«QUANTA CURA»
Sobre los principales errores de la época.
Carta encíclica del Papa Pío IX, 8
de diciembre de 1864
Con cuánto cuidado y pastoral vigilancia cumplieron en todo tiempo los
Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, la misión a ellos confiada por el
mismo Cristo Nuestro Señor, en la persona de San Pedro, Príncipe de los
Apóstoles _con el encargo de apacentar las ovejas y corderos, ya nutriendo a
toda la grey del Señor con las enseñanzas de la fe, ya imbuyéndola con sanas
doctrinas y apartándola de los pastos envenenados_, de todos, pero muy
especialmente de vosotros, Venerables Hermanos, es perfectamente conocido y
sabido. Porque, en verdad, Nuestros Predecesores, defensores y vindicadores de
la sacrosanta religión católica, de la verdad y de la justicia, llenos de
solicitud por el bien de las almas en modo extraordinario, nada cuidaron tanto
como descubrir y condenar con sus Cartas y Constituciones, llenas de sabiduría,
todas las herejías y errores que, contrarios a nuestra fe divina, a la doctrina
de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a la eterna
salvación de los hombres, levantaron con frecuencia graves tormentas, y
trajeron lamentables ruinas así sobre la Iglesia como sobre la misma sociedad
civil. Por eso Nuestros Predecesores, con apostólica fortaleza resistieron sin
cesar a las inicuas maquinaciones de los malvados que, lanzando como las olas
del fiero mar la espuma de sus conclusiones, y prometiendo libertad, cuando en
realidad eran esclavos del mal, trataron con sus engañosas opiniones y con sus
escritos perniciosos de destruir los fundamentos del orden religioso y del orden
social, de quitar de en medio toda virtud y justicia, de pervertir todas las
almas, de separar a los incautos _y, sobre todo, a la inexperta juventud_ de la
recta norma de las sanas costumbres, corrompiéndola miserablemente, para
enredarla en los lazos del error y, por último, arrancarla del seno de la
Iglesia católica.
2. Por ello, como bien lo sabéis, Venerables Hermanos, apenas Nos, por un
secreto designio de la Divina Providencia, pero sin mérito alguno Nuestro,
fuimos elevados a esta Cátedra de Pedro; al ver, con profundo dolor de Nuestro
corazón, la horrorosa tormenta levantada por tantas opiniones perversas, así
como al examinar los daños tan graves como dignos de lamentar con que tales
errores afligían al pueblo cristiano; por deber de Nuestro apostólico
ministerio, y siguiendo las huellas ilustres de Nuestros Predecesores,
levantamos Nuestra voz, y por medio de varias Cartas encíclicas divulgadas por
la imprenta y con las Alocuciones tenidas en el Consistorio, así como por otros
Documentos apostólicos, condenamos los errores principales de nuestra época
tan desgraciada, excitamos vuestra eximia vigilancia episcopal, y con todo
Nuestro poder avisamos y exhortamos a Nuestros carísimos hijos para que
abominasen tan horrendas doctrinas y no se contagiaran de ellas. Y especialmente
en Nuestra primera Encíclica, del 9 de noviembre de 1846 a vosotros dirigida, y
en las dos Alocuciones consistoriales, del 9 de diciembre de 1854 y del 9 de
junio de 1862, condenamos las monstruosas opiniones que, con gran daño de las
almas y detrimento de la misma sociedad civil, dominan señaladamente a nuestra
época; errores que no sólo tratan de arruinar la Iglesia católica, con su
saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino también la misma eterna ley
natural grabada por Dios en todos los corazones y aun la recta razón. Errores
son éstos, de los cuales se derivan casi todos los demás.
3. Pero, aunque no hemos dejado Nos de proscribir y condenar estos tan
importantes errores, sin embargo, la causa de la Iglesia católica y la
salvación de las almas de Dios Nos ha confiado, y aun el mismo bien común
exigen imperiosos que de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para
combatir otras depravadas opiniones que también se derivan de aquellos errores
como de su fuente. Opiniones falsas y perversas, que tanto más se han de
detestar cuanto que tienden a impedir y aun suprimir el poder saludable que
hasta el final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por
institución y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en
particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos; errores que
tratan, igualmente, de destruir la unión y la mutua concordia entre el
Sacerdocio y el Imperio, que siempre fue tan provechosa así a la Iglesia como
al mismo Estado[1].
Sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en nuestro tiempo hay no pocos
que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del
naturalismo, se atreven a enseñar "que la perfección de los gobiernos y
el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y
se gobierne sin preocuparse para nada de la religión, como si esta no
existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera
religión y las falsas". Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de
la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que "la mejor forma
de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación
de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión
católica, sino en cuanto la paz pública lo exija". Y con esta idea de la
gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión
errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las
almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura[2], esto
es, que "la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de
cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como
ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de
manifestar sus ideas con la máxima publicidad _ya de palabra, ya por escrito,
ya en otro modo cualquiera_, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna
puedan reprimirla en ninguna forma". Al sostener afirmación tan temeraria
no piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición[3], y
que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca faltará
quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la locuacidad de la
sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cómo la fe y la
prudencia cristiana han de evitar esta vanidad tan dañosa[4].
4. Y como, cuando en la sociedad civil es desterrada la religión y aún
repudiada la doctrina y autoridad de la misma revelación, también se oscurece
y aun se pierde la verdadera idea de la justicia y del derecho, en cuyo lugar
triunfan la fuerza y la violencia, claramente se ve por qué ciertos hombres,
despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la
sana razón, se atreven a proclamar que "la voluntad del pueblo manifestada
por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley,
libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos
consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho".
Pero ¿quién no ve y no siente claramente que una sociedad, sustraída a las
leyes de la religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que
acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable
deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu sirviendo tan solo
a sus propios placeres e intereses? Por ello, esos hombres, con odio
verdaderamente cruel, persiguen a las Ordenes religiosas, tan beneméritas de la
sociedad cristiana, civil y aun literaria, y gritan blasfemos que aquellas no
tienen razón alguna de existir, haciéndose así eco de los errores de los
herejes. Como sabiamente lo enseñó Nuestro Predecesor, de v. m., Pío VI,
"la abolición de las Ordenes religiosas hiere al estado de la profesión
pública de seguir los consejos evangélicos; hiere a una manera de vivir
recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente,
ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por
Dios"[5]. Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y
a los fieles la facultad de "hacer limosna en público, por motivos de
cristiana caridad", y que debe "abolirse la ley prohibitiva, en
determinados días, de las obras serviles, para dar culto a Dios": con suma
falacia pretenden que aquella facultad y esta ley "se hayan en oposición a
los postulados de una verdadera economía política". Y, no contentos con
que la religión sea alejada de la sociedad, quieren también arrancarla de la
misma vida familiar.
5. Apoyándose en el funestísimo error del comunismo y socialismo, aseguran
que "la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho
civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los
derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la
instrucción y de la educación". Con esas máximas tan impías como sus
tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a
la saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción y educación de
la juventud, para así inficionar y depravar míseramente las tiernas e
inconstantes almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda
clase de vicios. En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el
Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los
derechos divinos y humanos, siempre hicieron converger todos sus criminales
proyectos, actividad y esfuerzo _como ya más arriba dijimos_ a engañar y
pervertir la inexperta juventud, colocando todas sus esperanzas en la
corrupción de la misma. Esta es la razón por qué el clero _el secular y el
regular_, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en todos
los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos, así
en el orden religioso como en el civil y literario, es objeto de sus más
nefandas persecuciones; y andan diciendo que ese Clero "por ser enemigo de
la verdad, de la ciencia y del progreso debe ser apartado de toda ingerencia en
la instrucción de la juventud".
6. Otros, en cambio, renovando los errores, tantas veces condenados, de los
protestantes, se atreven a decir, con desvergüenza suma, que la suprema
autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro
Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma
Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que
se refieren al orden exterior. Ni se avergüenzan al afirmar que "las leyes
de la Iglesia no obligan en conciencia, sino se promulgan por la autoridad
civil; que los documentos y los decretos Romanos Pontífices, aun los tocantes
de la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación _o por lo menos del
asentimiento_ del poder civil; que las Constituciones apostólicas[6] _por los
que se condenan las sociedades clandestinas o aquellas en las que se exige el
juramento de mantener el secreto, y en las cuales se excomulgan sus adeptos y
fautores_ no tienen fuerza alguna en aquellos países donde viven toleradas por
la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de Trento y por
los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los derechos y
bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual con el
civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses
mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los
fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho
a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a la
Sagrada Teología y a los principios del Derecho público que la propiedad de
los bienes poseídos por las Iglesias, Ordenes religiosas y otros lugares
piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil". No se
avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que
nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, "que la potestad de la
Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil,
y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean
invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder
civil". Ni podemos pasar en silencio la audacia de quienes, no pudiendo
tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden "que a las sentencias
y decretos de la Sede Apostólica, que tienen por objeto el bien general de la
Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la
fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin pecado
y sin ningún quebranto de la profesión de católico". Esta pretensión es
tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el
mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y
gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.
7. En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con
plena conciencia de Nuestra misión apostólica, y con gran solicitud por la
religión, por la sana doctrina y por la salud de las almas a Nos divinamente
confiadas, así como aun por el mismo bien de la humana sociedad, hemos juzgado
necesario levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. Por lo tanto, todas y cada
una de las perversas opiniones y doctrinas determinadamente especificadas en
esta Carta, con Nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y
condenamos; y queremos y mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de
la Iglesia como reprobadas, proscritas y condenadas.
8. Aparte de esto, bien sabéis, Venerables Hermanos, como hoy esos enemigos
de toda verdad y de toda justicia, adversarios encarnizados de nuestra
santísima Religión, por medio de venenosos libros, libelos y periódicos,
esparcidos por todo el mundo, engañan a los pueblos, mienten maliciosos y
propagan otras doctrinas impías, de las más variadas.
9. No ignoráis que también se encuentran en nuestros tiempos quienes,
movidos por el espíritu de Satanás e incitados por él, llegan a tal impiedad
que no temen atacar al mismo Rey Señor Nuestro Jesucristo, negando su divinidad
con criminal procacidad. Y ahora no podemos menos de alabaros, Venerables
Hermanos, con las mejores y más merecidas palabras, pues con apostólico celo
nunca habéis dejado de elevar nuestra voz episcopal contra impiedad tan grande.
10. Así, pues, con esta Nuestra carta de nuevo os hablamos a vosotros que,
llamados a participar de Nuestra solicitud pastoral, Nos servís _en medio de
Nuestros grandes dolores_ de consuelo, alegría y ánimo, por la excelsa
religiosidad y piedad que os distinguen, así como por el admirable amor,
fidelidad y devoción con que, en unión íntima y cordial con Nos y esta Sede
Apostólica, os consagráis a llevar la pesada carga de vuestro gravísimo
ministerio episcopal. En verdad que de vuestro excelente celo pastoral esperamos
que, empuñando la espada del espíritu _la palabra de Dios_ y confortados con
la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, redobléis vuestros esfuerzos y cada
día trabajéis más aún para que todos los fieles confiados a vuestro cuidado
se abstengan de las malas hierbas, que Jesucristo no cultiva porque no son
plantación del Padre[7]. Y no dejéis de inculcar siempre a los mismos fieles
que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra augusta religión y
de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo Señor es su
Dios[8]. Enseñad que los reinos subsisten[9] apoyados en el fundamento de la fe
católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan
expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío
recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es,
olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos
plenamente libres[10]. Tampoco omitáis el enseñar que la potestad real no se
dio solamente para gobierno del mundo, sino también y sobre todo para la
defensa de la Iglesia[11]; y que nada hay que pueda dar mayor provecho y gloria
a los reyes y príncipes como dejar que la Iglesia católica ponga en práctica
sus propias leyes y no permitir que nadie se oponga a su libertad, según
enseñaba otro sapientísimo y fortísimo Predecesor Nuestro, San Félix cuando
inculcaba al emperador Zenón... Pues cierto es que le será de gran provecho el
que, cuando se trata de la causa de Dios conforme a su santa Ley, se afanen los
reyes no por anteponer, sino por posponer su regia voluntad a los Sacerdotes de
Jesucristo[12].
11. Pero si siempre fue necesario, Venerables Hermanos, ahora de modo
especial, en medio de tan grandes calamidades para la Iglesia y para la sociedad
civil, en medio de tan grande conspiración de enemigos contra el catolicismo y
esta Sede Apostólica, entre cúmulo tan grande de errores, es absolutamente
indispensable que recurramos confiados al Trono de la gracia para conseguir
misericordia y encontrar la gracia con el oportuno auxilio.
Por lo cual queremos excitar la devoción de todos los fieles, para que,
junto con Nos y con Vosotros, en el fervor y humildad de las oraciones, rueguen
y supliquen incesantemente al clementísimo Padre de las luces y de la
misericordia; y con plena fe recurran siempre a Nuestro Señor Jesucristo, que
para Dios nos redimió con su Sangre; y con fervor pidan continuamente a su
Corazón dulcísimo, víctima de su ardiente caridad hacia nosotros, para que
con los lazos de su amor todo lo atraiga hacia sí, de suerte que inflamados
todos los hombres en su amor santísimo caminen rectamente según su Corazón,
agradando a Dios en todo y fructificando en toda buena obra. Y siendo,
indudablemente, más gratas a Dios las oraciones de los hombres, cuando éstos
recurren a El con alma limpia de toda impureza, hemos determinado abrir con
Apostólica liberalidad a los fieles cristianos los celestiales tesoros de la
Iglesia confiados a Nuestra dispensación, a fin de que los mismos fieles, más
fervientemente encendidos en la verdadera piedad y purificados por el sacramento
de la Penitencia de las manchas de sus pecados, con mayor confianza dirijan a
Dios sus oraciones y consigan su gracia y su misericordia.
12. Por medio, pues, de estas Letras, con Nuestra Autoridad Apostólica, a
todos y a cada uno de los fieles del mundo católico, de uno y otro sexo,
concedemos la Indulgencia Plenaria en forma de Jubileo, tan sólo por espacio de
un mes, hasta terminar el próximo año de 1865, y no más, en la forma que
determinéis vosotros Venerables Hermanos, y los demás legítimos Ordinarios,
según el modo y manera con que al comienzo de Nuestro Pontificado lo concedimos
por Nuestras Letras apostólicas en forma de Breve, dadas el día 20 de
noviembre del año 1846, enviadas a todos los Obispos, Arcano Divinae
Providentiae consilio, y con todas las facultades que Nos por medio de aquellas
Letras concedíamos. Y queremos que se guarden todas las prescripciones de
dichas Letras, y se exceptúe lo que declaramos exceptuado. Lo cual concedemos,
no obstante cualesquier cosas en contrario, aun las dignas de especial e
individual mención y derogación. Y a fin de que desaparezca toda duda y
dificultad, hemos ordenado que se os manden sendas copias de dichas letras.
Roguemos _Venerables Hermanos_ del fondo de nuestro corazón y con toda el alma
a la misericordia de Dios, porque El mismo dijo: "No apartaré de ellos mi
misericordia". Pidamos, y recibiremos; y si demora y tardanza hubiere en el
recibir, porque hemos pecado gravemente, llamemos, porque la puerta le será
abierta al que llamare, con tal que a la puerta se llame con oraciones, con
gemidos y con lágrimas, insistiendo nosotros y perseverando; y que sea unánime
nuestra oración. Cada uno ruegue a Dios no sólo por sí, sino por todos los
hermanos, como el Señor nos enseñó a orar[13]. Y para que el Señor acceda
más fácilmente a Nuestras oraciones y a las Vuestras y a las de todos los
fieles, pongamos por intercesora junto a El, con toda confianza, a la Inmaculada
y Santísima Virgen María, Madre de Dios, que aniquiló todas las herejías en
el universo mundo, y que, Madre amantísima de todos nosotros, es toda dulce...
y llena de misericordia..., a todos se ofrece propicia y a todos clementísima;
y con singular amor amplísimo tiene compasión de las necesidades de todos[14],
y como Reina que está a la diestra de su Unigénito Hijo nuestro Señor
Jesucristo, con manto de oro y adornada con todas las gracias, nada hay que Ella
no pueda obtener de El. Pidamos también el auxilio del beatísimo Pedro,
Príncipe de los Apóstoles y de su coapóstol Pablo y de todos los Santos que,
amigos de Dios, llegaron ya al reino celestial y coronados poseen la palma, y
que, seguros de su inmortalidad, están solícitos por nuestra salvación.
Finalmente, pidiendo a Dios de todo corazón para Vosotros la abundancia de
sus gracias celestiales, como prenda de Nuestra singular benevolencia, con todo
amor os damos de lo íntimo de Nuestro corazón Nuestra Apostólica Bendición,
a vosotros mismos, Venerables Hermanos, y a todos los clérigos y fieles
confiados a vuestros cuidados.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de diciembre 1864, año décimo
después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Virgen
Madre de Dios, año décimonono de Nuestro Pontificado.
[1] Gregor. XVI, enc. Mirari 15 aug. 1852.
[2] Ibid.
[3] S. Aug., Ep. 105 (al. 166).
[4] S. Leo M., Ep. 14 (al 133) **** 2, edit. Ball.
[5] Ep. ad Card. De la Rochefoucault, 10 mart. 1791.
[6] Clement. XII In eminenti; Bened. XIV Providas Romanorum; Pii VII
Ecclesiam; Leon XII Qua graviora.
[7] S. Ignatius M. ad Philadelph., 3.
[8] Ps. 143.
[9] S. Caelest., Ep. 22 ad Syn. Ephes. apud Coust., 1200.
[10] S. Innocent. I, Ep. 29 ad episc. conc. Carthag. apud Coust., 891.
[11] S. Leo, Ep. 156 (al. 125).
[12] Pii VII enc. Diu satis 15 maii 1800.
[13] S. Cyprian., Ep. 11.
[14] S. Bernard. Sermo de duodecim praerogativis B.M.V. ex verbis
Apocalyp.
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