los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin de que puedan ellos ser
por él regidos y enseñados en el camino de la salvación. Por eso,
condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse
impedir lícitamente esta comunicación del cabeza supremo con los
pastores y rebaños, o la someten a la potestad secular, pretendiendo que
cuanto por la Sede Apostólica o por autoridad de ella se estatuye para
el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma
por el placet de la potestad secular [v. 1847].
[Del recurso al
Romano Pontífice como juez supremo.] Y
porque el Romano Pontífice preside
la Iglesia universal por el derecho divino del primado apostólico,
enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo de los fieles
[cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al fuero
eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio,
el juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor,
no puede volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de
su juicio [cf. 330 ss]. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la
verdad los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los
Romanos Pontífices al Concilio Ecuménico, como a autoridad superior a la
del Romano Pontífice.
[Canon.] Así,
pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de
inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción
sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la
fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la
Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero
no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya
no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las
Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles,
sea anatema.
Cap. 4. Del magisterio infalible del
Romano Pontífice
[Argumentos
tomados de los documentos públicos.]
Ahora bien, que en el primado
apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor de Pedro,
príncipe de los Apóstoles, sobre toda la lglesia, se comprende también
la suprema potestad de magisterio, cosa es que siempre sostuvo esta
Santa Sede, la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon
los mismos Concilios ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente
y Occidente se juntaban en unión de fe y caridad. En efecto, los Padres
del Concilio cuarto de Constantinopla, siguiendo las huellas de los
mayores, publicaron esta solemne profesión: “La primera salvación es
guardar la regla de la recta fe [...] Y como no puede pasarse por alto
la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que dice: Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18], esto que fue
dicho se comprueba por la realidad de los sucesos, porque en la Sede
Apostólica se guardó siempre sin mácula la Religión Católica, y fue
celebrada la santa doctrina. No deseando, pues, en manera alguna
separarnos de la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos que hemos de
merecer hallarnos en la única comunión que predica la Sede Apostólica,
en que está la íntegra y verdadera solidez de la religión cristiana”
[cf. 171 s].
Y con aprobación
del Concilio segundo de Lyon, los griegos profesaron: Que la Santa
Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y principado sobre toda la
Iglesia Católica que ella veraz y humildemente reconoce haber recibido
con la plenitud de la potestad de parte del Señor mismo en la persona
del bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los Apóstoles, de quien
el Romano Pontífice es sucesor; y como está obligada más que las demás a
defender la verdad de la fe, así las cuestiones que acerca de la fe
surgieren, deben ser definidas por su juicio” [cf. 466].
En fin, el
Concilio de Florencia definió: “Que el Romano Pontífice es verdadero
vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos
los cristianos, y a él, en la persona de San Pedro, le fue entregada por
nuestro Señor Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y
gobernar a la Iglesia universal” [v. 694].
[Argumento
tomado del consentimiento de la Iglesia.]
En cumplir este cargo pastoral,
nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin de que la
saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de la
tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido
recibida, se conservara sincera y pura. Por lo cual, los obispos de todo
el orbe, ora individualmente, ora congregados en Concilios, siguiendo la
larga costumbre de las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron
cuenta particularmente a esta Sede Apostólica de aquellos peligros que
surgían en cuestiones de fe, a fin de que allí señaladamente se
resarcieran los daños de la fe, donde la fe no puede sufrir mengua. Los
Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía la condición de los
tiempos y de las circunstancias, ora por la convocación de Concilios
universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe,
ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina
Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas
que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las
Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue
prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por
revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
trasmitida por los Apósloles, es decir el depósito de la fe. Y,
ciertamente, la apostólica doctrina de ellos, todos los venerables
Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y
seguido, sabiendo plenísimamente que esta Sede de San Pedro permanece
siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino
Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: Yo
he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú,
una vez convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].
Así, pues, este
carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente
conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que
desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos; para que toda
la grey de Cristo, apartada por ellos del pasto venenoso del error, se
alimentara con el de la doctrina celeste; para que, quitada la ocasión
del cisma, la Iglesia entera se conserve una, y, apoyada en su
fundamento, se mantenga firme contra las puertas del infierno.
[Definición de
la infalibilidad.]
Mas como quiera que en esta misma edad en que más que
nunca se requiere la eficacia saludable del cargo apostólico, se hallan
no pocos que se oponen a su autoridad, creemos ser absolutamente
necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Unigénito Hijo de
Dios se dignó juntar con el supremo deber pastoral.
Así, pues, Nos,
siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe
cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la
fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del
sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado:
Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es,
cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos,
define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe
y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal—, por la
asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado
Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que
estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la
fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano
Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de
la Iglesia.
[Canon.] Y si
alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta
nuestra definición, sea anatema.
De la doble
potestad en la tierra
[De la Encíclica Etsi multa
luctuosa, de 21 de noviembre de 1873]
... La fe, sin
embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un doble orden de
cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos potestades sobre la
tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de la sociedad
humana y por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está por
encima de la naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a
la Iglesia de Cristo, instituída divinamente para la paz de las almas y
su salud eterna. Ahora bien, estos oficios (de esta doble potestad,
están sapientísimamente ordenados, a fin, de dar a Dios lo que
es de Dios, y al César, y por Dios, lo que es del César [Mt.
22, 21]; “el cual justamente es grande, porque es menor que el cielo;
pues él mismo es también de Aquel de quien es el cielo y toda criatura.
A la verdad, de este mandamiento divino no se desvió jamás la Iglesia,
que siempre y en todas partes se esfuerza en inculcar en el alma de sus
fieles la obediencia que inviolablemente deben guardar para con los
príncipes supremos y sus derechos en cuanto a las cosas seculares, y
enseña con el Apóstol que los príncipes no son de temer para el bien
obrar, sino para el mal obrar, mandando a sus fieles que estén
sujetos no sólo por motivo de la ira, puesto que el príncipe
lleva la espada para vengar su ira contra el que obra mal, sino también
por motivo de conciencia, pues en su oficio es ministro de Dios
[Rom. 13, 3 ss]. Mas este temor a los príncipes, ella misma lo
limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente de la observancia de
la divina ley, como quien recuerda lo que el bienaventurado Pedro enseñó
a los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir como homicida
o como ladrón o como maldiciente o codiciador de lo ajeno; pero si sufre
como cristiano, no se avergüence por ello, sino glorifique a Dios en
este nombre [1 Petr. 4, 15 s].
De la libertad
de la Iglesia
[De la Encíclica Quod nunquam,
a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de 1875]
... Nos proponemos
cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por estas Letras con
pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe católico
entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la
constitución divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este
mundo los que Dios puso al frente de los obispos en aquello que toca al
santo ministerio, sino el bienaventurado Pedro, a quien encomendó
apacentar no sólo los corderos, sino también las ovejas [cf. Ioh.
21, 16-17]; y por tanto por ninguna potestad secular, por elevada que
sea, pueden ser privados de su oficio episcopal aquellos a quienes el
Espíritu Santo puso por obispos para regir la Iglesia de Dios [Act.
20, 28] .. Pero sepan los que os son hostiles que al negaros vosotros a
dar al César lo que es de Dios, no habéis de inferir injuria alguna a la
autoridad regia y en nada la habéis de negar, pues está escrito que
es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]; y
juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a dar al César
tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por
conciencia [Rom. 13, 5 s] en aquellas cosas que están sometidas al
imperio y potestad civil.
De la
explicación de la transustanciación
[Del Decreto del Santo Oficio de 7
de julio de 1875]
A la duda: “Si
puede tolerarse la
explicación de la transustanciación en el Santísimo Sacramento de la
Eucaristía que se comprende en las proposiciones siguientes:
1. Como la razón
formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por sí, así la
razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente
sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien
estas dos cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y
ser en sí (que es la razón formal de la sustancia).
2. Por eso, así
como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque no subsiste
por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior; así, una
sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser
sustancia por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se
sustenta en otro sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino
en otro como en sujeto primero.
3. De ahí que la
transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan en la
sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de la
siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente
presente en la Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de
ser sustancia por el mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no
está en sí, sino en otro sustentante; y por tanto, permanece,
efectivamente, la naturaleza de pan, pero en ella cesa la razón formal
de sustancia; y, consiguientemente, no son dos sustancias, sino una
sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.
4. Así, pues, en
la Eucaristía permanecen la materia y forma de los elementos del pan;
pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen razón de
sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como si
afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales,
sino sólo en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que
se ha dicho”.
Se respondió:
“Que la doctrina
de la transustanciación, tal como aquí se expone, no puede ser
tolerada”.
Del placet
regio
[De la Alocución Luctuosis
exagitati, de 12 de marzo de 1877]
... Nos
recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que las
actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas
a la potestad laica, [lo cual declaramos] con el fin de remediar, en
cuanto de Nos dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se
trataba de la posesión de bienes temporales, sino que se ponían en
evidente peligro las conciencias de los fieles, su paz y el cuidado y
salvación de las almas, que es para Nos la suprema ley. Pero en eso que
hicimos para evitar gravísimos peligros, queremos que pública y
reiteradamente se reconozca que Nos absolutamente reprobamos y
detestamos aquella injusta ley que se llama placet regio,
declarando abiertamente que por ella se hiere la autoridad divina de la
Iglesia y se viola su libertad [v. 1829].
LEON XIII,
1878-1903
De la
recepción de los herejes convertidos
[Del Decreto del Santo Oficio de 20
de noviembre de 1878]
Sobre la duda:
“Si debe
administrarse el bautismo condicionado a los herejes que se convierten a
la fe católica, de cualquier lugar que provengan y a cualquier secta que
pertenezcan”:
Se respondió:
“Negativamente.
Pero en la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier
secta que vengan, hay que inquirir sobre la validez del bautismo
recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el examen, si se
averiguare que o no se confirió bautismo o fue nulamente conferido, han
de bautizarse absolutamente. Pero si practicada la investigación
conforme al tiempo y la razón de los lugares, nada se descubre ora en
pro, ora en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre la
validez del bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición.
Finalmente, si constare que el bautismo fue válido, han de ser sólo
recibidos a la abjuración o profesión de fe”.
Del socialismo
[De la Encíclica Quod Apostolici
muneris, de 28 de diciembre de 1878]
Según las
enseñanzas del Evangelio, la igualdad de los hombres consiste en que,
habiéndoles a todos cabido en suerte la misma naturaleza, todos son
llamados a la dignidad altísima de hijos de Dios, y juntamente en que,
habiéndose señalado a todos un solo y mismo fin, todos han de ser
juzgados por la misma ley, para conseguir, según sus merecimientos, el
castigo o la recompensa.
Sin embargo, la
desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la naturaleza,
de quien toda paternidad recibe su nombre en el cielo y en la tierra
[Eph. 3, 15]. Ahora bien, de tal manera se enlazan entre sí
por mutuos deberes y derechos, según la doctrina y preceptos católicos,
las mentes de los príncipes y de los súbditos que por una parte se
templa la ambición de mando, y por otra se hace fácil, firme y
nobilísima la razón de la obediencia...
Sin embargo, si
alguna vez se diere el caso de que la pública potestad sea ejercida por
los príncipes temerariamente y traspasando sus límites, la doctrina de
la Iglesia Católica no permite levantarse por propia cuenta contra
ellos, a fin de que no se perturbe más y más la tranquilidad del orden o
de ahí reciba la sociedad mayor daño; y cuando la cosa llegare a
términos que no brille otra esperanza de salvación, enseña que ha de
acelerarse el remedio con los méritos de la paciencia cristiana y con
instantes oraciones a Dios. Pero si los decretos de los
legisladores y príncipes sancionaran o mandaran algo que repugne a la
ley divina o natural, la dignidad y el deber del nombre cristiano y la
sentencia apostólica persuaden que se debe obedecer más a Dios que a
los hombres [Act. 5, 29].
Mas la sabiduría
católica, apoyada en los preceptos de la ley divina y natural, ha
provisto también prudentísimamente a la tranquilidad pública y doméstica
por su sentir y doctrina acerca del derecho de propiedad y la
repartición de los bienes que han sido adquiridos para lo necesario o
útil a la vida. Porque mientras los socialistas acusan al derecho de
propiedad como invención que repugna a la igualdad natural de los
hombres y, procurando la comunidad de bienes, piensan que no debe
sufrirse con paciencia la pobreza y que pueden impunemente violarse las
posesiones y derechos de los ricos; la Iglesia, con más acierto y
utilidad, reconoce la desigualdad entre los hombres —naturalmente
desemejantes en fuerzas de cuerpo y de espíritu— aun en la posesión de
los bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e inviolado, el derecho
de propiedad y dominio, que viene de la misma naturaleza. Porque sabe la
Iglesia que el hurto y la rapiña de tal modo están prohibidos por Dios,
autor y vengador de todo derecho, que no es lícito ni aun desear lo
ajeno, y que los ladrones y rapaces, no menos que los adúlteros e
idólatras, están excluídos del reino de los cielos [I Cor. 6, 9 s].
No por eso, sin
embargo, descuida el cuidado de los pobres u omite acudir como piadosa
madre a las necesidades de aquéllos; antes bien, abrazándolos con
maternal afecto, y sabiendo muy bien que representan la persona de
Cristo mismo, que tiene por hecho a sí mismo aun el más pequeño
beneficio que se preste a cualquiera de los pobres, los tiene en grande
honor y los alivia con la ayuda que puede; cuida de que en todas las
partes de la tierra se levanten casas y hospicios para recogerlos,
alimentarlos y cuidarlos y toma tales instituciones bajo su tutela. A
los ricos, aprémialos con gravísimo mandamiento de que den lo superfluo
a los pobres y les amenaza con el juicio divino que ha de condenarlos a
los suplicios eternos, si no socorren la necesidad de los pobres.
Finalmente, ella alivia y consuela sobremanera las almas de los pobres,
ora poniéndoles delante el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se
hizo pobre por amor nuestro [2 Cor. 8, 9]; ora recordandoles las
palabras del mismo Cristo, por las que declaró bienaventurados los
pobres [Mt. 5, 3] y Ies mandó esperar los premios de la eterna
bienaventuranza.
Del matrimonio
cristiano
[De la Encíclica Arcanum divinae
sapientae, de 10 de febrero de 1880]
Como recibido del
magisterio de los Apóstoles hay que considerar cuanto nuestros Santos
Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron
siempre [v. 970], a saber, que Cristo Señor levantó el matrimonio a
dignidad de sacramento, v que juntamente hizo que los cónyuges,
protegidos y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él
produjeron, alcanzaran la santidad en el mismo matrimonio; que en éste,
maravillosamente conformado al ejemplar de su mística unión con la
Iglesia, no sólo perfeccionó el amor que es conforme a la naturaleza
[Concilio Tridentino, sesión 24, c. 1, de la reforma del matr.;
cf. 969], sino que estrechó más fuertemente la sociedad del varón y de
la mujer, indivisible por su naturaleza, con el vínculo de su caridad
divina...
Ni debe tampoco
convencer a nadie la distinción tan decantada por los regalistas, en
virtud de la cual separan del sacramento el contrato matrimonial, con la
intención, a la verdad, de que, reservado a la Iglesia lo que tiene
razón de sacramento, pase el contrato a la potestad y arbitrio de los
gobernantes del Estado. Porque semejante distinción o, más exactamente,
violenta separación, no puede ser admitida, como quiera que es cosa
averiguada que en el matrimonio cristiano el contrato no es disociable
del sacramento, y no puede, por ende, darse verdadero y legítimo
contrato sin que sea, por el mero hecho, sacramento. Porque Cristo Señor
enriqueció al matrimonio con la dignidad de sacramento; ahora bien, el
matrimonio es el contrato mismo, si ha sido legítimamente hecho. Alégase
a esto que el matrimonio es sacramento por ser signo sagrado que produce
la gracia y representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con
la Iglesia. Ahora bien, la forma y figura de éstas se expresa justamente
con aquel mismo vínculo de suprema unión con que quedan mutuamente
ligados varón y mujer y que no es otra cosa que el matrimonio mismo.
Así, pues, es evidente que todo legítimo matrimonio entre cristianos es
en sí y de por sí sacramento, y nada se aleja más de la verdad que hacer
del sacramento una especie de ornamento añadido, y una propiedad
extrínsecamente sobrevenida, que puede, al arbitrio de los hombres,
separarse y ser extraña al contrato.
Sobre el poder
civil
[De la Encíclica Diuturnum
illud, de 29 de junio de 1881]
Aunque el hombre,
incitado por cierta arrogancia y contumacia ha intentado muchas veces
rechazar el freno de la obediencia, nunca, sin embargo, ha podido
conseguir no obedecer a nadie. La necesidad misma obliga a que en toda
asociación y comunidad de hombres haya algunos que estén al frente...
Pero conviene atender en este lugar que los que han de presidir el
Estado pueden en ciertos casos ser elegidos por voluntad y juicio del
pueblo, sin que a ello se opongan ni repugne la doctrina católica. A la
verdad, por esta elección se designa el gobernante, pero no se le
confieren los derechos de gobierno ni se le entrega el mando, sino que
se designa por quién ha de ser desempeñado. Tampoco se discute aquí
sobre las formas de gobierno; no hay, en efecto, razón alguna por que no
haya de ser aprobado por la Iglesia el mando de uno solo o de varios,
con tal que sea justo y se ordene al bien común. Por eso, salva la
justicia, no se prohibe a los pueblos que se procuren aquel género de
gobierno que mejor se adapta a su natural o a las leyes y costumbres de
sus mayores.
Por lo demás,
respecto al poder civil, la Iglesia enseña rectamente que viene de
Dios... Es grande error no ver, lo que es manifiesto, que no siendo los
hombres una especie que vague solitaria. independientemente de su libre
voluntad, han nacido para la comunidad natural; y además, ese pacto que
proclaman, es evidentemente fantástico y fingido y no es capaz de
otorgar al poder civil tanta fuerza, dignidad y firmeza cuanta requieren
la tutela del estado y el bien común de los ciudadanos. Sino que esas
excelencias y garantías todas sólo las tendrá el poder, si se entiende
que dimana de Dios, su fuente augusta y santísima...
Una sola causa
tienen los hombres para no obedecer, y es cuando se les pide algo que
abiertamente repugne al derecho natural o divino; porque todo aquello en
que se viola el derecho de la naturaleza o la voluntad de Dios, tan
criminal es mandarlo como hacerlo. Si alguno, pues, se viere en el
trance de tener que escoger entre desobedecer los mandatos de Dios o de
los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo que nos manda dar a Dios
lo que es de Dios y al César lo que es del César [Mt. 22, 21], y a
ejemplo de los Apóstoles, responder animosamente: Es menester
obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]... No querer
referir a Dios como a su autor el derecho de mandar es querer que se le
borre su bellísimo esplendor y que se le corten sus nervios...
En realidad, a la
llamada Reforma, cuyos secuaces y caudillos atacaron con las
nuevas doctrinas los cimientos de la potestad religiosa y civil,
siguiéronla repentinos tumultos y audacísimas rebeliones, sobre todo en
Alemania... De aquella herejía trajo su origen en el siglo pasado la
pseudofilosofía, el derecho que llaman nuevo, el imperio del
pueblo y una licencia que desconoce todo límite, a la que muchos tienen
por la sola libertad. De ahí se ha venido a las plagas que con todo eso
confinan, es decir: al comunismo, al socialismo, al
nihilismo, monstruos espantosos, que son casi el aniquilamiento de
la humana sociedad...
A la verdad, la
Iglesia de Cristo no puede ser ni sospechosa a los gobernantes ni mal
vista de los pueblos. A los gobernantes, por una parte, ella misma los
amonesta a seguir la justicia y a no apartarse en cosa alguna de su
deber; pero juntamente robustece y de muchos modos ayuda a su autoridad.
La Iglesia reconoce y declara que lo perteneciente a las cosas civiles
está en la potestad y suprema autoridad de aquellos; en lo que, si bien
por causa diversa, pertenece a la vez a la potestad religiosa y civil,
quiere que haya concordia entre una y otra, a fin de evitar las
contiendas funestas para entrambas.
De las
sociedades secretas
[De la Encíclica Humanum genus,
de 20 de abril de 1884]
Nadie piense que
le es lícito por causa alguna dar su nombre a la secta masónica, si
tiene la profesión de católico y la salvación de su alma en la estima
que debe tenerla. Ni engañe a nadie una simulada honestidad; puede, en
efecto, parecer a algunos que nada exigen los masones que sea contrario
abiertamente a la santidad de la religión y de las costumbres; mas como
la razón y causa toda de la secta está en el vicio y la infamia, justo
es que no sea lícito unirse con ellos o de cualquier modo ayudarlos...
[De la Instrucción del Santo Oficio
de 10 de mayo de 1884]
... (3) a fin de
que no haya lugar a error cuando haya de determinarse cuáles de esas
perniciosas sectas están sometidas a censura, y cuáles sólo a
prohibición, cierto es en primer lugar que están castigados con
excomunión latae sententiae, la masónica y otras sectas de la
misma especie que... maquinan contra la Iglesia o los poderes legítimos,
ora lo hagan oculta, ora públicamente, ora exijan o no de sus secuaces
el juramento de guardar secreto.
(4) Aparte de
éstas, hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse bajo pena de
culpa grave, entre las cuales hay que contar principalmente todas
aquellas que exigen por juramento a sus secuaces no revelar a nadie el
secreto y prestar omnímoda obediencia a jefes ocultos. Hay, además, que
advertir que existen algunas sociedades que, si bien no puede
determinarse de manera cierta si pertenecen o no a las que hemos
nombrado, son sin embargo dudosas y están llenas de peligro, ora por las
doctrinas que profesan, ora por la conducta de aquellos bajo cuya guía
se reunieron y se rigen...
De la
asistencia del médico o confesor al duelo
[De la Respuesta del Santo Oficio al
obispo de Poitiers, de 31 de mayo de 1884]
A las dudas:
I. ¿Puede el
médico, rogado por los duelistas, asistir al duelo con intención de
poner antes fin a la lucha o simplemente de vendar o curar las heridas,
sin que incurra en la excomunión reservada simplemente al Sumo
Pontífice?
II. ¿Puede, por lo
menos, sin presenciar el duelo, quedarse en una casa vecina o en lugar
cercano, próximo y preparado para prestar su auxilio, si los duelistas
lo necesitaren?
III. ¿Qué debe
pensarse del confesor en las mismas condiciones?
Se respondió:
A I. Que no puede
y se incurre en la excomunión.
A II y III. En
cuanto se hace de común acuerdo, no se puede, y se incurre igualmente en
la excomunión.
De la
cremación de los cadáveres
[De los Decretos del Sano Oficio, de
19 de mayo y 15 de diciembre de 1886]
A las dudas:
I. ¿Es lícito dar
su nombre a las sociedades, cuyo fin es promover la práctica de quemar
los cadáveres humanos?
II. ¿Es lícito
mandar que se quemen los cadáveres propios o de los demás?
Se respondió el
día 19 de mayo de 1886:
A I.
Negativamente, y si se trata de sociedades filiales de la masónica, se
incurre en las penas dadas contra ésta.
A II.
Negativamente.
Luego, el día
15 de diciembre de 1886:
Cuando se trate de
aquellos cuyos cuerpos no se queman por propia voluntad, sino por la
ajena, pueden cumplirse los ritos y sufragios de la Iglesia, ora en
casa, ora en el templo, pero no en el lugar de la cremación, removido el
escándalo. Ahora bien, el escándalo podrá también removerse, haciendo
conocer que la cremación no fue elegida por propia voluntad del difunto.
Mas si se trata de quienes por propia voluntad escogieron la cremación y
en esta voluntad perseveraron cierta y notoriamente hasta la muerte,
atendido el decreto de la feria IV, 19 de mayo de 1886 [cf. supra], hay
que obrar con ellos de acuerdo con las normas del Ritual Romano, Tit.
Quibus non licet dare ecclesiasticam sepulturam. En los casos
particulares en que pueda surgir duda o dificultad, ha de consultarse al
Ordinario...
Del divorcio
civil
[Del Decreto del Santo Oficio, de 27
de mayo de 1886]
Algunos obispos de
Francia propusieron a la S. R. y U. Inquisición las dudas siguientes:
“En la carta de la S. R. y U. Inquisición, de 25 de junio de 1885,
dirigida a todos los ordinarios de dominio francés, se decreta así
acerca de la ley del divorcio: En atención a gravísimas
circunstancias de cosas, tiempos y lugares, puede tolerarse que los
magistrados y abogados traten en Francia las causas matrimoniales, sin
que estén obligados a retirarse de su cargo, añadió las condiciones,
la segunda de las cuales es ésta: Con tal que estén en tal
disposición de ánimo, ora sobre la validez y nulidad del matrimonio, ora
sobre la separación de los cuerpos, de cuyas causas se ven obligados a
tratar, que nunca dicten sentencia ni defiendan que debe dictarse o
provoquen o exciten a ella, si es contraria al derecho civil o
eclesiástico.”
Se pregunta:
1. ¿Es recta la
interpretación, difundida por Francia, incluso en textos impresos, según
la cual satisface a la precitada condición el juez que, aun cuando un
matrimonio sea válido delante de la Iglesia, prescinde totalmente de tal
matrimonio, que es verdadero y constante, y, aplicando la ley civil,
dictamina que ha lugar a divorcio, con tal que en su mente sólo intente
romper los efectos civiles y el solo contrato civil, y a ellos solos
miren los términos de la sentencia dictada? En otros términos: ¿la
sentencia así dada puede decirse que no es contraria al derecho civil o
eclesiástico?
II. Después de que
el juez sentenció que ha lugar a divorcio, ¿puede el síndico (en
francés: le maire), mirando también éste sólo los efectos civiles
y el solo contrato civil, como arriba se expone, declarar el divorcio,
aunque el matrimonio sea válido ante la Iglesia?
III. Declarado el
divorcio, ¿puede el mismo síndico unir civilmente con otro al cónyuge
que intenta pasar a nuevas nupcias, aun cuando el primer matrimonio sea
válido ante la Iglesia y viva la otra parte?
Se respondió:
Negativamente a I,
II y III.
De la
constitución de los Estados
[De la Encíclica Immortale Dei,
de 1 de noviembre de 1885]
Así, pues, Dios ha
distribuído el gobierno del género humano entre dos potestades, a saber:
la eclesiástica y la civil; una está al frente de las cosas divinas;
otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su género; una
y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y ésos
definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se
circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la
acción de cada una... Así, pues, todo lo que en las cosas humanas es de
algún modo sagrado, todo lo que pertenece al culto de Dios y a la
salvación de las almas, ora sea tal por su naturaleza, ora en cambio se
entienda como tal por razón de la causa a que se refiere; todo eso está
en la potestad y arbitrio de la Iglesia; todo lo demás, empero, que
comprende el género civil y político, es cosa clara que está sujeto a la
potestad civil, como quiera que Jesucristo mandó que se diera al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [Mt. 22, 21].
Sin embargo, alguna vez hay circunstancias en que vige también otro modo
de concordia, a saber: cuando determinados gobernantes de la cosa
pública y el Romano Pontífice se ponen de acuerdo sobre un asunto
particular. En tales circunstancias, la Iglesia da eximias muestras de
su materna piedad, puesto que suele llevar su facilidad y
condescendencia al extremo máximo posible...
Mas querer que la
Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el desempeño de sus
deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad grande. Por
semejante hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que es
natural a lo que está por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo
menos, en gran manera se disminuye la muchedumbre de bienes de que, si
no se le pusiera obstáculo, colmaría la Iglesia la vida común; además,
se abre camino a las enemistades y conflictos, los cuales cuánto daño
acarrean a una y otra potestad, con demasiada frecuencia lo han
demostrado los acontecimientos. Tales doctrinas que la razón humana no
aprueba y que son de suma importancia para la disciplina civil, los
Romanos Pontífices antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de
ellos pedía el cargo apostólico, no consintieron en modo alguno que se
propagaran impunemente. Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que
empieza Mirari vos, de 15 de agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó
con grande gravedad de sentencias lo que ya entonces se proclamaba: que
en cuestión de religión, no hay que hacer distinción ninguna; que cada
uno puede juzgar de la religión lo que mejor le plazca, que nadie tiene
otro juez que la conciencia; que es además lícito publicar lo que cada
uno sienta, e igualmente lícito tramar revoluciones en el Estado. Sobre
la separación de ]a Iglesia y del Estado, el mismo Pontífice se expresa
así: “Ni podemos tampoco augurar más prósperos sucesos para la religión
y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo trance quieren la
separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la concordia del
poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran manera
temida por los amadores de una impudentísima libertad aquella concordia
que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al
Estado.” No de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la
oportunidad, muchas de aquellas opiniones falsas que habían
particularmente empezado a cobrar fuerza y posteriormente mandó
reducirlas a un índice, a fin de que, en medio de tan grande aluvión de
errores, tuvieran los católicos ante los ojos lo que sin tropiezo habían
de seguir.
Ahora bien, de
estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente entenderse que el
origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no en la
muchedumbre; que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que no
tener en nada los deberes de la religión o guardar la misma actitud ante
las varias formas de religión, no es lícito a los particulares ni es
lícito a los Estados; que la inmoderada libertad de sentir y de
manifestar públicamente lo que se sienta, no está entre los derechos de
los ciudadanos ni debe en modo alguno ponerse entre las cosas dignas de
gracia y protección.
Debe igualmente
entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad civil, es una
sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes ocupan la
autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que les
sirva o esté sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el
desempeño de su misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos
que le fueron otorgados por Jesucristo.
En los asuntos, en
cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la naturaleza, no
menos que a los consejos de Dios, no la separación de una potestad de
otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la concordia, y
ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a una y otra
potestad.
Tal es lo que la
Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los Estados. Ahora
bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas
declaraciones y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es
reprobada por sí misma, como quiera que nada tienen que repugne a la
doctrina católica y, si sabia y justamente se aplican, pueden mantener
el Estado en óptima situación.
Es más, de suyo
tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en el
gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones
puede ser no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.
Además, tampoco
puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de restringir más de
lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la que es genuina y
legítima libertad.
A la verdad, si es
cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas formas de
culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera religión; sin
embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para alcanzar
algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que
aquellas diversas formas tengan lugar en el Estado.
Y en otra cosa
tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado contra su
voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte
Agustín: “nadie puede creer sino voluntariamente”.
Por semejante
manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad que engendra
desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de la debida
obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien licencia que
no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada libertad de
perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1
Petr. 2, 16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es
verdadera servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del
pecado [Ioh. 8, 34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad,
aquélla debe ser apetecida que, si a lo privado se mira, no consiente
que el hombre sea esclavo de los errores y pasiones que son los más
tétricos tiranos; si a lo público, dirige sabiamente a los ciudadanos,
les procura facilidad de aumentar ampliamente sus fortunas y defiende al
Estado de toda ajena ingerencia.
Pues esta
libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe como la
Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se mantuviera
firme y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más
contribuyen al bien común en el Estado, las que han sido útilmente
instituidas para frenar la licencia de los gobernantes que desatienden
el bien del pueblo; las que prohiben al Estado invadir importunamente el
ámbito municipal o familiar; las que valen para conservar el decoro, la
persona del hombre y la igualdad del derecho en todos los ciudadanos: de
todo eso, los monumentos de las edades pasadas atestiguan que fue
siempre la Iglesia inventora, favorecedora o guardiana. Siempre, pues,
consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la desmesurada
libertad que termina para individuos y pueblos en desenfreno o
servidumbre, abraza por otra de muy buena gana los progresos que el
tiempo trae, si realmente contribuyen a la prosperidad de esta vida, que
es como una etapa en el camino hacia la otra que ha de durar para
siempre.
Consiguientemente,
decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno régimen de los
Estados y que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de estos
tiempos ha producido, es vacua e infundada calumnia. Repudia, en efecto,
la locura de las opiniones, reprueba los criminales intentos de las
sediciones, y señaladamente aquella disposición de las almas en la que
claramente se ven los comienzos del voluntario apartamiento de Dios; mas
como quiera que todo lo que es verdadero procede necesariamente de Dios,
cuanto de verdad se alcanza por la investigación, la Iglesia lo reconoce
como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de verdadero en la
naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas
divinamente enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento
de la verdad puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que
todo lo que contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será
recibido con gozo y beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las
demás disciplinas, fomentará y promoverá también con todo empeño
aquellas que tienen por objeto la explicación de la naturaleza.
Si en estos
estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni le
contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la
vida; antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo
empeño que, por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres
den copiosos frutos; ella presta incentivo para todo género de artes y
de trabajos, y, dirigiendo con su virtud todo los estudios de estas
cosas a la honestidad y salvación, sólo se esfuerza en impedir que la
inteligencia e industria del hombre le aparten de Dios y de los bienes
del cielo...
Así, pues, si los
católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren, como es
menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo mismo
en sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante
todo es necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio
comprendidas, que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino
profesarlas públicamente, siempre que la ocasión lo exigiere. Y,
señaladamente, acerca de las que llaman libertades, en estos
novísimos tiempos inventadas, es menester atenerse al juicio de la Sede
Apostólica y lo que ella sintiere, eso debe sentir cada uno. Téngase
cuidado que a nadie engañe su honesta apariencia, sino piénsese qué
principios tuvieron y con qué intentos se sustentan y fomentan
corrientemente. Bastantemente ha demostrado ya la experiencia qué es lo
que ellas producen en el Estado, pues han prodigado tales frutos que con
razón se arrepienten de ellas los hombres honrados y sabios. Si en
alguna parte existiera realmente o por el pensamiento se imaginara un
estado en que proterva y tiránicamente se persiguiera el nombre
cristiano y con él se compara el régimen moderno de que estamos
hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los principios
en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de suyo,
no deben ser por nadie aprobados.
En cuanto a la
acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y
domésticos, ya en los públicos. Privadamente el primer deber es
conformar con toda diligencia la vida y las costumbres a los preceptos
evangélicos y no rehusar si acaso la virtud cristiana exige sufrir y
tolerar algo más dificultoso. Deben además amar todos a la Iglesia como
a madre común y guardar obedientemente sus leyes, trabajar por el honor
de ella, querer que se respeten sus derechos y esforzarse, en fin, por
que aquellos sobre quienes se tenga alguna autoridad, la honren y amen
con el mismo afecto.
Otra cosa interesa
también a la pública salud, y es prestar sabiamente su cooperación en la
administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el mayor celo y
esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los jóvenes en
la religión y buenas costumbres de la manera que dice con los
cristianos: de ello depende en gran manera la salud de cada uno de los
Estados.
Igualmente y de
modo general es útil y honesto que la obra de los católicos salga, como
si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también al
gobierno supremo. Decimos de modo general, porque estas
enseñanzas nuestras se dirigen a todas las naciones; pero puede darse en
alguna parte el caso que, por gravísimas y muy justas causas, no
convenga en modo alguno ocupar el mando del Estado ni desempeñar cargos
políticos. Pero de modo general, como hemos dicho, no querer tomar parte
alguna en las cosas públicas sería tan reprensible como no poner empeño
ni trabajo alguno para la común utilidad, tanto más cuanto que los
católicos, por imperativo de la doctrina misma que profesan, son
impelidos a una gestión íntegra y fiel. En cambio, si ellos están mano
sobre mano, fácilmente tomarán las riendas del mando otros, cuyas ideas
no han de ofrecer ciertamente grande esperanza de bienandanza. Y ello
iría también junto con el daño del nombre cristiano, como quiera que
tendrán el máximo poder los que son de ánimo hostil a la Iglesia, y
mínimo, los que la aman.
Por lo tanto, es
evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir en el
gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para
aprobar lo que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para
dirigir, en lo posible, estos mismos regímenes al bien público auténtico
y verdadero, con la determinación de infiltrar en las venas todas del
Estado, como savia y sangre salubérrima, la sabiduría y virtud de la
religión católica...
... A fin de que
la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de recriminarse,
entiendan todos que la integridad de la profesión católica no es
compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al
naturalismo o racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus
cimientos las instituciones cristianas y sentar en la sociedad, sin
tener en cuenta a Dios, el dominio del hombre.
Tampoco es lícito
seguir privadamente una forma de deber y otra en público, es decir, que
privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y públicamente se
rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y obligar al
hombre a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario ha de
ser consecuente siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno
de vida ha de desviarse de la virtud cristiana.
Mas si la cuestión
versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor forma de
gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente, sobre
estos asuntos puede darse legítima disensión.
Así, pues, no
consiente la justicia que a quienes por otra parte son conocidos por su
piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente los decretos
de la Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de opinión
acerca de esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia serla si
se los acusara de sospecha o violación de la fe católica, cosa, de que
nos dolemos haber más de una vez sucedido.
Tengan
absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por
escrito sus ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la
verdad en esta lucha en que se ponen en juego los intereses supremos, no
hay que dar lugar alguno a disensiones intestinas o a miras de partidos,
sino con ánimos unidos y con un solo empeño, todos deben tender a lo que
es propósito común de todos: la salvación de la Religión y del Estado.
Si hubo, pues, antes algún disentimiento, hay que pisotearlo con
voluntario olvido; si en algo se ha obrado injusta o temerariamente,
tenga quien tuviere la culpa, ha de compensarse por la mutua caridad y
resarcirse principalmente por la obediencia de todos a la Sede
Apostólica.
Por este camino
han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera preclaras, una
cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de la sabiduría
cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad civil, cuya
salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de las malas
doctrinas y concupiscencias.
De la
craneotomía y del aborto
[De la Respuesta del Santo Oficio al
arzobispo de Lyon, de 31 de mayo de
1889 (28 de mayo de 1884)]
A la duda:
¿Puede enseñarse
con seguridad en las escuelas católicas ser lícita la operación
quirúrgica que llaman craneotomía, cuando de no hacerse, han de perecer
la madre y el niño, y de hacerse se salva la madre, aunque muera el
niño?
Se respondió:
No puede enseñarse
con seguridad.
[De la Respuesta
del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 19 de mayo de 1889]
Se respondió de
modo semejante, con la añadidura:
... y cualquier
operación quirúrgica directamente occisiva del feto o de la madre
gestante.
[De la Respuesta del Santo Oficio al
arzobispo de Cambrai, de 24/25 de julio de 1895]
El médico Ticio,
al ser llamado a asistir a una mujer encinta gravemente enferma,
advertía a cada paso que no había otra causa de enfermedad mortal, sino
la preñez misma, es decir, la presencia del feto en el útero. Así, pues,
sólo le quedaba un camino para salvar a la madre de una muerte cierta e
inminente, a saber, el de procurar el aborto o eyección del feto. Este
camino solía él ordinariamente seguir, empleando, sin embargo, los
medios y operaciones que tienden de suyo e inmediatamente no a matar el
feto en el seno materno, sino a sacarlo a luz, de ser posible, vivo,
aunque haya de morir próximamente, por estar todavía completamente
inmaturo.
Ahora bien, leído
lo que se respondió el 19 de agosto a los arzobispos de Cambrai, que
no puede enseñarse con seguridad ser lícita operación quirúrgica
alguna directamente occisiva del feto, aun cuando ello fuere necesario
para la salvación de la madre; Ticio está dudoso acerca de la licitud de
las operaciones quirúrgicas con las que él mismo no raras veces
procuraba hasta ahora el aborto, para salvar la vida a las preñadas
gravemente enfermas.
Por lo cual, para
atender a su conciencia, Ticio suplica una aclaración: Si puede con
seguridad realizar las operaciones explicadas dadas las repetidas
circunstancias dichas.
Se respondió:
Negativamente,
conforme a los demás decretos, a saber: de 28 de mayo de 1884 y de 19 de
agosto de 1889.
Y el siguiente
día, jueves, 25 de julio... Nuestro Santísimo Señor aprobó la resolución
de los Emmos. Padres que le fue referida.
[De la Respuesta del Santo Oficio al
obispo de Sinaloa, de 4/6 de mayo de 1898]
I: ¿Es lícita la
aceleración del parto, siempre que por la estrechez de la mujer se haría
imposible la salida del reto en su tiempo natural?
II. Y si la
estrechez de la mujer es tal que ni el parto prematuro se considere
posible, ¿será lícito provocar el aborto o realizar a su tiempo la
operación cesárea?
III. ¿Es lícita la
laparotomía, cuando se trate de pregnación extrauterina, o de
concepciones ectópicas?
Se respondió:
A I. La
aceleración del parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por
causas justas y en tiempo y de modo que, según las contingencias
ordinarias, se atienda a la vida de la madre y del feto.
A II: En cuanto a
la primera parte, negativamente, conforme al decreto de la feria IV, 24
de julio de 1895, sobre la ilicitud del aborto. En cuanto a lo segundo,
nada obsta para que la mujer de que se trata sea sometida a la operación
cesárea a su debido tiempo
A III: Si hay
necesidad forzosa, es lícita la laparatomía para extraer del seno de la
madre las concepciones ectópicas, con tal de que seria y oportunamente
se provea, en lo posible, a la vida del feto y de la madre.
En la siguiente
del viernes, 6 del mismo mes y año, el Santísimo aprobó las respuestas
de los Emmos. y Rvmos. Padres.
[De la Respuesta del Santo Oficio al
Decano de la Facultad Teol. de la Universidad de Montreal,
de 5 de marzo de 1902]
A la duda:
Si es alguna vez
lícito extraer del seno de la madre los fetos ectópicos aún inmaturos,
no cumplido aún el sexto mes de la concepción.
Se respondió:
“Negativamente,
conforme al decreto de miércoles, 4 de mayo de 1898, en cuya virtud hay
que proveer seria y oportunamente, en lo posible, a la vida del feto y
de la madre; en cuanto al tiempo, el consultante debe recordar, conforme
al mismo decreto, que no es lícita ninguna aceleración del parto, si no
se realiza en el tiempo y modo que, según las ordinarias contingencias,
se atienda a la vida de la madre y del feto.”
Errores de
Antonio de Rosmini-Serbati
[Condenados en el Decreto del Santo
Oficio, de 14 de diciembre de 1887]
1. En el orden de
las cosas creadas se manifiesta inmediatamente al entendimiento humano
algo de lo divino en sí mismo, a saber, aquello que pertenece a la
naturaleza divina.
2. Cuando hablamos
de lo divino en la naturaleza, no usamos la palabra divino para
significar un efecto no divino de la causa divina; ni tampoco es nuestra
intención hablar de cierta cosa divina que sea tal por
participación.
3. Así, pues, en
la naturaleza del universo, es decir, en las inteligencias que hay en
él, hay algo a que conviene la denominación de divino, no en sentido
figurado, sino propio. Hay una actualidad no distinta del resto de la
actualidad divina
4. El ser
indeterminado que sin duda alguna es conocido de todas las
inteligencias, es lo divino que se manifiesta al hombre en la
naturaleza.
5. El ser que el
hombre intuye es necesario que sea algo del ser necesario y eterno,
causa creadora, determinante y finalizadora de todos los seres
contingentes: y éste es Dios.
6. En el ser que
prescinde de las criaturas y de Dios, que es ser indeterminado, y en
Dios, ser no indeterminado, sino absoluto, hay la misma esencia.
7. El ser
indeterminado de la intuición, el ser inicial, es algo del Verbo, que en
la mente del Padre distingue no realmente, sino con distinción de razón,
del Verbo mismo.
8. Los entes
finitos de que se compone el mundo, resultan de dos elementos, a saber,
del término real finito, y del ser inicial. que da a dicho término la
forma de ente.
9. El ser, objeto
de la intuición, es el acto inicial de todos los entes: El ser inicial
es inicio tanto de lo cognoscible como de lo subsistente, es igualmente
inicio de Dios, tal como por nosotros es concebido, y de las criaturas.
10. El ser virtual
y sin límites es la primera y más esencial de todas las entidades, de
suerte que cualquiera otra entidad es compuesta y entre sus componentes
está siempre y necesariamente el ser virtual. Es parte esencial de todas
las entidades absolutamente, como quiera se dividan por el pensamiento.
11. La quiddidad
(lo que la cosa es) del ente finito, no se constituye por lo que tiene
de positivo, sino por sus límites. La quiddidad del ente infinito se
constituye por la entidad, y es positiva; la quiddidad, empero, del ente
finito se constituye por los límites de la entidad, y es negativa.
12. La realidad
finita no existe, sino que Dios la hace existir añadiendo limitación a
la realidad infinita. El ser inicial se hace esencia de todo ser real.
El ser que actúa las naturalezas finitas, que está unido a ellas, es
cortado de Dios.
13. La diferencia
entre el ser absoluto y el ser relativo no es la que va de sustancia a
sustancia, sino otra mucho mayor; porque uno es absolutamente ser, otro
es absolutamente no ser. Pero este otro es relativamente ser. Ahora
bien, cuando se pone ser relativo, no se multiplica absolutamente el
ser; de ahí que lo absoluto y lo relativo no son absolutamente una
sustancia única, sino un ser único, y en este sentido no hay diversidad
alguna de ser; más bien se tiene unidad de ser.
14. Por divina
abstracción se produce el ser inicial, primer elemento de los entes
finitos; mas por divina imaginación se produce el real finito, o sea,
todas las realidades de que el mundo consta.
15. La tercera
operación del ser absoluto que crea el mundo es la síntesis divina, esto
es, la unión de los dos elementos, que son el ser inicial, común
principio de todos los seres finitos, y el real finito, o mejor:
los diversos reales finitos, términos diversos del mismo ser inicial.
Por esta unión se crean los entes finitos.
16. El ser inicial
por la divina síntesis, referido por la inteligencia —no como
inteligible, sino meramente como esencia—, a los términos finitos
reales, hace que existan los entes finitos subjetiva y realmente.
17. Lo único que
Dios hace al crear es que pone íntegramente todo el acto del ser de las
criaturas; este acto, pues, no es propiamente hecho, sino puesto.
18. El amor con
que Dios se ama, aun en las criaturas, y que es la razón por la que se
determina a crear, constituye una necesidad moral que en el ser
perfectísimo induce siempre el efecto; porque tal necesidad, sólo entre
diversos entes imperfectos deja íntegra libertad bilateral.
19. El Verbo es
aquella materia invisible, de la que, como se dice en Sap. 11, 18, todas
las cosas del universo fueron hechas.
20 No repugna que
el alma humana se multiplique por la generación, de modo que se concibe
que pase de lo imperfecto, es decir, del grado sensitivo, a lo perfecto,
es decir, al grado intelectivo.
21. Cuando el ser
se hace intuíble al principio sensitivo, por este solo contacto, por
esta unión de sí, aquel principio antes sólo sintiente, ahora juntamente
inteligente, se levanta a más noble estado, cambia su naturaleza y se
convierte en inteligente, subsistente e inmortal.
22. No es
imposible de pensar que puede suceder por poder divino que del cuerpo
animado se separe el alma intelectiva y siga él siendo todavía animal;
pues permanecería aún en él, como base de puro animal, el principio
animal que antes estaba en él como apéndice.
23 En el estado
natural el alma del difunto existe como si no existiera; al no poder
ejercer reflexión alguna sobre sí misma o tener conciencia alguna de sí,
su condición puede decirse semejante al estado de tinieblas perpetuas y
de sueño sempiterno.
24. La forma
sustancial del cuerpo es más bien efecto del alma y el término interior
de su operación; por lo tanto, la forma sustancial del cuerpo, no es el
alma misma. La unión del alma y del cuerpo propiamente consiste en la
percepción inmanente, por la que el sujeto que intuye la idea, afirma lo
sensible, después de haber intuído en ella su esencia.
25. Una vez
revelado el misterio de la Santísima Trinidad, su existencia puede
demostrarse por argumentos puramente especulativos, negativos
ciertamente e indirectos, pero tales que por ellos aquella misma verdad
entra en las disciplinas filosóficas en una proposición y se convierte
en una proposición científica como las demás; porque si ésta se negara,
la doctrina teosófica de la razón pura no sólo quedaría
incompleta, sino que, rebosando por todas partes de absurdos, se
aniquilaría.
26. Las tres
supremas formas del ser, a saber: subjetividad, objetividad y
santidad, o bien, realidad, idealidad, moralidad, si se trasladan al ser
absoluto, no pueden concebirse de otra manera que como personas
subsistentes y vivientes. El Verbo, en cuanto objeto amado, y no en
cuanto Verbo, esto es, objeto en sí subsistente, por sí conocido, es la
persona del Espíritu Santo.
27. En la
humanidad de Cristo, la voluntad humana fue de tal modo arrebatada por
el Espíritu Santo para adherirla al Ser objetivo, es decir, al Verbo,
que ella le entregó a Éste íntegramente el régimen del hombre, y el
Verbo lo tomó personalmente, uniendo así consigo la naturaleza humana.
De ahí que la voluntad humana dejó de ser personal en el hombre y,
siendo persona en los otros hombres, en Cristo permaneció naturaleza.
28. En la doctrina
cristiana, el Verbo, carácter y faz de Dios, se imprime en el alma de
aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo. El Verbo, es decir,
el carácter, impreso en el alma, en la doctrina cristiana, es el Ser
real (infinito) por sí manifiesto, que luego conocemos ser la segunda
persona de la Santísima Trinidad.
29. No tenemos en
modo alguno por ajena a la doctrina católica, que es la sola verdadera,
la siguiente conjetura: En el sacramento de la Eucaristía la sustancia
del pan y del vino se convierte en verdadera carne y verdadera sangre de
Cristo, cuando Cristo la hace término de su principio sintiente y la
vivifica con su vida, casi del mismo modo como el pan y el vino se
transustancian verdaderamente en nuestra carne y sangre, porque se hacen
término de nuestro principio sintiente.
30. Realizada la
transustanciación, puede entenderse que al cuerpo glorioso de Cristo se
le añade alguna parte incorporada al mismo, indivisa y juntamente
gloriosa.
31. En el
sacramento de la Eucaristía, por virtud de las palabras, el
cuerpo y sangre de Cristo están sólo en aquella medida que responde a la
cantidad (ital.: a quel tanto) de la sustancia del pan y del vino
que se transustancian; el resto del cuerpo de Cristo está allí
por concomitancia.
32. Puesto que el
que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no
tiene la vida en sí [Ioh. 6, 54]; y, sin embargo, los que mueren con
el bautismo de agua, de sangre o de deseo consiguen ciertamente vida
eterna, hay que decir que a quienes no comieron en esta vida el cuerpo y
la sangre de Cristo, se les suministra este pan del cielo en la vida
futura, en el mismo instante de la muerte. De ahí que también a los
Santos del Antiguo Testamento pudo Cristo, al descender a los infiernos,
darse a comulgar a sí mismo bajo las especies de pan y vino, a
fin de hacerlos aptos para la visión de Dios.
33. Como los
demonios poseían el fruto, pensaron que si el hombre comía de él, ellos
entrarían en el hombre; porque convertido aquel manjar en el cuerpo
animado del hombre, ellos podrían entrar libremente en su animalidad,
esto es, en la vida subjetiva de este ente, y así disponer de él como se
habían propuesto.
34. Para preservar
a la Bienaventurada Virgen María de la mancha de origen, bastaba que
permaneciera incorrupta una porción. mínima de semen en el hombre,
descuidado casualmente por el demonio, semen incorrupto del que,
trasmitido de generación en generación, nacería, a su tiempo, la Virgen
María.
35. Cuanto más se
examina el orden de justificación en el hombre, más exacto aparece el
modo de hablar espiritual, de que Dios cubre o no imputa ciertos
pecados. Según el salmista [Ps. 31, 1], hay diferencia entre ]as
iniquidades que se perdonan y los pecados que se cubren:
Aquéllas, a lo que parece, son culpas actuales y libres; éstos, son
pecados no libres de quienes pertenecen al pueblo de Dios, a quienes,
por tanto, ningún daño acarrean.
36. El orden
sobrenatural se constituye por la manifestación del ser en la plenitud
de su forma real, el efecto de esta comunicación o manifestación es el
sentimiento (sentimiento) deiforme que, incoado en esta vida,
constituye la luz de la fe y de la gracia, y completado en la otra,
constituye la luz de la gloria.
37 ... La primera
luz que hace al alma inteligente es el ser ideal; otra primera luz es
también el ser, no ya puramente ideal, sino subsistente y viviente:
Aquél, escondiendo su personalidad, manifiesta sólo su objetividad; mas
el que ve al otro (que es el Verbo), aun cuando sea por espejo y enigma,
ve a Dios.
38. Dios es objeto
de la visión beatífica en cuanto es autor de las obras
ad extra.
39. Las huellas de
la sabiduría y bondad que brillan en las criaturas, son necesarias a los
comprensores; porque ellas mismas, recogidas en el eterno ejemplar, son
la parte del mismo que puede por ellas ser visto (che è loro
accessibile) y prestan motivo para las alabanzas que los
bienaventurados cantan a Dios eternamente.
40. Como Dios no
puede, ni siquiera por medio de la luz de la gloria, comunicarse
totalmente a seres finitos, no puede revelar ni comunicar su esencia a
los comprensores, sino de modo acomodado a inteligencias finitas: esto
es, Dios se manifiesta a ellas en cuanto tiene relación con ellas, como
creador, provisor, redentor y santificador.
Censura:
El Santo Oficio juzgó que
en estas proposiciones “en el propio sentido del autor deben ser
reprobadas y proscritas, como por el presente decreto general las
reprueba, condena y proscribe... Su Santidad aprobó y confirmó el
decreto de los Emmos. Padres y mandó que fuera por todos guardado.”
De la
extensión de la libertad y sobre la acción ciudadana
[De la Encíclica Libertas,
praestantissimum, de 20 de junio de 1888]
... Muchos
finalmente no aprueban la separación de lo religioso y lo civil, pero
juzgan que debe lograrse que la Iglesia se adapte a la época y se doble
y acomode a lo que en el gobierno de los pueblos exige la moderna
ciencia. Honesta sentencia, si se entiende de cierta equidad que puede
ser compatible con la verdad y la justicia; es decir, que, averiguada la
esperanza de algún grande bien, se muestre la Iglesia indulgente y
conceda a los tiempos lo que, salva la santidad de su deber, les puede
conceder. Pero otra cosa es si se trata de cosas y doctrinas que, contra
todo derecho, han introducido el cambio de las costumbres y un juicio
engañoso...
Así, pues, de lo
dicho se sigue que no es en manera alguna lícito pedir, defender ni
conceder la libertad de pensar, escribir y enseñar, ni igualmente la
promiscua libertad de cultos, como otros tantos derechos que la
naturaleza haya dado al hombre. Porque si verdaderamente los hubiera
dado la naturaleza, habría derecho a negar el imperio de Dios y por
ninguna ley podría ser moderada la libertad humana. Síguese igualmente
que esos géneros de libertad pueden ciertamente ser tolerados, si
existen causas justas, pero con limitada moderación, a fin de que no
degeneren en desenfreno e insolencia...
Donde el poder sea
opresor o amenace uno de tal naturaleza que vaya a tener al pueblo
oprimido por injusta fuerza o a obligar a la Iglesia a carecer de la
debida libertad, lícito es buscar otra forma de régimen, en que se
conceda obrar con libertad; porque entonces no se ambiciona aquella
libertad inmoderada y viciosa, sino que se pretende un alivio por causa
de la salud de todos, y este sólo se hace para que donde se concede
licencia para el mal, no se impida el poder de obrar honestamente.
Tampoco es de suyo
contra el deber preferir para el Estado un régimen democrático, quedando
sin embargo a salvo la doctrina católica acerca del origen y ejercicio
del poder público. La Iglesia no rechaza ninguno de los varios regímenes
del Estado, con tal de que sean aptos para procurar el bien de los
ciudadanos; pero sí quiere que cada uno se constituya —cosa que
evidentemente manda la naturaleza— sin agravios de nadie y, sobre todo,
dejando intactos los derechos de la Iglesia.
Tomar parte en la
gestión de los asuntos públicos, a no ser donde, por la condición de las
circunstancias, se precava de otro modo, es cosa honesta; más aún, la
Iglesia aprueba que cada uno aporte su trabajo para el provecho común y,
por cuantos medios pueda, defienda, conserve y acreciente la prosperidad
del Estado.
Tampoco condena la
Iglesia querer que la propia nación no sea esclava de nadie, ni de un
extraño ni de un tirano, con tal de que pueda hacerse sin atentar contra
la justicia. En fin, tampoco reprende a aquellos que intentan conseguir
que sus Estados vivan de sus propias leyes y los ciudadanos gocen de la
máxima facilidad de acrecentar sus provechos. La Iglesia acostumbró ser
siempre fautora fidelísima de las libertades cívicas sin intemperancia;
lo que atestiguan principalmente los Estados italianos que alcanzaron
prosperidad, riquezas y renombre glorioso en el régimen municipal, en la
época en que la saludable virtud de la Iglesia penetraba, sin oposición
de nadie, en todas las instituciones de la cosa pública.
Del amor a la
Iglesia y a la Patria
[De la Encíclica Sapientiae
christianae, de 10 de enero de 1890]
Que los católicos
tienen en su vida más y más importantes deberes que quienes o tienen
idea falsa de la fe católica o en absoluto la desconocen, cosa es de que
no puede dudarse... Después que el hombre ha abrazado, como debe, la fe
cristiana, por el mero hecho queda sometido a la Iglesia, como de ella
nacido, y se hace partícipe de aquella sociedad máxima y santísima, que
los Romanos Pontífices, bajo la cabeza invisible, Cristo Jesús, tienen
por propio cargo regir con suprema potestad. Ahora bien, si por ley de
naturaleza se nos manda señaladamente amar y defender la patria en que
nacimos y fuimos recibidos a esta presente luz, hasta punto tal que el
buen ciudadano no duda en afrontar la muerte misma en defensa de su
patria; deber mucho más alto es de los cristianos, hallarse en la misma
disposición de ánimo para con la Iglesia. Es, en efecto, la Iglesia, la
ciudad santa del Dios vivo, de Él mismo nacida y por obra suya
constituída; y si es cierto que anda peregrina en la tierra, llama, no
obstante, e instruye y conduce a los hombres a la eterna felicidad de
los cielos. Debe, pues, ser amada la patria de la que recibimos esta
vida mortal; pero es menester que nos sea más cara la Iglesia, a quien
debemos la vida del alma que ha de permanecer perpetuamente; pues justo
es anteponer los bienes del alma a los del cuerpo y mucho más santos son
nuestros deberes para con Dios que para con los hombres.
Por lo demás, si
queremos juzgar con verdad, el amor sobrenatural a la Iglesia y el
cariño natural de la Patria, son dos amores gemelos que nacen del mismo
principio sempiterno, como quiera que autor y causa de uno y otro es
Dios; de donde se sigue que no puede haber pugna entre uno y otro
deber... No obstante, sea por la calamidad de los tiempos, sea por la
mala voluntad de los hombres, se trastorna algunas veces el orden de
estos deberes. Es decir, se dan casos en que parece que una cosa exige a
los ciudadanos el Estado y otra la religión a los cristianos, y esto no
por otra causa sucede, sino porque los rectores de la cosa pública o
menosprecian la sagrada autoridad de la Iglesia o quieren que les esté
sometida... Si las leyes del Estado discrepan abiertamente con el
derecho divino, si imponen un agravio a la Iglesia o contradicen a los
que son deberes de la religión, o violan la autoridad de Jesucristo en
el Pontífice Máximo; entonces, a la verdad, resistir es el deber, y
obedecer, un crimen, y éste va unido a un agravio al Estado, porque
contra el Estado se peca, siempre que contra la religión se delinque.
Del
apostolado de los seglares
[De la misma Encíclica]
Y nadie objete que
Jesucristo, conservador y vengador de la Iglesia, no necesita para nada
de la ayuda de los hombres. Porque no por falta de fuerza, sino por la
grandeza de su bondad, quiere Él que también de nuestra parte pongamos
algún trabajo para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él
nos ha granjeado.
Lo primero que
este deber nos exige es profesar abierta y constantemente la doctrina
católica y, en cuanto cada uno pudiere, propagarla... A la verdad, el
cargo de predicar, es decir, de enseñar toca por derecho divino a los
maestros, que el Espíritu Santo puso por obispos para regir a la
Iglesia de Dios [Act. 20, 28] y señaladamente al Romano Pontífice,
Vicario de Jesucristo, puesto con suprema potestad al frente de la
Iglesia universal, maestro de la fe y de las costumbres. Nadie piense,
sin embargo, que se prohibe a los particulares poner alguna industria en
este asunto, aquellos particularmente a quienes dio Dios facilidad de
ingenio juntamente con celo de obrar el bien. Éstos, siempre que la
ocasión lo pida, muy bien pueden no precisamente arrogarse oficio de
maestros, sino repartir a los demás lo que ellos han recibido y ser como
un eco de la voz de los maestros. Es más, la cooperación de los
particulares hasta punto tal pareció oportuna y fructuosa a los Padres
del Concilio Vaticano que juzgaron había a todo trance que reclamarla:
“Por las entrañas de Jesucristo suplicamos a todos sus fieles...” [v.
1819]. Por lo demás acuérdense todos que pueden y deben sembrar la
doctrina católica con la autoridad del ejemplo y predicarla con la
constancia en profesarla. Entre los deberes, por ende, que nos ligan con
Dios y con la Iglesia, hay que contar particularmente éste de que cada
uno trabaje y se industrie cuanto pueda en propagar la verdad cristiana
y rechazar los errores.
Del vino,
materia de la Eucaristía
[De las Respuestas del Santo Oficio,
de 8 de mayo de 1887 y 30 de julio de 1890]
Para precaver
el peligro de corrupción del vino, el obispo de Carcasona propone dos
remedios:
1. Añádase al vino
natural una pequeña cantidad de aguardiente;
2. Hiérvase el
vino hasta los sesenta y cinco grados.
A la pregunta
sobre si estos remedios son lícitos en el vino para el sacrificio de la
misa y cuál ha de preferirse,
Se respondió:
Debe preferirse el
vino conforme se expone en el caso segundo.
El obispo de
Marsella expone y pregunta:
En muchas partes
de Francia, particularmente las situadas al sur, el vino blanco que
sirve para el incruento sacrificio de la misa es tan débil e impotente,
que no puede conservarse mucho tiempo, si no se le mezcla una cantidad
de espíritu de vino o alcohol.
1. Si esta mezcla
es lícita.
2. Si lo es, qué
cantidad de esta materia extraña se permite añadir al vino.
3. En caso
afirmativo ¿se requiere espíritu de vino extraído del vino puro, es
decir del fruto de la vid?
Se respondió:
Con tal que el
alcohol sea realmente alcohol vínico y la cantidad de alcohol añadido
junto con la que naturalmente tiene el vino de que se trata, no exceda
la proporción de 12 % y la mezcla se haga cuando el vino es aún muy
reciente, nada obsta para que el mismo se emplee en el sacrificio de la
Misa.
Del derecho de
propiedad privada, de la justa retribución del trabajo y del derecho de
constituir sociedades privadas
[De la Encíclica Rerum novarum,
de 15 de mayo de 1891]
Poseer
privadamente las cosas como suyas es derecho que la naturaleza ha dado
al hombre... Ni hay por qué se introduzca la providencia del Estado,
pues el hombre es más antiguo que el Estado y hubo por ende de tener por
naturaleza su derecho para defender su vida y su cuerpo antes de que se
formara Estado alguno... Porque las cosas que se requieren para
conservar y, sobre todo, para perfeccionar la vida, cierto es que la
tierra las produce con gran largueza; pero no podría producirlas de
suyo, sin el cultivo y cuidado de los hombres. Ahora bien, al consumir
el hombre el ingenio de su mente y las fuerzas de su cuerpo en la
explotación de los bienes de la naturaleza, por el mismo hecho se aplica
a sí mismo aquella parte de la naturaleza corpórea que el cultivó y en
la que dejó como impresa una especie de forma de su propia persona; de
suerte que es totalmente justo que aquella parte sea por él poseída como
suya, y que en modo alguno sea lícito a nadie violar su derecho. La
fuerza de estos argumentos es tan evidente que causa verdadera
admiración ver que disienten ciertos restauradores de ideas envejecidas.
Son los que ciertamente conceden al individuo el uso del suelo y los
varios frutos de las fincas; pero niegan de plano que tenga derecho a
poseer como dueno el suelo sobre que edificó o la finca que cultivó...
Pero estos
derechos que los hombres tienen individualmente, aparecen mucho más
firmes, si se consideran en su aptitud y conexión con los deberes de la
vida familiar... Así pues, el derecho de propiedad que hemos demostrado
haber sido dado a los individuos por la naturaleza, es menester
trasladarlo al hombre en cuanto es cabeza de familia; y, aún más, ese
derecho es tanto más firme cuantos más son los deberes que abarca la
persona humana en la vida familiar. Ley santísima de la naturaleza es
que el padre de familia, defienda, con medios de vida y con todo
cuidado, a quienes él engendró, y la naturaleza misma le lleva a querer
adquirir y procurar para sus hijos, como quiera que estos representan y
en cierto modo prolongan la persona del padre, los medios por los que
puedan honestamente defenderse de la miseria en el curso dudoso de la
presente vida. Ahora bien, eso no puede lograrlo de otro modo, sino por
la posesión de cosas provechosas, que pueda transmitir a sus hijos por
la herencia... Querer, pues, que el Estado penetre en su arbitrio hasta
la intimidad del hogar, es un grande y pernicioso error... La patria
potestad es de tal naturaleza que ni puede extinguirse ni ser absorbida
por el Estado... Quede, pues, asentado cuando se trata de buscar un
alivio al pueblo, que es menester que se tenga por fundamento la guarda
intacta de la propiedad privada...
La justa posesión
del dinero se distingue del uso justo del dinero. Poseer bienes
privadamente es derecho natural al hombre, como poco antes hemos
demostrado, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la
vida, no sólo es lícito, sino manifiestamente necesario... Mas si se
pregunta cuál ha de ser el uso de los bienes, la Iglesia responde sin
vacilación alguna: “en cuanto a esto, no debe el hombre tener las cosas
exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente las
comunique en las necesidades de los demás. De ahí que el Apóstol dice:
A los ricos de este siglo mándales... que den fácilmente, que
comuniquen [1 Tim. 6, 17]. A nadie ciertamente se le manda que
socorra a los demás de lo que necesitará para su uso o el de los suyos;
más aún, ni siquiera dar a los otros lo que ha menester para guardar la
conveniencia y decoro de su persona... Mas una vez atendida la necesidad
y el decoro, es obligación hacer gracia a los necesitados de lo que
sobra. Lo que sobra, dadlo en limosna [Lc. 11, 41]. No son éstos,
excepto en casos extremos, deberes de justicia, sino de cristiana
caridad, los cuales ciertamente no hay derecho a reclamar por acción
legal; pero a la ley y juicio de los hombres se antepone la ley y juicio
de Cristo Dios, que de muchos modos persuade la práctica de la
limosna... y ha de juzgar como hecho o negado a sí mismo, el beneficio
hecho o negado a los pobres [Mt. 25, 34 ss].
Dos como
caracteres tiene el trabajo en el hombre, marcados por la naturaleza
misma, a saber, que es personal, porque su fuerza operante es
inherente a la persona y totalmente propia de aquel que la ejerce y a
cuya utilidad está destinada; y, luego, que es necesario por razón de
que el hombre necesita del fruto de su trabajo para la conservación de
su vida; y conservar la vida es mandato de la naturaleza misma, a la que
se debe antes de todo obedecer. Ahora bien, si sólo se considera desde
el punto de vista personal, no hay duda que en mano del obrero está
señalar un límite demasiado estrecho a la paga convenida; pues, así como
de su voluntad pone su trabajo, así puede voluntariamente contentarse
con escasa y aun ninguna paga de su trabajo. Pero le modo muy distinto
hay que juzgar, si, con la razón de personalidad, se junta la
razón de necesidad, que sólo por pensamiento, no en la realidad,
es separable de aquélla. Realmente, permanecer en la vida es universal
deber de todos, y un crimen, faltar a él. De aquí nace necesariamente el
derecho a procurarse las cosas con que la vida se sustenta, y esas
cosas, al hombre de la clase más humilde, sólo se las proporciona el
salario ganado con el trabajo. Pase, pues, que el obrero y el patrono
convengan libremente en lo mismo y, concretamente, en la determinación
del salario; sin embargo, siempre hay algo que viene de la justicia
natural y que es superior y anterior a la libre voluntad de los
pactantes, a saber, que el salario no puede ser insuficiente para el
sustento de un obrero frugal y morigerado. Y si el obrero, forzado por
la necesidad o movido por miedo a un mal peor, tiene que aceptar una
condición más dura, quiera que no quiera, por imponérsela el patrono o
empresario, esto es ciertamente sufrir una violencia contra la que
reclama la justicia... Si el obrero recibe un salario bastante elevado,
con que pueda fácilmente atender al sustento propio, y al de su mujer e
hijos, si es prudente, fácilmente atenderá al ahorro y hará lo que la
misma naturaleza parece amonestar, a saber, que, atendidos los gastos,
sobre algo con que pueda formarse un pequeño capital. Porque ya hemos
visto que no hay manera eficaz de dirimir esta contienda de que
tratamos, si no se sienta y establece que es menester que el derecho de
propiedad privada sea inviolado... Sin embargo, no es posible llegar a
estas ventajas, sino a condición de que el capital privado no se agote
por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Porque como el derecho
de poseer privadamente bienes no ha sido dado al hombre por la ley, sino
por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo
moderar su uso y atemperarlo al bien común. Obra, pues, injusta e
inhumanamente si, a título de tributo, cercena más de lo justo los
bienes de los particulares...
Que corrientemente
se formen estas sociedades, ora se compongan totalmente de obreros, ora
sean mixtas de uno y otro orden, es cosa grata; pero es de desear que
crezcan en número y actividad... Porque formar sociedades privadas, le
ha sido concedido al hombre por derecho de naturaleza; ahora bien, el
Estado ha sido instituído para defensa, no para ruina del derecho
natural; y además, si vedara las asociaciones de los ciudadanos, obraría
contradictoriamente consigo mismo, pues tanto él como las asociaciones
privadas han nacido de este solo principio: que los hombres son
sociables por naturaleza. Hay alguna vez ocasiones en que es justo que
las leyes se opongan a este linaje de asociaciones, a saber, cuando por
su constitución persigan un fin que abiertamente pugne con la probidad,
con la justicia o con la salud del Estado.
Sobre el duelo
[De la Carta Pastoralis officii
a los obispos de Alemania y Austria, de la de septiembre de 1891]
... Una y otra ley
divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural, ora la
que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan
estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un
hombre, a no ser forzado por la necesidad de defender su propia vida.
Ahora bien, los que retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento,
y a ello dirigen su ánimo y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad
alguna, o quitar la vida o por lo menos herir al adversario. Además una
y otra ley prohiben despreciar temerariamente la propia vida,
exponiéndola a un grave y manifiesto peligro, cuando no lo aconseja
razón alguna de deber o de caridad magnánima; y esta ciega temeridad,
despreciadora de la vida, entra manifiestamente en la naturaleza del
duelo. Por lo cual, para nadie puede ser oscuro o dudoso que sobre
quienes privadamente traban combate singular, pesa un doble crimen: el
voluntario peligro de daño ajeno y de la propia vida. Finalmente, apenas
hay calamidad que más lejos esté de la disciplina de la vida civil y que
más perturbe el orden del Estado que la licencia dada a los ciudadanos
de que se tomen la venganza por su mano y venguen el honor que crean
ofendido...
Tampoco para
quienes aceptan el reto puede servir de justa excusa el temor de pasar
ante el vulgo por cobardes si se niegan a la lucha. Porque si los
deberes de los hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del
vulgo, y no por la norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría
diferencia alguna natural y verdadera entre las acciones honestas y los
hechos ignominiosos. Los mismos sabios paganos supieron y enseñaron que
el hombre fuerte y constante ha de despreciar los juicios falaces del
vulgo. Más bien es justo y santo temor el que aparta al hombre de causar
una muerte injusta y le hace solícito de la salvación propia y de la de
sus hermanos. La verdad es que quien desprecia los vanos juicios del
vulgo, quien prefiere sufrir los azotes de la afrenta antes que desertar
un punto de su deber, ése demuestra tener mayor y más levantado ánimo
que no el que, herido por una injuria, acude a las armas. Y aun si se
quiere juzgar rectamente, ése sólo es en quien brilla la sólida
fortaleza, aquella fortaleza decimos, que lleva de verdad nombre de
virtud y a la que acompaña la gloria no pintada y falaz. Porque la
virtud consiste en el bien conforme a la razón, y si no se apoya en el
juicio y aprobación de Dios vana es toda gloria.
De la
Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De la Encíclica Octobri mense,
sobre el rosario, de 22 de septiembre de 1891]
Cuando el Hijo
eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso tomar
naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano
entero un místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el
libérrimo consentimiento de la que estaba designada para madre suya y
que representaba en cierto modo la persona del humano linaje, conforme a
aquella ilustre y de todo punto verdadera sentencia del Aquinate: “Por
la Anunciación se esperaba que la Virgen, en representación de toda la
naturaleza humana, diera su consentimiento”.
De ahí, no menos
verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro
que trajo el Señor —porque la gracia y la verdad fue hecha por medio
de Jesucristo [Ioh. 1, 17]— nada se nos distribuye sino por medio de
María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se
acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie
puede acercarse a Cristo sino por su madre.
[De la Encíclica
Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896]
Nadie,
efectivamente, puede ser pensado que haya contribuído o haya jamás de
contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres
con Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se
precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable
consentimiento “en representación de toda la naturaleza humana” recibió
el mensaje del misterio de la paz que fue traído por el ángel a la
tierra. Ella es de quien ha nacido Jesús [Mt. 1, 16], es decir,
verdadera madre suya y, por esta causa, digna y muy acepta
medianera para el mediador.
De los
estudios de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Providentissimus
Deus, de 18 de noviembre de 1893]
... Como sea
necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la interpretación,
el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el de aquellos
que dan a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los libros, y
el de los que se detienen más de lo debido en una parte determinada de
uno solo... Para esta labor tomará como ejemplar la versión Vulgata que
el Concilio Tridentino, decretó fuera tenida por auténtica en las
públicas lecciones, disputas, predicaciones y exposiciones [v. 785],
y recomendada también por uso cotidiano de la Iglesia. Tampoco, sin
embargo, habrá de dejarse de tener en cuenta las otras versiones que
alabó y usó la antigüedad cristiana, y sobre todo los códices
originales. Porque si bien en cuanto al fondo, de las dicciones de la
Vulgata brilla bien el sentido del griego y del hebreo, sin embargo, si
algo se ha trasladado allí ambiguamente o de modo menos exacto, será de
provecho, según consejo de San Agustín, el examen de la lengua original.
... El Concilio
Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando el decreto
del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra de
Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de
fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha
de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que
mantuvo y sigue manteniendo la Santa Madre Iglesia; a quien toca juzgar
del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas; y que
por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura
contra este sentido ni tampoco contra el unánime consentimiento de los
Padres [v. 786 y 1788]. Por esta ley llena de sabiduría, la
Iglesia no retarda ni impide la investigación de la ciencia bíblica,
sino que más bien la preserva de todo error y en gran manera contribuye
a su verdadero progreso. Porque a cada maestro particular se le abre un
amplio campo en que puede gloriosamente y con provecho de la Iglesia
campear con paso seguro su pericia de intérprete. Ciertamente, en los
lugares de la divina Escritura que aún esperan una determinada y
definida exposición, puede así suceder por el suave designio de Dios
providente que por una especie de estudio preparatorio madure el juicio
de la Iglesia; y en los lugares ya definidos, puede igualmente el
maestro privado ser de provecho, o explicándolos con más claridad al
pueblo fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos, o
defendiéndolos con más insigne victoria contra los adversarios...
En lo demás ha de
seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma suprema la doctrina
católica, tal como es recibida por ]a autoridad de la Iglesia... De
donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella
interpretación que o hace que los autores inspirados se contradigan de
algún modo entre sí, o se opone a la doctrina de la Iglesia...
Ahora bien, los
Santos Padres que, “después de los Apóstoles plantaron, regaron,
edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya acción
creció ella”, tienen autoridad suma siempre que explican todos de modo
unánime un texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y de
las costumbres...
La autoridad de
los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin embargo, como
quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un progreso
continuo, también a los comentarios de estos autores hay que tributarles
el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse oportunamente muchas
cosas para refutar a los contrarios y resolver las dificultades. Mas lo
que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o despreciadas las
obras egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros, se prefieran
los libros de los heterodoxos y, con peligro inmediato de la sana
doctrina y, no raras veces, con detrimento de la fe, se busque en ellos
la explicación de pasajes en que los católicos, de mucho tiempo atrás,
ejercitaron, con óptimo resultado, sus ingenios y trabajos...
... La primera de
estas ayudas para la interpretación es el estudio de las antiguas
lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica ... Es, pues,
necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los
teólogos que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos
fueron primeramente escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y
por la misma razón es menester que sean suficientemente doctos y
ejercitados en la verdadera disciplina del arte critica; pues,
perversamente y con daño de la religión, se ha introducido un artificio
que se honra con el nombre de “alta critica” por la que se juzga del
origen, integridad y autenticidad de un libro cualquiera por solas las
que llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que en
cuestiones históricas, como el origen y conservación de los libros,
deben prevalecer sobre todo los testimonios de la historia, y ésos son
los que con más ahínco han de investigarse y discutirse; en cambio, las
razones internas no son las más de las veces de tanta importancia que
puedan invocarse en el pleito, si no es a modo de confirmación... Ese
mismo género de “alta crítica” que preconizan vendrá finalmente a parar
a que cada uno siga su propio interés y prejuicio en la
interpretación...
Al maestro, de la
Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el conocimiento de
las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y refutará las
objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos. A la
verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el
físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno,
procurando cautamente seguir el aviso de San Agustín de “no afirmar nada
temerariamente ni dar lo desconocido por conocido”; pero si, no
obstante, disintieren en cómo ha de portarse el teólogo, he aquí en
compendio la regla por él mismo ofrecida: “Cuanto ellos —dice— pudieren
demostrarnos por argumentos verdaderos de la naturaleza de las cosas,
mostrémosles que no es contrario a nuestras letras, mas cuanto
presentaren de cualesquiera libros suyos como contrario a nuestras
letras, es decir, a la fe católica, o mostrémoselo también por algún
medio o sin vacilación creamos que es cosa de todo punto falsa. Acerca
de la justeza de esta regla es de considerar en primer lugar que los
escritores sagrados o, más exactamente, “el Espíritu de Dios que por
medio de ellos hablaba, no quiso ensenar a los hombres esas cosas (es
decir la intima constitución de las cosas sensibles), como quiera que
para nada habían de aprovechar a su salvación”; por lo cual, más bien
que seguir directamente la investigación de la naturaleza, describen o
tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como
solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo, y aún ahora acostumbra, en
muchas materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más
impuestos en la ciencia.
Ahora bien, como
el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae bajo los
sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó también
el doctor Angélico), “ha seguido aquello que sensiblemente aparece”, o
sea, lo que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera
humana para ser entendido por ellos.
Ahora, de que haya
que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que concluir que
deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su interpretación
emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les sucedieron,
como quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar los
pasajes en que se trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron
tan de acuerdo con la verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no
son tan aceptables. Por ello, hay que distinguir cuidadosamente en sus
explicaciones qué es lo que realmente ensenan como perteneciente a la fe
o íntimamente ligado con ella, qué es lo que ensenan con unánime sentir;
porque “en lo que no es necesidad de la fe, lícito fue a los Santos
opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros”, conforme al
sentir de Santo Tomás, el cual, en otro lugar, se expresa muy
prudentemente: “Paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que
comúnmente sintieron los filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben
afirmarse como dogmas de fe, si bien a veces puedan introducirse bajo el
nombre de los filósofos, ni deben negarse como contrarias a la fe, para
no dar a los sabios de este mundo ocasión de menospreciar la doctrina de
la fe”.
A la verdad, aun
cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las Escrituras
rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la naturaleza
afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin
embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas ensenadas
por aquéllos como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta
repudiadas. Y si los físicos, traspasando las fronteras de su
disciplina, invaden por la perversidad de sus ideas, el dominio de la
filosofía, a los filósofos debe dejar su refutación el intérprete
teólogo.
Esto mismo será
bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines, principalmente a
la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que investigan a
fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los monumentos
de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y los
testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de
descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que
su autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos
con ánimo demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como
quiera que de tal modo se fían de los libros profanos y de los
documentos de la antigüedad, como si en ellos no cupiera ni sospecha
siquiera de error; en cambio, por una apariencia de error sólo imaginada
y no honradamente discutida, niegan a los libros de la Sagrada Escritura
una fe siquiera igual.
Puede ciertamente
suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas al transcribir
menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con consideración
y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en que se
haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos pasajes
permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento, mucho
contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente
ilícito ora limitar ]a inspiración solamente a algunas partes de la
Sagrada Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe
tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas
dificultades, no vacilan en sentar que ]a inspiración divina toca a las
materias de fe y costumbres y a nada mas...
Todos los libros
que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido escritos
íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y tan
lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que
ella de suyo no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza
tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea
autor de error alguno.
Ésta es la antigua
y constante fe de la Iglesia, definida también por solemne sentencia en
los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783 ss] y confirmada
finalmente y más expresamente declarada en el Concilio Vaticano, que
promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento... tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es
absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres
como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor
primero, pero sí a los escritores inspirados, se les hubiera podido
deslizar alguna falsedad. Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural
virtud, de tal modo los impulsó y movió, de tal modo los asistió
mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y
fielmente habrían de querer consignar y aptamente con infalible verdad
expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les mandara: en otro
caso, no sería Él, autor de toda la Escritura Sagrada... Hasta punto tal
estuvieron los Padres y Doctores todos absolutamente persuadidos de que
las divinas Letras, tal como fueron publicadas por los hagiógrafos,
estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor sutileza
que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no pocas
de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la
ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna
contrariedad o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos
libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la
inspiración divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había
hablado, nada absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.
Valga en general
lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: “Si tropiezo en esas Letras
con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino que o el
códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el original, o
yo no he entendido nada...”.
... Muchas cosas
efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han lanzado durante
mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han envejecido
totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no
pertenecientes propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron
en otro tiempo propuestas de pasajes en que más tarde vio más rectamente
una investigación más penetrante. En efecto, el tiempo borra las
fantasías de las opiniones, pero “la verdad permanece y cobra fuerzas
eternamente”.
De la
uni(ci)dad de la Iglesia
[De la Encíclica Satis cognitum,
de 29 de junio de 1896]
... A la verdad,
que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo consta para
todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras, que
ningún cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de
determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los
errores que a muchos desvían del camino. Ciertamente, no sólo el origen,
sino toda la constitución de la Iglesia pertenece al género de cosas que
proceden de la libre voluntad ¡ por lo tanto, toda la cuestión está en
saber lo que realmente se ha hecho, y lo que hay que averiguar no es
precisamente de qué modo puede la Iglesia ser una, sino de qué modo
quiso que fuera una Aquel que la fundó.
Ahora bien, si se
mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó a la Iglesia
de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes en su
género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran
a la Iglesia indivisible y única, a la manera que profesamos en el
Símbolo de la fe: Creo en una sola Iglesia... Y es así que cuando
Jesucristo hablara de este místico edificio, sólo recuerda a una sola
Iglesia, a la que llama suya: Edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18].
Cualquiera otra que fuera de ésta se imagine, al no ser fundada por
Jesucristo, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo... Así,
pues, la salvación que nos adquirió Jesucristo, y juntamente todos los
beneficios que de ella proceden, la Iglesia tiene el deber de
difundirlos ampliamente a todos los hombres y propagarlos a todas las
edades. Consiguientemente, por voluntad de su fundador, es necesario que
sea única en todas las tierras en la perpetuidad de los tiempos... Es,
pues, la Iglesia de Cristo única y perpetua. Quienquiera de ella se
aparta, se aparta de la voluntad y prescripción de Cristo Señor y,
dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.
Mas el que la
fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza que
cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí
por tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola
nación, un sólo reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo
espíritu, como habéis sido llamados en una sola esperanza de vuestro
llamamiento [Eph. 4, 4]... Mas el necesario fundamento de tan grande
y absoluta concordia entre los hombres es el acuerdo y unión de las
inteligencias, de donde naturalmente se engendra la conspiración de las
voluntades y la semejanza de las acciones... Consiguientemente, para
aunar las inteligencias, para lograr y conservar la concordia del
sentir, por más que existieran las Letras Divinas, era de todo punto
necesario otro principio distinto...
Por lo cual
instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y
juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del
Espíritu de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y
severísimamente mandó que sus enseñanzas fueran recibidas como suyas...
Este es consiguientemente sin duda alguna el deber de la Iglesia:
conservar la doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta...
Mas a la manera
que la doctrina celeste jamás fue abandonada al arbitrio e ingenio de
los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fue luego
separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así
tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha
sido divinamente conferida facultad de realizar y administrar los
divinos misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar...
Por lo cual
Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos habían de
ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno
individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y
de corazón, de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo
legítimamente asociado: uno por la comunidad de fe, de fin y de medios
conducentes al fin, y sujeto a una sola y misma potestad... Por tanto,
la Iglesia es sociedad, por su origen, divina; por su fin y por los
medios que próximamente se ordenan a ese fin, sobrenatural; mas en
cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana...
Como el autor
divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la fe, por el
régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en
ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en
cuanto al orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está
debidamente unido con Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está
sometido y obedece; en otro caso, necesariamente se diluye en una
muchedumbre confusa y perturbada. Para conservar debidamente la unidad
de fe y comunión, no basta desempeñar una primacía de honor, no basta
una mera dirección, sino que es de todo punto necesaria la verdadera
autoridad y autoridad suprema, a que ha de someterse toda la
comunidad... De ahí aquellas singulares denominaciones de los antiguos
aplicadas al bienaventurado Pedro, que pregonan brillantemente estar él
colocado en el más alto grado de dignidad y de poder. Llámanle a cada
paso príncipe del colegio de los discípulos, príncipe de los
santos Apóstoles, corifeo de su coro; boca de los Apóstoles todos;
cabeza de aquella familia; puesto al frente del
orbe de la tierra; primero entre los Apóstoles; cima de la Iglesia...
Pero es cosa que
se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la constitución divina,
ser de derecho que los obispos estén individualmente sujetos a la
jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que lo estén
todos juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio
mismo de los obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras,
la Iglesia no dejó de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por
estas causas, por el Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y
razón del primado del Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una
opinión nueva, sino que se afirmó la fe, vieja y constante, de todos los
siglos. Ni tampoco, en verdad, el que unos mismos súbditos estén
sometidos a doble potestad, engendra confesión alguna en el gobierno.
Sospechar nada semejante, nos lo prohibe en primer lugar la sabiduría de
Dios, por cuyo designio se ha constituído esta suerte de régimen. Y hay
que observar, en segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas
y las mutuas relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual
categoría, sin dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano
Pontífice es suprema, universal y enteramente independiente; pero la de
los obispos está circunscrita a ciertos límites y no es enteramente
independiente...
Mas los Romanos
Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie que se
conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituído; y por
eso, así como defienden su propia autoridad con el cuidado y vigilancia
que es debido; así se han esforzado y se esforzarán constantemente
porque a los obispos quede a salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta
obediencia se tributa a los obispos, todo lo consideran ellos como
tributado a sí mismos.
De las
ordenaciones anglicanas
[De la Carta Apostolicae curae,
de 13 de septiembre de 1896]
En el rito de
realizar y administrar cualquier sacramento, con razón se distingue
entre la parte ceremonial y la parte esencial, que suele llamarse
materia y forma. Y todos saben que los sacramentos de la nueva Ley, como
signos que son sensibles y que producen la gracia invisible, deben lo
mismo significar la gracia que producen, que producir la que significan
[v. 695 y 849]. Esta significación, si bien debe darse en todo el rito
esencial, es decir, en la materia y la forma, pertenece, sin embargo,
principalmente a la forma, como quiera que la materia es por sí misma
parte no determinada, que es determinada por aquélla. Y esto aparece más
manifiesto en el sacramento del orden, cuya materia de conferirlo, en
cuanto aquí hay que considerarla, es la imposición de las manos, la que
ciertamente por sí misma nada determinado significa y lo mismo se usa
para ciertos órdenes que para la confirmación.
Ahora bien, las
palabras que hasta época reciente han sido corrientemente tenidas por
los anglicanos como forma propia de la ordenación presbiteral, a saber:
Recibe el Espíritu Santo, en manera alguna significan
definidamente el orden del sacerdocio o su gracia o potestad, que
principalmente es la potestad de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo
y sangre del Señor en aquel sacrificio, que no es mera conmemoración del
sacrificio cumplido en la cruz [v. 950]. Semejante forma se aumentó
después con las palabras: para el oficio y obra del presbítero;
pero esto más bien convence que los anglicanos mismos vieron que aquella
primera forma era defectuosa e impropia. Mas esa misma añadidura, si
acaso hubiera podido dar a la forma su legítima significación, fue
introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo después de aceptarse el
Ordinal Eduardiano, cuando, consiguientemente, extinguida la jerarquía,
no había ya potestad alguna de ordenar.
Lo mismo hay que
decir de la ordenación episcopal. Porque a la fórmula: Recibe el
Espíritu Santo, no sólo se añadieron más tarde las palabras: para
el oficio y obra del obispo, sino que de ellas hay que juzgar, como
en seguida diremos, de modo distinto que en el rito católico. Ni vale
para nada invocar la oración de la prefación Omnipotens Deus,
como quiera que también en ella se han cercenado las palabras que
declaran el sumo sacerdocio. A la verdad, nada tiene que ver aquí
averiguar si el episcopado es complemento del sacerdocio o un orden
distinto de éste; o si conferido; como dicen, per saltum, es
decir, a un hombre que no es sacerdote, produce su efecto o no. Pero de
lo que no cabe duda es que él, por institución de Cristo, pertenece con
absoluta verdad al sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto
grado, el que efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por
nuestra costumbre ritual, es llamado sumo sacerdote, suma del sagrado
ministerio. De ahí resulta que, al ser totalmente arrojado del rito
anglicano el sacramento del orden y el verdadero sacerdocio de Cristo,
y, por tanto, en la consagración episcopal del mismo rito, no conferirse
en modo alguno el sacerdocio, en modo alguno, igualmente, puede de
verdad y de derecho conferirse el episcopado; tanto más cuanto que entre
los primeros oficios del episcopado está el de ordenar ministros para la
Santa Eucaristía y sacrificio...
Con este íntimo
defecto de forma está unida la falta de intención, que se requiere
igualmente de necesidad para que haya sacramento... Así, pues,
asintiendo de todo punto a todos los decretos de los Pontífices
predecesores nuestros sobre esta misma materia, confirmándolos
plenísimamente y como renovándolos por nuestra autoridad, por propia
iniciativa y a ciencia cierta, pronunciamos y declaramos que las
ordenaciones hechas en rito anglicano han sido y son absolutamente
inválidas y totalmente nulas...
De la fe e
intención requerida para el bautismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 30
de marzo de 1898]
Se pregunta si
puede el misionero administrar el bautismo en el artículo de la muerte a
un mahometano adulto que se supone estar de buena fe en sus errores:
1. Si tiene
todavía plena advertencia, exhortándole sólo al dolor y a la confianza,
no hablándole para nada de nuestros misterios, por temor de que no los
vaya a creer.
2. Cualquier
advertencia que tenga, no diciéndole nada, ya que por una parte se
supone que no le falta la contrición y por otra no es prudente hablar
con él de nuestros misterios.
3. Si ha perdido
la advertencia, no diciéndole absolutamente nada.
Respuestas:
a 1 y 2,
negativamente, es decir, que no es lícito administrar el bautismo a
tales mahometanos... ni absoluta ni condicionalmente; y dénse los
decretos del Santo Oficio al obispo de Quebec de 25 de enero y de 10 de
mayo de 1703 [v. 1849 a s].
A 3: sobre los
mahometanos moribundos y faltos ya de sentido, hay que responder como en
el Decreto del Santo Oficio de 18 de septiembre de 1850 al obispo de
Perth; esto es: “Si antes hubieren dado señales de quererse bautizar o
en el estado presente manifestaren la misma disposición por señas o de
otro modo, pueden ser bautizados bajo condición, en cuanto, sin embargo,
atendidas todas las circunstancias, así lo juzgare prudente el
misionero”... El Santísimo lo aprobó.
Del
americanismo
[De la Carta Testem
benevolentiae, al cardenal Gibbons, de 22 de enero de 1899]
El fundamento
sobre que, en definitiva, se fundan las nuevas ideas que dijimos, es el
siguiente: Con el fin de atraer más fácilmente a los disidentes a la
doctrina católica, debe por fin la Iglesia acercarse algo más a la
cultura de este siglo ya adulto y, aflojando la antigua severidad,
condescender con los principios y modos recientemente introducidos entre
los pueblos. Y muchos piensan que ello ha de entenderse no sólo de la
disciplina de la vida, sino también de las enseñanzas en que se contiene
el depósito de la fe. Pretenden, en efecto, que es oportuno para
atraer las voluntades de los discordes, omitir ciertos puntos de
doctrina, como si fueran de menor importancia, o mitigarlos de manera
que no conserven el mismo sentido que constantemente mantuvo la Iglesia.
Mas con cuán reprobable consejo haya sido todo eso excogitado... no hace
falta largo discurso para demostrarlo, con que se recuerde la naturaleza
y el origen de la doctrina que enseña la Iglesia. Dice a este propósito
el Concilio Vaticano: “Y jamás hay que apartarse...” [v. 1800] .
Y la historia de
todas las edades pretéritas es testigo de que esta Sede Apostólica, a
quien fue concedido no sólo el magisterio, sino también el régimen
supremo de toda }a Iglesia, se mantuvo constantemente adherida al mismo
dogma, al mismo sentido, a la misma sentencia [Concilio Vaticano, v.
1800]; mas en cuanto a la disciplina de la vida, de tal manera
acostumbró siempre moderarse que, mantenido incólume el derecho divino,
jamás desatendió las costumbres y modos de tan varias gentes como ella
comprende. ¿Y quién dudará de que también ahora lo ha de hacer, si así
lo exige la salvación de las almas? Mas esto no ha de ser determinado al
arbitrio de los individuos particulares, que de ordinario se engañan con
apariencia de bien, sino que es menester dejarlo al juicio de la
Iglesia...
En la causa, sin
embargo, de que hablamos, querido Hijo Nuestro, lo que trae más peligro
y es más perjudicial a la doctrina y disciplina católica es el consejo
aquel de los seguidores de novedades por el que piensan que hay que
introducir en la Iglesia una especie de libertad, de suerte que,
restringida en cierto modo la fuerza y vigilancia del poder, sea lícito
a los fieles entregarse algo más ampliamente a su natural y a la virtud
activa...
Todo magisterio
externo es rechazado como superfluo y hasta como menos útil por aquellos
que se dedican a alcanzar la perfección cristiana: ahora —dicen— infunde
el Espíritu Santo en las almas de los fieles más amplios y abundantes
carismas que en los tiempos pasados, y les enseña y los conduce, sin
intermedio de nadie, por cierto misterioso instinto...
Sin embargo, si se
considera a fondo el asunto, quitado también todo director externo,
apenas se ve en la sentencia de los innovadores a que debe referirse ese
más abundante influjo del Espíritu Santo, que tanto exaltan.
Ciertamente, es absolutamente necesario el auxilio del Espíritu Santo,
sobre todo para cultivar las virtudes; pero los que gustan de seguir las
novedades, alaban más de la medida las virtudes naturales, como si éstas
respondieran mejor a las costumbres y necesidades de la época presente y
valiera más estar adornado de ellas, pues preparan mejor y hacen al
hombre más fuerte para la acción. Difícil ciertamente se hace de
entender cómo quienes están imbuídos de la sabiduría cristiana, pueden
anteponer las virtudes naturales a las sobrenaturales y atribuirles
mayor eficacia y fecundidad...
Con esta sentencia
sobre las virtudes naturales está estrechamente unida otra, por la que
todas las virtudes cristianas se dividen como en dos géneros, en
pasivas, como dicen, y en activas, y añaden que aquéllas convienen mejor
a las edades pasadas, y que éstas se adaptan más a la presente... Ahora
bien, sólo tendrá las virtudes cristianas por acomodadas unas a unos
tiempos y otras a otros, quien no recuerde las palabras del Apóstol:
A quienes de antemano conoció, a éstos predestinó para hacerse conformes
a la imagen de su Hijo [Rom. 8, 29]. El maestro y ejemplar de toda
santidad es Cristo, a cuya regla es preciso que se adapten todos los que
han de ser colocados en los asientos de los bienaventurados. Ahora bien,
Cristo no cambia con el curso de los siglos, sino que es el mismo
ayer y hoy y por los siglos [Hebr. 13, 8]. A los hombres, pues, de
todas las edades pertenece su palabra: Aprended de mí, porque soy
manso y humilde de corazón [Mt. 11, 29]; y en todo tiempo se nos
muestra Cristo hecho obediente hasta la muerte [Phil, 2, 8]; y en
todo tiempo es válida la sentencia del Apóstol: Los que... son de
Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias
[Gal. 5, 24]...
En esta especie de
menosprecio de las virtudes evangélicas que erróneamente se llaman
pasivas, era natural consecuencia que también invadiera insensiblemente
los ánimos el desprecio de la vida religiosa. Y que eso sea común a los
fautores de las nuevas ideas, lo conjeturamos de algunas de sus
sentencias sobre los votos que profesan las órdenes religiosas. Dicen,
en efecto, que tales votos se apartan muchísimo del carácter de nuestra
edad, como quiera que estrechan los límites de la libertad humana; que
son más propios de ánimos débiles que de fuertes y que no valen mucho
para el aprovechamiento cristiano ni para el bien de la sociedad humana,
sino que más bien se oponen y dañan a lo uno y a lo otro. Mas cuán
falsamente se dice todo eso, es bien evidente por la práctica y doctrina
de la Iglesia, que aprobó siempre sobremanera el género de vida
religiosa... Y en cuanto a lo que añaden, que la vida religiosa o no
ayuda en absoluto o es poco lo que ayuda a la Iglesia, aparte denotar
malquerencia para las órdenes religiosas, no habrá uno solo que así
piense, si ha repasado los anales de la Iglesia...
Finalmente, para
no detenernos en minucias, se proclama que el camino y método que hasta
ahora han seguido los católicos para convertir a los disidentes, debe
ser abandonado y empleado otro... Que si de las varias formas de
predicar la palabra de Dios, parece alguna vez que haya de preferirse la
de hablar a los disidentes no en los templos, sino en algún lugar
particular honesto, y no como quien discute, sino como quien conversa
amigablemente, la cosa no es ciertamente de reprender; a condición, sin
embargo, que para este cargo se destinen por autoridad de los obispos
quienes antes les hubieren probado su ciencia e integridad...
Así, pues, de
cuanto aquí hemos disertado, resulta evidente, querido Hijo Nuestro, que
Nos no podemos aprobar esas opiniones, cuyo conjunto designan algunos
con el nombre de americanismo... Pues eso nos produce la sospecha que
hay entre vosotros quienes se forjan y quieren una Iglesia distinta en
América de la que está en todas las demás regiones.
La Iglesia es una
por su unidad de doctrina, como por su unidad de gobierno y, a la vez,
católica, y pues Dios estableció su centro y fundamento en la cátedra
del bienaventurado Pedro, con razón se llama Romana; pues donde está
Pedro, allí está la Iglesia. Por el cual, todo el que quiera honrarse
con el nombre de católico, debe usar de verdad las palabras de Jerónimo
a Dámaso Pontífice: “Yo, no siguiendo a nadie antes que a Cristo, me
asocio por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro,
yo sé que sobre esa piedra está edificada la Iglesia [Mt. 16,
18]; todo el que contigo no recoge, esparce” [Mt. 12, .30].
De la materia
del bautismo
[Del Decreto del Santo Oficio
de 21 de agosto de 1901]
El arzobispo de
Utrecht (Holanda) expone:
“Varios médicos,
en los nosocomios y en otras partes, suelen bautizar a los niños en caso
de necesidad, sobre todo en el útero de la madre, con agua mezclada con
cloruro mercúrico (sublimado corrosivo). Esta agua se compone
aproximadamente de la solución de una parte de este cloruro de mercurio
en mil partes de agua, y por esa solución el agua resulta venenosa para
beber. La razón por que se usa de esta mezcla, es para evitar la
infección del útero de la madre.
A las dudas,
pues:
I. ¿El bautismo
administrado con esa agua, es cierta o dudosamente válido?
II. ¿Es lícito
administrar el sacramento del bautismo con esa agua, para evitar todo
peligro de enfermedad?
III. ¿Es lícito
usar también de esa agua, cuando sin ningún peligro de enfermedad puede
emplearse el agua pura?
Se respondió
(con aprobación de León
XIII):
A lo I. Se
proveerá en lo II.
A lo II. Es
licito, cuando hay verdadero peligro de enfermedad.
A lo III.
Negativamente.
Del uso de la
Santísima Eucaristía
[De la Encíclica Mirae caritatis,
de 28 de mayo de 1902]
... Lejos, pues,
el error tan divulgado como pernicioso de los que opinan que el uso de
la Eucaristía ha de relegarse casi exclusivamente a quienes libres de
cuidados y apocados de ánimo, se proponen vivir tranquilos en un tenor
de vida más religiosa.
Puesto que este
asunto, a que ningún otro sobrepasa en excelencia y saludable eficacia,
atañe a cuantos, sean del cargo y dignidad que fueren, quieran —y nadie
debe dejar de quererlo— fomentar en sí mismos la vida de la gracia
divina cuyo término último es la consecución de la vida bienaventurada
con Dios.
SAN Pío X,
1903-1914
De la
Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De la Encíclica Ad diem,
de 2 de febrero de 1904]
Por esta comunión
de dolores y de voluntad entre María y Cristo, “mereció” ella “ser
dignísimamente hecha reparadora del orbe perdido”, y por tanto
dispensadora de todos los dones que nos ganó Jesús con su muerte y su
sangre... Puesto que aventaja a todos en santidad y en unión con Cristo
y fue asociada por Cristo a la obra de la salvación humana, de
congruo, como dicen, nos merece lo que Cristo mereció de condigno
y es la ministra principal de la concesión de las gracias.
De las “citas
implícitas” en la Sagrada Escritura
[De la Respuesta de la Comisión
Bíblica, de 13 de febrero de 1905]
A la duda:
Si para resolver
las dificultades que ocurren en algunos textos de la Sagrada Escritura
que parecen referir hechos históricos, es lícito afirmar al exegeta
católico tratarse en ellos de una cita tácita o implícita de un
documento escrito por autor no inspirado, cuyos asertos todos en modo
alguno intenta aprobar o hacer suyos el autor inspirado y que, por lo
tanto, no pueden tenerse por inmunes de error.
Se respondió
(con aprobación de Pío
X):
Negativamente,
excepto en el caso en que, salvo el sentido y juicio de la Iglesia, se
pruebe con sólidos argumentos:
1º que el
hagiógrafo cita realmente dichos o documentos de otro, y
2º que ni los
aprueba ni los hace suyos, de modo que con razón pueda pensarse que no
habla en su propio nombre.
Del carácter
histórico de la Sagrada Escritura
[De la Respuesta de la Comisión
Bíblica de 23 de junio de 1905]
A la duda:
Si puede admitirse
como principio de la recta exégesis la sentencia según la cual los
libros de la Sagrada Escritura que se tienen por históricos, ora
totalmente, ora en parte, no narran a veces una historia propiamente
dicha y objetivamente verdadera, sino que presentan sólo una apariencia
de historia para dar a entender algo que es ajeno a la significación
propiamente literal o histórica de las palabras.
Se respondió
(con aprobación de Pío
X):
Negativamente,
excepto, sin embargo, el caso, que no ha de admitirse fácil ni
temerariamente, en que, sin oponerse el sentido de la Iglesia y salvo su
juicio, se pruebe con sólidos argumentos que el hagiógrafo quiso dar no
una historia verdadera y propiamente dicha, sino proponer, bajo
apariencia y forma de historia, una parábola, alegoría, o algún sentido
alejado de la significación propiamente literal o histórica de las
palabras.
De la
recepción diaria de la Santísima Eucaristía
[Del Decreto de la congregación del
Santo Concilio, aprobado por Pío X el 20 de diciembre de 1905]
... Mas el deseo
de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen
diariamente al sagrado convite, se cifra principalmente en que los
fieles unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza
para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que
diariamente ocurren y para precaver los pecados graves a que la
fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por
el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de
las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el Santo Concilio de Trento
llama a la Eucaristía “antídoto con que nos libramos de las culpas
cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales” [v. 875].
Al invadir por
doquiera la peste janseniana, se empezó a discutir sobre las
disposiciones con que había que acercarse a la comunión frecuente y
cotidiana y a porfía las exigieron mayores y más difíciles, como
necesarias. Estas discusiones lograron que muy pocos se tuvieran por
dignos de recibir diariamente la Santísima Eucaristía y sacar de este
saludable sacramento más plenos frutos, contentándose los demás de
confortarse con él una vez al año o cada mes o, a lo sumo, cada semana.
Es más, se llegó a tal punto de severidad, que se excluyó de la
frecuentación de la mesa celestial a clases enteras, como la de los
mercaderes y de aquellos que estuviesen unidos
por matrimonio.
... La Santa Sede
no faltó en esto a su propio deber [v. 1147 ss y 1313]... Sin embargo,
el veneno janseniano que, bajo apariencia del honor y reverencia debida
a la Eucaristía, había inficionado hasta los ánimos de los buenos, no se
desvaneció totalmente. La cuestión de las disputas sobre las
disposiciones para frecuentar recta y legítimamente la Eucaristía,
sobrevivió a las declaraciones de la Santa Sede, de lo que resultó que
algunos teólogos, aun de buen nombre, pensaron que sólo raras veces y
con muchas cortapisas, se podía permitir a los fieles la comunión
diaria.
... Pero Su
Santidad, que lleva en el corazón que... el pueblo cristiano sea
invitado con la mayor frecuencia y hasta diariamente al sagrado convite,
encomendó a esta Sacra Congregación examinar y definir la cuestión
predicha.
[Del Decreto de la Congregación del
Santo Concilio, 16 de diciembre de 1905]
1. La Comunión
frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de
cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir,
con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con
recta y piadosa intención.
2. La recta
intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga
por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la
voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y
remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.
3. Aun cuando
conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente
la comunión estén libres de pecados veniales por lo menos de los
plenamente deliberados y de apego a ellos, basta sin embargo que no
tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...
4. Ha de
procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y
le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y
deberes de cada uno.
5.... Debe pedirse
consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores, no apartar a
nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en
estado de gracia y se acerque con rectitud de intención...
9. Finalmente,
después de la promulgación de este Decreto, absténganse todos los
escritores eclesiásticos de cualquier disputa y contienda acerca de las
disposiciones para la comunión frecuente y diaria...
De la ley
tridentina de clandestinidad
[Del Decreto de Pío X Provida
sapientique, de 18 de enero de 1906]
I. Aun cuando el
capítulo Tametsi del Concilio Tridentino [v. 990 ss], no haya
sido con certeza promulgado e introducido en varios lugares, ora por
expresa publicación, ora por legítima observancia; sin embargo, a partir
de la fiesta de Pascua (es decir, desde el 15 de abril) del presente año
1906, en todo el actual imperio alemán, ha de obligar a todos los
católicos, aun a los que hasta ahora estaban exentos de guardar la forma
tridentina, de suerte que no podrán contraer entre sí matrimonio válido
de otro modo que delante del párroco y dos o tres testigos [cf. 2066
ss].
II. Los
matrimonios mixtos que se contraen por católicos con herejes o
cismáticos, están y siguen estando gravemente prohibidos, a no ser que
con justa y grave causa canónica, dadas íntegramente y en forma por
ambas partes las cautelas canónicas, fuere debidamente obtenida por la
parte católica dispensa sobre el impedimento de religión mixta. Estos
matrimonios, aun después de obtenida la dispensa, han de celebrarse
absolutamente en faz de la Iglesia delante del párroco y de dos o tres
testigos; de suerte que pecan gravemente quienes contraen delante del
ministro acatólico o sólo ante el magistrado o de otro cualquier modo
clandestino. Es más, si algún católico pide o admite la cooperación del
ministro acatólico para la celebración de estos matrimonios mixtos,
comete otro delito y está sometido a las censuras canónicas.
Sin embargo, todos
los matrimonios mixtos que ya se han contraído o en adelante (lo que
Dios no permita) se contrajeren en cualesquiera provincias y lugares del
Imperio alemán, aun en aquellas que según las decisiones de las
congregaciones romanas han estado hasta ahora ciertamente sometidas a la
fuerza dirimente del capítulo Tametsi, queremos que sean tenidos
absolutamente por válidos y expresamente lo declaramos, definimos y
decretamos, con tal que no obste ningún otro impedimento canónico, ni
hubiere sido dada legítimamente sentencia de nulidad por impedimento de
clandestinidad antes del día de Pascua de este ano y durare hasta ese
día el mutuo consentimiento de los cónyuges.
III. Y para que
los jueces eclesiásticos tengan una norma segura, esto mismo y bajo las
mismas condiciones y restricciones declaramos, estatuimos y decretamos
de los matrimonios de los acatólicos, ora herejes, ora cismáticos, que
hasta ahora se hayan contraído o en adelante se contraigan en esas
regiones sin guardar la forma tridentina; de suerte que si uno de los
cónyuges, o los dos se convirtieren a la fe católica o surgiere en el
foro eclesiástico controversia sobre la validez del matrimonio de dos
acatólicos, relacionada con la cuestión de validez del matrimonio
contraído o por contraer por un acatólico, esos matrimonios, ceterir
paribus, han de ser tenidos igualmente por absolutamente válidos...
De la
separación de la Iglesia y el Estado
[De la Encíclica Vehementer nos
al clero y pueblo de Francia, de 11 de febrero de 1906]
... Nos, por la
suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y condenamos la ley
sancionada que separa de la Iglesia a la República Francesa, y ello por
las razones que hemos expuesto: porque con la mayor injuria ultraja a
Dios, de quien solemnemente reniega al declarar por principio a la
República exenta de todo culto religioso; porque viola el derecho
natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se opone
a la constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la
Iglesia, porque destruye la justicia, conculcando el derecho de
propiedad legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo
acuerdo, porque ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a
nuestra persona, al orden de los obispos, al clero y a los católicos
franceses. Por lo tanto, protestamos con toda vehemencia contra la
presentación, aprobación y promulgación de tal ley y atestiguamos que
nada hay en ella que tenga valor para debilitar los derechos de la
Iglesia, que no pueden cambiar por ninguna fuerza ni atropello de los
hombres.
De la forma
brevísima de la extremaunción
[Del Decreto del santo Oficio, de 25
de abril de 1906]
Decretaron:
En caso de
verdadera necesidad, basta la forma: Por esta
santa unción, perdónete el Señor cuanto faltaste. Amén.
Sobre la
autenticidad mosaica del Pentateuco
[De la Respuesta de la Comisión
Bíblica de 27 de junio de 1906]
Duda I:
Si los argumentos,
acumulados por los críticos para combatir la autenticidad mosaica de los
libros sagrados que se designan con el nombre de Pentateuco son de tanto
peso que, sin tener en cuenta los muchos testimonios de uno y de otro
Testamento considerados en su conjunto, el perpetuo consentimiento del
pueblo judío, la tradición constante de la Iglesia, así como los
indicios internos que se sacan del texto mismo, den derecho a afirmar
que tales libros no tienen a Moisés por autor, sino que fueron
compuestos de fuentes en su mayor parte posteriores a la época mosaica.
Respuesta:
Negativamente.
Duda II:
Si la autenticidad
mosaica del Pentateuco exige necesariamente una redacción tal de toda la
obra que haya de pensarse en absoluto que Moisés lo escribió todo con
todos sus pormenores por su propia mano o lo dictó a sus amanuenses; o
bien, puede permitirse la hipótesis de los que opinan que Moisés
encomendó la escritura de la obra, por él concebida bajo la divina
inspiración, a otro u otros; de suerte, sin embargo, que expresaran
fielmente sus pensamientos, nada escribieran contra su voluntad, nada
omitieran, y que finalmente, la obra así compuesta, aprobada por Moisés
su principal e inspirado autor, se publicara bajo su nombre.
Respuesta:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
Duda III:
Si puede
concederse sin perjuicio de la autenticidad mosaica del Pentateuco que
Moisés, para componer su obra, se valió de fuentes, es decir, de
documentos escritos o de tradiciones orales, de las que, según el
peculiar fin que se había propuesto y bajo el soplo de la inspiración
divina, sacó algunas cosas y las insertó en su obra, ora literalmente,
ora resumidas o ampliadas en cuanto al sentido.
Respuesta:
Afirmativamente.
Duda IV:
Si puede admitirse, salva
la autenticidad mosaica esencial y la integridad del Pentateuco, que
hayan podido introducirse en él algunas modificaciones, en tan
prolongado transcurso de siglos, como: adiciones después de la muerte de
Moisés, o apostillas de un autor inspirado o glosas y explicaciones
insertadas en el texto, ciertos vocablos y formas de la lengua antigua
trasladadas a lenguaje más moderno, en fin, lecciones mendosas
atribuíbles a defecto de los amanuenses, acerca de las cuales es lícito
discutir y juzgar de acuerdo con la crítica.
Respuesta:
Afirmativamente,
salvo el juicio de la Iglesia.
Errores de los
modernistas acerca de la Iglesia, la revelación, Cristo y los
sacramentos
[Del Decreto del Santo Oficio
Lamentabili, de 3 de julio de 1907]
1. La ley
eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que tratan de
las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la crítica
o exégesis científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo
Testamento.
2, La
interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe
ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y
corrección de los exegetas.
3. De los juicios
y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y más elevada,
puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la
historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con
los más verídicos orígenes de la religión cristiana.
4. El magisterio
de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las Sagradas
Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.
5. Como quiera que
en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades reveladas, no
toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las aserciones de
las disciplinas humanas.
6. En la
definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia discente y
la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las opiniones
comunes de la discente.
7. Al proscribir
los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles asentimiento
interno alguno, con que abracen los juicios por ella pronunciados.
8. Deben
considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las
reprobaciones de la Sagrada Congregación del Indice y demás
Congregaciones romanas.
9. Excesiva
simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es
verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.
10. La inspiración
de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores
israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar aspecto
poco conocido o ignorado por los gentiles.
11. La inspiración
divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de modo que preserve
de todo error a todas y cada una de sus partes.
12. Si el exegeta
quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, debe ante todo
dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen sobrenatural de
la Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás documentos
puramente humanos.
13. Las parábolas
evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos evangelistas y
los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este modo dieron
razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los judíos.
14. En muchas
narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es verdad,
cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera
falso.
15. Los evangelios
fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas hasta llegar a
un canon definitivo y constituído; en ellos, por ende, no quedó sino un
tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.
16. Las
narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación
mística del Evangelio; los discursos contenidos en su Evangelio son
meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud, destituidas de
verdad histórica.
17. El cuarto
Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más
extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para
significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.
18. Juan vindica
para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino
testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la
Iglesia al final del siglo I.
19. Los exegetas
heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las Escrituras con más
fidelidad que los exegetas católicos.
20. La revelación
no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su
relación para con Dios.
21. La revelación
que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los
Apóstoles.
22. Los dogmas que
la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del cielo,
sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se
elaboró con trabajoso esfuerzo.
23. Puede existir
y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la
Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; de
suerte que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la Iglesia
cree verdaderísimos y certísimos.
24. No se debe
desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se sigue que los
dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que directamente no
niegue los dogmas mismos.
25. El
asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de
probabilidades.
26. Los dogmas de
fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como
norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.
27. La divinidad
de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es un dogma que
la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.
28. Al ejercer su
ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que Él era el Mesías,
ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.
29. Es lícito
conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al
Cristo que es objeto de la fe.
30. En todos los
textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale
solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo
sea verdadero y natural hijo de Dios.
31. La doctrina
sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, Éfeso y
Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre Jesús concibió
la conciencia cristiana.
32. El sentido
natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo que
nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de
Jesucristo.
33. Es evidente
para cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas que o
Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento mesiánico o que la
mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios sinópticos carece
de autenticidad.
34. El crítico no
puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por limite alguno,
si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y
que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuvo la ciencia
de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus discípulos ni con
la posteridad el conocimiento de tantas cosas.
35. Cristo no tuvo
siempre conciencia de su dignidad mesiánica.
36. La
resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico,
sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni
demostrable, que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros
hechos.
37. La fe en la
resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho mismo
de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios.
38. La doctrina
sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino solamente
paulina.
39. Las opiniones
sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos los Padres de
Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones dogmáticos,
distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes investigan
históricamente el cristianismo.
40. Los
sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus
sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y
acontecimientos, interpretaron cierta idea e intención de Cristo.
41. Los
sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la
presencia siempre benéfica del Creador.
42. La comunidad
cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo como rito
necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión cristiana.
43. La costumbre
de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y
constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos:
el bautismo y la penitencia.
44. Nada prueba
que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado por los
Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y
confirmación, nada tiene que ver con la historia del cristianismo
primitivo.
45. No todo lo que
Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1 Cor. 11, 23-25],
ha de tomarse históricamente.
46. En la
primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador
reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy
lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que
la penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se
llamaba con el nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento
ignominioso.
47. Las palabras
de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los
pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son
retenidos [Ioh. 2, 22-23] no se refieren al sacramento de la
penitencia, sea lo que fuere de lo que plugo afirmar a los Padres del
Tridentino.
48. Santiago, en
su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento alguno de
Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta costumbre
ve tal vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con que lo
tomaron los teólogos que establecieron la noción y el número de los
sacramentos.
49. Cuando la cena
cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica, los que
acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal.
50. Los ancianos
que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de vigilar,
fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos para atender
a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero no
propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.
51. En la Iglesia,
el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la nueva ley sino muy
tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera tenido por
sacramento, era necesario que precediera la plena explicación teológica
de la doctrina de los sacramentos y de la gracia.
52. Fue ajeno a la
mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de durar
por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en la mente de
Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente con el
fin del mundo.
53. La
constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la
sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a
perpetua evolución.
54. Los dogmas,
los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad,
no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia
cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron
el exiguo germen oculto en el Evangelio.
55. Simón Pedro ni
sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado por Cristo el
primado de la Iglesia.
56. La Iglesia
Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por ordenación de
la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas.
57. La Iglesia se
muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y teológicas.
58. La verdad no
es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él
y por él.
59. Cristo no
enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los tiempos y
a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento
religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.
60. La doctrina
cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos
desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego joánica y finalmente
helénica y universal.
61. Puede decirse
sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el primero del
Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina totalmente
idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por ende
ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico
que para el teólogo.
62. Los
principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los
cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen
para los cristianos de nuestro tiempo.
63. La Iglesia se
muestra incapaz de defender eficazmente la moral evangélica, pues
obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no pueden conciliarse
con los progresos modernos.
64. El progreso de
las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina
cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo
Encarnado y la redención.
65. El catolicismo
actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si no se
transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo
amplio y liberal.
Censura:
“Su Santidad aprobó y
confirmó el decreto de los Eminentísimos Padres y mandó que todas y cada
una de las proposiciones arriba enumeradas fueran por todos tenidas como
reprobadas y proscritas” (v. 2114).
De los
esponsales y del matrimonio
[Del Decreto Ne temere de la
Congregación del Santo Concilio, de 2 de agosto de 1907]
De los
esponsales. I.
Sólo son tenidos por válidos y surten efectos canónicos aquellos
esponsales que fueren contraidos por medio de escritura firmada por las
partes y por el párroco o el Ordinario del lugar o, por lo menos, por
dos testigos...
Del matrimonio.
III. Sólo son
válidos aquellos matrimonios que se contraen delante del párroco o del
Ordinario del lugar o sacerdote delegado por uno u otro y dos testigos
por lo menos.
VII. Si hay
inminente peligro de muerte, cuando no se pueda tener al párroco o al
Ordinario del lugar u otro sacerdote delegado por uno de ellos, para
mirar por la conciencia, y, si hubiere caso, por la legitimación de la
prole, el matrimonio puede válida y lícitamente contraerse delante de
cualquier sacerdote y dos testigos.
VIII. Si sucediere
que en alguna región no puede haberse ni párroco, ni Ordinario del
lugar, ni sacerdote por ellos delegado ante quien se pueda celebrar el
matrimonio, y esa situación se prolongare ya por un mes, el matrimonio
puede lícita y válidamente contraerse emitiendo los esposos el
consentimiento formal delante de dos testigos...
XI, § 1. A las
leyes arriba establecidas están obligados todos los bautizados en la
Iglesia Católica y que a ella se hayan convertido de la herejía y del
cisma (aun cuando ora éstos ora aquéllos se hayan apartado
posteriormente de ella), siempre que entre si contraigan esponsales o
matrimonios.
§ 2. Vigen también
para los mismos católicos de que se ha hablado arriba, si contraen
esponsales o matrimonios con acatólicos ora bautizados ora no bautizados
aun después de obtenida la dispensa del impedimento de religión mixta o
disparidad de culto; a no ser que para algún lugar o región particular
haya sido estatuido de otro modo por la Santa Sede.
§ 3. Los
acatólicos, bautizados o no bautizados, si contraen entre sí, no están
obligados en ninguna parte a guardar la forma católica de los esponsales
y matrimonios.
El presente
Decreto ha de tenerse por legítimamente publicado y promulgado por medio
de su transmisión a los ordinarios de lugar; y lo que en él se dispone
tendrá fuerza de ley en todas partes desde la fiesta de Pascua de
resurrección de N.S.J.C. (19 de abril) del próximo año de 1908.
De las falsas
doctrinas de los modernistas
[De la Encíclica Pascendi
dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907]
Como es táctica
muy astuta de los modernistas (con este nombre se les llama con razón
vulgarmente) no proponer con orden metódico sus doctrinas ni formando un
todo, sino como esparcidas y separadas entre si, evidentemente para que
se los tenga por vacilantes y como indecisos, cuando por lo contrario
son muy firmes y constantes, es preferible, Venerables Hermanos,
presentar aquí primeramente en un solo cuadro esas doctrinas e indicar
la unión con que entre si se enlazan, para escudriñar luego las causas
de los errores y prescribir los remedios para apartar esa peste... Mas
para proceder ordenadamente en materia tan abstrusa, hay que notar ante
todo que cualquier modernista representa y, como si dijéramos, mezcla en
si mismo varias personas: al filósofo [I], al creyente [II], al teólogo
[III], al historiador [IV], al critico [V], al apologista [VI] y al
reformador [VII]; todas ha de distinguirlas una por una el que quiera
conocer debidamente su sistema y ver a fondo los principios y
consecuencias de sus doctrinas.
[I] Pues ya,
empezando por el filósofo, el fundamento de la filosofía religiosa lo
ponen los modernistas en la doctrina que vulgarmente llaman
agnosticismo. Según éste, la razón humana está absolutamente
encerrada en los fenómenos, es decir, en las cosas que aparecen y
en la apariencia en que aparecen, sin que tenga derecho ni poder para
traspasar sus términos. Por tanto, ni es capaz de levantarse hasta Dios
ni puede conocer su existencia ni aun por las cosas que se ven. De aquí
se infiere que Dios no puede en modo alguno ser directamente objeto de
la ciencia; y por lo que a la historia se refiere, Dios no puede en modo
alguno ser considerado como sujeto histórico. Sentados estos principios,
cualquiera puede ver fácilmente qué queda de la teología natural,
qué de los motivos de credibilidad, qué de la revelación
externa. Y es que todo eso lo suprimen los modernistas y lo relegan
al intelectualismo: sistema —dicen— ridículo y de mucho tiempo
muerto. Y no los detiene que semejantes monstruos de errores los haya
clarísimamente condenado la Iglesia, pues el Concilio Vaticano definía
así: Si alguno... [v. 1806 s y 1812].
Ahora, por qué
razón pasan los modernistas del agnosticismo, que consiste sólo en la
ignorancia, al ateísmo científico e histórico que, al contrario,
se cifra todo en la negación; por tanto, por qué derecho de raciocinio
del hecho de ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia de las
gentes humanas, se da el salto a explicar la misma historia desdeñando
totalmente a Dios, como si realmente no interviniera, compréndalo quien
pueda comprenderlo. No obstante, los modernistas dan por cosa averiguada
y firme que la ciencia debe ser atea y lo mismo la historia, en cuyos
dominios no puede haber lugar más que para los fenómenos, desterrado
totalmente Dios y todo lo divino. Qué se sigue de esta doctrina
absurdísima, qué haya de afirmarse sobre la persona santísima de Cristo,
sobre los misterios de su vida y muerte, su resurrección y ascensión a
los cielos, claramente lo veremos en seguida.
Sin embargo, este
agnosticismo, en la enseñanza de los modernistas, ha de tenerse sólo
como parte negativa; la positiva, según dicen, la constituye la
inmanencia vital. El paso de una a otra se realiza así:
La religión, sea
natural, sea sobrenatural, como otro hecho cualquiera, tiene que tener
una explicación. Pero borrada la teología natural, cerrado el paso a la
revelación por haber rechazado los argumentos de credibilidad, más aún,
suprimida de todo punto cualquier revelación externa, en vano se busca
fuera del hombre la explicación. Hay que buscarla, pues, dentro del
hombre mismo, y como la religión es cierta forma de vida, se ha de
encontrar necesariamente en la vida del hombre. De ahí la afirmación del
principio de la inmanencia religiosa. Ahora pues, el primer, como
si dijéramos, movimiento de cualquier fenómeno vital, cual ya hemos
dicho que es la religión, hay que derivarlo de alguna indigencia o
impulso; y los orígenes, si hemos de hablar más ceñidamente de la vida,
hay que ponerlos en cierto movimiento del corazón que se llama
sentimiento. Por lo cual, como quiera que el objeto de la religión
es Dios, hay que concluir absolutamente que la fe, principio y
fundamento de toda religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo
que nace de la indigencia de lo divino.
Ahora bien, esta
indigencia de lo divino, al no sentirse más que en determinados y aptos
complejos, no puede de suyo pertenecer al ámbito de la conciencia, y
está primeramente oculta por bajo de la conciencia o, como dicen con
palabra tomada a la moderna filosofía, en la subconciencia, donde
está también su raíz oculta e incomprendida. Alguien preguntará tal vez
de qué modo finalmente se convierte en religión esta indigencia de lo
divino que el hombre percibe en si mismo. A esto responden los
modernistas: La ciencia y la historia están limitadas por doble barrera:
una externa, que es el mundo visible, y otra interna, que es la
conciencia. Apenas llegan a una u otra, no pueden pasar adelante; pues
más allá de estos limites está lo incognoscible. Ante este
incognoscible, ora esté fuera del hombre y más allá de la naturaleza
visible de las cosas, ora se oculte dentro, en la subconciencia, la
indigencia de lo divino excita un peculiar sentimiento en el alma
inclinada a la religión, sin que preceda juicio alguno de la mente según
los principios del fideísmo; este sentimiento implica en si mismo la
realidad misma divina, ya como objeto, ya como causa íntima de sí mismo,
y une en cierto modo al hombre con Dios. Ahora bien, este sentimiento es
el que los modernistas llaman con el nombre de fe y es para ellos
el principio de la religión.
Pero no termina
aquí la filosofía o, mejor dicho, el delirio efectivamente, en tal
sentimiento, no hallan los modernistas solamente la fe sino con la fe y
en la misma fe, tal como ellos la entienden, afirman que tiene lugar la
revelación. A la verdad, ¿qué más hay que pedir para la revelación?
¿Acaso no llamaremos revelación o por lo menos principio de revelación a
ese mismo sentimiento religioso que aparece en la conciencia y hasta en
Dios mismo que, aunque confusamente, se manifiesta a las almas en ese
mismo sentimiento religioso? Añaden sin embargo: Como Dios es a la vez
objeto y causa de la fe, aquella revelación juntamente versa sobre Dios
y viene de Dios; es decir, que tiene a Dios a la vez por revelante y
revelado. De aquí, venerables Hermanos, la afirmación sobremanera
absurda de los modernistas, según la cual toda religión ha de ser
llamada según aspecto diverso al mismo tiempo natural y sobrenatural. De
ahí la confusa significación de conciencia y revelación. De ahí la ley
por la que la conciencia religiosa se erige en regla universal,
que ha de equipararse con la revelación, y a la que todos tienen que
someterse, hasta la suprema potestad de la Iglesia, ora enseñe, ora
estatuya sobre culto y disciplina.
Sin embargo, en
todo este proceso, de donde, según los modernistas, nacen la fe y la
revelación, hay que prestar suma atención a un punto de no escasa
importancia ciertamente, por las consecuencias histórico-criticas que
ellos sacan de ahí. Porque el incognoscible de que hablan no se presenta
a la fe como algo desnudo o singular, sino, al contrario, íntimamente
unido a algún fenómeno que, si bien pertenece al campo de la ciencia o
de la historia, en cierto modo, sin embargo, lo traspasa, ora sea este
fenómeno un hecho de la naturaleza que contiene en si algo misterioso,
ora sea uno cualquiera de entre los hombres, cuyo carácter, hechos,
palabras, parecen no poder conciliarse con las leyes ordinarias de la
historia. Entonces la fe, atraída por lo incognoscible, que va unido al
fenómeno, abraza al fenómeno mismo entero y lo penetra en cierto modo de
su propia vida. Pero de aquí se siguen dos consecuencias. Primero,
cierta trasfiguración del fenómeno levantándote por encima de sus
verdaderas condiciones, por lo cual se haga materia más apta para
revestirse de la forma de lo divino, que la fe ha de introducir.
Segundo, una desfiguración llamemósla así, del mismo fenómeno,
nacida de que la fe, después de despojarlo de las circunstancias de
lugar y tiempo, le atribuye lo que realmente no tiene; esto sucede
principalmente cuando se trata de fenómenos de tiempo pasado y, tanto
más, cuanto más antiguos son. De este doble capítulo sacan los
modernistas otros dos principios que, unidos al otro que el agnosticismo
les ha proporcionado constituyen los fundamentos de la critica
histórica. Aclararemos lo expuesto con un ejemplo y éste lo vamos a
tomar de la persona de Cristo. En la persona de Cristo —dicen— la
ciencia y la historia no descubren más que a un hombre. Luego, en virtud
del primer principio deducido del agnosticismo, hay que borrar de su
historia todo lo que huele a divino. Ahora bien, en virtud de la segunda
regla, la persona histórica de Cristo ha sido trasfigurada por la
fe; luego hay que ir quitando de ella cuanto la levanta por encima de
las condiciones históricas. Por fin, en virtud de la tercera regla, la
misma persona de Cristo ha sido desfigurada por la fe; luego hay
que apartar de ella los discursos, hechos, cuanto, en una palabra, no
responde en modo alguno a su carácter, estado y educación y al lugar y
tiempo en que vivió. Maravillosa manera, por cierto, de raciocinar; pero
tal es la crítica de los modernistas.
En conclusión, el
sentimiento religioso que por medio de la inmanencia vital brota
de los escondrijos de la subconciencia es el germen de toda la religión
y juntamente la razón de cuanto ha habido o habrá en cualquier religión.
Rudo, ciertamente, en sus principios y casi informe, ese sentimiento fue
paulatinamente creciendo bajo el influjo de aquel arcano principio de
donde tuvo origen, a par con el progreso de la vida humana, de la que,
como hemos dicho, es una de las formas. He aquí, pues, el origen de toda
religión, aun de la sobrenatural: son, efectivamente todas, mero
desenvolvimiento del sentimiento religioso. Y nadie piense que se va a
exceptuar a la católica, sino que se la pone absolutamente al nivel de
las demás ¡ puesto que no nació de otro modo que por el proceso de la
inmanencia vital en la conciencia de Cristo, hombre de naturaleza
privilegiada, cual jamás le hubo ni le habrá...
[Luego se alega el canon del
Concilio Vaticano sobre la revelación: v. 1808].
Hasta aquí, sin
embargo, Venerables Hermanos, no hemos visto: Se dé cabida alguna a la
inteligencia. Pero también ésta tiene su parte, según la doctrina de los
modernistas, en el acto de fe. De qué manera, es conveniente advertirlo.
En aquel sentimiento —dicen— tantas veces nombrado, puesto que es
sentimiento y no conocimiento, Dios se presenta ciertamente al hombre,
pero de modo tan confuso y revuelto que apenas o en absoluto se
distingue del sujeto creyente. Es, por consiguiente, necesario ilustrar
el mismo sentimiento con alguna luz para que Dios surja de ahí
totalmente y sea discernido. Tal función corresponde al entendimiento a
quien toca pensar y analizar y por quien el hombre reduce primero a
ideas los fenómenos vitales que en él surgen y los expresa luego por
palabras. De ahí la expresión corriente entre los modernistas de que el
hombre religioso tiene que pensar su fe. La inteligencia, pues,
sobreviniendo a aquel sentimiento, se inclina sobre él y en él trabaja a
la manera de un pintor que restaura el dibujo ya desfigurado, de viejo,
de un cuadro, para que resalte nítido: así en efecto, sobre poco más o
menos, explica el caso uno de los maestros del modernismo. Ahora bien,
en asunto de tal naturaleza, la inteligencia trabaja de dos maneras:
primero, por un acto natural y espontáneo, por el que expresa la cosa
con cierta sentencia sencilla y vulgar; segundo, reflexivamente y más a
fondo o, como ellos dicen, elaborando un pensamiento, y
expresando lo pensado por medio de sentencias secundarias,
derivadas ciertamente de aquella primera concepción sencilla, pero más
limadas y distintas. Estas sentencias secundarias, si finalmente fueren
sancionadas por el supremo magisterio de la Iglesia, constituirán los
dogmas.
De este modo,
pues, hemos llegado en la doctrina de los modernistas a un punto
principal, cual es el origen del dogma y la naturaleza misma del dogma.
El origen, en efecto, del dogma, lo ponen en aquellas fórmulas sencillas
primitivas que bajo cierto aspecto son necesarias a la fe; pues la
revelación, para que realmente lo sea, requiere en la conciencia algún
conocimiento claro de Dios. Sin embargo, el dogma mismo parecen afirmar
que se contiene propiamente en las fórmulas secundarias. Ahora,
pues, para averiguar su naturaleza, hay que averiguar ante todo qué
relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento
religioso del alma. Y esto lo entenderá fácilmente quien sepa que
tales fórmulas no tienen otro fin que el de procurar al creyente un modo
de darse razón de su fe. Por eso son intermedias entre el creyente y su
fe: por lo que a la fe se refiere son notas inadecuadas de su objeto,
que vulgarmente se llaman símbolos; por lo que al creyente se
refiere, son meros instrumentos. De ahí que por ninguna razón se
puede establecer que contengan la verdad absolutamente; porque en cuanto
símbolos, son imágenes de la verdad y, por tanto, han de
acomodarse al sentimiento religioso, tal como este se refiere al hombre;
en cuanto instrumentos, son vehículos de la verdad y, por lo
tanto, han de acomodarse a su vez al hombre, tal como éste se refiere al
sentimiento religioso. Ahora bien, el sentimiento religioso, como
quiera que está contenido en lo absoluto, tiene infinitos
aspectos, de los que ahora puede aparecer uno, luego otro. Por semejante
manera, el hombre creyente, puede hallarse en diversas situaciones.
Luego también las fórmulas que llamamos dogmas tienen que estar sujetas
a las mismas vicisitudes y, consiguientemente, sujetas a variación. Y
así, a la verdad, queda expedito el camino para la íntima evolución
del dogma. Amontonamiento, por cierto, infinito de sofismas, que
arruinan y aniquilan toda religión.
Que el dogma no
sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo afirman en
realidad desenfadadamente los modernistas, sino que es consecuencia que
se sigue evidentemente de sus principios. Porque entre los puntos
principales de la doctrina tienen ellos uno que deducen del principio de
la inmanencia vital y es que las fórmulas religiosas, para que sean
realmente religiosas y no puras elucubraciones del entendimiento, tienen
que ser vitales y vivir la vida misma del sentimiento religioso. Lo cual
no ha de entenderse como si estas fórmulas, sobre todo si son puramente
imaginativas, hubieran sido inventadas para el sentimiento mismo
religioso, pues nada importa en absoluto de su origen ni tampoco de su
número o cualidad, sino en el sentido de que el sentimiento religioso,
aun imponiéndoles, si hace falta, alguna modificación, se las asimile
vitalmente. Es decir, para expresarlo de otro modo, es menester que
la fórmula primitiva sea aceptada por el corazón y que éste la
sancione; y que, igualmente bajo la dirección del corazón, se realice el
trabajo por el que se engendran las fórmulas secundarias. De ahí
resulta que, para que estas fórmulas sean vitales, tienen que ser y
permanecer acomodadas a la fe juntamente y al creyente.
Consiguientemente, si por cualquier causa cesa esta acomodación, pierden
aquéllas sus primitivas nociones y necesitan mudarse. Ahora bien, siendo
inestable esta fuerza y fortuna de las fórmulas dogmáticas, no es de
maravillar que los modernistas las hagan objeto de tanto escarnio y
desprecio, mientras por lo contrario de nada hablan, nada exaltan tanto
como el sentimiento religioso y la vida religiosa. De ahí también que
ataquen con extrema audacia a la Iglesia de que anda por camino
extraviado, pues, dicen, no distingue para nada la fuerza moral y
religiosa, de la significación externa de las fórmulas y, adhiriéndose
con vano trabajo y suma tenacidad a fórmulas que carecen de sentido,
deja que se diluya la religión misma. Ciegos y guías de ciegos
[Mt. 15, 14] que, hinchados con soberbio nombre de ciencia, llegan a
extremo tal de locura que pervierten la eterna noción de la verdad y el
genuino sentimiento de la religión, con la introducción de un sistema
nuevo en que, por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se
busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas las santas
tradiciones apostólicas, se invocan otras doctrinas vanas, fútiles e
inciertas y que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres de todo
en todo vanos se imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma.
Esto, Venerables Hermanos, por lo que se refiere al modernista como
filósofo.
[II] Si pasando
ahora al creyente, se quiere saber en qué se distingue éste del filósofo
en los modernistas, es menester advertir que, si bien el filósofo admite
la realidad de lo divino como objeto de la fe, esta realidad él no la
encuentra más que en el alma del creyente, en cuanto es objeto del
sentimiento y de la afirmación y, por lo tanto, no traspasa el ámbito de
los fenómenos; ahora, si esa realidad existe en sí misma fuera del
sentimiento y de tal afirmación, es cosa que el filósofo pasa por alto y
la descuida. Por el contrario, para el modernista creyente es cosa
cierta y averiguada que la realidad de lo divino existe realmente en sí
misma y no depende en absoluto del creyente. Y si se les pregunta en qué
se funda finalmente esta afirmación del creyente, responderán: En la
experiencia particular de cada hombre. Afirmación por la que, si es
cierto que se apartan de los racionalistas, vienen por otra parte a dar
en la opinión de los protestantes y pseudomísticos [cf. 273].
Ellos lo explican
así: En el sentimiento religioso hay que reconocer cierta intuición del
corazón, por la que el hombre, sin intermedio alguno, alcanza la
realidad de Dios y adquiere tan grande persuasión de la existencia de
Dios y de su acción tanto dentro como fuera del hombre, que aventaja con
mucho a toda persuasión que pueda venir de la ciencia. Ponen, pues, una
verdadera experiencia y ésta superior a cualquier experiencia racional,
y si algunos, como los racionalistas, la niegan, es —afirman los
modernistas— que no quieren ponerse en las condiciones morales que se
requieren para que surja aquella experiencia. Ahora bien, esta
experiencia, cuando uno la adquiere, es la que propia y verdaderamente
le hace creyente. ¡Cuán lejos estamos aquí de las enseñanzas católicas!
Ya vimos [v. 2072]
cómo tales quimeras fueron condenadas por el Concilio Vaticano. Más
adelante indicaremos, cómo admitidos estos postulados junto con los
demás errores ya mencionados, queda abierta la puerta al ateísmo.
Advirtamos por de pronto que de esta doctrina de la experiencia, junto
con la otra del simbolismo, se sigue que toda religión, sin exceptuar el
paganismo, ha de tenerse por verdadera. ¿Por qué, en efecto, no
han de darse experiencias semejantes en cualquier religión? Más de uno
afirma que se han dado. ¿Y con qué derecho negarán los modernistas la
verdad de la experiencia que afirma un turco y reclamarán para solos los
católicos las experiencias verdaderas? Pero, en realidad, los
modernistas no lo niegan, antes bien, unos más o menos oscuramente,
otros con toda claridad, pretenden que todas las religiones son
verdaderas. Y es, por otra parte, evidente que no pueden pensar de otra
manera. Pues ¿por qué capítulo habrá que atribuir falsedad a una
religión cualquiera según los principios modernistas? Ciertamente, o por
engaño del sentimiento religioso o por ser falsa la fórmula pronunciada
por la inteligencia. Ahora bien, el sentimiento religioso es siempre uno
y el mismo, aunque alguna vez quizá imperfecto, y para que la fórmula
del entendimiento sea verdadera basta que responda al sentimiento
religioso v al hombre creyente, sea lo que fuere de la perspicacia del
ingenio de éste. Una cosa, a lo más, podrían acaso sostener los
modernistas, en el conflicto de las diversas religiones y es que la
católica por tener más vida, tiene más verdad, y que merece mejor el
nombre cristiano, por ser la que mejor responde a los orígenes del
cristianismo.
Otro punto hay en
este capítulo de la doctrina, totalmente contrario a la verdad católica.
Porque esta teoría de la experiencia Se traslada también a la
tradición que la Iglesia ha afirmado hasta el presente, y totalmente
la destruye. Efectivamente, los modernistas entienden la tradición de
modo que sea cierta comunicación con otros de una experiencia
original por medio de la predicación y con ayuda de la fórmula
intelectiva. Por eso, a esta fórmula, aparte la virtud que llaman
representativa, le atribuyen otra sugestiva, ora para excitar
en el que ya cree el sentido religioso tal vez entorpecido y para
restablecer la experiencia otrora habida, ora para producir en los que
aún no creen por vez primera el sentimiento religioso y la experiencia.
De este modo se propaga ampliamente la experiencia religiosa en los
pueblos, no sólo en los que ahora son, por medio de la predicación, sino
también en los por venir, por medio de libros y la trasmisión oral de
unos a otros. Esta comunicación de la experiencia, hay veces que echa
raíces y florece; otra se marchita inmediatamente y muere. Ahora bien,
el florecimiento es para los modernistas argumento de la verdad, como
quiera que toman promiscuamente verdad y vida. De lo que nuevamente será
lícito inferir que todas las religiones que existen son verdaderas, pues
de lo contrario tampoco vivirían.
Llegados aquí,
Venerables Hermanos, tenemos sobrados elementos para conocer cabalmente
qué relaciones establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo
cuyo nombre comprenden también la historia. Y ante todo hay que pensar
que el objeto de la una es totalmente externo al de la otra y separado
de ella. Porque la fe mira únicamente a aquello que la ciencia declara
serle incognoscible. De ahí, la diversa tarea de cada una: la ciencia
versa sobre los fenómenos en que no hay lugar alguno para la fe; la fe,
por su parte, versa sobre lo divino, que la ciencia de todo punto
ignora. De donde, finalmente, resulta que entre la fe y la ciencia no
puede darse jamás conflicto; pues, como cada una se mantenga en su
puesto, no podrán encontrarse jamás y por ende tampoco contradecirse. Si
a esto se objeta que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen
también a la fe, como la vida humana de Cristo, lo negarán. Porque si
bien estas cosas se cuentan entre los fenómenos; sin embargo, en cuanto
están penetrados de la fe y por la fe fueron trasfigurados y
desfigurados del modo que arriba se dijo [v. 2076], han sido arrebatados
del mundo sensible y trasladados a la materia de lo divino. Por eso, si
seguimos preguntando si Cristo realizó verdaderos milagros y realmente
presintió lo por venir, si realmente resucitó y subió a los cielos, la
ciencia agnóstica lo negará, la fe lo afirmará; pero de aquí no se
seguirá contradicción alguna entre una y otra. Porque uno lo negará como
filósofo que habla a filósofos, es decir, que ha contemplado a Cristo
únicamente según su realidad histórica; otro lo afirmará como creyente
que habla con creyentes, mirando la vida de Cristo en cuanto otra vez
es vivida por la fe y en la fe.
Mucho se
engañaría, sin embargo, quien pensara que podrá sacar de aquí la
consecuencia de que la fe y la ciencia no han de estar absolutamente
sometidas una a otra. De la ciencia, sí, podrá pensarlo recta y
verdaderamente; pero no de la fe que tiene que estar sometida la ciencia
no ya por uno, sino por triple motivo. Porque en primer lugar hay que
advertir que en cualquier hecho religioso, quitada la realidad divina y
la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás y
particularmente las fórmulas religiosas no traspasa en modo alguno el
ámbito de los fenómenos y, por lo tanto, caen bajo el dominio de la
ciencia. Puede, si quiere, el creyente salirse de este mundo; pero
mientras viva en el mundo, no escapará jamas, quiera que no quiera, las
leyes, la observación y los juicios de la ciencia y de la historia.
Además, si es cierto que se ha dicho que Dios es sólo objeto de la fe,
eso ha de concederse de la realidad divina, pero no de la idea de Dios,
pues ésta está sometida a la ciencia, que, filosofando en el orden que
llaman lógico, alcanza también cuanto hay de absoluto e ideal. Por lo
cual, la filosofía, esto es, la ciencia, tiene derecho a conocer acerca
de la idea de Dios, moderarla en su desenvolvimiento y, si algo extraño
se le mezclare, corregirlo. De ahí el axioma de los modernistas de que
la evolución religiosa debe conciliarse con la moral e intelectual, es
decir, como lo explica uno de sus maestros, debe someterse a ellas.
Allégase finalmente que el hombre no sufre en sí mismo la dualidad, por
lo que urge al creyente la necesidad íntima de conciliar su fe con la
ciencia de manera que no discrepe de la idea general que la ciencia
ofrece sobre el universo. De este modo, pues, se llega al resultado de
que la ciencia se sienta absolutamente libre de la fe; pero la fe, por
mucho que se pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a
ésta. Todo lo cual, Venerables Hermanos, es contrario a lo que Pío IX
antecesor nuestro, enseñaba diciendo: “En las cosas que atañen a la
religión, a la filosofía le toca servir, no mandar; no prescribir lo que
hay que creer, sino abrazarlo con razonable deferencia; no escudriñar la
profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarla piadosa y
humildemente”. Los modernistas vuelven la cosa al revés y por eso puede
aplicárseles lo que Gregorio IX, también antecesor nuestro, escribía de
ciertos teólogos de su tiempo: Algunos de
vosotros, hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, se empeñan
en traspasar con profana novedad los límites puestos por los Padres,
inclinando la inteligencia de la página celeste... a la doctrina
filosófica de la razón, para ostentación de ciencia y no para provecho
alguno de los oyentes... Ellos arrastrados por doctrinas varias y
peregrinas, reducen la cabeza a la cola y obligan a la reina a servir a
la esclava.
Esto se pondrá más
patentemente de manifiesto a quien observe la manera de obrar de los
modernistas, que responde de todo en todo a sus enseñanzas. Muchos de
sus escritos y dichos parecen, efectivamente, contradictorios, de suerte
que fácilmente se los podría tener por vacilantes y dudosos; sin
embargo, eso lo hacen de propósito y deliberadamente, es decir, de
acuerdo con la idea que profesan sobre la mutua separación de la fe y de
la ciencia, De ahí que en sus libros tropezamos con cosas que un
católico puede aprobar punto por punto; y, pasando página, con otras que
diríanse dictadas por un racionalista. De ahí que escribiendo de
historia no mencionan para nada la divinidad de Jesucristo; predicando,
empero, en los templos, la profesan firmísimamente. Así también, si
cuentan la historia, no dan cabida alguna a los Padres y Concilios; pero
si enseñan catecismo, a unas y a otros los alegan con honor. De ahí
también el separar la exégesis teológica pastoral, de la científica e
histórica. Igualmente, partiendo del principio de que la ciencia no
depende para nada de la fe, sin horrorizarse de seguir las pisadas de
Lutero [cf. 769], cuando disertan sobre filosofía, historia y crítica
manifiestan de mil modos su desdén por las enseñanzas católicas por los
Santos Padres, los Concilios ecuménicos y el magisterio de la Iglesia; y
si por ello se los reprende, se quejan de que se les quita la libertad.
Profesando, finalmente, la idea de que la fe ha de someterse a la
ciencia, a cada paso y a cara descubierta censuran a la Iglesia porque
con la mayor obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las
opiniones de la filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin
la antigua teología, pretenden introducir otra nueva que siga dócilmente
los delirios de los filósofos.
[III.] Aquí
tenemos ya, Venerables Hermanos, abierto el camino para contemplar a los
modernistas en la arena teológica. Tarea escabrosa, que hay que resumir
brevemente. Trátase ni más ni menos que de conciliar la fe con la
ciencia, y eso no de otro modo que sometiendo la una a la otra. En este
terreno, el teólogo modernista usa de los mismos principios que vimos
usaba el filósofo y los adapta al creyente: nos referimos a los
principios de la inmanencia y del simbolismo. La
cosa se logra con la mayor expedición de la siguiente manera: el
filósofo enseña que el principio de la fe es inmanente; el
creyente añade que este principio es Dios; el teólogo concluye:
Luego Dios es inmanente en el hombre. De ahí la inmanencia
teológica. Por otra parte, para el filósofo es cierto que las
representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el
creyente es igualmente cierto que el objeto de la fe es Dios en sí
mismo; el teólogo consiguientemente colige que las
representaciones de la realidad divina son simbólicas. De ahí el
simbolismo teológico. Errores ciertamente grandísimos, y cuán
perniciosos sean uno y otro, se hará patente examinando sus
consecuencias. Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera que los
símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son
instrumentos, el creyente ha de tener —dicen— ante todo buen cuidado de
no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que
ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la
fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin
conseguirlo jamás. Añaden además que tales fórmulas ha de emplearlas el
creyente, tanto cuanto le ayuden, pues para su comodidad han sido dadas,
no para su estorbo; eso sí, sin tocar para nada al honor que por respeto
social se debe a las fórmulas que el público magisterio haya juzgado
aptas para expresar la conciencia común, mientras, se entiende, el mismo
magisterio no mandare otra cosa. Por lo que a la inmanencia se refiere,
no es fácil indicar qué sientan realmente los modernistas, pues no todos
son de la misma opinión. Hay quienes la ponen en que Dios, al obrar,
está en el hombre más que el hombre en sí mismo, lo que, bien entendido,
no tiene motivo de reprensión. Otros en que la acción de Dios es una con
la acción de la naturaleza, y la de la causa primera una con la de ]a
causa segunda; lo cual en realidad destruye el orden sobrenatural. otros
lo explican de modo que ofrecen sospecha de sentido panteístico, cosa
que responde mejor al resto de sus doctrinas.
A este postulado
de la inmanencia se añade otro que podemos llamar de la permanencia
divina. Los dos se diferencian entre sí, sobre poco más o menos,
como la experiencia particular y la trasmitida por tradición. Un ejemplo
lo aclarará, y sea tomado de la Iglesia y de los sacramentos. Que la
Iglesia —dicen— y los sacramentos hayan sido instituídos por Cristo
mismo, es cosa que no ha de creerse en modo alguno. Lo prohibe el
agnosticismo, el cual no ve en Cristo más que a un hombre, cuya
conciencia religiosa, como la de los otros hombres, se fue formando poco
a poco; lo prohibe la ley de la inmanencia, que rechaza las que llaman
aplicaciones externas; lo prohibe igualmente la ley de la evolución, que
pide, para que los gérmenes se desenvuelvan, tiempo y una serie de
circunstancias sucesivas; lo prohibe, en fin, la historia, que demuestra
cómo fue en realidad el curso de los hechos. Sin embargo, hay que
mantener que la Iglesia y los sacramentos fueron mediatamente
instituídos por Cristo. ¿De qué modo? Los modernistas afirman que todas
las conciencias cristianas estuvieron en cierto modo virtualmente
incluídas en la conciencia de Cristo, como la planta en la semilla; y
como los gérmenes viven la vida de la semilla, hay que decir que los
cristianos todos viven la vida de Cristo. Ahora bien, la vida de Cristo
según la fe es divina; luego también lo es la vida de los cristianos.
Si, pues, esta vida en el decurso de las edades dio principio a la
Iglesia y a los sacramentos, con todo derecho se dirá que este principio
viene de Cristo y que es divino. De modo enteramente semejante
establecen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.
A esto, poco más o menos, se reduce la teología de los modernistas;
pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante para quien sostenga que
hay que obedecer siempre a la ciencia, en todo lo que mandare. La
aplicación de todo esto a lo que vamos a decir, cualquiera la verá
fácilmente por sí mismo.
Hasta aquí hemos
tocado el origen y naturaleza de la fe. Mas como quiera que los brotes
de la fe son muchos, principalmente la Iglesia, el dogma, las cosas
sagradas y el culto, los Libros que llamamos santos, hay que examinar
qué es lo que los modernistas enseñan sobre estos puntos. Y empezando
por el dogma, ya quedó antes indicado cuál sea su origen y naturaleza
[v. 2079 s]. El dogma nace de cierto impulso o necesidad, por la que el
creyente trabaja en sus propios pensamientos, a fin de ilustrar más su
conciencia y la de los otros. Este trabajo se ordena todo a penetrar y
pulir la primitiva fórmula de la inteligencia, no ciertamente en
sí misma según su desenvolvimiento lógico, sino según sus circunstancias
o, según ellos dicen con menos claridad, vitalmente. De ahí
resulta, como ya insinuamos [v. 2078], que en torno a la fórmula
primitiva se van formando poco a poco otras secundarias, que
juntándose en un cuerpo o construcción de doctrina, al ser aprobadas por
el magisterio público, como expresión de la conciencia común, se llaman
dogmas. Del dogma hay que separar cuidadosamente las especulaciones de
los teólogos que, por otra parte, si bien no viven la vida del dogma, no
son, sin embargo, del todo inútiles, ora para componer la religión con
la ciencia y deshacer sus conflictos ora para ilustrar desde fuera la
religión y defenderla; otra utilidad quizá tengan también para preparar
la materia de un nuevo dogma futuro. Del culto no habría mucho que
decir, si no fuera porque bajo ese nombre se comprenden también los
sacramentos, acerca de los cuales versan los mayores errores de los
modernistas. Del culto afirman que tiene su origen en un doble impulso o
necesidad; pues, como vimos, todo en su sistema nos dicen que se
engendra por íntimos impulsos o necesidades. Una es la de dar alguna
forma sensible a la religión; otra, la de propagarla; lo que no sería
posible sin cierta forma sensible y actos santificantes, que llamamos
sacramentos. Ahora bien, los sacramentos son para los modernistas meros
símbolos o signos, aunque no carentes de eficacia. Para indicar esta
eficacia sí valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se
dice han hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas ideas
poderosas y que impresionan de modo extraordinario los ánimos. Como esas
palabras se ordenan a dichas ideas, así los sacramentos al sentimiento
religioso: nada más. Por cierto, hablarían más claro si dijeran que los
sacramentos han sido instituídos únicamente para alimentar la fe; pero
esto lo condenó el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que estos
sacramentos han sido instituídos para el solo fin de alimentar la fe,
sea anatema” [v. 848].
Algo hemos
indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros Sagrados. Éstos,
conforme a los principios de los modernistas, pudieran muy bien
definirse como una colección de experiencias, no de las
que a cualquiera le ocurren a cada paso, sino de las extraordinarias e
insignes, que se han dado en toda religión. Así absolutamente lo enseñan
los modernistas sobre nuestros Libros lo mismo del Antiguo que del Nuevo
Testamento. Con miras, sin embargo, a sus opiniones notan con suma
astucia: Aun cuando la experiencia se refiere al presente, puede no
obstante tomar su materia de lo pasado, lo mismo que de lo por venir, en
cuanto el creyente vuelve a vivir lo pasado al modo de lo presente por
medio del recuerdo, o lo por venir, por anticipación. Y esto explica por
qué entre los Libros Sagrados pueden contarse los históricos y los
apocalípticos. Así, pues, Dios habla ciertamente en estos libros por
medio del creyente; pero, como enseña la teología de los modernistas,
sólo habla por la inmanencia y la permanencia vital.
Preguntaremos: ¿Qué se hace entonces de la inspiración? Ésta
—responden—si no es tal vez por su grado de vehemencia, no se distingue
en nada del impulso por el que el creyente se siente movido a comunicar
su fe de palabra o por escrito. Algo semejante tenemos en la inspiración
poética por lo que alguien dijo: “Está Dios en nosotros, y agitados por
Él nos encendemos”. De esta inspiración añaden los modernistas que nada
hay absolutamente en los Sagrados Libros que carezca de ella. Al afirmar
esto, pudiera creérselos más ortodoxos que otros modernos que limitan en
parte la inspiración, como por ejemplo, cuando introducen las que se
llaman citas tácitas. Pero aquéllos hablan así sólo de boca y
simuladamente. Porque si juzgamos la Biblia por los principios del
agnosticismo, es decir, como obra humana compuesta por hombres, aunque
se le conceda al teólogo el derecho de proclamarla divina por la
inmanencia, ¿cómo puede, en definitiva, coartarse más la inspiración?
Los modernistas afirman realmente la inspiración universal de los Libros
Sagrados; pero en sentido católico, no admiten ninguna.
Más abundante
cosecha nos ofrece lo que la escuela de los modernistas imagina sobre la
Iglesia. Para empezar, sientan que la Iglesia tiene su origen en una
doble necesidad, una que se da en cualquier creyente, en aquel sobre
todo que ha alcanzado alguna experiencia primera y singular, la de
comunicar con otros su fe; otra, una vez que la fe se ha hecho común
entre varios, en la colectividad, para crecer en la sociedad, y
conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué es, pues, la Iglesia?
La Iglesia es el parto de la conciencia colectiva, o reunión de
las conciencias individuales, que, en virtud de la permanencia vital,
dependen de algún primer creyente, en caso de los católicos, de Cristo.
Ahora bien, toda sociedad necesita de una autoridad moderadora, cuyo
oficio es dirigir a todos los asociados a un fin común y conservar
prudentemente los elementos de cohesión, que en una asociación religiosa
se reducen a la doctrina y al culto. De aquí una triple autoridad en la
Iglesia Católica: disciplinar, dogmática y cultural. Ahora, la
naturaleza de esta autoridad hay que colegirla de su origen, y de su
naturaleza han de derivarse sus derechos y deberes. En las edades
pretéritas, fue vulgar error que la autoridad venía a la Iglesia desde
fuera, es decir, inmediatamente de Dios, por lo que con razón se la
tenía por autocrática. Pero semejante idea está hoy día
envejecida. Al modo que la Iglesia se dice haber emanado de la
colectividad de las conciencias; por igual manera, la autoridad emana
vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, como la Iglesia,
nace de la conciencia religiosa y, por ende, a ella está sujeta; si
desprecia esta sujeción, cae en la tiranía. Ahora bien, vivimos en una
época en que el sentido de la libertad ha alcanzado su más alta cima. En
el Estado, la conciencia pública ha introducido el régimen popular. Mas
la conciencia, lo mismo que la vida, es una en el hombre. Si, pues, no
quiere levantar y fomentar en las conciencias de los hombres una guerra
intestina, la autoridad de la Iglesia tiene el deber de usar de las
formas democráticas, tanto más cuanto que, de no hacerlo, le amenaza la
ruina Porque tiene que ser ciertamente un loco quien imagine que puede
jamás darse vuelta atrás en el sentido de la libertad que hoy está en
vigor. Forzado y detenido violentamente, se derramaría con más ímpetu,
arrasando juntamente la Iglesia y la religión. Todo esto raciocinan los
modernistas, cuyos esfuerzos todos se dirigen a indagar los medios para
conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.
Pero no sólo
dentro de sus domésticas paredes tiene la Iglesia gentes con quienes es
menester que se las entienda amigablemente, sino fuera también. Porque
no es ella sola la que habita el mundo; lo ocupan también otras
asociaciones, con quienes tiene por fuerza que mantener comunicación y
trato. Consiguientemente, hay que determinar también qué derechos, qué
deberes tiene la Iglesia con las sociedades civiles, y no de otro modo
hay que determinarlo, sino por la naturaleza de la Iglesia, tal, se
entiende, como los modernistas nos la han descrito. En este terreno,
usan enteramente de las mismas reglas que arriba se alegaron para las
relaciones entre la ciencia y la fe. Allí se hablaba de objetos;
aquí de fines. Así, pues, a la manera que por razón de su objeto
vimos que la fe y la ciencia eran extrañas una a otra; así la Iglesia y
el Estado son extraños entre sí por razón de los fines que persiguen,
temporal éste, y espiritual aquélla. Pudo ciertamente otras veces
someterse lo temporal a lo espiritual; pudo hablarse de materias
mixtas, en que la Iglesia intervenía como reina y señora, pues se la
tenía por instituída directamente por Dios en cuanto es autor del orden
sobrenatural. Pero todo esto se rechaza ya por filósofos e
historiadores. El Estado, consiguientemente, ha de separarse de la
Iglesia, lo mismo que el católico del ciudadano. Por lo tanto, cualquier
católico, por ser también ciudadano, tiene el derecho y el deber de
llevar a cabo lo que juzgue conviene a la autoridad del Estado,
despreciando la autoridad de la Iglesia, sin tener para nada en cuenta
sus deseos, consejos y mandatos, y sin hacer caso alguno de sus
reprensiones. Señalar bajo cualquier pretexto a un ciudadano la línea de
conducta, es un abuso de la autoridad eclesiástica que ha de rechazarse
a todo trance. Los principios, Venerables Hermanos, de donde todo esto
dimana, son ciertamente los mismos que solemnemente condenó nuestro
predecesor Pío VI en la Constitución Apostólica Auctorem fidei
[cf. 1502 s].
Pero no le basta a
la escuela modernista imponer el deber de la separación de la Iglesia y
del Estado. A la manera que la fe, en los elementos que llaman
fenoménicos, tiene que someterse a la ciencia, así, en los asuntos
temporales, la Iglesia tiene que depender del Estado. Esto quizá no lo
digan aún ellos abiertamente; pero la fuerza del razonamiento les fuerza
a admitirlo. Efectivamente, sentado que en lo temporal el único poder es
el del Estado, si se da un creyente que, no contento con los actos
íntimos de la religión, quiere pasar a los externos, por ejemplo, la
administración o recepción de los sacramentos, fuerza será que también
éstos caigan bajo el poder del Estado. ¿Qué será entonces de la
autoridad eclesiástica? Como ésta no se desenvuelve sino por actos
externos, tendrá que estar toda entera sometida al Estado. Forzados por
esta consecuencia, muchos protestantes liberales suprimen todo
culto religioso externo y hasta toda asociación religiosa externa y se
empeñan en introducir la que llaman religión individual. Si los
modernistas todavía no llegan descubiertamente hasta tal extremo, piden
entre tanto que la Iglesia espontáneamente se incline hacia donde ellos
la empujan y se adapte a las formas civiles. Esto en cuanto a la
autoridad disciplinar. Porque lo que sienten de la potestad
doctrinal y dogmática es mucho peor y más pernicioso. Sobre el
magisterio de la Iglesia fantasean de este modo. Una asociación
religiosa no puede en modo alguno tener unidad, si no hay una sola
conciencia de los asociados y una fórmula única de que se valgan. Ahora
bien, una y otra unidad exige una especie de inteligencia común, a quien
toque hallar y determinar la fórmula que más exactamente responda a la
conciencia común, y esa inteligencia es menester que tenga suficiente
autoridad para imponer a la comunidad la fórmula que hubiere estatuído.
Pues bien, en esta conjunción y como fusión, tanto de la inteligencia
que elige la fórmula como de la potestad que la prescribe, ponen los
modernistas la noción del magisterio eclesiástico. Así, pues, como en
definitiva el magisterio nace de las conciencias individuales y tiene
encomendado su público deber para comodidad de las mismas conciencias,
síguese necesariamente que depende de esas conciencias y debe doblegarse
a las formas populares. Por tanto, prohibir a las conciencias de los
individuos que profesen pública y abiertamente los impulsos que sienten,
así como cerrarle el camino a la crítica para que impulse el dogma hacia
sus necesarias evoluciones, no es uso, sino abuso de una potestad que le
fue encomendada para utilidad. De modo semejante debe guardarse
templanza en el uso mismo de la autoridad. Censurar y prohibir un libro
cualquiera sin conocimiento del autor, sin admitir explicación ni
discusión alguna, es ciertamente cosa que linda con la tiranía. Por lo
cual también aquí hay que hallar un camino medio, a fin de que queden
intactos los derechos juntamente de la autoridad y de la libertad. Entre
tanto, el católico ha de obrar de modo que públicamente se muestre
obedientísimo a la autoridad, pero no por eso deje de seguir su propio
genio. En cuanto a la Iglesia en general prescriben así: Puesto que el
fin de la potestad eclesiástica se dirige únicamente a lo espiritual,
hay que quitar todo el aparato externo con que se muestra adornada con
demasiada magnificencia a los ojos de quienes la contemplan. En lo cual
olvidan seguramente una cosa, y es que la religión, aunque se dirige a
las almas, no se encierra únicamente en las almas, y que el honor que a
su potestad se tributa recae sobre Cristo su fundador.
Para terminar toda
esta materia acerca de la fe y de sus varios brotes, réstanos,
Venerables Hermanos, que oigamos en último lugar lo que los modernistas
enseñan acerca de su desenvolvimiento. El principio general aquí es: En
una religión que vive, nada hay que no sea variable y que, por ende, no
deba variarse. De aquí pasan a lo que en sus doctrinas es casi lo
principal: la evolución: Consiguientemente, el dogma, la Iglesia,
el culto, los libros que veneramos como santos, y hasta la fe misma, si
no queremos que todo eso se cuente entre lo muerto, tiene que someterse
a las leyes de la evolución. Cosa que no puede parecer maravillosa a
quien tenga ante los ojos lo que de cada uno de esos puntos enseñan los
modernistas. Sentada, pues, la ley de la evolución, el modo como se
cumple ésta lo tenemos descrito por los mismos modernistas. Y, ante
todo, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe —dicen— fue ruda y
común a todos los hombres, como quiera que nacía de la naturaleza y vida
misma de los hombres. La evolución vital trajo el progreso y éste no
porque se agregaran nuevas formas desde fuera, sino porque el
sentimiento religioso fue invadiendo cada vez con más fuerza la
conciencia. Ahora bien, el progreso mismo se cumplió de doble modo,
primero, negativamente, eliminando todo elemento extraño, por
ejemplo, el que viniere de la familia o nación; luego, positivamente,
por el desarrollo intelectual y moral del hombre, que hizo que la
noción de lo divino se tornara más amplia y clara y el sentimiento
religioso más exquisito. Para el progreso de la fe, hay que alegar
las mismas causas antes dichas para explicar su origen; a ellas, no
obstante, hay que añadir ciertos hombres extraordinarios, a los que
llamamos profetas, el más grande de los cuales es Cristo.
Y esto, no sólo
porque mostraron en su vida y palabras algo misterioso que la fe
atribuía a la divinidad, sino porque alcanzaron nuevas y antes no
habidas experiencias que respondían a la indigencia religiosa de cada
época. Pero la evolución del dogma nace principalmente de la necesidad
de superar los impedimentos de la fe, de vencer a sus enemigos y de
refutar las contradicciones. Añádase a esto un empeño constante por
penetrar mejor los arcanos que la fe encierra. Así, dejando aparte los
demás ejemplos, ha sucedido con Cristo: lo que en él admitía la fe de
divino —fuérase lo que se fuere— de tal modo se fue paso a paso y
gradualmente ampliando, que por fin fue tenido por Dios. A la evolución
del culto contribuye sobre todo la necesidad de adaptarse a las
costumbres y tradiciones de los pueblos, así como la de gozar de la
virtud que el uso o práctica ha prestado a determinados actos.
Finalmente, la causa de la evolución de la Iglesia nace de su necesidad
de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas de régimen
civil públicamente introducidas. Así ellos de cada cosa. Aquí, empero,
antes de seguir adelante, quisiéramos que se notara bien su doctrina de
las necesidades o indigencias (italiano: dei bisogni, como
más expresivamente las llaman); porque, aparte de cuanto hemos ya visto,
es como la base y fundamento del famoso método que llaman histórico.
Insistiendo
todavía en la doctrina de la evolución, debe advertirse además que, si
bien las necesidades o indigencias impelen a la evolución, ésta, por
ellas únicamente empujada, traspasarla fácilmente los límites de la
tradición y, por ende, arrancada del primitivo principio vital
conduciría más bien a la ruina que al progreso. De ahí que siguiendo más
de lleno la mente de los modernistas, diremos que la evolución surge del
conflicto de dos fuerzas, de las que una tira hacia el progreso, otra
retrae hacia la conservación. La fuerza conservadora reside en todo su
vigor en la Iglesia y se contiene en la tradición; la ejerce, empero, la
autoridad religiosa, y eso, tanto de derecho, puesto que entra en la
naturaleza de la autoridad salvaguardar la tradición, como de hecho,
pues la autoridad, limitada por los cambios de la vida no se siente nada
o apenas nada urgida por los estímulos que impelen al progreso. Aquí
vemos, Venerables Hermanos, cómo levantó su cabeza una doctrina
perniciosísima que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos,
como elementos de progreso. De una especie de convenio y pacto entre
estas dos fuerzas, la conservadora y la progresiva, es decir, entre la
autoridad y las conciencias individuales, nacen los progresos y los
cambios. Porque las conciencias de los individuos, o algunas de ellas,
obran sobre la conciencia colectiva, y ésta sobre los representantes de
la autoridad, obligándoles a pactar y atenerse a lo pactado. De aquí es
fácil entender cómo se maravillan tanto los modernistas, cuando saben
que se los reprende o castiga. Lo que se les echa en cara como pecado,
ellos lo tienen por deber de su conciencia. Nadie conoce mejor que ellos
las necesidades de las conciencias, pues llegan a ellas más de cerca que
no la autoridad eclesiástica. Ellos recogen en sí, pues, como si
dijéramos, todas esas necesidades, y por eso se sienten ligados por el
deber de hablar y escribir públicamente. Repréndalos, si quiere, la
autoridad; ellos se apoyan en la conciencia de su deber y por íntima
experiencia saben que se les deben no reprensiones, sino alabanzas. No
se les oculta ciertamente que no se da progreso sin lucha, ni lucha sin
víctimas; sean, pues, ellos las víctimas como los profetas y Cristo. No
por ser maltratados, miran con malos ojos a la autoridad; de buena gana
conceden que ésta cumple con su deber. Sólo se quejan de que no se les
oye para nada; pues de este modo se retarda el curso de las almas; pero
vendrá certísimamente la hora de romper todas las trabas, pues las leyes
de la evolución pueden reprimirse, pero no totalmente infringirse. Ellos
continúan el camino emprendido; ]o continúan aun después de reprendidos
y condenados, cubriendo una audacia increíble con el velo de una
sumisión fingida. Simulan doblar sus cervices; con la mano empero y el
alma prosiguen con más audacia la obra emprendida. Y así obran a ciencia
y conciencia, ora porque opinan que a la autoridad hay que estimularla,
no destruirla, ora porque necesitan permanecer dentro del recinto de la
Iglesia para cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; mas al
hablar así, no caen en la cuenta que están confesando serles adversa la
conciencia colectiva y que, por tanto, no tienen derecho a venderse por
sus intérpretes... [Alégase y explícase seguidamente lo que se contiene
en 1636, 1703 y 1800]. Pero después que hemos examinado en los secuaces
del modernismo al filósofo, al creyente y al teólogo, réstanos ya ahora
mirar igualmente al historiador, al crítico, al apologista y al
reformador.
[IV] Algunos
modernistas que se dedican a escribir historia parecen demostrar cuidado
extremo por que no se los tenga por filósofos, antes bien proclaman
hallarse totalmente ayunos de filosofía. Astucia suma, para que nadie
piense que se hallan imbuídos de prejuicios filosóficos y que no son,
por ende, como dicen, absolutamente objetivos. La verdad es, sin
embargo, que su historia o su crítica respira pura filosofía y que lo
que ellos infieren, se deduce de sus principios filosóficos, por exacto
raciocinio, lo que fácilmente resultará patente para quien reflexione.
Las tres primeras reglas o cánones de tales historiadores o críticos,
como dijimos, son aquellos mismos principios que arriba adujimos de los
filósofos: el agnosticismo, el teorema de la trasfiguración
de las cosas por la fe, y otro que nos pareció podía llamarse de la
desfiguración. Señalemos ya las consecuencias de cada uno. En
virtud del agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia,
únicamente se ocupa en los fenómenos. Luego Dios, lo mismo que cualquier
intervención divina en lo humano, deben relegarse a la fe, como cosa que
pertenece a ella sola. Por tanto, si se presenta algo que consta de
doble elemento, divino y humano, como son Cristo y la Iglesia, los
sacramentos y muchas otras cosas a este tenor, hay que partirlo y
distribuirlo de manera que lo humano se dé a la historia y lo divino a
la fe. De ahí la distinción corriente entre los modernistas del Cristo,
histórico y el Cristo de la fe, la Iglesia de la historia y la Iglesia
de la fe, los sacramentos de la historia y los sacramentos de la fe, y
otras cosas semejantes a cada paso. Luego, ese mismo elemento humano que
vemos toma el historiador para sí, tal como aparece en los monumentos,
hay que decir que ha sido elevado por la fe en fuerza de la
trasfiguración más allá de las condiciones históricas. Es menester,
pues, separar nuevamente las adiciones hechas por la fe y relegarlas a
la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, cuanto
sobrepasa la condición de hombre, ora la natural, tal como la psicología
la presenta, ora la que resulta del lugar y tiempo en que vivió. Además,
en virtud del tercer principio de su filosofía, las cosas mismas que no
exceden el ámbito de la historia, las pasan como por una criba y relegan
igualmente a la fe todo lo que, a su juicio, no entra en la que llaman
lógica de los hechos o no se adapta a las personas. Así quieren
que Cristo no dijera nada que parezca sobrepasar la capacidad del vulgo
que le oía. De aquí que de su historia real borran y pasan a la
fe todas las alegorías que ocurren en sus discursos. Se preguntará tal
vez en qué ley se funda tal discernimiento. Se funda en el carácter del
hombre, en ]a condición que ocupó en su patria, en su educación, en el
complejo de circunstancias de un hecho cualquiera: en una palabra, si es
que lo hemos comprendido bien, en una norma que, en definitiva, viene a
parar en puramente subjetiva. Es decir, que se esfuerzan en tomar
y casi representar ellos la figura de Cristo y, lo que ellos hubieran
hecho en circunstancias semejantes, eso todo se lo pasan a Cristo. Así,
pues, para concluir, a priori y llevados de determinados
principios de filosofía que ciertamente profesan, pero que afectan
ignorar, en la historia que llaman real afirman que Cristo no fue Dios
ni hizo nada divino; como hombre, empero, sólo hizo o dijo lo que ellos,
en relación a los tiempos de Cristo, le conceden hacer o decir.
[V] Mas como la
historia recibe sus conclusiones de la filosofía, así la crítica las
recibe de la historia. El crítico, en efecto, siguiendo los indicios que
le da el historiador divide los monumentos en dos grupos. Lo que queda
después de la triple desmembración ya dicha, lo asigna a la historia
real; lo demás lo relega a la historia de la fe o historia
interna. Estas dos especies de historia las distinguen
cuidadosamente; y la historia de la fe —cosa que queremos se note bien—
la oponen a la historia real, en cuanto es real. De ahí, como ya
dijimos, un doble Cristo: uno real, otro que no existió jamás realmente,
sino que pertenece a la fe; uno que vivió en determinado lugar y en
determinada edad, otro que sólo se halla en las pías imaginaciones de la
fe, como es, por ejemplo, el que presenta el Evangelio de Juan, que
ciertamente, todo cuanto es, es especulación.
Pero no termina
aquí el dominio de la filosofía sobre la historia. Distribuídos, como
dijimos, en dos grupos los monumentos, se presenta nuevamente el
filósofo con su dogma de la inmanencia vital; y manda que todo lo
que hay en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la
emanación vital. Ahora bien, la causa o condición de cualquier
emanación vital hay que ponerla en la necesidad o indigencia; luego
también hay que concebir el hecho después de la necesidad, e
históricamente aquél es posterior a ésta. ¿Qué hace entonces el
historiador? Escudriñando de nuevo los monumentos, ora los que se
contienen en los Libros Sagrados, ora los que se traen de dondequiera,
traza por ellos un índice de las necesidades particulares, referentes ya
al dogma, ya al culto o a lo demás, que tuvieron unas tras otras lugar
en la Iglesia. El índice compuesto se lo entrega al crítico. Éste por su
parte pone mano sobre los monumentos que se destinan a la historia de la
fe y los va disponiendo por cada edad de la Iglesia de modo que cada uno
responda al índice trazado, con el precepto constantemente en la memoria
que la necesidad antecede al hecho y el hecho a la narración. A la
verdad, puede darse alguna vez el caso, que ciertas partes de la Biblia,
por ejemplo, las Epístolas, son el hecho mismo creado por la necesidad.
Fuere, sin embargo, lo que fuere, es de ley que la edad de un monumento
cualquiera no ha de determinarse de otro modo que por la edad en que
cada una de las necesidades surgieron en la Iglesia. Hay que distinguir
además entre los comienzos de un hecho cualquiera y su desenvolvimiento;
puesto que lo que puede nacer en un día, sólo al correr del tiempo
crece. Por esta razón, los monumentos que ya están distribuídos por
edades, tiene el crítico que partirlos en dos otra vez, separando los
que pertenecen a su desenvolvimiento, y ordenarlos nuevamente por
tiempos.
Entra nuevamente
el filósofo en escena y manda al historiador que lleve a cabo sus
estudios tal como prescriben los preceptos y leyes de la evolución. A
esto, vuelve el historiador a escudriñar los monumentos, inquiere
curiosamente las circunstancias y condiciones en que se ha encontrado la
Iglesia en cada edad, su fuerza conservadora, las necesidades tanto
internas como externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos
que se le opusieron, en una palabra, todo lo que ayude a determinar de
qué modo se cumplieron las leyes de la evolución. Después de esto,
finalmente, nos traza como por rasgos extremos la historia de la
evolución o desenvolvimiento. Viene en ayuda el crítico y acomoda el
resto de los documentos. Se pone manos a la obra y la historia queda
terminada. ¿A quién —preguntamos ahora— hay que atribuir la historia?
¿Al historiador o al crítico? A ninguno de los dos, ciertamente, sino al
filósofo. Todo es aquí apriorismo, y apriorismo por cierto que
está chorreando herejías. Lástima dan, a la verdad, estos hombres, de
quienes diría el Apóstol: Se desvanecieron en sus pensamientos...
diciendo ser sabios, se hicieron necios [Rom. l, 21-22]; nos
irritan, sin embargo, cuando acusan a la Iglesia de que mezcla y dispone
los documentos de manera que hablen a su favor. Es decir, que achacan a
la Iglesia lo que sienten que su conciencia les reprocha a ellos con
toda evidencia.
Ahora bien, de
esta distribución y repartición de los monumentos por edades, se sigue
espontáneamente que los Libros Sagrados no pueden atribuirse a los
autores cuyos nombres llevan realmente. Por lo cual, los modernistas no
vacilan en afirmar a cada paso que esos mismos libros, particularmente
el Pentateuco y los tres primeros Evangelios, de una breve narración
primitiva, fueron gradualmente acrecentándose con añadiduras, es decir,
con interpolaciones a modo de interpretación, ora teológica ora
alegórica, o también con inserciones destinadas sólo a unir entre sí las
diversas partes. Sin duda, para decirlo con mayor brevedad y claridad,
hay que admitir una evolución vital de los Libros Sagrados, que
nace de la evolución de la fe y a ella responde. Añaden por otra parte
que los rastros de esta evolución son tan manifiestos que casi puede
escribirse su historia. Es más, la escriben realmente con tanta
seguridad, que creyérase han visto con sus ojos a cada uno de los
escritores que en cada edad han puesto mano en la amplificación de los
Libros Sagrados. Para confirmar todo esto, llaman en su auxilio a la que
llaman crítica textual y se empeñan en persuadirnos que este o el
otro hecho o dicho no está en su lugar, o traen otras razones por el
estilo. Diríase realmente que se han preestablecido unos como tipos de
narraciones o discursos y de ahí juzgan con absoluta certeza qué está en
su lugar, qué en el ajeno. Cómo por este método puedan ser aptos para
discernirlo, júzguelo el que quiera. Sin embargo, quien les oiga
haciendo afirmaciones sobre sus trabajos acerca de los Libros Sagrados,
trabajos en que tantas incongruencias se pueden sorprender, tal vez
creerá que apenas hombre alguno hojeó esos libros antes que ellos, como
si no los hubiera investigado en todos sus sentidos una muchedumbre poco
menos que infinita de Doctores, muy superiores a ellos en ingenio, en
erudición y en santidad de vida. Estos Doctores sapientísimos tan lejos
estuvieron de reprender bajo ningún concepto las Escrituras Sagradas,
que más bien, cuanto más profundamente las penetraban, más gracias daban
a la Divinidad que se hubiera así dignado hablar con los hombres. Mas
¡ay! que nuestros Doctores no se inclinaron sobre los Sagrados Libros
con los mismos instrumentos o auxilios de los modernistas, es decir, que
no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que partiera de la
negación de Dios ni tampoco se erigieron a sí mismos en norma de juicio.
Pensamos, pues, que queda ya patente cuál sea el método histórico de los
modernistas. Va delante el filósofo, a éste le sigue el historiador, y
por sus pasos contados viene luego la crítica tanto interna como
textual. Y pues compete a la primera causa comunicar su virtud a las
siguientes, es evidente que esta crítica no es una crítica cualquiera,
sino que se llama con razón, agnóstica, inmanentista, evolucionista,
y, por tanto, quien la sigue y de ella se vale, profesa los
errores en ella implícitos y se opone a la doctrina católica. Por eso,
pudiera parecer en sumo grado maravilloso que tal linaje de crítica
tenga hoy día tanta autoridad entre católicos. La cosa tiene doble
causa: en primer lugar la alianza con que historiadores y críticos de
este jaez están entre si estrechísimamente ligados por encima de la
variedad de pueblos y diferencia de religiones; luego la audacia máxima
con que exaltan a una voz cuanto cualquiera de ellos fantasea, y lo
atribuyen al progreso científico. Y si alguno pretende examinar por si
mismo el nuevo portento, le acometen en cerrado escuadrón; si lo niega,
le tachan de ignorante; si lo abraza y defiende, le cubren de alabanzas.
De ahí quedan engañados no pocos que si consideraran más atentamente de
qué se trata, se horrorizarían. De este prepotente dominio de los que
yerran, de este incauto asentimiento de almas ligeras, se engendra una
especie de corrupción del ambiente que por todas partes penetra y
difunde la peste.
[VI] Pero pasemos
al apologista. También éste depende doblemente del filósofo entre los
modernistas. Primero, indirectamente, tomando por materia la historia
escrita, como hemos visto, al dictado del filósofo; luego, directamente,
tomando de él sus dogmas y juicios. De ahí el precepto difundido en la
escuela de los modernistas sobre que la nueva apologética tiene que
dirimir las controversias sobre la religión por medio de investigaciones
históricas y psicológicas. Por eso, los apologistas modernistas acometen
su obra, advirtiendo a los racionalistas que ellos no defienden la
religión por los Libros Sagrados ni por las historias vulgarmente
empleadas en la Iglesia, escritas por el viejo método; sino por la
historia real, compuesta de acuerdo con los preceptos y método
modernos. Y esto lo aseguran, no como si argumentasen ad hominen,
sino porque realmente piensan que sólo esta historia enseña la verdad.
Lo que no necesitan es afirmar su sinceridad al escribirla: ya son
conocidos entre los racionalistas, ya han sido alabados como soldados
que militan bajo la misma bandera; y de estas alabanzas, que un
verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las
reprensiones de la Iglesia. Pues veamos ya cómo cualquiera de
ellos compone la apología. El fin que se propone conseguir es éste:
llevar al hombre que carece todavía de fe a que alcance aquella
experiencia de la fe católica que, según los principios de los
modernistas, es el único fundamento de la fe. Doble camino se abre para
ello: uno objetivo y otro subjetivo. El primero procede
del agnosticismo y se endereza a mostrar que en la religión y
particularmente en la católica, existe aquella fuerza vital que convence
a cualquier psicólogo, y también a cualquier historiador de buena fe, de
que en su historia ha de ocultarse necesariamente algo incógnito.
Para esto es menester demostrar que la religión católica, tal como hoy
existe, es absolutamente la misma que fundó Cristo, o sea, no otra cosa
que el progresivo desenvolvimiento del germen que Cristo sembró. Hay,
pues, que determinar ante todo de qué naturaleza sea ese germen. Es lo
que quieren hacer ver con la siguiente fórmula: Cristo anunció el
advenimiento del reino de Dios que había de establecerse muy en breve, y
del que él sería el Mesías, es decir, su autor y organizador dado por
Dios. Después hay que demostrar de qué manera este germen, siempre
inmanente y permanente en la religión católica, se fue
desenvolviendo paso a paso y de acuerdo con la historia, y se adaptó a
las sucesivas circunstancias, tomando de ellas para sí vitalmente
cuanto le era útil de las formas doctrinales, culturales y
eclesiásticas, superando entre tanto los obstáculos que tal vez se le
oponían, venciendo a sus adversarios y sobreviviendo a cualesquiera
persecuciones y luchas. Pero después de haber demostrado que todo esto,
es decir, los impedimentos, los adversarios, las persecuciones, las
luchas, y no menos la vida y fecundidad de la Iglesia fueron tales que,
si bien en la historia de la Iglesia aparecen incólumes las leyes de la
evolución, no bastan, en cambio, para explicar dicha historia
plenamente; subsistirá, sin embargo, lo incógnito y se
ofrecerá espontáneamente ante nosotros. Así ellos. Pero, en todo este
razonamiento, una cosa no advierten: que aquella determinación del
germen primitivo se debe únicamente al apriorismo del filósofo
agnóstico y evolucionista, y que el germen mismo está por ellos
gratuitamente definido de modo que convenga con su tesis.
Sin embargo,
mientras los apologistas de nuevo cuño trabajan por afirmar y persuadir
la religión católica con los citados argumentos, conceden de buena gana
que hay en ella muchas cosas que chocan a los ánimos. Es más, con mal
disimulado placer van diciendo abiertamente que aun en materia dogmática
hallan ellos errores y contradicciones; pero añaden a renglón seguido
que ello no sólo admite excusa, sino que fue justa y legítimamente
introducido: afirmación, a la verdad, maravillosa. Así también, según
ellos, hay en los Libros Sagrados muchísimas cosas viciadas de error en
materia histórica y científica. Pero no se trata allí —dicen— de
ciencias o de historia, sino sólo de religión y moral. La ciencia y la
historia son allí ciertas envolturas con que se cubren experiencias
religiosas y morales, para que más fácilmente se propagaran entre el
vulgo; como éste no había de entenderlo de otra manera, una ciencia o
una historia más perfecta, no le hubiera servido de utilidad, sino de
daño. Por lo demás —añaden— como los Libros Sagrados son por su
naturaleza religiosos, viven necesariamente de la vida; ahora bien, la
vida tiene también su verdad y su lógica, distinta ciertamente de la
verdad y lógica racional y hasta de un orden totalmente distinto, es
decir, la verdad de adaptación y proporción, ora al medio, como
ellos dicen, en que se vive, ora al fin para que se vive. En fin, llegan
al extremo de afirmar sin atenuante alguno, que lo que se desenvuelve
por medio de la vida, es todo verdadero y legítimo. Nosotros, Venerables
Hermanos, para quienes la verdad es una y única y que de los Libros
Sagrados juzgamos que, escritos por inspiración del Espíritu Santo,
tienen a Dios por autor [v. 1787]; afirmamos que eso equivale
a atribuir a Dios mismo una mentira oficiosa o de utilidad, y con
palabras de Agustín decimos: Una vez admitida en cumbre tan alta de
autoridad una mentira oficiosa, no quedará ni la más pequeña parte de
aquellos libros que, si alguien le parece o difícil para las costumbres
o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima
regla, al propósito y condescendencia del autor que miente. De donde
resultará lo que añade el mismo santo doctor: En ellas (es decir,
en las Escrituras) cada uno creerá lo que quiera y no creerá, lo que
no quiera. Mas los apologistas modernistas prosiguen impávidos.
Conceden además que en los Sagrados Libros ocurren a veces razonamientos
para probar alguna doctrina, que no se rigen por fundamento racional
ninguno, como son los que se apoyan en las profecías. Sin embargo,
también defienden esos razonamientos como una especie de artificio de la
predicación que la vida hace legítimo. ¿Qué más? Consienten y hasta
afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo
del advenimiento del reino de Dios; lo cual —dicen— no debe parecer
extraño, como quiera que también Él estaba sujeto a las leyes de la
vida. ¿Qué decir después de esto de los dogmas de la Iglesia? También
estos están llenos de manifiestas contradicciones; pero aparte que éstas
son admitidas por la lógica vital no se oponen a la verdad simbólica,
puesto que en ellos se trata del Infinito y éste tiene aspectos
infinitos. En fin, hasta punto tal aprueban y defienden todo esto, que
no vacilan en afirmar que ningún honor más excelente se le puede
tributar al Infinito que afirmar de Él cosas contradictorias. Ahora
bien, admitida la contradicción ¿qué no se admitirá?
Por otra parte, el
que todavía no cree, no sólo puede disponerse a la fe con argumentos
objetivos, sino también con subjetivos. Para lo cual los
apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia.
Se esfuerzan, efectivamente, en persuadir al hombre que en él mismo
y en los más recónditos pliegues de su naturaleza y de su vida, se
oculta el deseo y la exigencia de alguna religión y no de una religión
cualquiera, sino absolutamente tal cual es la católica; pues dicen que
ésta es exigida de todo punto por el perfecto desenvolvimiento de
la vida. Aquí tenemos que lamentarnos otra vez vehementemente de que no
falten entre los católicos quienes, si bien rechazan la doctrina de la
inmanencia como doctrina, se valen luego de ella para fines
apologéticos, y ello lo hacen tan incautamente que parece admiten en la
naturaleza humano no sólo cierta capacidad y conveniencia para el orden
sobrenatural, cosa que demostraron siempre los apologistas católicos con
las oportunas limitaciones; sino una auténtica y propiamente dicha
exigencia. Sin embargo, hablando con rigor, esta exigencia de la
religión católica la introducen los modernistas que quieren pasar por
más moderados; pues los que pudiéramos llamar integrales quieren
demostrar que en el hombre todavía no creyente se halla latente el mismo
germen que hubo en la conciencia de Cristo y por éste fue transmitido a
los hombres. Reconocemos, pues, Venerables Hermanos, que el método
apologético de los modernistas someramente descrito, conviene de todo en
todo con sus doctrinas; método, a la verdad, como también sus doctrinas,
lleno de errores, propio no para edificar, sino para destruir; no para
hacer a otros católicos, sino para arrastrar a los católicos mismos a la
herejía y hasta para destruir de todo punto cualquier religión.
[VII] Réstanos
finalmente añadir algo sobre el modernista en cuanto reformador. Ya lo
que hasta aquí hemos dicho pone de manifiesto de cuán grande y vivo afán
innovador están animados estos hombres. Y este afán se extiende a las
cosas todas absolutamente que hay entre los católicos. Quieren que se
innove la filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios, de suerte
que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía entre los
demás sistemas que ya están envejecidos, se enseñe a los adolescentes la
filosofía moderna que es la sola verdadera y que responde a nuestra
época. Para innovar la teología, quieren que la que llamamos teología
racional tenga por fundamento la filosofía moderna, y la teología
positiva, piden que se funde sobre todo en la historia de los dogmas. La
historia reclaman también que se escriba según su método y las
prescripciones modernas. Decretan que los dogmas y su evolución se
concilien con la ciencia y la historia. Por lo que a la catequesis se
refiere, exigen que en los libros catequéticos sólo se consignen los
dogmas innovados y que estén al alcance del vulgo. Acerca del culto
dicen que deben disminuirse las devociones exteriores y prohiben que se
aumenten; si bien otros, que son más partidarios del simbolismo, se
muestran aquí más indulgentes. El régimen de la Iglesia gritan que ha de
reformarse en todos sus aspectos, sobre todo en el disciplinar y
dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y por fuera
con la conciencia moderna que tiende toda a la democracia: hay que dar,
por ende, al clero inferior y a los mismos laicos su parte en el
régimen, y distribuir una autoridad que está demasiado recogida y
centralizada. Quieren igualmente que se cambien las congregaciones
romanas, y ante todo las que se llaman del Santo Oficio y del
Indice. Igualmente pretenden que se varíe la acción del régimen
eclesiástico en asuntos políticos y sociales, para que juntamente se
destierre de las ordenaciones civiles y se adapte, no obstante, a ellas
para imbuirlas de su espíritu. En materia moral, aceptan el principio de
los americanistas de que las virtudes activas han de anteponerse a las
pasivas y promover preferentemente su ejercicio [v. 1967]. Piden que el
clero se forme de manera que muestre su antigua humildad y pobreza y se
adapte por pensamiento y obras a los preceptos o enseñanzas del
modernismo. Hay finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los
maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el mismo
sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia, que no haya
de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?
En toda esta
exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos, tal
vez parezca a alguno que nos hemos detenido demasiado; ello, sin
embargo, era de todo punto necesario, ora para que no nos tacharan, como
suelen, de ignorancia de sus cosas; ora para poner en claro que cuando
se trata del modernismo, no es cuestión de doctrinas vagas, sin nexo
alguno entre ellas, sino de un como cuerpo único y compacto, en que
admitido un principio, todo lo demás se sigue de necesidad. Por eso nos
hemos valido de un método casi didáctico y no hemos alguna vez rehuído
los vocablos no latinos que emplean los modernistas.
Contemplando ahora
como en una sola mirada el sistema entero, nadie se admirará si lo
definimos como un conjunto de todas las herejías. A la verdad, si
alguien se propusiera juntar, como si dijéramos el jugo y la sangre de
cuantos errores acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera hecho
mejor de como lo han hecho los modernistas. Es más, han llegado éstos
tan lejos que, como ya insinuamos, no sólo han destruído la religión
católica, sino toda religión en absoluto. De ahí los aplausos de los
racionalistas; de ahí que quienes entre éstos hablan más libre y
abiertamente, se felicitan de que no han hallado auxiliares más eficaces
que los modernistas.
Volvamos, en
efecto, Venerables Hermanos, por un momento a la perniciosísima doctrina
del agnosticismo. Por ella, sabemos, se le cierra al hombre todo camino
hacia Dios por parte del entendimiento, mientras creen depararse uno más
apto por parte de cierto sentimiento y acción del alma. ¿Pero quién no
ve cuán erróneamente? Porque el sentimiento del alma responde a la
acción de la cosa que el entendimiento o los sentidos externos han
propuesto. Quitado el entendimiento, el hombre seguirá con más fuerza a
los sentidos externos, a los que ya de sí se inclina. Erróneamente
además, porque todas las fantasías sobre el sentimiento religioso no
expugnarán el sentido común, y el sentido común nos enseña que una
perturbación o preocupación cualquiera del ánimo, lejos de ayudarnos a
la investigación de la verdad, nos la impide; de la verdad, decimos,
como es en sí misma; porque la otra verdad subjetiva, fruto del
sentimiento y de la acción interna, si se presta ciertamente al juego,
para nada le sirve al hombre en orden a saber lo que más le interesa: si
hay fuera de él mismo o no un Dios en cuyas manos caerá un día. Cierto
que para tamaña obra llaman en su auxilio a la experiencia. Pero,
¿qué es lo que ésta añade al sentimiento? Nada, si no es hacerlo más
vehemente y que de esta vehemencia resulte proporcionalmente más firme
la persuasión sobre la verdad del objeto. Y ciertamente estas dos cosas
no logran que el sentimiento deje de ser sentimiento, ni cambiar su
naturaleza, expuesta siempre al engaño, si no se rige por el
entendimiento; más bien la confirman y ayudan, pues el sentimiento,
cuanto más intenso es, con mayor derecho es sentimiento.
Mas como aquí
tratamos del sentimiento religioso y de la experiencia que en él se
contiene, bien sabéis, Venerables Hermanos, de cuanta prudencia sea
menester en esta materia, y de cuanta ciencia también que rija a la
prudencia misma. Lo sabéis por el trato de las almas, de algunas
señaladamente en que predomina el sentimiento; lo sabéis por vuestra
frecuentación de los libros ascéticos, que, si no merecen estima alguna
a los modernistas, no por ello dejan de ofrecer doctrina mucho más
sólida y más fina sagacidad de observación que la que ellos a sí mismos
se arrogan. A la verdad, cosa de un demente o, por lo menos, de
imprudencia suma nos parece tener, sin averiguación alguna, por
verdaderas, experiencias íntimas del linaje de las que venden los
modernistas. Pero si tanta es, digámoslo de pasada, la fuerza y firmeza
de estas experiencias, ¿por qué no se atribuye la misma a la que
millares de católicos afirman tener del extraviado camino que siguen los
modernistas? ¿Sólo ésta es falsa y engañosa? Pero la mayoría absoluta de
los hombres mantiene y mantendrá siempre que, por solo el sentimiento y
la experiencia, sin guía ni luz alguna de la inteligencia, no se puede
jamás llegar a la noticia de Dios. Queda pues de nuevo el ateísmo y
ninguna religión.
Tampoco se
prometan mejores consecuencias de la doctrina del simbolismo que
profesan. Porque si cualesquiera elementos intelectuales, como dicen, no
son otra cosa que símbolos de Dios, ¿por qué no ha de serlo el nombre
mismo de Dios o de la personalidad divina? Y si así es, ya puede dudarse
de la divina personalidad y queda abierto el camino para el panteísmo.
Al mismo término, es decir, al puro y descarado panteísmo conduce la
otra doctrina sobre la inmanencia divina. Porque preguntamos:
¿Esta inmanencia distingue a Dios del hombre o no lo distingue? Si lo
distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica y por
qué rechaza la doctrina sobre la revelación externa? Si no lo distingue,
tenemos el panteísmo. Es así que esta inmanencia de los
modernistas quiere y admite que todo fenómeno de conciencia procede del
hombre en cuanto es hombre; luego, el legítimo raciocinio concluye de
ahí que Dios es una sola y misma cosa con el hombre: De ahí el
panteísmo.
La distinción, en
fin, que pregonan entre la ciencia y la fe, no admite otra consecuencia.
El objeto de la ciencia lo ponen, efectivamente, en la realidad de lo
cognoscible; el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible.
Ahora bien, lo incognoscible resulta, en su totalidad, de que entre la
materia propuesta y el entendimiento no hay proporción alguna. Es así
que esta falta de proporción no puede ser eliminada nunca ni aun en la
doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible permanecerá
incognoscible lo mismo para el creyente que para el filósofo. Luego si
ha de haber alguna religión, ésta será siempre de la realidad
incognoscible; ahora bien, por qué esta realidad no pueda ser el alma
del mundo, como lo admiten algunos racionalistas, a la verdad que no lo
vemos. Pero basta por ahora esto para que quede sobradamente patente por
cuán múltiple camino la doctrina de los modernistas lleva al ateísmo y a
destruir toda religión. A la verdad, el primer paso por esta senda lo
dio el error de los protestantes; sigue el error de los modernistas y
próximamente vendrá el ateísmo.
[Señaladas
finalmente las causas de estos errores —la curiosidad, la soberbia, la
ignorancia de la verdadera filosofía— se dan algunas reglas para
fomentar y ordenar los estudios filosóficos, teológicos y profanos,
sobre la cautela en elegir a los maestros, etc.]
Sobre el autor
y la verdad histórica del cuarto Evangelio
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 29 de mayo de 1907]
Duda I.
Si por la constante,
universal y solemne tradición de la Iglesia que viene ya del siglo II,
como principalmente se deduce: a) de los testimonios y alusiones
de los Santos Padres y escritores eclesiásticos y hasta heréticos, que
por tener que derivarse de discípulos de los Apóstoles o sus primeros
sucesores, se enlazan con nexo necesario a los orígenes del libro; b)
de haberse siempre y en todas partes aceptado el nombre del autor del
cuarto Evangelio en el canon y catálogo de los Libros Sagrados; c)
de los más antiguos manuscritos, códices y versiones a otros idiomas de
los mismos Libros; d) del público uso litúrgico que desde los
comienzos de la Iglesia se extendió por todo el orbe; prescindiendo del
argumento teológico, por tan sólido argumento histórico se demuestra que
debe reconocerse por autor del cuarto Evangelio a Juan Apóstol y no á
otro, de suerte que, las razones de los críticos aducidas en contra, no
debilitan en modo alguno esta tradición.
Respuesta:
Afirmativamente.
Duda II.
Si también las razones
internas que se sacan del texto del cuarto Evangelio, considerado dicho
texto separadamente, del testimonio del escritor y del parentesco
manifiesto del mismo Evangelio con la Epístola I de Juan Apóstol, se ha
de considerar que confirman la tradición que atribuye sin vacilación al
mismo Apóstol el cuarto Evangelio. Y si las dificultades que se toman de
la comparación del mismo Evangelio con los otros tres, pueden
racionalmente resolverse, teniendo presente la diversidad de tiempo, de
fin y de oyentes para los cuales o contra los cuales escribió el autor,
como corrientemente las han resuelto los Santos Padres y exegetas
católicos.
Respuesta:
Afirmativamente a
las dos partes.
Duda III.
Si, no obstante la
práctica que estuvo constantísimamente en vigor desde los primeros
tiempos de la Iglesia universal de argumentar por el cuarto Evangelio
como por documento propiamente histórico; considerando, sin embargo, la
índole peculiar del mismo Evangelio y la intención manifiesta del autor
de ilustrar y vindicar la divinidad de Cristo por los mismos hechos y
discursos del Señor, puede decirse que los hechos narrados en el cuarto
Evangelio están total ó parcialmente inventados con el fin de que sean
alegorías o símbolos doctrinales, y los discursos del Señor no son
propia y verdaderamente discursos del Señor mismo, sino composiciones
teológicas del escritor, aunque puestas en boca del Señor.
Respuesta:
Negativamente.
De la
autoridad de las sentencias de la Comisión Bíblica
[Del Motu proprio Praestantia
Scripturae, de 18 de noviembre de 1907]
... Después de
largas deliberaciones sobre las materias y de consultas diligentísimas,
la Pontificia Comisión Bíblica ha emitido felizmente algunas sentencias,
sumamente útiles para promover genuinamente los estudios bíblicos y
dirigirlos por una norma cierta. Pero vemos que no faltan en modo alguno
quienes... no han recibido ni reciben con la debida obediencia tales
sentencias, por más que han sido aprobados por el Sumo Pontífice.
Por eso vemos que
ha de declararse y mandarse, como al presente lo declaramos y
expresamente mandamos que todos absolutamente están obligados por deber
de conciencia a someterse a las sentencias de la Pontificia
Comisión Bíblica, ora a las que ya han sido emitidas, ora a las que en
adelante se emitieren, del mismo modo que a los Decretos de las
Sagradas Congregaciones, referentes a cuestiones doctrinales y aprobados
por el Sumo Pontífice; y no pueden evitar la nota de
desobediencia y temeridad y, por ende, no están libres de culpa grave,
cuantos de palabra o por escrito impugnen estas sentencias; y esto
aparte del escándalo con que desedifican y lo demás de que puedan ser
culpables delante de Dios, por lo que sobre estas materias, como suele
suceder, digan temeraria y erróneamente.
Además, con el fin
de reprimir los espíritus cada día más audaces de los modernistas que
con sofismas y artificios de todo género se empeñan en quitar fuerza y
eficacia no sólo al Decreto Lamentabili sane exitu, que el 3 de
julio del presente año publicó por mandato nuestro la S. R. y U.
Inquisición [v. 2001 s], sino también a nuestra Carta Encíclica
Pascendi Dominici gregis, fecha a 8 de septiembre de este mismo año
[v. 2071 ss], por nuestra autoridad apostólica reiteramos y confirmamos
tanto el Decreto de la Congregación de la Sagrada Suprema Inquisición,
como dicha Carta Encíclica nuestra, añadiendo la pena de excomunión
contra los contradictores, y declaramos y decretamos que si alguno,
lo que Dios no permita, llegare a tanta audacia que defendiere
cualquiera de las proposiciones, opiniones y doctrinas reprobadas en uno
u otro de los documentos arriba dichos, queda ipso facto herido
por la censura irrogada por el capitulo Docentes de la
Constitución Apostolicae Sedis que es la primera de las
excomuniones latae sententiae, sencillamente reservadas al Romano
Pontífice. Esta excomunión ha de entenderse a reserva de las penas en
que puedan incurrir quienes falten contra los citados documentos como
propagadores y defensores de herejías, si alguna vez sus proposiciones,
opiniones o doctrinas son heréticas, cosa que sucede más de una vez con
los enemigos de ese doble documento y, sobre todo, cuando propugnan los
errores de los modernistas, es decir, la
reunión de todas las herejías.
Del carácter y
autor del libro de Isaías
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 29 de junio de 1908]
Duda I.
Si puede enseñarse que
los vaticinios que se leen en el libro de Isaías —y a cada paso en las
Escrituras— no son profecías propiamente dichas, sino o narraciones
compuestas después del suceso, o, si hay que reconocer que el profeta
anunció algo antes del suceso, lo anunció no por revelación sobrenatural
de Dios conocedor de lo futuro, sino conjeturándolo de lo que ya antes
había acontecido, gracias a cierta sagacidad afortunada y a la agudeza
del ingenio natural.
Resp.:
Negativamente.
Duda II.
Si la sentencia que
afirma que Isaías y demás profetas no pronunciaron vaticinios sino de lo
que había de suceder inmediatamente o no después de largo espacio de
tiempo, puede conciliarse con los vaticinios, los mesiánicos y
escatológicos ante todo, ciertamente pronunciados de lejos por los
mismos profetas así como con la sentencia de los santos Padres que
afirman concordemente haber predicho también los profetas cosas que
habían de cumplirse después de muchos siglos.
Resp.:
Negativamente.
Duda III.
Si puede admitirse
que los profetas, no sólo como correctores de la maldad humana y
pregoneros de la palabra divina para provecho de los oyentes, sino
también como anunciadores de sucesos futuros, constantemente tenían que
dirigirse no a oyentes futuros, sino presentes y contemporáneos suyos,
de modo que pudieran ser plenamente entendidos por ellos; por tanto, que
la segunda parte del Libro de Isaías (cap. 40-46), en que el profeta no
se dirige y consuela a los judíos contemporáneos de Isaías, sino a los
judíos que lloran en el destierro de Babilonia como si viviera entre
ellos, no puede tener por autor al mismo Isaías, de tanto tiempo atrás
muerto, sino que se debe atribuir a algún profeta desconocido que
viviera entre los desterrados.
Resp.:
Negativamente.
Duda IV.
Si para impugnar la
identidad de autor del libro: de Isaías ha de considerarse de tal fuerza
el argumento filológico tomado de la lengua y estilo que obligue a un
hombre serio y diestro en la crítica y en la lengua hebrea, a reconocer
en dicho libro pluralidad de autores.
Resp.:
Negativamente.
Duda V.
Si hay sólidos
argumentos, aun tomados cumulativamente, para demostrar victoriosamente
que el libro de Isaías no se ha de atribuir a un solo autor, sino a dos
y hasta más de dos autores.
Resp.:
Negativamente.
De la relación
entre la filosofía y la teología
[De la Encíclica Communium rerum, de
21 de abril de 1909]
... El principal
oficio, pues, de la filosofía es poner en claro la sumisión racional
de nuestra fe [Rom. 12, 1], y, consiguientemente, el deber de
prestarla a la autoridad divina que nos propone misterios altísimos, los
cuales, atestiguados por muchísimos indicios de verdad, se han hecho
sobremanera creíbles [Ps. 92, 5]. Muy distinto de éste es el
oficio de la teología que se apoya en la divina revelación, y hace más
sólidos en la fe a quienes confiesan gozarse en el honor del nombre
cristiano. Ningún cristiano, en efecto, debe disputar cómo no es lo que
la Iglesia Católica cree con el corazón y confiesa con la boca; sino
manteniendo siempre indubitablemente la misma fe y amándola y viviendo
conforme a ella, buscar humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo
es. Si logra entender, dé gracias a Dios; si no puede, no saque sus
cuernos para impugnar [1 Mac. 7, 46], sino baje su cabeza para
venerar.
Del carácter
histórico de los primeros capítulos del Génesis
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 30 de junio de 1909]
Duda I.
Si se apoyan en sólido
fundamento los varios sistemas exegéticos que se han excogitado y con
apariencia de ciencia propugnado para excluir el sentido literal de los
tres primeros capítulos del libro del Génesis.
Resp.:
Negativamente.
Duda II.
Si, no obstante el
carácter y forma histórica del libro del Génesis, el peculiar nexo de
los tres primeros capítulos entre sí y con los capítulos siguientes, el
múltiple testimonio de las Escrituras tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, el sentir casi unánime de los santos Padres y el sentido
tradicional que, trasmitido ya por el pueblo de Israel, ha mantenido
siempre la Iglesia, puede enseñarse que: los tres predichos capítulos
del Génesis contienen, no narraciones de cosas realmente sucedidas, es
decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad histórica;
sino fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de los pueblos
antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteística,
una vez expurgadas de todo error de politeísmo; o bien alegorías y
símbolos, destituidos de fundamento de realidad objetiva, bajo
apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas
y filosóficas; o en fin leyendas, en parte históricas, en parte
ficticias, libremente compuestas para instrucción o edificación de las
almas.
Resp.:
Negativamente.
Duda III.
Si puede
especialmente ponerse en duda el sentido literal histórico donde se
trata de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a los
fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la creación
de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la peculiar
creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer hombre;
la unidad del linaje humano; la felicidad original de los primeros
padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el
mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia; la
transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del
mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del
primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.
Resp.:
Negativamente.
Duda IV.
Si en la interpretación
de aquellos lugares de estos capítulos que los Padres y Doctores
entendieron de modo diverso, sin enseñar nada cierto y definido, sea
licito a cada uno seguir y defender la sentencia que prudentemente
aprobare, salvo el juicio de la Iglesia y guardada la analogía de la fe.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda V.
Si todas y cada una de
las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos
predichos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de
suerte que no sea licito apartarse nunca de él, aun cuando las
locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica
o antropomórficamente, y la razón prohiba mantener o la necesidad
obligue a dejar el sentido propio.
Resp.:
Negativamente.
Duda VI.
Si, presupuesto el
sentido literal e histórico, puede sabia y útilmente emplearse la
interpretación alegórica y profética de algunos pasajes de los mismos
capítulos, siguiendo el brillante ejemplo de los Santos Padres y de la
misma Iglesia.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda VII.
Si dado el caso
que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer
capitulo del Génesis, enseñar de modo científico la intima constitución
de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más
bien a su nación una noticia popular acomodada a los sentidos y a la
capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del
tiempo, ha de buscarse en la interpretación de estas cosas exactamente y
siempre el rigor de la lengua científica.
Resp.:
Negativamente.
Duda VIII.
Si en la
denominación y distinción de los seis días de que se habla en el
capítulo I del Génesis se puede tomar la voz Yôm (día) ora en sentido
propio, como un día natural, ora en sentido impropio, como un espacio
indeterminado de tiempo, y si es licito discutir libremente sobre esta
cuestión entre los exegetas.
Resp.:
Afirmativamente.
De los autores
y tiempo de composición de los Salmos
[Respuestas de la comisión Bíblica,
de 1 de mayo de 1910]
Duda I.
Si las denominaciones de
salmos de David, Himnos de David, Libro de los salmos de David,
Salterio davídico, usadas en las antiguas colecciones y en los
Concilios mismos para designar el Libro de ciento cincuenta salmos del
Antiguo Testamento; como también la sentencia de varios Padres que
sostuvieron que todos los salmos absolutamente habían de atribuirse a
David solo, tengan tanta fuerza que haya de tenerse a David por autor
único de todo el Salterio.
Resp.:
Negativamente.
Duda II.
Si de la concordancia del
texto hebreo con el texto griego alejandrino y con otras viejas
versiones se puede con razón argüir que los títulos de los salmos
puestos al frente del texto hebreo son más antiguos que la llamada
versión de los LXX; y que, por lo tanto, derivan si no directamente de
los autores mismos de los salmos, si por lo menos de la antigua
tradición judaica.
Resp.:
Afirmativamente.
Duda III.
Si los predichos
títulos de los salmos, testigos de la tradición judaica, pueden ponerse
prudentemente en duda, cuando no haya razón alguna grave en contra de su
genuinidad.
Resp.:
Negativamente.
Duda IV.
Si teniendo en cuenta los
frecuentes testimonios de la Sagrada Escritura sobre la natural pericia
de David, ilustrada por carisma del Espíritu Santo, en componer cantos
religiosos, las instituciones por él fundadas para el canto litúrgico de
los salmos, las atribuciones a él de salmos hechas ora en el Antiguo,
ora en el Nuevo Testamento, ora en los títulos, que de antiguo están
antepuestos a los salmos, aparte del consentimiento de los judíos, de
los Padres y Doctores de la Iglesia, puede prudentemente negarse ser
David el autor principal de los cantos del salterio o afirmarse, por lo
contrario, que sólo unos pocos salmos han de atribuirse al regio cantor.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
Duda V.
Si puede especialmente
negarse el origen davídico de aquellos salmos que en el Antiguo o en el
Nuevo Testamento se citan expresamente con el nombre de David, entre los
que hay que contar sobre todo el salmo 2 Quare fremuerunt gentes;
el salmo 15 Conserva me, Domine; el salmo 17 Diligam te,
Domine, fortitudo mea; el salmo 31 Beati, guorum remissae
sunt iniquitates; el salmo 68 Salvum me fac, Deus; el salmo
109 Dixit Dominus Domino meo?.
Resp.:
Negativamente.
Duda VI.
Si puede admitirse la
sentencia de aquellos que sostienen que entre los salmos del salterio
hay algunos de David o de otros autores que por razones litúrgicas o
musicales, por la somnolencia de los amanuenses o por otras no
descubiertas causas han sido divididos en varios o juntados en uno;
igualmente, que hay otros salmos, como el Miserere mei, Deus, que
para adaptarlos mejor a las circunstancias históricas o a las
solemnidades del pueblo judaico, han sido levemente retocados o
modificados con la sustracción o adición de algún que otro versículo,
salva, sin embargo, la inspiración de todo el texto sagrado.
Resp.:
Afirmativamente a las dos
partes
Duda VII.
Si puede
sostenerse con probabilidad la sentencia de aquellos de entre los
escritores modernos que, apoyados sólo en indicios internos o en una
interpretación menos recta del texto sagrado, se han esforzado en
demostrar que no pocos salmos fueron compuestos después de la época de
Esdras y Nehemías y hasta en tiempo de los ¿Macabeos.
Resp.:
Negativamente.
Duda VIII.
Si por el múltiple
testimonio de los Libros Sagrados del Nuevo Testamento y el unánime
sentir de los Padres, de acuerdo también con los escritores de la nación
judaica, han de reconocerse varios salmos proféticos y mesiánicos que
han vaticinado la venida, reino, sacerdocio, pasión, muerte y
resurrección del Libertador futuro; y que, por ende, debe ser totalmente
rechazada la sentencia de los que pervirtiendo la índole profética y
mesiánica de los salmos limitan esos mismos oráculos sobre Cristo a
anunciar sólo el futuro destino del pueblo elegido.
Resp.:
Afirmativamente a las dos
partes.
De la edad de
los que han de ser admitidos a la primera Comunión Eucarística
[Del Decreto Quam singulari,
de la congr. de Sacramentos,de 8 de agosto de 1910]
I. La edad de
discreción, tanto para la confesión como para la comunión, es aquella en
que el niño empieza a razonar, es decir, hacia los siete años, bien sea
más, bien sea también menos. Desde este tiempo empieza la obligación de
satisfacer a uno y a otro mandamiento de la confesión y comunión [v.
437].
II. Para la
primera confesión y primera comunión, no es necesario un conocimiento
pleno y cabal de la doctrina cristiana. El niño, sin embargo, deberá
luego aprender gradualmente todo el catecismo, según la medida de su
inteligencia.
III El
conocimiento de la religión que se requiere en el niño para prepararse
convenientemente a la primera comunión, es aquel en que perciba, según
su capacidad, los misterios de la fe necesarios con necesidad de medio y
distinga el pan eucarístico del pan corporal y común, para que se
acerque a la Eucaristía can la devoción que su edad permite.
IV. La obligación
del precepto de la confesión y comunión: que grava al niño, recae
principalmente sobre aquellos que deben tener cuidado de él, esto es,
sobre sus padres, confesor, educadores y párroco. Sin embargo, al padre
o a quienes hagan sus veces, y al confesor, les toca, según el
Catecismo Romano, admitir al niño a la primera comunión.
V. Una o varias
veces al año, procuren los párrocos anunciar y celebrar comunión general
de los niños y admitan a ella no sólo a los noveles sino también a los
otros que, con consentimiento de los padres y del confesor, como antes
se ha dicho, participaron ya por vez primera del sacramento del altar.
Para unos y otros, han de preceder algunos días de instrucción y de
preparación.
VI. Los que tienen
cuidado de los niños han de procurar con todo empeño que después de la
primera comunión los mismos niños se acerquen con frecuencia a la
sagrada mesa y, a ser posible, hasta diariamente, como lo desean Cristo
Jesús y la madre Iglesia [v 1891 ss], y que lo hagan con aquella
devoción que permite su edad. Recuerden también quienes están a su
cuidado el gravísimo deber que les obliga a procurar que los niños
continúen asistiendo a las públicas instrucciones de la catequesis, o de
suplir de otro modo su instrucción religiosa.
VII. La costumbre
de no admitir los niños a la confesión o de no absolverlos nunca, una
vez que han llegado al uso de la razón, es totalmente reprobable. Por
eso los Ordinarios de lugar procurarán que de todo en todo se suprima,
hasta empleando los remedios de derecho.
VIII. Es
absolutamente detestable el abuso de no administrar el viático y la
extremaunción a los niños después del uso de la razón y enterrarlos por
el rito de los párvulos. Los Ordinarios de lugar han de castigar
severamente a quienes no se aparten de esta costumbre.
Juramento
contra los errores del modernismo
[Del Motu proprio Sacrorum
Antistitum de 1º de septiembre de 1910]
Yo... abrazo y
acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas,
afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia,
principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a
los errores de la época presente. Y en primer lugar: profeso que Dios,
principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y,
por tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz
natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas [cf.
Rom. 1, 20], es decir, por las obras visibles de la creación. En
segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del origen
divino de la religión cristiana los argumentos externos de la
revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y
las profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la
inteligencia de todas las edades y de los hombres, aun los de este
tiempo. En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia,
guardiana y maestra de la palabra revelada, fue próxima y directamente
instituida por el mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras vivía
entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, principe de la
jerarquía apostólica, y sus sucesores para siempre. Cuarto: acepto
sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los
Apóstoles por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido
y en la misma sentencia; y por tanto, de todo punto rechazo la invención
herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a
otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia; igualmente condeno todo
error, por el que al depósito divino, entregado a la Esposa de Cristo y
que por ella ha de ser fielmente custodiado, sustituye un invento
filosófico o una creación de la conciencia humana, lentamente formada
por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse
por progreso indefinido. Quinto: Sostengo con toda certeza y
sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión
que brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión
del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un
verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera
por oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han
sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y
Señor nuestro, y lo creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz.
También me someto
con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las
condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en
la Carta Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto
Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman historia
de los dogmas. Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe
propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas
católicos en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden
conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana.
Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el
cristiano erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y
otra de historiador, como si fuera licito al historiador sostener lo que
contradice a la fe del creyente, o sentar premisas de las que se siga
que los dogmas son falsos y dudosos, con tal de que éstos no se nieguen
directamente. Repruebo igualmente el método de juzgar e interpretar la
Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la tradición de la Iglesia,
la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, sigue los
delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que
temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo
además la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la
historia de la teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar
antes a un lado la opinión preconcebida, ora sobre el origen
sobrenatural de la tradición católica, ora sobre la promesa divina de
una ayuda para la conservación perenne de cada una de las verdades
reveladas, y que además los escritos de cada uno de los Padres han de
interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida toda
autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen
investigarse cualesquiera monumentos profanos. De manera general,
finalmente, me profeso totalmente ajeno al error por el que los
modernistas sostienen que en la sagrada tradición no hay nada
divino, o, lo que es mucho peor, lo admiten en sentido panteístico, de
suerte que ya no quede sino el hecho escueto y sencillo, que ha de
ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a saber: unos
hombres que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las
edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles. Por
tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta
el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad,
que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado
desde los Apóstoles; no para que se mantenga lo que mejor y más apto
pueda parecer conforme a la cultura de cada edad, sino para que nunca
se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad
absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles.
Todo esto prometo
que lo he de guardar íntegra y sinceramente y custodiar inviolablemente
sin apartarme nunca de ello, ni enseñando ni de otro modo cualquiera de
palabra o por escrito. Así lo prometo, así lo juro, así me ayude Dios...
Acerca de
algunos errores te los orientales
[De la Carta Ex quo a los
arzobispos delegados apostólicos de Bizancio, en Grech, en Egipto, en
Mesopotamia, en Persia, en Siria y en las Indias orientales, de 26 de
diciembre de 1910]
No menos temeraria
que falsamente se da entrada a esta opinión: que el dogma de la
procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo no dimana en modo alguno
de las palabras mismas del Evangelio ni se prueba por la fe de los
antiguos Padres; —igualmente con la mayor imprudencia se pone en duda si
los sagrados dogmas del purgatorio y de la Inmaculada Concepción de la
Bienaventurada Virgen María fueron conocidos por los santos varones de
los primeros siglos;— ... sobre la constitución de la Iglesia... en
primer lugar se renueva el error tiempo ha condenado por nuestro
predecesor Inocencio X [v. 1091], por el que se persuade se tenga a San
Pablo como hermano totalmente igual a San Pedro; —luego con no menor
falsedad se introduce la persuasión de que la Iglesia Católica no fue en
los primeros siglos mando de uno solo, es decir, monarquía, o que el
primado de la Iglesia Romana no se apoya en ningún argumento válido.—
Mas ni siquiera... queda intacta la doctrina católica sobre el Santísimo
Sacramento de la Eucaristía, al enseñarse audazmente poderse aceptar la
sentencia que defiende que entre los griegos las palabras de la
consagración no surten efecto sino después de pronunciada la oración que
llaman epiclesis, cuando, por lo contrario, es cosa averiguada que a la
Iglesia no le compete derecho alguno de innovar nada acerca de la
sustancia misma de los sacramentos, y no es menos disonante que haya de
tenerse por válida la confirmación conferida por cualquier presbítero.
Estas opiniones
están notadas como “errores graves”.
Del autor,
del tiempo de composición y de la verdad histórica del Evangelio según
San Mateo
[Respuestas de la Comisión
Bíblica, de 18 de junio de 1911]
1. Si atendiendo
el universal y constante consentimiento de la Iglesia ya desde los
primeros siglos, que luminosamente muestran los expresos testimonios de
los Padres, los títulos de los códices de los Evangelios, las versiones,
aun las más antiguas, de los Sagrados Libros y los catálogos trasmitidos
por los Santos Padres, por los escritores eclesiásticos, por los Sumos
Pontífices y por los Concilios, y finalmente el uso litúrgico de la
Iglesia oriental y occidental, puede y debe afirmarse con certeza que
Mateo, Apóstol de Cristo, es realmente el autor del Evangelio publicado
bajo su nombre.
Resp.:
Afirmativamente.
II. Si ha de
considerarse como suficientemente apoyada en la tradición la sentencia
que sostiene que Mateo precedió a los demás Evangelistas en escribir y
que escribió el primer Evangelio en la lengua patria usada entonces por
los judíos palestinenses, a quienes fue dirigida la obra.
Resp.:
Afirmativamente, en
cuanto a las dos partes.
III. Si la
redacción de este texto original puede aplazarse más allá de la fecha de
la ruina de Jerusalén, de suerte que los vaticinios que en el se leen
sobre la misma ruina, hayan sido escritos después del suceso; o si el
testimonio que suele alegarse de Ireneo [Adv. haer. 3, 1, 2], de
interpretación incierta y controvertida, haya de considerarse de tanto
peso que obligue a rechazar la sentencia de aquellos que creen, más
conformemente con la tradición, que dicha redacción estaba ya terminada
antes de la venida de Pablo a Roma.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
IV. Si puede
sostenerse, siquiera con probabilidad, la opinión de algunos modernos,
según la cual, Mateo no habría compuesto propia y estrictamente el
Evangelio cual nos ha sido trasmitido, sino solamente cierta colección
de dichos o discursos de Cristo de los que se habría valido como de
fuente otro autor anónimo, a quien hacen redactor del Evangelio mismo.
Resp.:
Negativamente.
V. Si por el hecho
de que los Padres y escritores eclesiásticos todos, más aún, hasta la
Iglesia misma ya desde su cuna, han usado únicamente como canónico el
texto griego del Evangelio conocido bajo el nombre de Mateo, sin
exceptuar siquiera aquellos que expresamente enseñaron que Mateo Apóstol
habría escrito en lengua patria, puede probarse con certeza que el mismo
Evangelio griego es idéntico en cuanto a la sustancia con el Evangelio
compuesto por el mismo Apóstol en su lengua patria.
Resp.:
Afirmativamente.
VI. Si por el
hecho de que el autor del primer Evangelio persigue principalmente un
fin apologético y dogmático, es decir, demostrar a los judíos que Jesús
es el Mesías anunciado de antemano por los profetas y nacido de la
estirpe de David, y que además no siempre guarda el orden cronológico en
la disposición de los hechos y dichos que narra y refiere, puede de ahí
deducirse que no han de tomarse como verdaderos tales dichos y hechos; o
si puede también afirmarse que los relatos de los hechos y discursos de
Cristo que se leen en el mismo Evangelio, han sufrido alguna alteración
y adaptación bajo el influjo de las profecías del Antiguo Testamento y
del más adelantado estado de la Iglesia, y que, por ende, no están
conformes con la verdad histórica.
Resp.:
Negativamente a las dos partes.
VII. Si deben
especialmente considerarse con razón destituidas de sólido fundamento
las opiniones de aquellos que ponen en duda la autenticidad histórica de
los dos primeros capítulos en que se narran la genealogía e infancia de
Cristo, así como la de algunas sentencias de grande importancia en
materia dogmática, como son las que se refieren al primado de Pedro [Mt.
16, 17-19], a la forma del bautismo con la universal misión de predicar
confiada a los Apóstoles [Mt. 28, 19-20], a la profesión de fe de los
Apóstoles en la divinidad de Jesucristo [Mt. 14, 33] y a otros puntos
por el estilo que aparecen en Mateo enunciados de modo peculiar.
Resp.:
Afirmativamente.
Del autor, del
tiempo de composición y de la verdad histórica de los Evangelios según
Marcos y según Lucas
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 26 de junio de 1912]
I. Si el sufragio
luminoso de la tradición, maravillosamente unánime desde los comienzos
de la Iglesia y confirmado por múltiples argumentos, a saber, por los
testimonios expresos de los Santos Padres y escritores eclesiásticos,
por las citas y alusiones que ocurren en lo escritos de los mismos, por
el uso de los antiguos herejes, por las versiones de los libros del
Nuevo Testamento, por casi todos los códices manuscritos más antiguos, y
también por las razones internas sacadas del texto mismo de los Libros
Sagrados, obliga a afirmar con certeza que Marcos, discípulo e
intérprete de Pedro, y Lucas, médico, auxiliar y compañero de Pablo, son
realmente los autores de los Evangelios que respectivamente se les
atribuyen.
Resp.:
Afirmativamente.
II. Si las razones
con que algunos críticos se esfuerzan en demostrar que los doce últimos
versículos del Evangelio de Marcos [Mc. 16, 9-20], no han sido escritos
por el mismo Marcos, sino añadidos por mano ajena, son tales que den
derecho a afirmar que no han de recibirse como canónicos e inspirados; o
por lo menos demuestren que no es Marcos el autor de los mismos
versículos.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
III. Si es
igualmente licito dudar de la inspiración y canonicidad de las
narraciones de Lucas sobre la infancia de Cristo [Lc. 1-2]; o de la
aparición del ángel que conforta a Jesús y del sudor de sangre [Lc. 22,
43 ss]; o si puede por lo menos demostrarse con sólidas razones —tesis
grata a los antiguos herejes y que gusta también a algunos críticos
recientes— que esas narraciones no pertenecen al auténtico Evangelio de
Lucas.
Resp.:
Negativamente a ambas
partes.
IV. Si aquellos
documentos, rarísimos y totalmente singulares en que el cántico del
Magnificat no se atribuye a la Bienaventurada Virgen María, sino a
Isabel, pueden y deben prevalecer en algún modo contra el testimonio
concorde de casi todos los códices, tanto del texto griego original como
de las versiones, así como contra la interpretación que manifiestamente
exigen no menos el contexto que el ánimo de la misma Virgen y la
constante tradición de la Iglesia.
Resp.:
Negativamente.
V. Si en cuanto al
orden cronológico de los Evangelios, es lícito apartarse de aquella
sentencia que, robustecida por antiquísimo y constante testimonio de la
tradición, atestigua que después que Mateo, que escribió el primero de
todos su Evangelio en lengua patria, Marcos escribió el segundo en orden
y Lucas el tercero; o si hay que pensar que a esta sentencia se opone a
su vez la opinión de aquellos que afirman que el segundo y tercer
Evangelio fueron compuestos antes que la traducción griega del primer
Evangelio.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
VI. Si es lícito
diferir el tiempo de la composición de los Evangelios de Marcos y Lucas
hasta la destrucción de la ciudad de Jerusalén, o si puede sostenerse,
por el hecho de que la profecía del Señor acerca de la destrucción de
esta ciudad parece más determinada en Lucas, que por lo menos su
Evangelio fue escrito cuando ya estaba iniciado el cerco de la ciudad.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
VII. Si debe
afirmarse que el Evangelio de Lucas precedió al libro de los Hechos
de los Apóstoles y que, como este libro, que tiene al mismo Lucas
por autor [Act. 1, 15], fue terminado hacia el fin de la cautividad
romana del Apóstol, su Evangelio no fue compuesto después de este
tiempo.
Resp.:
Afirmativamente.
VIII. Si teniendo
presente tanto los testimonios de la tradición como los argumentos
internos en cuanto a las fuentes de que ambos Evangelistas se valieron
para escribir su Evangelio, puede ponerse prudentemente en duda la
sentencia que afirma haber escrito Marcos según la predicación de
Pedro, y Lucas según la predicación de Pablo, y juntamente afirma
que los mismos Evangelistas, tuvieron también a mano otras fuentes
fidedignas, tanto orales, como ya también consignadas por escrito.
Resp.:
Negativamente.
IX. Si los dichos
y hechos que Marcos narra diligentemente y como gráficamente conforme a
la predicación de Pedro, y Lucas expone sincerísimamente, después de
seguirlo todo diligentemente, desde el principio, por medio de
testigos totalmente fidedignos como que desde el principio lo vieron
por sí mismos y fueron ministros de la palabra [Lc. 1, 2 s],
reclaman con razón para si aquella plena fe histórica que siempre les
prestó la Iglesia; o, por el contrario, hay que considerar tales dichos
y hechos como desprovistos, por lo menos en parte, de verdad histórica,
ora porque los escritores no fueron testigos oculares, ora porque en uno
y otro Evangelista se sorprende no raras veces defecto de orden y
discrepancia en la sucesión de los hechos, ora porque, habiendo venido y
escrito más tarde, hubieron forzosamente de referir concepciones
extrañas a la mente de Cristo y los Apóstoles o hechos ya más o menos
contaminados por la imaginación popular, ora, finalmente, porque cada
uno según su fin condescendió con ideas dogmáticas preconcebidas.
Resp.:
Afirmativamente a la
primera parte; negativamente a la segunda.
De la cuestión
sinóptica, o sea, de las mutuas relaciones entre los tres primeros
Evangelios
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 26 de junio de 1912]
I. Si guardado lo
que de todo punto ha de guardarse conforme a lo precedentemente
estatuido, particularmente sobre la autenticidad e integridad de los
tres Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, sobre la identidad sustancial
del Evangelio griego de Mateo con su original primitivo, así como sobre
el orden de tiempo en que fueron escritos; para explicar sus reciprocas
semejanzas y desemejanzas, entre tan varias y opuestas opiniones de los
autores, es lícito a los exegetas disputar libremente, y apelar a las
hipótesis de la tradición oral o escrita, o también de la dependencia de
uno respecto a su precedente o precedentes.
Resp.:
Afirmativamente.
II. Si debe
considerarse que guardan lo que arriba ha sido estatuído quienes, sin
apoyarse en testimonio alguno de la tradición ni en ningún argumento
histórico, fácilmente abrazan la hipótesis vulgarmente llamada de las
dos fuentes, que pretende explicar la composición del Evangelio
griego de Mateo y del Evangelio de Lucas por su dependencia sobre todo
del Evangelio de Marcos y de la llamada colección de discursos del
Señor, y si por lo tanto pueden defenderla libremente.
Resp.:
Negativamente a las dos
partes.
Del autor, del
tiempo de composición y de la verdad histórica del libro de los Hechos
de los Apóstoles
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 12 de junio de 1913]
I. Si considerando
principalmente la tradición de la Iglesia universal que se remonta hasta
los primeros escritores eclesiásticos y atendidas las razones internas
del libro de los Hechos ora en sí mismo considerado, ora en
relación con el tercer Evangelio y, sobre todo, la mutua afinidad y
conexión de ambos prólogos [Lc. 1, 1-4; Act. 1, 1 s], ha de tenerse por
cierto que el volumen que se titula Hechos de los Apóstoles o
lIpd~6~ 'A7roaróA~ov tiene por autor a Lucas Evangelista.
Resp.:
Afirmativamente.
II. Si por razones
críticas tomadas ora de la lengua y estilo,; ora del modo de contar, ora
de la unidad de fin y de doctrina, puede demostrarse que el libro de los
Hechos de los Apóstoles debe se atribuído a un solo autor; y si,
por tanto, la sentencia de los modernos escritores, según la cual Lucas
no es el autor único del libro, sino que hay que reconocer diversos
autores del mismo libro, está destituída de todo fundamento.
Resp.:
Afirmativamente a las dos
partes.
III. Si
especialmente las perícopes famosas en los Hechos, en que
interrumpido bruscamente el uso de la tercera persona se introduce la
primera plural (Wir-Stücke), debilitan la unidad de composición y la
autenticidad; o si, consideradas histórica y filológicamente, más bien
hay que deducir que la confirman.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
IV. Si del hecho
de que el libro mismo, apenas hecha mención del bienio de la primera
cautividad romana de Pablo, se cierra bruscamente, es lícito inferir que
el autor escribió un segundo volumen perdido o que lo intentó escribir
y, por tanto, que la fecha de composición del libro de los Hechos
puede atrasarse mucho después de dicha cautividad; o si más bien hay que
sostener con derecho y razón que Lucas terminó su libro hacia el fin de
la cautividad romana del Apóstol Pablo.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte; afirmativamente a la segunda.
V. Si considerando
juntamente, ora la frecuente y fácil comunicación que sin género de duda
tuvo Lucas con los palestinenses así como con Pablo, Apóstol de las
naciones, de quien fue auxiliar en la predicación evangélica y compañero
de viajes, ora su acostumbrada industria y diligencia en buscar testigos
y observar las cosas por sus propios ojos, ora finalmente la concordia
muchas veces evidente y admirable del libro de los Hechos con las
Epístolas de Pablo y con los más sinceros monumentos de la historia,
debe sostenerse con certeza que Lucas tuvo a mano fuentes dignas de toda
fe y que las empleó cuidadosa, proba y fielmente, de suerte que puede
reclamar para si, con razón, la plena autoridad histórica.
Resp.:
Afirmativamente.
VI. Si las
dificultades que corrientemente suelen objetarse, tomadas, ya de los
hechos sobrenaturales narrados por Lucas, ya de la referencia de ciertos
discursos que, al estar trasmitidos compendiosamente, se consideran
fingidos y adaptados a las circunstancias, ya de ciertos pasajes que por
lo menos aparentemente disienten de la historia bíblica o profana, ya
finalmente de ciertos resultados que parecen pugnar con el autor mismo
de los Hechos o con otros autores sagrados, son tales que puedan
inducir a poner en duda la autoridad histórica de los Hechos o,
por lo menos disminuirla de algún modo.
Resp.:
Negativamente.
Del autor,
integridad y tiempo de composición de las Epístolas pastorales de Pablo
Apóstol
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 12 de junio de 1913]
I. Si teniendo
presente la tradición de la Iglesia que persevera universal y firmemente
desde sus orígenes, tal como de muchos modos la atestiguan vetustos
monumentos eclesiásticos, debe sostenerse con certeza que las Epístolas
que se llaman pastorales, a saber, las dos a Timoteo y una a Tito, no
obstante el atrevimiento de ciertos herejes, los cuales, por ser éstas
contrarias a su doctrina, las borraron sin alegar razón alguna del
número de las Epístolas paulinas, fueron escritas por el mismo Apóstol
Pablo y perpetuamente contadas entre las auténticas y canónicas.
Resp.:
Afirmativamente.
II. Si la
hipótesis llamada fragmentaria, introducida y de diverso modo propuesta
por algunos críticos modernos, quienes, por lo demás, sin razón probable
alguna, sino más bien pugnando entre sí, pretenden que las Epístolas
pastorales, en tiempo posterior, fueron entretejidas y notablemente
aumentadas con fragmentos de cartas o con cartas paulinas perdidas, por
obra de autores desconocidos, puede acarrear algún perjuicio, siquiera
leve, al testimonio claro y firmísimo de la tradición.
Resp.:
Negativamente.
III. Si las
dificultades que de modos varios se suelen oponer, tomadas, ora del
estilo y lengua del autor, ora de los errores particularmente gnósticos
que se describen como ya introducidos, ora del estado de la jerarquía
eclesiástica, que se supone ya desarrollada, y otras razones por el
estilo en contra, debilitan de algún modo la sentencia, que sostiene
como probada y cierta la genuinidad de las Epístolas pastorales.
Resp.:
Negativamente.
IV. Si, como
quiera que no menos por razones históricas que por la tradición
eclesiástica, concorde con los testimonios de los Padres orientales y
occidentales, así como por los indicios mismos que se sacan fácilmente,
ya de la brusca conclusión del libro de los Hechos, ya de las
Epístolas paulinas escritas en Roma, y principalmente de la segunda a
Timoteo, debe tenerse por cierta la sentencia de la doble cautividad
romana del Apóstol Pablo, puede afirmarse con seguridad que las
Epístolas pastorales fueron escritas en el espacio de tiempo que media
entre la liberación de la primera cautividad y la muerte del Apóstol.
Resp.:
Afirmativamente.
Del autor y
modo de composición de la Epístola a los Hebreos
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 24 de junio de 1914]
I. Si a las dudas
que en los primeros siglos, debidas ante todo al abuso de los herejes,
retuvieron los ánimos de algunos en Occidente acerca de la divina
inspiración y origen paulino de la carta a los hebreos, ha de
atribuírseles tanta fuerza que, atendida la perpetua, unánime y
constante afirmación de los Padres orientales, a la que después del
siglo IV se añadió el pleno consentimiento de la Iglesia occidental;
consideradas también las actas de los Sumos Pontífices y de los sagrados
Concilios, particularmente del Tridentino, así como el perpetuo uso de
la Iglesia universal, es lícito dudar que la Epístola a los Hebreos
haya de contarse con certeza no sólo entre las canónicas —cosa que
está definida de fe—, sino entre las genuinas Epístolas del Apóstol
Pablo.
Resp.:
Negativamente.
II. Si los
argumentos que suelen tomarse, ora de la insólita ausencia del nombre de
Pablo y de la omisión del acostumbrado exordio y saludo en la
Epístola a los Hebreos, ora de la pureza de su lengua griega, de la
elegancia y perfección de la dicción y del estilo, ora del modo como en
ella se alega el Antiguo Testamento y de él se argüye, ora de ciertas
diferencias que se pretende existen entre la doctrina de esta carta y la
de las demás epístolas de Pablo, tienen fuerza para debilitar de algún
modo su origen paulino; o si, más bien, la perfecta armonía de doctrina
y sentencias, la semejanza de avisos y exhortaciones, así como la
consonancia de locuciones y palabras mismas, que hasta algunos
acatólicos han celebrado, que se observan entre ella y los demás
escritos del Apóstol de las gentes, demuestran y confirman el mismo
origen paulino.
Resp.:
Negativamente a la
primera parte, afirmativamente la segunda.
III. Si el Apóstol
Pablo de tal modo ha de considerarse como autor de esta Epístola que
deba necesariamente afirmarse no sólo haberla concebido y expresado toda
ella por inspiración del Espíritu Santo, sino que le dio también la
forma en que se conserva
Resp.:
Negativamente, salvo
ulterior juicio de la Iglesia.
BENEDICTO XV,
1914-1922
De la “Parusía” o del segundo
advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo en las Epístolas del Apóstol
San Pablo
[Respuestas de la Comisión Bíblica,
de 18 de junio de 1915]
I. Si para
resolver las dificultades que ocurren en las Epístolas de San Pablo y en
las de otros Apóstoles cuando se habla de la que llaman “Parusía”, o
sea, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, esté
permitido al exegeta católico afirmar que los Apóstoles, si bien bajo la
inspiración del Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan no
obstante sus propios sentimientos humanos, en los que puede deslizarse
error o engaño.
Resp.:
Negativamente.
II. Si teniendo en
cuenta la auténtica noción del cargo apostólico y la indudable fidelidad
de San Pablo a la doctrina del Maestro, y también el dogma católico
sobre inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, por el que
todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia e insinúa debe tenerse como
afirmado, enunciado e insinuado por el Espíritu Santo, bien pesados
también los textos de las Epístolas del Apóstol, en si mismos
considerados, perfectamente acordes con el modo de hablar del Señor
mismo, es menester afirmar que el Apóstol Pablo nada absolutamente dijo
en sus escritos que no concuerde perfectamente con aquella ignorancia
del tiempo de la Parusía que el mismo Cristo proclamó ser propia de los
hombres.
Resp.:
Afirmativamente.
III. Si atendida
la locución griega i1,u~s OL 'S~V7~S OL ~r6pLA~- 2]
7rO,U~VOL; pasada también la exposición de los Padres y ante todo la de
San Juan Crisóstomo, versadísimo igualmente en su lengua patria, como en
las Epístolas de San Pablo, es lícito rechazar, como traída de muy lejos
y desprovista de sólido fundamento, la interpretación tradicional en las
escuelas católicas (mantenida también por los innovadores del siglo XVI)
que explica las palabras de San Pablo en el cap. 4 de la Epístola 1 a
los tesalonicenses [v. 15-17], sin que en modo alguno implique la
afirmación de una Parusía tan próxima que el Apóstol se cuente a sí
mismo y a sus lectores entre los fieles que han de salir,
sobrevivientes, al encuentro de Cristo.
Resp.:
Negativamente.
De los
cismáticos moribundos y muertos
[Respuestas del Santo Oficio a
varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]
I. Si a los
cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte y piden
de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir
esos sacramentos sin abjuración de los errores.
Resp.:
Negativamente; antes
bien, se requiere que del modo mejor posible rechacen sus errores y
hagan la profesión de fe.
II. Si a los
cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituídos de sus
sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.
Resp.:
Bajo condición,
afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias es lícito
conjeturar que por lo menos implícitamente rechazan sus errores;
excluido, sin embargo, eficazmente, el escándalo, manifestando, por
ejemplo, a los circunstantes que la Iglesia supone que en el último
momento han vuelto a la unidad.
III. En cuanto a
la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.
Del
espiritismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 24
de abril de 1917]
Si es licito por
el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el
hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones
espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de
piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus
respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no
querer tener parte alguna con los espíritus malignos.
Resp.:
Negativamente a todo.
Código de
Derecho Canónico
Del Código de Derecho Canónico,
promulgado el 19 de mayo de 1918, citamos varios cánones en el
Indice sistemático.
Acerca de
algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo
[Decreto del Santo Oficio, de 5 de
junio de 1918]
Propuesta por la
sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda: Si pueden
enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:
I. No consta que
en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los hombres, se diera la
ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.
II. Tampoco puede
decirse cierta la sentencia que establece no haber ignorado nada el alma
de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo
pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por
ciencia de visión.
III. La opinión de
algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del alma de Cristo,
no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la sentencia de
los antiguos sobre la ciencia universal.
Los Emmos. y
Revmos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de fe y
costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que
debía responderse: Negativamente.
De la
inerrancia de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Spiritus
Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]
Con la doctrina de
Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia aquellas palabras
con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, solemnemente
declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la absoluta
inmunidad de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: “Tan lejos
está..” [véase 1951]. Y después de alegar las definiciones de los
Concilios de Florencia y Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade
además lo siguiente: “Por eso poco importa... pues en otro caso no sería
Él mismo el autor de la Sagrada Escritura entera” [v. 1952].
Aun cuando estas
palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni tergiversación
alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no hayan
faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre los
hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia
desgarra nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las
sagradas disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio
juicio han rechazado abiertamente u ocultamente combatido el magisterio
de la Iglesia en esta materia. Cierto que aprobamos el designio de
aquellos que para salir ellos y sacar a los demás de las dificultades
del Sagrado Libro, buscan nuevos métodos y modos de resolverlas,
apoyándose en todos los auxilios de los estudios y de la crítica; pero
míseramente se descaminarán de su intento, si descuidaren las enseñanzas
de nuestro antecesor y traspasaren las fronteras ciertas y los
límites establecidos por los Padres [Prov. 22, 28]. A la verdad, no
se encierra en esas enseñanzas y límites la opinión de aquellos modernos
que, introduciendo la distinción entre el elemento primario o religioso
de la Escritura, y el secundario o profano, quieren, en efecto, que la
inspiración misma se extienda a todas las sentencias y hasta a cada
palabra de la Biblia, pero coartan o limitan sus efectos y, ante todo,
la inmunidad de error y absoluta verdad, al elemento primario o
religioso. Sentencia suya es, en efecto, que sólo lo que a la religión
se refiere es por Dios intentado y enseñado en las Escrituras; pero lo
demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo sirve a la
doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la verdad
divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor.
Nada tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y
otras semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en
absoluto componerse con los adelantos de nuestra edad en las buenas
artes. Hay quienes pretenden que estos delirios de opiniones no pugnan
en nada contra las prescripciones de nuestro predecesor, como quiera que
declaró éste que en las cosas naturales el hagiógrafo habla según la
apariencia externa, ciertamente falaz [v. 1947]. Pero cuán temeraria,
cuán falsamente se afirme eso, manifiestamente aparece por las palabras
mismas del Pontífice...
No disienten menos
de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las partes
históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta
de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la
opinión concorde del vulgo; y esto no temen deducirlo de las
palabras mismas del Pontífice León, como quiera que éste dijo poderse
trasladar a las disciplinas históricas los principios establecidos sobre
las cosas naturales [v. 1949]. Consiguientemente pretenden que, así como
en lo físico hablaron los hagiógrafos según lo que aparece; así refieren
sucesos sin conocerlos, tal como parecia que constaban por la común
sentencia del vulgo o por los falsos testimonios de los otros, y que ni
indicaron las fuentes de su conocimiento ni hicieron suyos los relatos
de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar una cosa que es patentemente
injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de error? Porque, ¿qué
tiene que ver la historia con las cosas naturales, cuando la física
versa sobre lo que “sensiblemente aparece” y debe por tanto concordar
con los fenómenos, y la ley principal de la historia es, por lo
contrario, que lo escrito ha de convenir con los hechos, tal como
realmente se realizaron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo
permanecerá incólume aquella verdad inmune de toda falsedad en la
narración sagrada, verdad que nuestro predecesor en todo el contexto de
su Carta declara debe mantenerse? Y si afirma que puede provechosamente
trasladarse a la historia y disciplinas afines lo que tiene lugar en lo
físico, eso no lo estableció ciertamente de modo general, sino que
aconseja solamente que usemos de método semejante para refutar las
falacias de nuestros adversarios y defender de sus ataques la fe
histórica de la Sagrada Escritura...
No le faltan a la
Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes de tal manera
abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se contengan dentro
de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la verdad de la
Biblia y socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por los
Padres.
Si aun viviera,
sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de su palabra,
pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia, acuden con
demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las
narraciones sólo aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los
Sagrados Libros ciertos géneros literarios, con los que no puede
componerse la integra y perfecta verdad de la palabra divina; o tales
opiniones profesan sobre el origen de la Biblia que se tambalea o
totalmente se destruye su autoridad. Pues, ¿qué sentir ahora de aquellos
que en la exposición de los mismos Evangelios, de la fe a ellos debida,
la humana la disminuyen y la divina la echan por tierra? En efecto, lo
que nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a
nosotros integro e inmutable, por aquellos testigos que religiosamente
pusieron por escrito lo que ellos mismos vieron y oyeron; sino que
—particularmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— parte
procedió de los Evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas
por su cuenta, parte se compuso de la narración de los fieles de otra
generación...
Pues ya,
Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo lo
que en este décimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos
comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo
de Jerónimo, no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la
inspiración divina de las Escrituras, sino que sigan también
cuidadosísimamente los principios que en la Carta Encíclica
Providentissimus Deus y esta nuestra están prescritos...
De las
doctrinas teosóficas
[Respuesta del Santo Oficio, de
18 de julio de 1919]
Si las
doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la
doctrina católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las
sociedades teosóficas, asistir a sus reuniones y leer sus libros,
revistas, diarios y escritos. Resp.: Negativamente en todo.
PIO XI
1922-1939
De la relación
entre la Iglesia y el Estado
[De la Encíclica Ubi arcano,
de 23 de diciembre de 1922]
Y si la Iglesia
mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos
negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio derecho
se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para
oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se
cifra la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y
perdición con leyes y mandatos inicuos, o para poner en peligro la
constitución divina de la Iglesia misma o finalmente para conculcar los
sagrados derechos de Dios mismo en la sociedad civil.
De la ley y
modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino
[De la Encíclica Studiorum Ducem,
de 29 de junio de 1923]
Nos, empero,
queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo, León XIII y
Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos, cuidadosamente lo
atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos señaladamente que en las
escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio de las disciplinas
superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo cumplirán con su
deber, sino que llenarán también nuestros votos, si empezaren ellos por
amar ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de revolver día y
noche sus escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a sus alumnos,
al interpretar al mismo Doctor, y los vuelven idóneos para excitar
también en otros esa misma afición.
Es decir, que
entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean todos los
hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos deseamos
que se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de
donde procede el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que
no favorece a la verdad y únicamente vale para romper los lazos de la
caridad. Sea, pues, cosa santa para cada uno lo que en el Código de
derecho canónico se manda, a saber, que “los profesores traten
absolutamente los estudios de la filosofía racional y de la teología, y
la instrucción de los alumnos en estas disciplinas según el método,
doctrina y principios del Doctor Angélico y sosténganlos
religiosamente”; y aténganse todos de modo tal a esta norma, que puedan
llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros más de
lo que de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en
aquellas materias en que se disputa en contrario sentido en las escuelas
católicas entre los autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir
que siga aquella sentencia que le pareciere más verosímil.
De la
reviviscencia de los méritos y de los dones
[De la Bula del jubileo Infinita
Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]
Lo que se daba
entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus bienes, que
habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua posesión,
y que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev.
25, 10] y que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede
y se cumple con más facilidad entre nosotros en el año de expiación.
Todos aquellos, en efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan,
durante el magno jubileo, los saludables mandatos de la Sede Apostólica,
reparan y recuperan integramente aquella abundancia de méritos y
dones que pecando perdieron y se eximen del aspérrimo dominio de
Satanás, para adquirir nuevamente aquella libertad con que Cristo nos
liberó [Gal. 4, 31], y finalmente quedan absueltos plenamente, en
virtud de los méritos copiosísimos de Jesucristo, de la B. Virgen Maria
y de los Santos, de todas las penas que habían de pagar por sus culpas y
pecados.
De la realeza
de Cristo
[De la Encíclica Quas primas,
de 11 de diciembre de 1925]
Ahora bien, en qué
fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor,
convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: “De todas las
criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación,
no por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino
por su misma esencia y naturaleza”; es decir, su realeza se funda en
aquella maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que
Cristo no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino
que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su
imperio de hombre, es decir: aun por el solo título de la unión
hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por otra
parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de
que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza,
sino también por derecho adquirido, es decir, por el de redención?
¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto
le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habréis sido comprados
con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo, como de
cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr. 1, 18-19]. Ya no somos
nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio [1
Cor. 6, 20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo
[Ibid. 15].
Ahora bien, para
declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado,
apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo
del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que
sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras
acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con
fe católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en
quien confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan
[Concilio de Trento, sesión n, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los
Evangelios no tanto nos cuentan que Él dio leyes, cuanto nos lo
presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice el
divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le
probarán el amor que le tienen y que permanecerán en su amor [Ioh. 14,
15; 15, 10]. Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el
mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en cara la
violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un
hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo
juicio lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se comprende, por ser
cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho premios y
castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir
a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es
menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la
promulgación, contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede
escapar.
Sin embargo, que
este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual pertenezca
muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos alegado
de la Biblia, y confirmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor
mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta
los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de
reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él
les quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser
proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él
rehusó ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente
romano proclamó que su reino no era de este mundo [Ioh. 18, 36].
Tal se nos propone ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar
en el cual los hombres han de prepararse haciendo penitencia, y no
pueden de hecho entrar si no es por la fe y el bautismo, sacramento este
que, si bien es un rito externo, significa y produce, sin embargo, la
regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás y al poder
de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido su
corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de
costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí
mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como
Redentor, con su sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a si
mismo como victima por los pecados y siguiendo perpetuamente
ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de revestir y
participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y Sacerdote?
Torpemente, por lo
demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre
cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un
derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están
puestas bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se
abstuvo en absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces
despreció la posesión y administración de las cosas humanas, así las
dejó entonces a sus posesores y se las deja ahora. Y aquí puede muy
bellamente aplicarse aquello de que: “No quita los reinos mortales,
quien da los celestiales” [Himno Crudelis Herodes del oficio de
la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro Redentor comprende a
todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente nuestras las
palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII: “Es
decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico,
ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen
ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus
opiniones los lleve extraviados, o la disensión los separe de la
caridad; sino que comprende también cuantos entran en el número de los
que carecen de fe cristiana, de suerte que con toda verdad está en la
potestad de Cristo toda la universidad del género humano” [Encíclica
Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899]. Y en este punto no hay
diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas y
civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder
de Cristo que individualmente.
La misma es, a la
verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no hay
en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro
nombre en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto
para los ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el
autor de la prosperidad y de la auténtica felicidad: “Porque no es el
Estado feliz de otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es
el Estado que la concorde muchedumbre de los hombres.” No rehusen, pues,
los rectores de las naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por
su pueblo, público homenaje de reverencia y sumisión, si es que de
verdad quieren, mantenida incólume su autoridad, promover y acrecentar
la prosperidad de la patria.
Del laicismo
[De la misma Encíclica Quas
primas, de 11 de diciembre de 1935]
Pues ya, al mandar
que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico, por
ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y
pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a la
sociedad humana.
Peste de nuestra
edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales
intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las
naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo
de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los
pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a
poco, fue igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y
puesta con absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después
al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y
magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la religión
divina debía ser sustituida por una religión natural, por una especie de
movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído
podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en
el abandono de Dios.
Del “Comma
lohanneum”
[Del Decreto del Santo Oficio, de 13
de enero de 1897 y la Declaración del Santo
Oficio, de 2 de junio de 1927]
A la pregunta:
“Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea
auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7,
que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: El
Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa”; se
respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.
Sobre esta
respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya
desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas
veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización
del mismo Santo Oficio en el EB 121:
“Este decreto fue
dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se
arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en
duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum.
Pero no quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos
investigaran más a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los
argumentos de una y otra parte con la moderación y templanza que
requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la sentencia contraria
a la genuinidad, con tal que declararan que están dispuestos a atenerse
al juicio de la Iglesia, a la que fue por Jesucristo encomendado el
cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también el de
custodiarlas fielmente.
De las
reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos
[Del Decreto del Santo Oficio, de 8
de julio de 1927]
Si es licito a los
católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones, congresos o
sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí de un
modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza
religiosa.
Resp.:
Negativamente, y hay que
atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S.
Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los
católicos en la sociedad “para procurar la unidad de la
cristiandad”.
Del nexo de la
sagrada Liturgia con la Iglesia
[De la Constitución Apostólica
Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]
Habiendo la
Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad
del culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia del
sacrificio y de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber:
ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de
la mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar
es Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia.
Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos
levantamos a Dios y con Él nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos
obligamos a Él con gravísimo deber por los beneficios y auxilios
recibidos, de los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el
intimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el dogma, así como entre
el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por eso Celestino I
creía ver expresado el canon o regla de la fe en las fórmulas venerandas
de la Liturgia. Dice efectivamente: “La ley de creer ha de establecerla
la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los pueblos santos
desempeñan la delegación que les ha sido encomendada, representan ante
la clemencia divina la causa del género humano, y piden y suplican, a
par que con ellos gime la Iglesia entera” [v. 139].
De la
masturbación procurada directamente
[Del Decreto del Santo Oficio, de 2
de agosto de 1929]
Si es licita la
masturbación directamente procurada para obtener esperma con que se
descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la
blenorragia.
Resp.:
Negativamente.