Corazones de María - Rosarium Virginis Marie |
"ROSARIUM
VIRGINIS MARIAE" Carta Apostólica sobre el Santo Rosario
Al Episcopado, al Clero y a los Fieles S.S. Juan Pablo II
Octubre 16 de 2002
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1. El Rosario de
la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del
Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por
el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este
tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a
producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un
cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de
los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro»
(duc in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como
Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la
historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la
civilización».[1]
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una
oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en
sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un
compendio.[2] En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la
obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo
cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a
experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene
abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del
Redentor.
Los Romanos Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis Predecesores.
Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de
septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio,[3]
importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre
esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de
la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han
distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII[4]
y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en
consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter
evangélico del Rosario y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia
el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual
desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia,
especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en
los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas
preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años,
el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro,
como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta.
¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se
puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el
capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que
trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y
de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos
del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su
conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en
comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al
mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos
los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia
y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las
personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla
plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».[5]
Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer año
de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo
quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas
gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años:
Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las
palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio
petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del
Rosario
3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar, he
invitado al Pueblo de Dios « a caminar desde Cristo »,[6] he sentido la
necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como
coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación
del rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. Recitar el
Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo.
Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo ciento veinte
aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del
año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas
comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va de este octubre a
octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con
ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar los planes
pastorales de las Iglesias particulares. Confío que sea acogida con prontitud y
generosidad. El Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al corazón
mismo de la vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda
espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del Pueblo
de Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando con gozo
también otro aniversario: los 40 años del comienzo del Concilio Ecuménico
Vaticano II (11 de octubre de 1962), el «gran don de gracia» dispensada por el
espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.[7]
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La
primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta oración
que, en el actual contexto histórico y teológico, corre el riesgo de ser
infravalorada injustamente y, por tanto, poco propuesta a las nuevas
generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la Liturgia, acertadamente
subrayada por el Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga necesariamente como
consecuencia una disminución de la importancia del Rosario. En realidad, como
puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le
da soporte, ya que la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena
participación interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su carácter
marcadamente mariano. En realidad, se coloca en el más límpido horizonte del
culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un culto
orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que «mientras es
honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».[8]
Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el
ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la
práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los
fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto en
la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y propia 'pedagogía de
la santidad': «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte
de la oración».[9] Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas
contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también
por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras
comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de oración».[10]
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la
contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente
meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u
«oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.
Oración por la paz y por la
familia
6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la
propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar de Dios el don de la
paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis Predecesores y por mí
mismo como oración por la paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto con las
horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día
en muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el
Rosario significa sumirse en la contemplación del misterio de Aquél que «es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los
separaba, la enemistad» (Ef 2, 14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin
sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con una
particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan
querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y
oración, es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por
fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer
por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella, por
el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más amplia,
fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para
contrastar los efectos desoladores de esta crisis actual.
« ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn
19, 27)
7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy,
precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para con todos
los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la
persona del discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19, 26).
Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre
el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para
exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa.
Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el
vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la
Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima,[11] cuyos Santuarios son meta de
numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.
Tras las huellas de los testigos
8. Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que han encontrado en
el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará con recordar a san Luis
María Grignion de Montfort, autor de un preciosa obra sobre el Rosario[12] y,
más cercano a nosotros, al Padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he tenido
la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol del Rosario
tuvo también el Beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad se apoya sobre una
inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: « ¡Quien propaga el Rosario
se salva! ».[13] Basándose en ello, se sintió llamado a construir en Pompeya un
templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario colindante con los restos de la
antigua ciudad, apenas influenciada por el anuncio cristiano antes de quedar
cubierta por la erupción del Vesuvio en el año 79 y rescatada de sus cenizas
siglos después, como testimonio de las luces y las sombras de la civilización
clásica.
Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé
Longo desarrolló el meollo cristológico y contemplativo del Rosario, que ha
contado con un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del Rosario».
CAPÍTULO I CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
Un rostro brillante como el sol
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol»
(Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los
tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza
del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana.
Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino
ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino
manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre,
es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la
nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida
trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría
del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo:
«Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en
esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2
Co 3, 18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro
del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha
formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad
espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de
María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se
concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra
del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a
imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven
también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y
le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará
jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su
extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc 2, 48); será
en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta
percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná
(cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz,
donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la 'parturienta', ya que
María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que
acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19,
26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la
resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el
día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).
Los recuerdos de María
11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «
Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2,
51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo
momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su
vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en
cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días de
su vida terrenal.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial,
permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos
inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue
desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone
continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que
sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando
recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con
la mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración
marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo
corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de
contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como
los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por
su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida
del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del
Señor, y que desvelen su insondable riqueza».[14]
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de
relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de
contemplación cristológica.
Recordar a Cristo con María
13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin embargo
entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza
las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es
narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio
Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también el 'hoy'
de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo
que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos
directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de
cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración piadosa
de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor
significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de
vida, muerte y resurrección.
Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como
ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la
que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana
toda su fuerza»,[15] también es necesario recordar que la vida espiritual « no
se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado
a orar en común, debe no obstante, entrar también en su interior para orar al
Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol,
debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».[16] El Rosario, con su carácter
específico, pertenece a este variado panorama de la oración 'incesante', y si la
Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia,
el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación
saludable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del
Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado
profundamente y forje la propia existencia.
Comprender a Cristo desde María
14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se
trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a
Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el
Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf.
Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a
Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de
su misterio.
El primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua
en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra,
mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2,
5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos
después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el
Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las
escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para
penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce
consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo
tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe»,[17] en la cual es
maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita, como en su
Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz,
para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).
Configurarse a Cristo con María
15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo
de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm 8, 29; Flp 3, 10.
21). La efusión del Espíritu en el Bautismo une al creyente como el sarmiento a
la vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf.
1 Co 12, 12; Rm 12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder
un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento
del discípulo según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). Hace falta, según las palabras del Apóstol,
«revestirse de Cristo» (cf. Rm 13, 14; Ga 3, 27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del
rostro de Cristo –en compañía de María– este exigente ideal de configuración con
Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos decir 'amistosa'. Ésta
nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos hace como 'respirar'
sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato Bartolomé Longo: «Como dos
amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así
nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los
Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, podemos
llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de
estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y
perfecto».[18]
Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos
encomendamos en particular a la acción materna de la Virgen Santa. Ella, que es
la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro supereminente
y completamente singular»,[19] es al mismo tiempo 'Madre de la Iglesia'. Como
tal 'engendra' continuamente hijos para el Cuerpo místico del Hijo. Lo hace
mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión inagotable del
Espíritu. Ella es el icono perfecto de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el
crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y
modelarnos con la misma diligencia, hasta que Cristo «sea formado» plenamente en
nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María, basada totalmente en la de Cristo
y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera impide, la
unión inmediata de los creyentes con Cristo».[20] Es el principio iluminador
expresado por el Concilio Vaticano II, que tan intensamente he experimentado en
mi vida, haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus tuus.[21] Un lema,
como es sabido, inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort,
que explicó así el papel de María en el proceso de configuración de cada uno de
nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en el ser
conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la devociones
es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo más
perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las
criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones,
la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su
Santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen,
tanto más lo estará a Jesucristo».[22] De verdad, en el Rosario el camino de
Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más que
en Cristo y en función de Cristo!
Rogar a Cristo con María
16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para
ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá»
(Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del Padre,
pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la acción del
Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios
de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8, 26) y a veces no
somos escuchados porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3).
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro
corazón, interviene María con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia
está como apoyada en la oración de María».[23] Efectivamente, si Jesús, único
Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de Él,
muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la acción
del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de
Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios».[24]
En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la
intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades
humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre
de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo
ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz
expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato
Bartolomé Longo.[25] Basada en el Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido
consolidando por experiencia propia en el pueblo cristiano. El eminente poeta
Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta:
«Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a
ti, quiere que su deseo vuele sin alas».[26]En el Rosario, mientras suplicamos a
María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), Ella intercede por nosotros
ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno,
rogando con nosotros y por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el
que el misterio de Cristoes presentado continuamente en los diversos aspectos de
la experiencia cristiana. Es una presentación orante y contemplativa, que trata
de modelar al cristiano según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el rezo
del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una meditación
eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las parroquias y
los santuarios, una significativa oportunidad catequética que los Pastores deben
saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este modo su obra de
anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo esta oración ha sido
utilizada especialmente por los Dominicos, en un momento difícil para la Iglesia
a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por qué
no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos
han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso
importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador.
CAPÍTULO II MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE
El Rosario «compendio del
Evangelio»
18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el
Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt
11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús
puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha
revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt
16, 17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla,
es indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la
oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el
conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio»[27]
El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana
orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa
Pablo VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación
redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente
cristológica. En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica
del "Dios te salve, María"– se convierte también en alabanza constante a Cristo,
término último del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista:
"Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave
Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los
misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de
los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».[28]
Una incorporación oportuna
19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha
consolidado en la práctica más común corroborada por la autoridad eclesial, sólo
considera algunos. Dicha selección proviene del contexto original de esta
oración, que se organizó teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de
los Salmos.
No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero
oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de los
individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los misterios de la
vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos
misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como
revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre
en el Bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de
él con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la vida pública es cuando
el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz:
«Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5).
Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del
Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la
vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los
sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección
(misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos
particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta
incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la
estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado
interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la
profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de
gloria.
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente
por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente
desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une
a la invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta
toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del
mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las
cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para
hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad
está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente a la
voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma
de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría» a Juan
(cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del
divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los
pastores como «una gran alegría» (Lc 2, 10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría,
anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el templo, a la vez
que expresa la dicha de la consagración y extasía al viejo Simeón, contiene
también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción» para Israel y
de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y
dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el
templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y
ejerciendo sustancialmente el papel de quien 'enseña'. La revelación de su
misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella
radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona
hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos,
sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los
motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa
fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el
sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender
el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante
todo evangelion, 'buena noticia', que tiene su centro o, mejor dicho, su
contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador
del mundo.
Misterios de luz
21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús,
la contemplación nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera
especial «misterios de luz». En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él
es «la luz del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo
en los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando
indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos –misterios
«luminosos»– de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1.
su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bodas de Caná; 3. su
anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su Transfiguración; 5.
institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de
Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras
Cristo, como inocente que se hace 'pecado' por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra
en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo
predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo
de la misión que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná
(cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón
de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera
creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada
del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los
pecados de quien se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2, 3-13; Lc 7,47-48),
iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta
el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación
confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que
según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad
resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los
apóstoles extasiados para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan
a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la
alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo.
Misterio de luz es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo
se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino,
dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13, 1) y
por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el
trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que
otro momento de la predicación de Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada dicen
sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la
Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña toda
la misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo en el Jordán proviene
directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios
de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida a la
Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Es una
exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su
vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios de
luz».
Misterios de dolor
22. Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La
piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis,
se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo
que ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra
salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al orante
a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario
meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente
angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la
carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas
las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres,
para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42 par.).
Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. Y cuánto le
costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los misterios
siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la subida
al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del
hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su
sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor
«hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de dolor llevan el
creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a
María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y
sentir toda su fuerza regeneradora.
Misterios de gloria
23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de
crucificado. ¡Él es el Resucitado!».[29] El Rosario ha expresado siempre esta
convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para
fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión.
Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la
propia fe (cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los
que Cristo se manifestó –los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús–,
sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del
Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha
del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción, anticipando así, por
especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la
resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece en el último
misterio glorioso–, María resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos,
anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario
considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de
la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa
del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de
éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a
tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la
Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo,
los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta
escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios
peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio
valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.
De los "misterios' al 'Misterio":
el camino de María
24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente
exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para
gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del manantial
puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran
los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,
19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la Plenitud
de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia
Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo en la
vida de Jesús es signo de su Misterio».[30] El «duc in altum» de la Iglesia en
el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda
su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios,
en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col
2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: «Que
Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados
en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (3,
17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más
fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos
llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret,
mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una
devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con su
Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los
misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por
el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave
Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados
a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto
bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).
Misterio de Cristo, 'misterio'
del hombre
25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración
predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que «
el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana ».[31]
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no
es difícil profundizar en esta consideración antropológica del Rosario. Una
consideración más radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien
contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la
verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que
tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica
Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo Encarnado».[32] El Rosario ayuda a abrirse a esta luz.
Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del hombre,[33]
desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre.
Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la
casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la familia según el
designio de Dios, escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública
encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el
Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a
Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está
llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se
puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio
del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa
humanidad del Redentor tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos que marcan
nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te sustentará» (Sal 55, 23).
Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones
misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de largos años, recordando los
sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio petrino,
deseo repetir, casi como una cordial invitación dirigida a todos para que hagan
de ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el Rosario « marca el ritmo
de la vida humana », para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa
comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra existencia.
CAPÍTULO III « PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO »
El Rosario, camino de asimilación del
misterio
26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método
característico, adecuado para favorecer su asimilación. Se trata del método
basado en la repetición. Esto vale ante todo para el Ave Maria, que se repite
diez veces en cada misterio. Si consideramos superficialmente esta repetición,
se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se
puede hacer otra consideración sobre el Rosario, si se toma como expresión del
amor que no se cansa de dirigirse a la persona amada con manifestaciones que,
incluso parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento
que las inspira.
En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de carne». Cristo no
solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino también
un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto, si
necesitáramos un testimonio evangélico, no sería difícil encontrarlo en el
conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón, hijo
de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, tres veces Pedro
responde: «Señor, tú lo sabes que te quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá del
sentido específico del pasaje, tan importante para la misión de Pedro, a nadie
se le escapa la belleza de esta triple repetición, en la cual la reiterada
pregunta y la respuesta se expresan en términos bien conocidos por la
experiencia universal del amor humano. Para comprender el Rosario, hace falta
entrar en la dinámica psicológica que es propia del amor.
Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige directamente a
María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a Jesús. La repetición
favorece el deseo de una configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero
'programa' de la vida cristiana. San Pablo lo ha enunciado con palabras
ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1, 21). Y
también: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El
Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta de la santidad.
Un método válido...
27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva de la ayuda de un
método. Dios se comunica con el hombre respetando nuestra naturaleza y sus
ritmos vitales. Por esto la espiritualidad cristiana, incluso conociendo las
formas más sublimes del silencio místico, en el que todas las imágenes, palabras
y gestos son como superados por la intensidad de una unión inefable del hombre
con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación de toda la persona, en
su compleja realidad psicofísica y relacional.
Esto aparece de modo evidente en la Liturgia. Los Sacramentos y los
Sacramentales están estructurados con una serie de ritos relacionados con las
diversas dimensiones de la persona. También la oración no litúrgica expresa la
misma exigencia. Esto se confirma por el hecho de que, en Oriente, la oración
más característica de la meditación cristológica, la que está centrada en las
palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»,[34] está
vinculada tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que, mientras
favorece la perseverancia en la invocación, da como una consistencia física al
deseo de que Cristo se convierta en el aliento, el alma y el 'todo' de la vida.
... que, no obstante, se puede
mejorar
28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he recordado que en Occidente
existe hoy también una renovada exigencia de meditación, que encuentra a veces
en otras religiones modalidades bastante atractivas.[35] Hay cristianos que, al
conocer poco la tradición contemplativa cristiana, se dejan atraer por tales
propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan elementos positivos y a veces
compaginables con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo
ideológico inaceptable. En dichas experiencias abunda también una metodología
que, pretendiendo alcanzar una alta concentración espiritual, usa técnicas de
tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. El Rosario forma parte de este
cuadro universal de la fenomenología religiosa, pero tiene características
propias, que responden a las exigencias específicas de la vida cristiana.
En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, debe ser
utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en sí mismo. Pero tampoco
debe infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia secular. La
experiencia de innumerables Santos aboga en su favor. Lo cual no impide que
pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la incorporación, en el ciclo
de los misterios, de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas
sugerencias sobre el rezo del Rosario que propongo en esta Carta. Con ello,
aunque respetando la estructura firmemente consolidada de esta oración, quiero
ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos simbólicos, en sintonía con
las exigencias de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo de que esta
oración no sólo no produzca los efectos espirituales deseados, sino que el
rosario mismo con el que suele recitarse, acabe por considerarse como un amuleto
o un objeto mágico, con una radical distorsión de su sentido y su cometido
El enunciado del misterio
29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar al mismo
tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario en el cual
concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación y el espíritu a
aquel determinado episodio o momento de la vida de Cristo. En la espiritualidad
que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto a través de la veneración de
imágenes que enriquecen muchas devociones con elementos sensibles, como también
del método propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales,
se ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la compositio loci)
considerándolo de gran ayuda para favorecer la concentración del espíritu en el
misterio. Por lo demás, es una metodología que se corresponde con la lógica
misma de la Encarnación: Dios ha querido asumir, en Jesús, rasgos humanos. Por
medio de su realidad corpórea, entramos en contacto con su misterio divino.
El enunciado de los varios misterios del Rosario se corresponde también con esta
exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen al Evangelio ni tampoco se
refieren a todas sus páginas. El Rosario, por tanto, no reemplaza la lectio
divina, sino que, por el contrario, la supone y la promueve. Pero si los
misterios considerados en el Rosario, aun con el complemento de los mysteria
lucis, se limita a las líneas fundamentales de la vida de Cristo, a partir de
ellos la atención se puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre
todo cuando el Rosario se recita en momentos especiales de prolongado
recogimiento.
La escucha de la Palabra de Dios
30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, es útil que
al enunciado del misterio siga la proclamación del pasaje bíblico
correspondiente, que puede ser más o menos largo según las circunstancias. En
efecto, otras palabras nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada. Ésta
debe ser escuchada con la certeza de que es Palabra de Dios, pronunciada para
hoy y «para mí».
Acogida de este modo, la Palabra entra en la metodología de la repetición del
Rosario sin el aburrimiento que produciría la simple reiteración de una
información ya conocida. No, no se trata de recordar una información, sino de
dejar 'hablar' a Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria, esta palabra se
puede ilustrar con algún breve comentario.
El silencio
31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es conveniente que,
después de enunciar el misterio y proclamar la Palabra, esperemos unos momentos
antes de iniciar la oración vocal, para fijar la atención sobre el misterio
meditado. El redescubrimiento del valor del silencio es uno de los secretos para
la práctica de la contemplación y la meditación. Uno de los límites de una
sociedad tan condicionada por la tecnología y los medios de comunicación social
es que el silencio se hace cada vez más difícil. Así como en la Liturgia se
recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del Rosario es también
oportuno hacer una breve pausa después de escuchar la Palabra de Dios,
concentrando el espíritu en el contenido de un determinado misterio.
El «Padrenuestro»
32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención en el misterio,
es natural que el ánimo se eleve hacia el Padre. Jesús, en cada uno de sus
misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él se dirige continuamente,
porque descansa en su 'seno' (cf Jn 1, 18). Él nos quiere introducir en la
intimidad del Padre para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; Ga 4,
6). En esta relación con el Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros,
comunicándonos el Espíritu, que es a la vez suyo y del Padre. El «Padrenuestro»,
puesto como fundamento de la meditación cristológico-mariana que se desarrolla
mediante la repetición del Ave Maria, hace que la meditación del misterio, aun
cuando se tenga en soledad, sea una experiencia eclesial.
Las diez «Ave Maria»
33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez lo convierte en
una oración mariana por excelencia. Pero precisamente a la luz del Ave Maria,
bien entendida, es donde se nota con claridad que el carácter mariano no se
opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto, la
primera parte del Ave Maria, tomada de las palabras dirigidas a María por el
ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante del misterio que se
realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así decir, la admiración del
cielo y de la tierra y, en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de
Dios mismo al ver su obra maestra –la encarnación del Hijo en el seno virginal
de María–, análogamente a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1, 31),
aquel «pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de
sus manos».[36] Repetir en el Rosario el Ave Maria nos acerca a la complacencia
de Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más grande de la
historia. Es el cumplimiento dela profecía de María: «Desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc1, 48).
El centro del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la segunda parte,
es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado, no se percibe este
aspecto central y tampoco la relación con el misterio de Cristo que se está
contemplando. Pero es precisamente el relieve que se da al nombre de Jesús y a
su misterio lo que caracteriza una recitación consciente y fructuosa del
Rosario. Ya Pablo VI recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus la
costumbre, practicada en algunas regiones, de realzar el nombre de Cristo
añadiéndole una cláusula evocadora del misterio que se está meditando.[37] Es
una costumbre loable, especialmente en la plegaria pública. Expresa con
intensidad la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida del
Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la
meditación, permitiendo vivir la función asimiladora, innata en la repetición
del Ave Maria, respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el
único nombre del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– junto con el
de su Madre Santísima, y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo
de asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la
vida de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la
Theotòkos, deriva, además, la fuerza de la súplica con la que nos dirigimos a
Ella en la segunda parte de la oración, confiando a su materna intercesión
nuestra vida y la hora de nuestra muerte.
El «Gloria»
34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En efecto,
Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el Espíritu. Si recorremos este
camino hasta el final, nos encontramos continuamente ante el misterio de las
tres Personas divinas que se han de alabar, adorar y agradecer. Es importante
que el Gloria, culmen de la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En
el rezo público podría ser cantado, para dar mayor énfasis a esta perspectiva
estructural y característica de toda plegaria cristiana.
En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, profunda,
fortalecida –de Ave en Ave – por el amor a Cristo y a María, la glorificación
trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a una rápida conclusión, adquiere
su justo tono contemplativo, como para levantar el espíritu a la altura del
Paraíso y hacer revivir, de algún modo, la experiencia del Tabor, anticipación
de la contemplación futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9, 33).
La jaculatoria final
35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, después de la doxología trinitaria
sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. Sin quitar valor a tales
invocaciones, parece oportuno señalar que la contemplación de los misterios
puede expresar mejor toda su fecundidad si se procura que cada misterio concluya
con una oración dirigida a alcanzar los frutos específicos de la meditación del
misterio. De este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia su relación
con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica, que nos invita a
pedir que, meditando los misterios del Rosario, lleguemos a «imitar lo que
contienen y a conseguir lo que prometen».[38]
Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias forma legítimas.
El Rosario adquiere así también una fisonomía más adecuada a las diversas
tradiciones espirituales y a las distintas comunidades cristianas. En esta
perspectiva, es de desear que se difundan, con el debido discernimiento
pastoral, las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en centros y
santuarios marianos que cultivan particularmente la práctica del Rosario, de
modo que el Pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual,
encontrando así una ayuda para la propia contemplación.
El 'rosario'
36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica más
superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento para contar la
sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también para expresar un simbolismo, que
puede dar ulterior densidad a la contemplación.
A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el rosario está
centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el proceso mismo de la oración. En
Cristo se centra la vida y la oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo
tiende hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu Santo, llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario
evoca el camino incesante de la contemplación y de la perfección cristiana. El
Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como una 'cadena' que nos une a
Dios. Cadena, sí, pero cadena dulce; así se manifiesta la relación con Dios, que
es Padre. Cadena 'filial', que nos pone en sintonía con María, la «sierva del
Señor» (Lc 1, 38) y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios,
se hizo «siervo» por amor nuestro (Flp 2, 7).
Es también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario a nuestra
relación recíproca, recordando de ese modo el vínculo de comunión y fraternidad
que nos une a todos en Cristo.
Inicio y conclusión
37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según los
diversos contextos eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar con la
invocación del Salmo 69: «Dios mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en
socorrerme», como para alimentar en el orante la humilde conciencia de su propia
indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo de la
profesión de fe el fundamento del camino contemplativo que se emprende. Éstos y
otros modos similares, en la medida que disponen el ánimo para la contemplación,
son usos igualmente legítimos. La plegaria se concluye rezando por las
intenciones del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto
horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta
proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas
indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual en
el que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su poderosa
intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al final de esta oración en la cual se
ha experimentado íntimamente la maternidad de María, el espíritu siente
necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, bien con la espléndida
oración de la Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas? Es como coronar un
camino interior, que ha llevado al fiel al contacto vivo con el misterio de
Cristo y de su Madre Santísima.
La distribución en el tiempo
38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así lo hacen de
manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna de oración los días de muchos
contemplativos, o sirve de compañía a enfermos y ancianos que tienen mucho
tiempo disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor razón, si se añade el
nuevo ciclo de los mysteria lucis– que muchos no podrán recitar más que una
parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución semanal da a los
días de la semana un cierto 'color' espiritual, análogamente a lo que hace la
Liturgia con las diversas fases del año litúrgico.
Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los «misterios
gozosos», el martes y el viernes a los «dolorosos», el miércoles, el sábado y el
domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir los «misterios de la luz»?
Considerando que los misterios gloriosos se proponen seguidos el sábado y el
domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter mariano,
parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación semanal de los
misterios gozosos, en los cuales la presencia de María es más destacada. Queda
así libre el jueves para la meditación de los misterios de la luz.
No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente libertad en la
meditación personal y comunitaria, según las exigencias espirituales y
pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas que pueden sugerir
oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente importante es que el Rosario se
comprenda y se experimente cada vez más como un itinerario contemplativo. Por
medio de él, de manera complementaria a cuanto se realiza en la Liturgia, la
semana del cristiano, centrada en el domingo, día de la resurrección, se
convierte en un camino a través de los misterios de la vida de Cristo, y Él se
consolida en la vida de sus discípulos como Señor del tiempo y de la historia.
«Rosario bendito de María, cadena
dulce que nos unes con Dios»
39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta oración
tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero también la
profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la exigencia de
una contemplación más intensa.
La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando
las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante.
En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la
fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue
considerada como propiciadora de la salvación.
Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo he señalado al principio– la
causa de la paz en el mundo y la de la familia.
La paz
40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo
Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz de
orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes
dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en un futuro menos
oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho
mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra paz» (Ef 2, 14).
Quien interioriza el misterio de Cristo –y el Rosario tiende precisamente a eso–
aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido
a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave Maria, el Rosario
ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y
experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz
verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).
Es además oración por la paz por la caridad que promueve. Si se recita bien,
como verdadera oración meditativa, el Rosario, favoreciendo el encuentro con
Cristo en sus misterios, muestra también el rostro de Cristo en los hermanos,
especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar, en los
misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén sin sentir el deseo de
acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los
niños en todas las partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del Cristo
revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus
bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado con
la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus «cireneos» en cada
hermano aquejado por el dolor u oprimido por la desesperación? ¿Cómo se podría,
en fin, contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada como Reina,
sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo, más cercano al
proyecto de Dios?
En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace
también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter de petición
insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación de Cristo a «orar
siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy se pueda vencer
también una 'batalla' tan difícil como la de la paz. De este modo, el Rosario,
en vez de ser una huida de los problemas del mundo, nos impulsa a examinarlos de
manera responsable y generosa, y nos concede la fuerza de afrontarlos con la
certeza de la ayuda de Dios y con el firme propósito de testimoniar en cada
circunstancia la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
La familia: los padres...
41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una
oración de la familia y por la familia. Antes esta oración era apreciada
particularmente por las familias cristianas, y ciertamente favorecía su
comunión. Conviene no descuidar esta preciosa herencia. Se ha de volver a rezar
en familia y a rogar por las familias, utilizando todavía esta forma de
plegaria.
Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he alentado la celebración de
la Liturgia de las Horas por parte de los laicos en la vida ordinaria de las
comunidades parroquiales y de los diversos grupos cristianos,[39] deseo hacerlo
igualmente con el Rosario. Se trata de dos caminos no alternativos, sino
complementarios, de la contemplación cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se
dedican a la pastoral de las familias que recomienden con convicción el rezo del
Rosario.
La familia que reza unida, permanece unida. El Santo Rosario, por antigua
tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la
familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera también la
capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar, solidarizarse,
perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por
el Espíritu de Dios.
Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las sociedades
económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente dificultad para
comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión
quedan absorbidos por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en
familia significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas,
las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre
santísima. La familia que reza unida el Rosario reproduce un poco el clima de la
casa de Nazaret: Jesús está en el centro, se comparten con él alegrías y
dolores, se ponen en sus manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él la
esperanza y la fuerza para el camino.
... y los hijos
42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de
crecimiento de los hijos. ¿No es acaso, el Rosario, el itinerario de la vida de
Cristo, desde su concepción a la muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy
resulta cada vez más difícil para los padres seguir a los hijos en las diversas
etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, de los medios de
comunicación social y de la globalización, todo se ha acelerado, y cada día es
mayor la distancia cultural entre las generaciones. Los mensajes de todo tipo y
las experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los chicos y
los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar los peligros
que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante desilusiones fuertes, al
constatar los fracasos de los hijos ante la seducción de la droga, los
atractivos de un hedonismo desenfrenado, las tentaciones de la violencia o las
formas tan diferentes del sinsentido y la desesperación.
Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, educándolos
desde su tierna edad para este momento cotidiano de «intervalo de oración» de la
familia, no es ciertamente la solución de todos los problemas, pero es una ayuda
espiritual que no se debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario parece una
oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes de hoy. Pero
quizás esta objeción se basa en un modo poco esmerado de rezarlo. Por otra
parte, salvando su estructura fundamental, nada impide que, para ellos, el rezo
del Rosario –tanto en familia como en los grupos– se enriquezca con oportunas
aportaciones simbólicas y prácticas, que favorezcan su comprensión y
valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista,
apasionada y creativa –¡las Jornadas Mundiales de la Juventud han dado buena
prueba de ello!– es capaz de dar, con la ayuda de Dios, pasos verdaderamente
significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy seguro de que los jóvenes
mismos serán capaces de sorprender una vez más a los adultos, haciendo propia
esta oración y recitándola con el entusiasmo típico de su edad.
El Rosario, un tesoro que
recuperar
43. Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al mismo tiempo tan
rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad cristiana. Hagámoslo sobre
todo en este año, asumiendo esta propuesta como una consolidación de la línea
trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han
inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los
objetivos para el próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado,
sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los diversos
ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza del
Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que, realizando una reflexión a la
vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de Dios y sensible a la vivencia del
pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los fundamentos bíblicos, las riquezas
espirituales y la validez pastoral de esta oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular a
contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras,
familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes:
tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz
de la Escritura, en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida
cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año de
Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María,
postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado
por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías con gusto las
palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a la Reina del
Santo Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios,
vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos
del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú
serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la
vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre,
oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los
pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier,
hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».
Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
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Notas
[1] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 45.
[2]Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus, (2 febrero 1974) 42, AAS 66 (1974),
153.
[3]Cf. Acta Leonis XIII, 3 (1884), 280-289.
[4]En particular, es digna de mención su Carta ap. sobre el Rosario Il religioso
convegno del 29 septiembre 1961: AAS 53 (1961), 641-647.
[5]Angelus: L'Osservatore Romano ed. semanal en lengua española, 5 noviembre
1978, 1.
[6]AAS93 (2002), 285.
[7]En los años de preparación del Concilio, Juan XXIII invitó a la comunidad
cristiana a rezar el Rosario por el éxito de este acontecimiento eclesial; cf.
Carta al Cardenal Vicario del 28 de septiembre de 1960: AAS 52 (1960), 814-817.
[8]Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
[9]N. 32: AAS 93 (2002), 288.
[10]Ibíd., 33: l. c., 289.
[11]Es sabido y se ha de recordar que las revelaciones privadas no son de la
misma naturaleza que la revelación pública, normativa para toda la Iglesia. Es
tarea del Magisterio discernir y reconocer la autenticidad y el valor de las
revelaciones privadas para la piedad de los fieles.
[12]El secreto admirable del santísimo Rosario para convertirse y salvarse,en
Obras de San Luis María G. de Montfort, Madrid 1954, 313-391.
[13]Beato Bartolo Longo, Storia del Santuario di Pompei, Pompei 1990, p.59.
[14]Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 47: AAS 66 (1974), 156.
[15]Const. sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium,10.
[16]Ibíd., 12.
[17]Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
[18]I Quindici Sabati del Santissimo Rosario,27 ed., Pompeya 1916), p. 27.
[19]Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53.
[20]Ibíd., 60.
[21]Cf. Primer Radiomensaje Urbi et orbi (17 octubre 1978): AAS 70 (1978), 927.
[22]Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 120, en: Obras. de
San Luis María G. de Montfort, Madrid 1954, p.505s.
[23]Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.
[24]Ibíd., 2675.
[25]La Suplica a la Reina del Santo Rosario, que se recita solemnemente dos
veces al año, en mayo y octubre, fue compuesta por el Beato Batolomé Longo en
1883, como adhesión a la invitaciòn del Papa Leon XIII a los católicos en su
primera Encíclica sobre el Rosario a un compromiso espiritual orientado a
afrontar los males de la sociedad.
[26]Divina Comedia,Par. XXXIII, 13-15.
[27]Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 20: AAS 93 (2001), 279.
[28]Exort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 46: AAS 66 (1974), 155.
[29]Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 28: AAS 93 (2001), 284.
[30]N. 515.
[31]Angelus del 29 de octubre 1978: L'Osservatore Romano,ed. semanal en lengua
española, 5 noviembre 1978, 1.
[32]Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
[33]S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 18,1: PG 7, 932.
[34]Catecismo de la Iglesia Católica,2616.
[35]Cf. n. 33: AAS 93 (2001), 289.
[36]Carta a los artistas(4 abril 1999), 1: AAS 91 (1999), 1155.
[37]Cf. n. 46: AAS 66 (1974), 155. Esta costumbre ha sido alabada recientemente
por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones (17
diciembre 2001), n.201.
[38]« ...concede, quæsumus, ut hæc mysteria sacratissimo beatæ Mariæ Virginis
Rosario recolentes, et imitemur quod continent, et quod promittunt assequamur »:
Missale Romanum (1960) in festo B. M. Virginis a Rosario.
[39]Cf. n. 34: AAS 93 (2001), 290.
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