CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA
DE LOS PRESBITEROS
LIBRERIA EDITRICE VATICANA
(Nota: Presentamos este
documento en dos partes para facilitar su manejo.
Segunda Parte -Corazones.org)
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INTRODUCCIÓN
La rica experiencia de la Iglesia acerca del ministerio y la vida de
los presbíteros, condensada en diversos documentos del Magisterio,(1)
ha recibido en nuestros días un nuevo impulso gracias a las enseñanzas
contenidas en la Exhortación apostólica post-sinodal « Pastores dabo
vobis ».(2)
La publicación de este documento — en el que el Sumo Pontífice ha
querido unir su voz de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro a la de los
Padres Sinodales — ha significado para los presbíteros y para toda la
Iglesia, el inicio de un camino fiel y fecundo de profundización y de
aplicación de su contenido.
« Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva
evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo
ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el
testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente
inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo
estilo de vida pastoral ».(3)
Los primeros responsables de esta nueva evangelización del tercer
milenio son los presbíteros: ellos, sin embargo, para poder realizar
su misión, necesitan alimentar en si mismos una vida, que sea muestra
diáfana de la propia identidad; precisan también vivir una unión de
amor con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, Cabeza y Maestro, Esposo
y Pastor, alimentando la propia vida espiritual y el propio ministerio
con una formación permanente y completa.
Como respuesta a tales exigencias ha nacido este Directorio, pedido
por numerosos Obispos, tanto durante el Sínodo de 1990, como con
ocasión de la Consulta general del Episcopado promovida por este
Dicasterio.
Al delinear los diversos contenidos, se tuvieron en cuenta, tanto las
sugerencias del entero Episcopado mundial, consultado con este fin,
como los resultados de los trabajos de la Congregación plenaria, que
tuvo lugar en el Vaticano, en octubre de 1993; también han sido
recogidas las reflexiones de muchos teólogos, canonistas y expertos en
la materia, provenientes de diversas áreas geográficas e insertados en
las actuales situaciones pastorales.
Se ha tratado de ofrecer elementos prácticos, que puedan servir para
iniciativas lo más homogéneas que sea posible; sin embargo, se ha
evitado entrar en detalles que sólo las legítimas praxis locales y las
reales condiciones de cada una de las Diócesis y Conferencias
Episcopales podrán inspirar al celo y a la prudencta de los Pastores.
Dada, pues, la naturaleza de Directorio del presente documento, ha
parecido oportuno — en las circunstancias actuales — recordar sólo
aquellos elementos doctrinales, que son el fundamento de la identidad,
la espiritualidad y la formación permanente de los presbíteros.
El presente documento, por lo tanto, no pretende ofrecer una
exposición exhaustiva acerca del sacerdocio, ni quiere ser una pura y
simple repetición de cuanto ha sido ya auténticamente declarado por el
Magisterio de la Iglesia. Éste quiere responder a los principales
interrogantes — de orden doctrinal, disciplinar y pastoral — que el
compromiso de la nueva evangelización plantea a los sacerdotes.
Asi, por ejemplo, se ha querido aclarar que la verdadera identidad
sacerdotal, tal como el Divino Maestro la ha querido y como la Iglesia
la ha vivido siempre, no es conciliable con tendencias democraticistas,
que quisieran vaciar de contenido o anular la realidad del sacerdocio
ministerial. Se ha querido dar un énfasis particular al tema
especifico de la comunión, exigencia hoy particularmente sentida, dada
su incidencia en la vida del sacerdote. Lo mismo puede decirse de la
espirtualidad presbiteral que, en nuestro tiempo, ha sufrido no pocos
golpes a causa, sobre todo, del secularismo y de un equivocado
antropologismo. Se ha manifestado necesario, en fin, ofrecer algunos
consejos para una adecuada formación permanente que ayude a los
sacerdotes a vivir su vocación con alegria y responsabilidad.
El texto está naturalmente destinado — a través de los Obispos — a
todos los presbíteros de la Iglesia de Rito Latino. Las directrices en
él contenidas se refieren especialmente a los presbíteros del clero
secular diocesano, si bien muchas de ellas con las debidas
adaptaciones — deben ser tenidas en cuenta también por los presbíteros
miembros de Institutos religiosos y de Sociedades de vida apostólica.
Tenemos el deseo de que este Directorio pueda ayudar a cada sacerdote
para profundizar en la propia identidad y para incrementar la propia
vida espiritual; un aliento para el ministerio y para la realización
de la propia formación permanente, de la cual cada uno es el primer
agente; y también un verdadero punto de referencia para un apostolado
rico y auténtico en bien de la Iglesia y del mundo entero.
Dado por la Congregación para el Clero, Jueves Santo de 1994.
JOSÉ T. Card. SÁNCHEZ
Prefecto
+ CRESCENZIO SEPE
Arzobispo titular de Grado
Secretario
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Capítulo I
IDENTIDAD DEL PRESBITERO
1. El sacerdocio como don.
La Iglesia entera ha sido hecha participe de la unción sacerdotal de
Cristo en el Espíritu Santo. En la Iglesia, en efecto, «.todos los
fieles forman un sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios hostias
espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las grandezas de
aquél, que los ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y
recibirlos en su luz maravillosa » (cfr. 1 Ped 2, 5.9).(4) En Cristo,
todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en
orden a la salvación de todos los hombres.
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma tal
misión: toda su actividad necesita intrínsecamente la comunión con
Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella, indisolublemente unida a su Señor,
de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y de verdad, de
guía y de apoyo, para que pueda ser para todos y cada uno « el signo e
instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de
todo el género humano ».(5)
El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta
perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En
efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en
medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en
cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial
hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que
Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola
con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el
sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de
algunos de sus fieles.
Tal don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue
conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a
través de los Obispos, sus sucesores.
2. Raiz sacramental.
Mediante la ordenación sacramental hecha por medio de la imposición de
las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se determina en el
presbítero « un vínculo ontológico especifico, que une al sacerdote
con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor » (6)
La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación
especifica en el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se
transforma en la Iglesia y para la Iglesia—en imagen real, viva y
transparente de Cristo Sacerdote: « una representación sacramental de
Jesucristo Cabeza y Pastor ».(7) Por medio de la consagración, el
sacerdote « recibe como don un poder espiritual, que es participación
de la autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu, guía a la Iglesia
» (8)
Esta identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta
específicamente al presbítero en el misterio trinitario y, a través
del misterio de Cristo, en la comunión ministerial de la Iglesia para
servir al Pueblo de Dios.(9)
Dimensión trinitaria
3. En comunión con el padre, con el hijo y con el espíritu santo
Si es verdad que todo cristiano, por medio del Bautismo, está en
comunión con Dios Uno y Trino, es también cierto que, a causa de la
consagración recibida con el sacramento del Orden, el sacerdote es
constituido en una relación particular y especifica con el Padre, con
el Hijo y con el Espiritu Santo. En efecto, « nuestra identidad tiene
su fuente última en la caridad del Padre. Al Hijo -Sumo Sacerdote y
Buen Pastor — enviado por el Padre, estamos unidos sacramentalmente a
través del sacerdocio ministerial por la acción del Espíritu Santo. La
vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la
acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera
dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida »
(l0)
La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por
lo tanto, relacionadas esencialmente con las Tres Personas Divinas, en
orden al servicio sacerdotal de la Iglesia.
4. En el dinamismo trinitario de la salvación.
El sacerdote, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo,
estando como está frente a la Iglesia y al mundo como origen
permanente y siempre nuevo de salvación,(11) se encuentra insertado en
el dinamismo trinitario con una particular responsabilidad. Su
identidad mana del « ministerium Verbi et sacramentorum », el cual
está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre
(cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), y con el ser sacerdotal de
Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a estarcon Él,
así como con el Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al
sacerdote la fuerza necesaria para dar vida a una multitud de hijos de
Dios, convocados en el único cuerpo eclesial y encaminados hacia el
Reino del Padre.
5. Relación intima con la trinidad.
De aquí se percibe la característica esencialmente relacional (cfr.Jn
17,11.21)(12) de la identidad del sacerdote.
La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental
del Espíritu Santo (13) ponen al sacerdote en una relación personal
con la Trinidad, ya que constituye la fuente del ser y del obrar
sacerdotal; tal relación, por tanto, debe ser necesariamente vivida
por el sacerdote de modo íntimo y personal, en un diálogo de adoración
y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido
le fue otorgado para el servicio de todos.
Dimensión cristológica
6. Identidad específica.
La dimensión cristológica — al igual que la trinitaria — surge
directamente del sacramento, que configura ontológicamente con Cristo
Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo.(14)
A aquellos fieles, que — permaneciendo injertados en el sacerdocio
común — son elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, les
es dada una participación indeleble al mismo y único sacerdocio de
Cristo, en la dimensión pública de la mediación y de la autoridad, en
lo que se refiere a la santificación, a la enseñanza y a la guía de
todo el Pueblo de Dios. De este modo, si por un lado, el sacerdocio
común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están
ordenados necesariamente el uno al otro — pues uno y otro, cada uno a
su modo, participan del único sacerdocio de Cristo —, por otra parte,
ambos difieren esencialmente entre sí.(15)
En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de
todos los cristianos que, mediante el Bautismo, participan, en
conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están llamados a darle
testimonio en toda la tierra.(16) La especificidad del sacerdocio
ministerial se sitúa frente a la necesidad, que tienen todos los
fieles de adherir a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por
el ejercicio del sacerdocio ministerial.
En su peculiar identidad cristológica, el sacerdote ha de tener
conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el
misterio de Cristo de un modo nuevo y específico, y esto lo compromete
totalmente en la actividad pastoral y lo gratifica.(17)
7. En el seno del pueblo de Dios
Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. « Como el Padre me ha
enviado, así os envío yo a vosotros » (Jn 20, 21). En la misma sagrada
Ordenación está ontológicamente presente la dimensión misionera. El
sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer eficazmente
actual la misión eterna de Cristo, de quien se convierte en auténtico
representante y mensajero: « Quien a vosotros oye, a Mí me oye; quien
os desprecia, a Mí me desprecia y, quien me desprecia, desprecia a
Aquél, que me ha enviado»( Lc 10, 16).
Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por
la consagración sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo
de Dios, haciéndolo participar, en un modo suyo propio, en la potestad
santificadora, magisterial y pastoral del mismo Cristo Jesús, Cabeza y
Pastor de la Iglesia.(18)
Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el
ministro de las acciones salvíficas esenciales, transmite las verdades
necesarias para la salvación y apacienta al Pueblo de Dios,
conduciéndolo hacia la santidad. (19)
Dimensión pneumatológica
8. Carácter sacramental.
En la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del
Espíritu Santo, que ha hecho de él un hombre signado por el carácter
sacramental para ser, para siempre, ministro de Cristo y de la
Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá «
con él para siempre » (Jn 14, 16-17), el sacerdote sabe que nunca
perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para poder
ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral como don total de
sí mismo para la salvación de los propios hermanos.
9. Comunión personal con el Espíritu Santo
Es también el Espíritu Santo, quien en la Ordenación confiere al
sacerdote la misión profética de anunciar y explicar, con autoridad,
la Palabra de Dios. Insertado en la comunión de la Iglesia con todo el
orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el Espíritu de Verdad,
que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña todas las
cosas recordando todo aquello, que Jesús ha dicho a los Apóstoles. Por
tanto, el presbítero — con la ayuda del Espíritu Santo y con el
estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras —, a la luz de la
Tradición y del Magisterio,(20) descubre la riqueza de la Palabra, que
ha de anunciar a la comunidad, que le ha sido confiada.
10. Invocación al Espíritu
Mediante el carácter sacramental e identificando su intención con la
de la Iglesia, el sacerdote está siempre en comunión con el Espíritu
Santo en la celebración de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía y
de los demás sacramentos.
En cada sacramento, es Cristo, en efecto, quien actúa en favor de la
Iglesia, por medio del Espíritu Santo, que ha sido invocado con el
poder eficaz del sacerdote, que celebra in persona Christi.(21)
La celebración sacramental, por tanto, recibe su eficacia de la
palabra de Cristo — que es quien la ha instituido — y del poder del
Espíritu, que con frecuencia la Iglesia invoca mediante la epíclesis.
Esto es particularmente evidente en la Plegaria eucarística, en la que
el sacerdote—invocando el poder del Espíritu Santo sobre el pan y
sobre el vino—pronuncia las palabras de Jesús, y actualiza el misterio
del Cuerpo y la Sangre de Cristo realmente presente, la
transubstanciación .
11. Fuerza para guiar la comunidad.
Es, en definitiva, en la comunión con el Espíritu Santo donde el
sacerdote encuentra la fuerza para guiar la comunidad, que le fue
confiada y para mantenerla en la unidad querida por el Señor.(22) La
oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la
oración sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto, debe
rezar por la unidad de los fieles para que sean una sola cosa, y así
el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de
todos.
Dimensión eclesiológica
12. "En" la Iglesia y "ante" la Iglesia
Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el
misterio principal del que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo
y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo e instrumento de
redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra
confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores.
A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple
ministerio, está insertado también en el misterio de la Iglesia, la
cual « toma conciencia, en la fe, de que no proviene de sí misma, sino
por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo » (23) De tal manera, el
sacerdote, a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante
ella.(24)
13. Partícipe en cierto modo, de la esponsalidad de Cristo
El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al
sacerdote del misterio de Cristo a Sacerdote, Maestro, Cabeza y
Pastor, sino — en cierto modo — también de Cristo « Siervo y Esposo de
la Iglesia » (25) Ésta es el « Cuerpo » de Cristo, que Él ha amado y
la ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5,
25); Cristo regenera y purifica continuamente a su Iglesia por medio
de la palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5, 26); se
ocupa el Señor de hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su
Esposa y, finalmente, la nutre y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5,
29).
Los presbíteros — colaboradores del Orden Episcopal —, que constituyen
con su Obispo un único presbiterio (26) y participan, en grado
subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también participan, en
cierto modo, — a semejanza del Obispo — de aquella dimensión esponsal
con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la
ordenación episcopal con la entrega del anillo.(27)
Los presbíteros, que « de alguna manera hacen presente — por así decir
— al Obispo, a quien están unidos con confianza y grandeza de ánimo,
en cada una de las comunidades locales » (28) deberán ser fieles a la
Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer
operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia.
Por esta comunión con Cristo Esposo, también el sacerdocio ministerial
es constituido — como Cristo, con Cristo y en Cristo — en ese misterio
de amor salvífico trascendente, del que es figura y participación el
matrimonio entre cristianos.
Llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, el
sacerdote debe amar a la Iglesia como Cristo la ha amado, consagrando
a ella todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar
cotidianamente la propia vida.
14. Universidad del sacerdocio
El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Mt 28, 18-20)
constituye otra modalidad del estar el sacerdote ante la Iglesia.(29)
Enviado — missus — por el Padre por medio de Cristo, el sacerdote
pertenece « de modo inmediato » a la Iglesia universal,(30) que tiene
la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los « extremos confines
de la tierra » (Hch 1, 8).(31)
« El don espiritual, que los presbíteros han recibido en la
ordenación, los prepara a una vastísima y universal misión de
salvación »(32) En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos,
todos los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y — en
comunión jerárquica con él según la propia vocación y gracia —, sirven
al bien de toda la Iglesia.(33) Por lo tanto, la pertenencia —
mediante la incardinación — a una concreta Iglesia particular,(34) no
debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista
sino abrirlo también al servicio de otras Iglesias, puesto que cada
Iglesia es la realización particular de la única Iglesia de
Jesucristo, de forma que la Iglesia universal vive y cumple su misión
en y desde las Iglesias particulares en comunión efectiva con ella.
Por lo tanto, todos los sacerdotes deben tener corazón y mentalidad
misioneros, estando abiertos a las necesidades de la Iglesia y del
mundo.(35)
15. Índole misionera del sacerdocio
Es importante que el presbítero tenga plena conciencia y viva
profundamente esta realidad misionera de su sacerdocio, en plena
sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad de
enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente la misión
sacerdotal y de esforzarse por realizar una más equitativa
distribución del clero.(36)
Esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo contemporáneo debe
ser sentida y vivida por cada sacerdote, sobre todo y esencialmente,
como el don, que debe ser vivido dentro de su institución y a su
servicio.
No son, por tanto, admisibles todas aquellas opiniones que, en nombre
de un mal entendido respeto a las culturas particulares, tienden a
desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a realizar
el mismo misterio universal de salvación, que trasciende y debe
vivificar todas las culturas.(37)
Hay que decir también que la expansión universal del ministerio
sacerdotal se encuentra hoy en correspondencia con las características
socioculturales del mundo contemporáneo, en el cual se siente la
exigencia de eliminar todas las barreras, que dividen pueblos y
naciones y que, sobre todo, a través de las comunicaciones entre las
culturas, quiere hermanar a las gentes, no obstante las distancias
geográficas, que las dividen.
Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente
comprometido en la unión de todos los hombres en Cristo, en su
Iglesia.
16. La autoridad como "amoris officium"
Una manifestación ulterior de ponerse el sacerdote frente a la
Iglesia, está en el hecho de ser guía, que conduce a la santificación
de los fieles confiados a su ministerio, que es esencialmente
pastoral.
Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede
estar sujeta a dos tentaciones opuestas.
La primera consiste en ejercer el propio ministerio tiranizando a su
grey (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Ped 5, 1-4), mientras la segunda es la que
lleva a hacer inútil — en nombre de una incorrecta noción de comunidad
— la propia configuración con Cristo Cabeza y Pastor.
La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos
discípulos, y recibió de Jesús una puntual y reiterada corrección:
toda autoridad ha de ejercitarse con espíritu de servicio, como «
amoris officium » (38) y dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr.
Jn 13, 14; 10, 11).
El sacerdote deberá siempre recordar que el Señor y Maestro « no ha
venido para ser servido sino para servir » (cfr. Mc 10, 45); que se
inclinó para lavar los pies a sus discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de
morir en la Cruz y de enviarlos por todo el mundo (cfr. Jn 20, 21).
Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a
Quien se ha dado « todo poder en el cielo y en la tierra » (cfr. Mt
28, 18), si ejercitan el propio « poder » empleándolo en el servicio —
tan humilde como lleno de autoridad — al propio rebaño,(39) y en el
profundo respeto a la misión, que Cristo y la Iglesia confían a los
fieles laicos (40) Y a los fieles consagrados por la profesión de los
consejos evangélicos.(41)
17. Tentación del democraticismo
A menudo sucede que para evitar esta primera desviación se cae en la
segunda, y se tiende a eliminar toda diferencia de función entre los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo — que es la Iglesia —, negando
en la práctica la doctrina cierta de la Iglesia acerca de la
distinción entre el sacerdocio común y el ministerial (42)
Entre las diversas insidias, que hoy se notan, se encuentra el así
llamado « democraticismo ». A propósito de ésto hay que recordar que
la Iglesia reconoce todos los méritos y valores, que la cultura
democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra parte, la
Iglesia ha luchado siempre, con todos los medios a su disposición, por
el reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres. De
acuerdo con esta tradición eclesial, el Concilio Vaticano II se ha
expresado abiertamente acerca de la común dignidad de todos los
bautizados en la Iglesia.(43)
Sin embargo, también es necesario afirmar que no son transferibles
automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis, que se dan en
algunas corrientes culturales sociopolíticas de nuestro tiempo. La
Iglesia, de hecho, debe su existencia y su estructura al designio
salvífico de Dios. Ella se contempla a sí misma como don de la
benevolencia de un Padre que la ha liberado mediante la humillación de
su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere ser con el Espíritu
Santo — totalmente conforme y fiel a la voluntad libre y liberadora de
su Señor Jesucristo. Este misterio de salvación hace que la Iglesia
sea, por su propia naturaleza, una realidad diversa de las sociedades
solamente humanas.
El así llamado « democraticismo » constituye una tentación gravísima,
pues lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo y
a desnaturalizar la Iglesia, como si ésta no fuese más que una
sociedad humana. Una concepción así acaba con la misma constitución
jerárquica, tal como ha sido querida por su Divino Fundador, como ha
siempre enseñado claramente el Magisterio, y como la misma Iglesia ha
vivido ininterrumpidamente .
La participación en la Iglesia está basada en el misterio de la
comunión, que por su propia naturaleza contempla en si misma la
presencia y la acción de la Jerarquía eclesiástica.
En consecuencia, no es admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que
a veces se manifiesta especialmente en algunos organismos de
participación eclesial — y que tiende a confundir las tareas de los
presbíteros y de los fieles laicos, o a no distinguir la autoridad
propia del Obispo de las funciones de los presbíteros como
colaboradores de los Obispos, o a negar la especificidad del
ministerio petrino en el Colegio Episcopal.
En este sentido es necesario recordar que el presbiterio y el Consejo
Presbiteral no son expresión del derecho de asociación de los
clérigos, ni mucho menos pueden ser entendidos desde una perspectiva
sindicalista, que comportan reivindicaciones e intereses de parte,
ajenos a la comunión eclesial.(44)
18. Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial
La distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos
de llevar a la separación o a la división entre los miembros de la
comunidad cristiana, armoniza y unifica la vida de la Iglesia. En
efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es comunión orgánica
entre todos los miembros, en la que cada uno de los cristianos sirve
realmente a la vida del conjunto si vive plenamente la propia función
peculiar y la propia vocación específica (1 cor 12, 12 ss.).(45)
Por lo tanto, a nadie le es licito cambiar lo que Cristo ha querido
para su Iglesia. Ella está íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza,
que es el único que le da — a través del poder del Espíritu Santo —
ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y
envía a través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna
comunidad ni siquiera en situaciones de particular necesidad,
situaciones en las que quisiera darse sus propios sacerdotes de modo
diverso a las disposiciones de la Iglesia.(46) La respuesta para
resolver los casos de necesidad es la oración de Jesús: « rogad al
dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies » (Mt 9, 38). Si a
esta oración — hecha con fe — se une la vida de caridad intensa de la
comunidad, entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará
de enviar pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15 ) .(47)
19. Solo los sacerdotes son pastores
Un modo de no caer en la tentación « democraticista» consiste en
evitar la así llamada « clericalización » del laicado: (48) esta
actitud tiende a disminuir el sacerdocio ministerial del presbítero;
de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, se puede atribuir de
manera propia y unívoca el término « pastor », y esto en virtud del
ministerio sacerdotal recibido con la ordenación. El adjetivo «
pastoral », pues, se refiere tanto a la « potestas docendi et
sanctificandi » como a la « potestas regendi ».(49)
Por lo demás, hay que decir que tales tendencias no favorecen la
verdadera promoción del laicado, pues a menudo ese « clericalismo »
lleva a olvidar la auténtica vocación y misión eclesiale de los laicos
en el mundo.
Comunión sacerdotal
20. Comunión con la Trinidad y con Cristo
A la luz de todo lo ya dicho acerca de la identidad sacerdotal, la
comunión del sacerdote se realiza, sobre todo, con el Padre, origen
último de toda su potestad; con el Hijo, de cuya misión redentora
participa; con el Espíritu Santo, que le da la fuerza para vivir y
realizar la caridad pastoral, que lo cualifica como sacerdote.
Así, « no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio
ministerial si no es desde este multiforme y rico entramado de
relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la
comunión de la Iglesia, como signo, en Cristo, de la unión con Dios y
de la unidad de todo el género humano ».(50)
21 Comunión con la Iglesia
De esta fundamental unión-comunión con Cristo y con la Trinidad
deriva, para el presbítero, su comunión-relación con la Iglesia en sus
aspectos de misterio y de comunidad eclesial.(51) En efecto, es en el
interior del misterio de la Iglesia, como misterio de comunión
trinitaria en tensión misionera, donde se revela toda identidad
cristiana y, por tanto, también la específica y personal identidad del
presbítero y de su ministerio.
Concretamente, la comunión eclesial del presbítero se realiza de
diversos modos. Con la ordenación sacramental, en efecto, el
presbítero entabla vínculos especiales con elPapa , con el Cuerpo
episcopal, con el propio Obispo, con los demás presbíteros, con los
fieles laicos.
22. Comunión jerárquica
La comunión, como característica del sacerdocio, se funda en la
unicidad de la Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, que es
Cristo.(52) En esta comunión ministerial toman forma también algunos
precisos vínculos en relación, sobre todo, con el Papa, con el Colegio
Episcopal y con el propio Obispo. « No se da ministerio sacerdotal
sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal,
en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de
reservar el respeto filial y la obediencia prometidos en el rito de la
ordenación ».(53) Se trata, pues, de una comunión jerárquica, es
decir, de una comunión en la jerarquía tal como ella está internamente
estructurada.
En virtud de la participación — en grado subordinado a los Obispos —
en el único sacerdocio ministerial, tal comunión implica también el
vínculo espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo
el orden de los Obispos, con el propio Obispo (54) y con el Romano
Pontífice, en cuanto Pastor de la Iglesia universal y de cada Iglesia
particular.(55) A su vez, esto se refuerza por el hecho de que todo el
orden de los Obispos en su conjunto y cada uno de los Obispos en
particular debe estar en comunión jerárquica con la Cabeza del
Colegio.(56) Tal Colegio, en efecto, está constituido sólo por los
Obispos consagrados, que están en comunión jerárquica con la Cabeza y
con los miembros de dicho Colegio.
23. Comunión en la celebración eucarística
La comunión jerárquica se encuentra expresada en significativamente en
la plegaria eucarística, cuando el sacerdote, al rezar por el Papa, el
Colegio episcopal y el propio Obispo, no expresa sólo un sentimiento
de devoción, sino que da testimonio de l autenticidad de su
celebración.(57)
También la concelebración eucarística — en las circunstancias y
condiciones previstas (58) — especialmente cuando está presidida por
el Obispo y con la participación de los fieles, manifiesta
admirablemente la unidad del sacerdocio de Cristo en la pluralidad de
sus ministros, así como la unidad del sacrificio y del Pueblo de
Dios.(59) La concelebración ayuda, además, a consolidar la fraternidad
sacramental existente entre los presbíteros.(60)
24. Comunión en la actividad ministerial
Cada presbítero ha de tener un profundo, humilde y filial vínculo de
caridad con la persona del Santo Padre y debe adherir a su ministerio
petrino — de magisterio, de santificación y de gobierno — con
docilidad ejemplar.(61)
El presbítero realizará la comunión requerida por el ejercicio de su
ministerio sacerdotal por medio de su fidelidad y de su servicio a la
autoridad del propio Obispo. Para los pastores más expertos, es fácil
constatar la necesidad de evitar toda forma de subjetivismo en el
ejercicio de su ministerio, y de adherir corresponsablemente a los
programas pastorales. Esta adhesión, además de ser expresión de
madurez, contribuye a edificar la unidad en la comunión, que es
indispensable para la obra de la evangelización. (62)
Respetando plenamente la subordinación jerárquica, el presbítero ha de
ser promotor de una relación afable con el propio Obispo, lleno de
sincera confianza, de amistad cordial, de un verdadero esfuerzo de
armonía, y de una convergencia ideal y programática, que no quita nada
a una inteligente capacidad de iniciativa personal y empuje
pastoral.(63)
25. Comunión en el presbiterio
Por la fuerza del sacramento del Orden, « cada sacerdote está unido a
los demás miembros del presbiterio por particulares vínculos de
caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad » 64 El presbítero
está unido al « Ordo Presbyterorum »: así se constituye una unidad,
que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos
no proceden de la carne o de la sangre sino de la gracia del
Orden.(65)
La pertenencia a un concreto presbiterio,(66) se da siempre en el
ámbito de una Iglesia Particular, de un Ordinariato o de una Prelatura
personal. A diferencia del Colegio Episcopal, parece que no existen
las bases teológicas que permitan afirmar la existencia de un
presbiterio universal.
Por tanto, la fraternidad sacerdotal y la pertenencia al presbiterio
son elementos característicos del sacerdote. Con respecto a esto, es
particularmente significativo el rito — que se realiza en la
ordenación presbiteral — de la imposición de las manos por pare del
Obispo, al cual toman parte todos los presbíteros presentes para
indicar, por una parte, la participación en el mismo grado del
ministerio, y por otra, que el sacerdote no puede actuar solo, sino
siempre dentro del presbiterio, como hermano de todos aquellos que lo
constituyen.(67)
26. Incardinación en una Iglesia particular
La incardinación en una determinada Iglesia particular (68) constituye
un auténtico vinculo jurídico,(69) que tiene también valor espiritual,
ya que de ella brota « la relación con el Obispo en el único
presbiterio, la condivisión de su solicitud eclesial, la dedicación al
cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas
históricas y ambientales ».(70) Desde esta perspectiva, la relación
con la Iglesia particular es fuente de significados también para la
acción pastoral.
Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no
incardinados en la Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto
religioso o de una Sociedad de vida apostólica — que viven en la
Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio — aunque estén
sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con
distinto titulo al presbiterio de esa Diócesis (71) donde « tienen
voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo presbiteral
».(72) Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de
fuerzas, comparten la solicitud pastoral ofreciendo el contributo de
carismas específicos y « estimulando con su presencia a la Iglesia
particular para que viva más intensamente su apertura universal »(73)
.
Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al
servicio de algún movimiento eclesial aprobado por la Autoridad
eclesiástica competente,(74) sean conscientes de su pertenencia al
presbiterio de la Diócesis en la que desarrollan su ministerio, y
Lleven a la práctica el deber de colaborar sinceramente con él. El
Obispo de incardinación, a su vez, ha de respetar el estilo de vida
requerido por el movimiento, y estará dispuesto — a norma del derecho
— a permitir que el presbítero pueda prestar su servicio en otras
Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo.(75)
27. El presbiterio, lugar de santificación
El presbiterio es el lugar privilegiado en donde el sacerdote debiera
poder encontrar los medios específicos de santificación y de
evangelización; allí mismo debiera ser ayudado a superar los limites y
debilidades propios de la naturaleza humana, especialmente aquellos
problemas que hoy día se sienten con particular intensidad.
El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para
evitar vivir el propio sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y
buscará favorecer la comunión fraterna dando y recibiendo — de
sacerdote a sacerdote el calor de la amistad, de la asistencia
afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna, bien
consciente de que la gracia del Orden « asume y eleva las relaciones
humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales..., y se
concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo
espirituales sino también materiales »,(76)
Todo esto se expresa en la liturgia de la Misa in Cena Domini del
Jueves Santo, la cuál muestra cómo de la comunión eucarística — nacida
en la Ultima Cena — los sacerdotes reciben la capacidad de amarse unos
a otros como el Maestro los ama(77).
28. Amistad sacerdotal
El profundo y eclesial sentido del presbiterio, no sólo no impide sino
que facilita las responsabilidades personales de cada presbítero en el
cumplimiento del ministerio particular, que le es confiado por el
Obispo.(78) La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas
amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en
el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas son ayuda
decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para
incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de
modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se
encuentren necesitados de comprensión, ayuda y apoyo.
29. Vida en común
Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que ha
sido favorecida desde siempre por la Iglesia ; (80) recientemente ha
sido reavivada por los documentos del Concilio Vaticano II,(81) y del
Magisterio sucesivo,(82) y es llevada a la práctica positivamente en
no pocas diócesis.
Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común,
comunidad de mesa, etc.), se ha de dar el máximo valor a la
participación comunitaria en la oración litúrgica.(83) Las diversas
modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y
conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente laudables modelos
propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar
aquellas asociaciones que favorecen la fraternidad sacerdotal, la
santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión con el Obispo y
con toda la Iglesia.(84)
Es de desear que los párrocos estén disponibles para favorecer la vida
en común en la casa parroquial con sus vicarios,(85) estimándolos
efectivamente como a sus cooperadores y partícipes de la solicitud
pastoral; por su parte, para construir la comunión sacerdotal, los
vicarios han de reconocer y respetar la autoridad del párroco.(86)
30. Comunión con los fieles laicos
Hombre de comunión, el sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y
a la Iglesia sin traducirlo en un amor efectivo e incondicionado por
el Pueblo cristiano, objeto de sus desvelos pastorales.(87)
Como Cristo, debe hacerse « como una transparencia suya en medio del
rebaño » que le ha sido confiado,(88) poniéndose en relación positiva
y de promoción con respecto a lo fieles laicos. Ha de poner al
servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad
pastoral,(89) a la vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y
promueve la función propia de los laicos en la Iglesia. Consciente de
la profunda comunión, que lo vincula a los fieles laicos y a los
religiosos, el sacerdote dedicará todo esfuerzo a « suscitar y
desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de
salvación; ha de valorar, en fin, pronta y cordialmente, todos los
carismas y funciones, que el Espíritu ofrece a los creyentes para la
edificación de la Iglesia ».(90)
Más concretamente, el párroco, siempre en la búsqueda del bien común
de la Iglesia, favorecerá las asociaciones de fieles y los
movimientos, que se propongan finalidades religiosas,(91) acogiéndolas
a todas, y ayudándolas a encontrar la unidad entre sí, en la oración y
en la acción apostólica.
En cuanto reúne la familia de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el
presbítero pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios,
haciéndose hermano de los hombres a la vez que quiere ser su pastor,
padre y maestro.(92) Para el hombre de hoy, que busca el sentido de su
existir, el sacerdote es el guía que lleva al encuentro con Cristo,
encuentro que se realiza como anuncio y como realidad ya presente —
aunque no de forma definitiva — en la Iglesia. De ese modo, el
presbítero, puesto al servicio del Pueblo de Dios, se presentará como
experto en humanidad, hombre de verdad y de comunión y, en fin, como
testigo de la solicitud del Unico Pastor por todas y cada una de sus
ovejas. La comunidad podrá contar, segura, con su dedicación, con su
disponibilidad, con su infatigable obra de evangelización y, sobre
todo, con su amor fiel e incondicionado.
El sacerdote, por tanto, ejercitará su misión espiritual con
amabilidad y firmeza, con humildad y espíritu de servicio; (93) tendrá
compasión de los sufrimientos que aquejan a los hombres, sobre todo de
aquellos que derivan de las múltiples formas — viejas y nuevas —, que
asume la pobreza tanto material como espiritual. Sabrá también
inclinarse con misericordia sobre el difícil e incierto camino de
conversión de los pecadores : a ellos se prodigara con el don de la
verdad ; con ellos ha de llenarse de la paciente y animante
benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida sino
que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cfr.
Lc 15, 4-7).(94)
31. Comunión con los miembros de Institutos de vida consagrada.
Particular atención reservara el sacerdote a las relaciones con los
hermanos y hermanas comprometidos en la vida de especial consagración
a Dios en todas sus formas ; les mostrara su aprecio sincero y su
operativo espíritu de colaboración apostólica ; respetara y promoverá
los carismas específicos. En fin, cooperara para que la vida
consagrada aparezca siempre mas luminosa — para el provecho de la
entera Iglesia — y atractiva a las nuevas generaciones.
Inspirado por este espíritu de estima a la vida consagrada, el
sacerdote se esforzara especialmente en la atencion de aquellas
comunidades, que por diversos motivos, esten especialmente necesitadas
de buena doctrina, de asistencia y de aliento en la fidelidad.
32. Pastoral vocación
Cada sacerdote reservará una atención esmerada a la pastoral
vocacional. No dejará de incentivar la oración por las vocaciones y se
prodigara en la catequesis. Ha de esforzarse también, en la formación
de los acólitos, lectores y colaboradores de todo genero. Favorecerá,
además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal,
hagan descubrir los talentos y sepa individuar la voluntad de Dios
hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo.(95)
Deben estar integrados a la pastoral orgánica y ordinaria, porque
constituyen elementos imprescindibles de esta labor, entre otros : la
conciencia clara de la propia identidad, la coherencia de vida, la
alegría sincera y el ardor misionero.
El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de
afecto sincero con el seminario, cuna de la propia vocación y palestra
de aprendizaje de la primera experiencia de vida comunitaria.
Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral»(96) que cada
presbítero — secundario de la gracia del Espíritu Santo — se preocupe
de suscitar al menos una vocación sacerdotal que pueda continuar su
ministerio.
33. Compromiso político y social.
El sacerdote estará por encima de toda parcialidad política, pues es
servidor de la Iglesia: no olvidemos que la Esposa de Cristo, por su
universalidad y catolicidad, no puede atarse a las contingencias
históricas. No puede tomar parte activa en partidos políticos o en la
conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el juicio de
la autoridad eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de
los derechos de la Iglesia y la promoción del bien común. (97) Las
actividades políticas y sindicales son cosas en si mismas buenas, pero
son ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave
peligro de ruptura eclesial(98).
Como Jesús (cfr. Jn ó, 15 ss.), el presbítero « debe renunciar a
comprometerse en formas de política activa, sobre todo cuando se trata
de tomar partido — lo que casi siempre ocurre — para permanecer como
el hombre de todos en clave de fraternidad espiritual ».(99) Todo fiel
debe poder siempre acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por
ninguna razón.
El presbítero recordará que « no corresponde a los Pastores de la
Iglesia intervenir directamente en la acción política ni en la
organización social. Esta tarea, de hecho, es parte de la vocación de
los fieles laicos, quienes actúan por su propia iniciativa junto con
sus conciudadanos ».(100) Además, el presbítero ha de empeñarse « en
el esfuerzo por formar rectamente la conciencia de los fieles laicos
».(101)
La reducción de su misión a tareas temporales — puramente sociales o
políticas, ajenas, en todo caso, a su propia identidad — no es una
conquista sino una gravísima pérdida para la fecundidad evangélica de
la Iglesia entera.
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Capítulo II
ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL
34.Interpretar los signos de los tiempos
La vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre en el
contexto histórico, a veces lleno de nuevos problemas y de ventajas
inéditas, en el que le toca vivir a la Iglesia peregrina en el mundo.
El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del
Señor. Sin embargo, se enfrenta con las circunstancias históricas y,
aunque sigue fiel a sí mismo, se configura en cuanto a sus rasgos
concretos mediante una relación crítica y una búsqueda de sintonía
evangélica con los « signos de los tiempos ». Por lo tanto, los
presbíteros tienen el deber de interpretar estos « signos » a la luz
de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier caso,
no podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz
e idóneo la propia vida, de manera que su servicio y testimonio sean
siempre más fecundos para el reino de Dios.
En la fase actual de la vida de la Iglesia y de la sociedad, los
presbíteros son llamados a vivir con profundidad su ministerio,
teniendo en consideración las exigencias más profundas, numerosas y
delicadas, no sólo de orden pastoral, sino también las realidades
sociales y culturales a las que tienen que hacer frente.(102)
Hoy, por lo tanto, ellos están empeñados en diversos campos de
apostolado, que requieren dedicación completa, generosidad,
preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual madura y
profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico
de santidad para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a
los fieles en el ministerio pastoral.
35. La exigencia de la nueva evangelización
De esto deriva que el sacerdote está comprometido, de modo
particularísimo, en el empeño de toda la Iglesia para la nueva
evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre,
tiene la certeza de que en Él hay una « inescrutable riqueza » (Ef 3,
8), que no puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a la que
los hombres siempre pueden acercarse para enriquecerse.(103)
Por tanto, ésta es la hora de una renovación de nuestra fe en
Jesucristo, que es el mismo « ayer, hoy y siempre » (Hebr 13, 8). Por
eso, « la llamada a la nueva evangelización es sobre todo una llamada
a la conversión ».(104) Al mismo tiempo, es una llamada a aquella
esperanza « que se apoya en las promesas de Dios, y que tiene como
certeza indefectible la resurrección de Cristo, su victoria definitiva
sobre el pecado y sobre la muerte, primer anuncio y raíz de toda
evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda
auténtica cultura cristiana »(105)
En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su
esperanza y su amor sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a
Jesús a la contemplación de los fieles y de todos los hombres como
realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que nadie
porque ha dado su vida por nosotros; « no hay amor más grande que dar
la vida por los amigos » (Jn 15, 13).
Al mismo tiempo, el sacerdote, consciente de que toda persona está—de
modos diversos—a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de
los estrechos límites dela propia debilidad, del propio egoísmo y,
sobre todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la
respuesta a todas estas inquietudes.
En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de
la esperanza.(106)
36. El desafío de las sectas y de los nuevos cultos
La proliferación de sectas y nuevos cultos, así como su difusión,
también entre fieles católicos, constituye un particular desafío al
ministerio pastoral. Hay motivaciones diversas y complejas en el
origen de este fenómeno. De todos modos, el ministerio de los
presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda
— que hoy emerge con particular fuerza — de lo sagrado y de la
verdadera espiritualidad.
En estos últimos años se advierte con evidencia que son eminentemente
pastorales las motivaciones que reclaman al sacerdote como hombre de
Dios y maestro de oración.
Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la comunidad,
confiada a sus cuidados pastorales sea realmente acogedora, de modo
que se evite el anonimato y que nadie sea tratado con indiferencia.
Se trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno
de los fieles y, en modo totalmente particular , sobre el presbítero ,
que es el hombre de la comunión.
Si él sabe acoger con estima y respeto a todos los que se le acerquen,
sabiendo valorar la personalidad de todos, entonces creará un estilo
de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá
gradualmente a toda la comunidad.
Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es
particularmente importante una catequesis madura y completa; este
trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo especial por parte del
sacerdote, a fin de que todos sus fieles conozcan realmente el
significado de la vocación cristiana y de la fe católica. De modo
particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento profundo
de la relación, que existe entre su específica vocación en Cristo y la
pertenencia a Su Iglesia, a la que deben aprender a amar filial y
tenazmente.
Todo esto se realizará si el sacerdote evita, tanto en su vida como en
su ministerio, todo lo que pueda provocar indiferencia, frialdad o
identificación selectiva en relación con la Iglesia.
37. Luces y sombras de la labor ministerial
Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los
sacerdotes de todas las edades desarrollan su ministerio con un
esfuerzo gozoso, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso.
Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces,
los frutos de su labor.
En virtud de este esfuerzo, ellos constituyen hoy un anuncio vivo de
la gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación,
sigue dando un ímpetu siempre nuevo al ejercicio del sagrado
ministerio.
Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan
sombras, que tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a
hacerlo menos creíble al mundo.
El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre
expuesta a la incomprensión y a la marginación; sobre todo hoy día, el
sacerdote sufre con frecuencia la fatiga, la desconfianza, el
aislamiento y la soledad.
Para vencer este desafío, que la mentalidad secularista plantea al
presbítero, éste hará todos los esfuerzos posibles para reservar el
primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y
a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión
con todos y, en primer lugar, con los otros sacerdotes.
Estar con Cristo en la oración
38. La primacía de la vida espiritual.
Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche
de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus
Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los
siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc ó, 12; Jn 17,
15-20). La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt
26, 36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del
Gólgota, manifiesta de modo paradigmático « hasta qué punto nuestro
sacerdocio debe esta profundamente vinculado a la oración, radicado en
la oración ».(107)
Nacidos como fruto de esta oración, los presbíteros mantendrán vivo su
ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta,
evitando descuidarla a causa de las diversas actividades. Para
desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita
tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor,
el único protagonista principal de cada acción pastoral.
39. Medios para la vida espiritual
Tal vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada
presbítero a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de
vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto contribuye a
la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con
Cristo exige respirar un clima de amistad y de encuentro personal con
el Señor Jesús y de servicio a la Iglesia, su Cuerpo, que el
presbítero amará, dándose a ella mediante el servicio ministerial a
cada uno de los fieles.(108)
Por lo tanto, es necesario que el sacerdote organice su vida de
oración de modo que incluya: la celebración diaria de la eucaristía
(109) con una adecuada preparación y acción de gracias; la confesión
frecuente(110) y la dirección espiritual ya practicada en el
Seminario; "' la celebración íntegra y fervorosa de la liturgia de las
horas,(ll2) obligación cotidiana; (113) el examen de conciencia; (114)
la oración mental propiamente dicha; (115) la lectio divina;(116) Los
ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios
y retiros espirituales periódicos; (117) las preciosas expresiones de
devoción mariana como el Rosario; (118) el Via Crucis y otros
ejercicios piadosos; (119) la provechosa lectura hagiográfica. (120)
Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los
presbíteros renuevan en la S. Misa de Jueves Santo, delante del Obispo
y junto con él, las promesas hechas en la ordenación.(l2l)
El cuidado de la vida espiritual se debe sentir como una exigencia
gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de
los fieles que buscan en él — consciente o inconscientemente — al
hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y
prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos
más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza.(l22)
40. Imitar a Cristo que ora
A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la
actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está
expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un
creciente activismo exterior, sometiéndolo a un ritmo a veces
frenético y desolador.
Contra tal tentación no se debe olvidar que la primera intención de
Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que
« estuviesen con él » (Mc 3, 14).
El mismo Hijo de Dios ha querido dejarnos el testimonio de su oración.
De hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo
en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3,21-22), antes de
la llamada de los Apóstoles (Lc 6,12), en la acción de gracias durante
la multiplicación de los panes (Mt14,19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9,
16;Jn 6,11), en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando
sana al sordomudo (Mc 7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes
de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a
orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11,25 ss; Lc 10,21),
al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22,32).
Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al
desierto o al monte a orar (Mc l, 35; 6,46;Lc 5, 16; Mt 4,1; 14, 23),
se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en
oración con Dios (Mt 14,23.25; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).
Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la
agonía (Mt 26,36-44), en la Cruz (Lc 23,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34) el
divino Maestro demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico
y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para siempre e
intercede por nosotros (Hebr 7,25).(l23)
Siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote debe saber mantener —
vivos y frecuentes — los ratos de silencio y de oración, en los que
cultiva y profundiza en el trato existencial con la Persona viva de
Nuestro Señor Jesús.
41. Imitar a la Iglesia que ora
Para permanecer fiel al empeño de « estar con Jesús », hace falta que
el presbítero sepa imitar a la Iglesia que ora.
Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el
sacerdote recuerda la exhortación del evangelio hecha por el obispo el
día de su ordenación: « Por esto, haciendo de la Palabra el objeto
continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que
crees y haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento
al Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen
testimonio de vida, será constructor del templo de Dios, que es la
Iglesia ». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los
sacramentos, y en particular de la Eucaristía: « Sé por lo tanto
consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que celebras
el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de
Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva ». Finalmente, con
respecto a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de
conducirlo al Padre: « Por esto, no ceses nunca de tener la mirada
puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido,
sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido
».(124)
42. La Oración como comunión
Fortalecido por el especial vinculo con el Señor, el presbítero sabrá
afrontar los momentos en que se podría sentir solo entre los hombres;
además, renovará con vigor su trato con Jesús, que en la Eucaristía es
su refugio y su mejor descanso.
Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con
el Padre (cfr. lc 3,21; Mc l, 35), también el presbítero debe ser el
hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios,(125) por
lo que podrá decir con San Ambrosio: « Nunca estoy tan poco solo como
cuando estoy solo » (126)
Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos
para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás,
para suscitar esfuerzo y coparticipación .
La caridad pastoral
43. Manifestación de la caridad de Cristo
La caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz
de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote y —
dado el contexto socio-cultural en el que vive — es instrumento
indispensable para llevar a los hombres a la vida de la gracia.
Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial será una
manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá
expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo a
la grey, que le ha sido confiada.(127)
La asimilación de la caridad pastoral de Cristo — de manera que dé
forma a la propia vida — es una meta, que exige del sacerdote
continuos esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no
conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez par siempre. El
ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta realidad y a dar
testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le quite el peso
de encargos pastorales concretos.
44. Activismo
Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su
significado por un cierto « funcionalismo ». De hecho, no es raro
percibir en algunos sacerdotes la influencia de una mentalidad, que
equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los
aspectos funcionales. Esta concepción reduccionista del ministerio
sacerdotal lleva el peligro de vaciar la vida de los presbíteros y,
con frecuencia, llenarla de formas no conformes al propio ministerio.
El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de su Esposa,
encontrará en la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la
fuerza necesaria para vencer también este peligro.(128)
La predicación de la Palabra
45. Fidelidad a la Palabra
Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar
la Buena Nueva a todos los hombres.
Transmitir la fe es revelar, anunciar y profundizar en la vocación
cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle
el misterio de la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar
con referencia al mismo misterio, como hijo adoptivo en el Hijo.(129)
Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la
Fe, que es la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de
Dios.(130)
En el ministerio del presbítero hay dos exigencias, que son como las
dos caras de una moneda. En primer lugar, está el carácter misionero
de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser
abstracto o estar apartado de la vida de la gente; por el contrario,
debe hacer referencia al sentido de la vida del hombre, de cada hombre
y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que
están delante de la conciencia humana.
Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la
fe de la Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la
vocación del hombre. Esto se debe hacer con un gran sentido de
responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma
importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el
sentido de su existencia.
Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote
también tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite
descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del
predicador; la predicación explícita del misterio de Cristo a los
creyentes, a los no creyentes y a los no cristianos; la catequesis,
que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia y
palabra, que aplica la verdad revelada a la solución de casos
concretos.(131)
La conciencia de la absoluta necesidad de « permanecer » fiel y
anclado en la Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos
discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32), siempre
ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado
respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II.(l32)
Para la sociedad contemporánea, signada por el materialismo práctico y
teórico, por el subjetivismo y el problematicismo, es necesario que se
presente al Evangelio como « poder de Dios para salvar a aquellos que
creen » (Rom 1, 16). Los presbíteros, recodando que « la fe viene de
la predicación, y la predicación de la palabra de Cristo » (Rom 10,
17), empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que
tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los
testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe.(133)
Este ministerio — realizado en la comunión jerárquica — los habilita a
enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial de la
fe de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, « es congregado sobre
todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen el
derecho de buscar en los labios de los sacerdotes ».(134)
Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir « sin doblez y
sin ninguna falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad
delante de Dios » (2 Cor 4, 2). Con madurez responsable, el sacerdote
evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje
divino. Su tarea consiste en « no enseñar su propia sabiduría, sino la
palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la conversión y la
santidad ».(135)
Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de
pensamientos propios, experiencias personales, simples explicaciones
de carácter psicológico,(136) sociológico o filantrópico y tampoco
puede usar excesivamente el encanto de la retórica empleada tanto en
los medios de comunicación social. Se trata de anunciar una Palabra de
l que no se puede disponer porque ha sido dada a la Iglesia a fin de
que la custodie, examine y transmita fielmente(137)
46. Palabra y vida
La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio se debe
concretar siempre más en la pastoral, de manera que, a la luz de la
Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes
en que el sacerdote desempeña su ministerio.
Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero
— en la perspectiva de la fe y de su ministerio — conozca, con
constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje, los
entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de
comunicación y que, en gran parte, condicionan las mentalidades.
Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: « Ay de mi si no
evangelizara! » (1 Cor 9, 16), él sabrá utilizar todos los medios de
transmisión, que le ofrecen la ciencia y la tecnología modernas.
Sin lugar a duda, no depende todo solamente de estos medios o de la
capacidad humana, ya que la gracia divina puede alcanzar su efecto
independientemente del trabajo de los hombres. Sin embargo, en el plan
de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal
privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de
evangelización.
La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío
para el sacerdote. Para los que hoy están fuera o lejos del anuncio de
Cristo, el presbítero sentirá particularmente urgente y actual la
angustiosa pregunta: « Cómo creerán sin haber oído de Él? Y cómo oirán
si nadie les predica? » (Rom 10, 14).
Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente
comprometido a conocer particularmente la Sagrada Escritura por medio
del estudio de una sana exégesis, sobre todo patrística; la Palabra de
Dios será materia de su meditación — que practicará de acuerdo con los
diversos métodos probados por la tradición espiritual de la Iglesia —;
así logrará tener una comprensión de las Sagradas Escrituras animada
por el amor.(138) Con este fin, el presbítero sentirá el deber de
preparar — tanto remota como próximamente la homilía litúrgica con
gran atención a sus contenidos y al equilibrio entre parte expositiva
y práctica, así como a la pedagogía y a la técnica del buen hablar,
llegando incluso hasta la buena dicción por respeto a la dignidad del
acto y de los destinatarios.(139)
47. Palabra y catequesis
La catequesis es una parte destacada de esta misión de evangelización
porque es un instrumento privilegiado de enseñanza y maduración de la
fe.(140)
El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del
mismo, tiene la responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la
actividad catequética de la comunidad, que le ha sido encomendada. Es
importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto orgánico
de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la
catequesis en la propia comunidad con la persona del Obispo, con la
Iglesia particular y con la Iglesia universal.(141)
De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración
y responsabilidad con lo referente a la catequesis — de los miembros
de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica,
respetando el carácter del instituto a que pertenecen; y también de
los fieles laicos,(142) preparados adecuadamente y demostrándoles
agradecimiento y estima por su labor catequética.
Pondrá especial afán en el cuidado de la formación inicial y
permanente de los catequistas. En la medida de lo posible, el
sacerdote debe ser el catequista de los catequistas, formando con
ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como
punto de referencia para los catequizados.
Maestro,(143) y educador en la fe,(144) el sacerdote hará que la
catequesis, especialmente la de los sacramentos, sea una parte
privilegiada en la educación cristiana de la familia, en la enseñanza
religiosa, en la formación de movimientos apostólicos, etc.; y que se
dirija a todas las categorías de fieles: niños, jóvenes, adolescentes,
adultos y ancianos. Sabrá transmitir la enseñanza catequética haciendo
uso de todas las ayudas, medios didácticos e instrumentos de
comunicación, que puedan ser eficaces a fin de que los fieles — de un
modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y condición de vida —
estén en condiciones de aprender más plenamente la doctrina cristiana
y de ponerla en práctica de la manera más conveniente.(145)
Con esta finalidad, el presbítero no dejará de tener como principal
punto de referencia el Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho,
este texto constituye una norma segura y auténtica de la enseñanza de
la Iglesia.(146)
El sacramento de la Eucaristía
48. El misterio eucarístico
Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en la
labor sacerdotal, el núcleo y centro vital es, sin duda, la
Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y eterno sacrificio
de Cristo.(147)
La Eucaristía — memorial sacramental de la muerte y resurrección de
Cristo, representación real y eficaz del único Sacrificio redentor,
fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la evangelización (148)
— es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que « todos los
ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente
trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan ».(149) El presbítero,
consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta así, del
modo más evidente, su identidad.
De hecho, existe una intima unión entre la primacía de la Eucaristía,
la caridad pastoral y la unidad de vida del presbítero: (150) en ella
encuentra las señales decisivas para el itinerario de santidad al que
está específicamente llamado.
Si el presbítero presta a Cristo — Sumo y Eterno Sacerdote — la
inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su
propio ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de
la redención, él deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y
como Él, vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente deberá
aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar
del sacrificio la vida entera como un signo claro del amor gratuito y
providente de Dios.
49. Celebración de la Eucaristía
Es necesario recordar el valor incalculable, que la celebración diaria
de la Santa Misa tiene para el sacerdote, aún cuando no estuviere
presente ningún fiel.(151) Él la vivirá como el momento central de
cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un deseo sincero y
como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. Pondrá
cuidadosa atención para celebrarla con devoción, y participará
íntimamente con la mente y el corazón.
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de
signos e imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que
puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es
importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado
de la limpieza del lugar, del diseño del altar y del sagrario,(152) de
la nobleza de los vasos sagrados, de los ornamentos,(153) del
canto,(154) de la música,(155) del silencio sagrado,(156) etc. Todos
estos elementos pueden contribuir a una mejor participación en el
Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos
aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, la prisa
a, la superficialidad y el desorden , vacían de significado y
debilitan la función de aumentar la fe.(157) El que celebra mal,
manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al
contrario, celebrar bien constituye una primera e importante
catequesis sobre el Santo Sacrificio.
El sacerdote, entonces, al poner todas sus capacidades para ayudar a
que todos los fieles participen vivamente en la celebración
eucarística, debe atenerse al rito establecido en los libros
litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar o
cambiar nada.(158)
Todos los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada,
y los Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el
deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para
que se cumplan fielmente las normas litúrgicas referentes a la
celebración eucarística en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de
los ornamentos sagrados prespcritos por las rúbricas.(159)
50. La adoración eucarística
La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y
piadosa celebración del Sacrificio, sino aún más por la adoración
habitual del Sacramento. El presbítero debe mostrarse modelo de la
grey también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la
meditación asidua que hace — siempre que sea posible — ante Jesús
Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes encargados de la
dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la
adoración en comunidad, y tributen atenciones y honores, mayores que a
cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera
de la Santa Misa. « La fe y el amor por la Eucaristía hacen imposible
que la presencia de Cristo en el sagrario permanezca solitaria ».
(160)
La liturgia de las horas puede ser un momento privilegiado para la
adoración eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a
lo largo de la jornada, del sacrificio de alabanza y acción de
gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental.
En ella, el sacerdote unido a Cristo es la voz de la Iglesia para el
mundo entero. La liturgia de las horas también se celebrará
comunitariamente cuando sea posible, y de una manera oportuna, para
que sea « intérprete y vehículo de la voz universal, que canta la
gloria de Dios y pide la salvación del hombre ».(161)
Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de
canónigos.
Siempre se deberá evitar, tanto en la celebración comunitaria como en
la individual, reducirla al mero « deber » mecánico de una simple y
rápida lectura sin la necesaria atención al sentido del texto.
Sacramento de la penitencia
51. Ministro de la reconciliación.
El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la
resurrección, que se da a los Apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo;
a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se
los retuviereis, les serán retenidos » (Jn 20, 22-23). Cristo confió
la obra de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a sus
Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión. Los
sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del
sacramento de la reconciliación.(162) Como Cristo, son enviados a
convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre.
La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y
con todos sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto,
ésta se rejuvenece y se construye en todas sus dimensiones: universal,
diocesana y parroquial.
A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado muy
extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar
con gozo y dedicación el ministerio de la formación de la conciencia,
del perdón y de la paz.
Conviene que él, en cierto sentido, sepa identificarse con este
sacramento y — asumiendo la actitud de Cristo — se incline con
misericordia, como buen samaritano, sobre la humanidad herida y
muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la
Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar.(164)
52. Dedicación al ministerio de la Reconciliación
El presbítero deberá dedicar tiempo y energía para escuchar las
confesiones de los fieles, tanto por su oficio (165) como por la
ordenación sacramental, pues los cristianos — como demuestra la
experiencia — acuden con gusto a recibir este Sacramento, allí donde
saben que hay sacerdotes disponibles. Esto se aplica a todas partes,
pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a
los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y
responsable con los sacerdotes religiosos y los ancianos.
Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve
el valor de la confesión individual y la absolución personal e íntegra
de los pecados en el coloquio directo con el confesor.(166) La
confesión y la absolución colectiva se reserva sólo para casos
extraordinarios contemplados en las disposiciones vigentes y con las
condiciones requeridas.(167) El confesor tendrá oportunidad de
iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que, aunque
breves, serán apropiadas para su situación concreta. Éstas ayudarán a
la renovada orientación personal hacia la conversión e influirán
profundamente en su camino espiritual, también a través de una
satisfacción oportuna.(168)
En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la
Reconciliación a nivel sacramental, superando el peligro de reducirla
a una actividad puramente psicológica o de simple formalidad.
Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la
disciplina vigente acerca del lugar y la sede para las
confesiones.(169)
53. La necesidad de confesarse
Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar
sus propios pecados y debilidades. É1 es el primero en saber que la
práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad
hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la
belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento
ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta
experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición
para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación.
En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que
también sus sacerdotes se confiesan con regularidad: (170) a Toda la
existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si viene a
faltarle por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico,
inspirado por auténtica fe y devoción, al Sacramento de la Penitencia.
En un sacerdote que no se confesara más o se confesara mal, su ser
sacerdotal y su hacer sacerdotal se resentirán muy rápidamente, y
también la comunidad, de la cual es pastor, se daría cuenta ».
54. La dirección espiritual para sí mismo y para los otros
De manera paralela al Sacramento de la Reconciliación, el presbítero
no dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual. El
descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos
distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio
grande para la Iglesia en el tiempo presente.(172) La actitud generosa
y activa de los presbíteros al practicarla constituye también una
ocasión importante para individualizar y sostener la vocación al
sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.
Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es
necesario que los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección
espiritual. Al poner la formación de sus almas en las manos de un
hermano sabio, madurarán — desde los primeros pasos de su ministerio —
la conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de
la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz
medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros
tendrán plena libertad en la elección de la persona a la que confiarán
la dirección de la propia vida espiritual.
Guía de la comunidad
55. Sacerdote para la comunidad
El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio,
además de aquéllos ya analizados. Se trata del desvelo por la vida de
la comunidad, que le ha sido confiada, y que se manifiesta sobre todo
en el testimonio de la caridad.
Pastor de la comunidad, el sacerdote existe y vive para ella; por ella
reza, estudia, trabaja y se sacrifica. Estará dispuesto a dar la vida
por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo su amor
y su afecto,(173) dedicándose — con todas sus fuerzas y sin limite de
tiempo — a configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo,
siempre más hermosa y digna de la complacencia del Padre y del amor
del Espíritu Santo.
Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará
de manera que guíe su comunidad sirviendo con abnegación a todos y
cada uno de sus miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la
verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad evangélica
de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las
heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad.(174)
Este conjunto de atenciones, delicadas y complejas, además de
garantizar un testimonio de caridad siempre más transparente y eficaz,
manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el
presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la
actualización de la comunión con Dios, con Cristo y con la
Iglesia.(175)
56 Sentir con la Iglesia
Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también
atento para conocer los signos de los tiempos: desde aquellos amplios
y profundos que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la
historia de los hombres, hasta aquellos otros más próximos a la
situación concreta de cada comunidad.
Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada
puesta al día en el estudio de los problemas teológicos y pastorales,
en el ejercicio de una sabia reflexión sobre los datos sociales,
culturales y científicos, que caracterizan nuestro tiempo.
En el desarrollo de su ministerio, los presbíteros sabrán traducir
esta exigencia en una constante y sincera actitud para sentir con la
Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo de la
comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el
sacerdocio, así como con los fieles consagrados por medio de la
profesión de los votos evangélicos y con los fieles laicos.
Éstos mismos, por otro lado, podrán requerir — en la forma adecuada y
teniendo en cuenta la capacidad de cada uno — la cooperación de los
fieles consagrados y de los fieles laicos, en el ejercicio de su
actividad.
Celibato sacerdotal
57. Firme voluntad de la Iglesia
La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y
pastorales, que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e
iluminada por el testimonio, que confirma también hoy — a pesar de los
dolorosos casos negativos — la validez espiritual y evangélica en
tantas existencias sacerdotales , ha confirmado, en el Concilio
Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio, la «
firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente
escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en
el rito latino ».(176)
El celibato, en efecto, es un don, que la Iglesia ha recibido y quiere
custodiar, convencida de que éste es un bien para si misma y para el
mundo.
58. Motivo teológico- espiritual del celibato
Como todo valor evangélico, también el celibato debe ser vivido como
una novedad liberadora, como testimonio de radicalidad en el
seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica. « No
todos pueden entenderlo, sino sólo aquellos a los que les ha sido
concedido. Existen, en efecto, eunucos que han nacido así del vientre
de su madre; otros han sido hechos eunucos por los hombres y hay
también algunos, que se han hecho eunucos por el Reino de los cielos.
El que pueda entender, que entienda » (Mt 19, 10-12).(177).
Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es
particularmente importante que el sacerdote entienda desde la
formación del seminario la motivación teológica y espiritual de la
disciplina sobre el celibato. (178) Éste, como don y carisma
particular de Dios, requiere la observancia de la castidad y, por
tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los
cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a
Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio
de Dios y de los hombres. (179).
La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del
sujeto expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la
Iglesia, la cual encuentra su razón última en el estrecho vínculo, que
el celibato tiene con la sagrada ordenación, que configura al
sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia.(180)
La carta a los Efesios (cf 5, 25-27) pone en estrecha relación la
oblación sacerdotal de Cristo (cf 5, 25) con la santificación de la
Iglesia (cf 5, 26), amada con amor esponsal. Insertado
sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de Cristo por la
Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con su compromiso de
celibato dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente de eficacia
pastoral.
El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el
ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una
institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del
Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad (181)
después de una preparación que dura varios años, de una profunda
reflexión y oración asidua. Una vez que ha llegado a la firme
convicción de que Cristo le concede este don por el bien de la Iglesia
y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la
vida, reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hecho
durante el rito de la ordenación diaconal. (182)
Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el
carisma del celibato, mostrando cómo éste está en íntima conexión con
el ministerio sagrado — en su doble dimensión de relación con Cristo y
con la Iglesia — y, por otro, la libertad de aquél, que lo asume.(183)
El presbítero, entonces, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso
título,(184) debe ser bien consciente de que ha recibido un don,
sancionado por un preciso vínculo jurídico, del que deriva la
obligación moral de la observancia. Este vínculo, asumido libremente,
tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de
aquella realidad esponsal, que se realiza en la ordenación
sacramental. Con ésta, el sacerdote adquiere también esta paternidad
espiritual — pero real — que tiene dimensión universal y que, de modo
particular, se concreta con respecto a la comunidad, que le ha sido
confiada. (185)
59. Ejemplo de Jesús
El celibato, así entendido, es entrega de sí mismo « en » y « con »
Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia
« en » y « con » el Señor.(186) Se permanecería en una continua
inmadurez si el celibato fuese vivido como « un tributo, que se paga
al Señor » para acceder a las sagradas Ordenes, y no más bien como «
un don, que se recibe de su misericordia »,(187) como elección de
libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y
por los hombres.
El ejemplo es el Señor mismo quien, yendo en contra de la que se puede
considerar la cultura dominante de su tiempo, ha elegido libremente
vivir célibe. En su seguimiento, sus discípulos han dejado « todo »
para cumplir la misión, que les había sido confiada (Lc 18, 28-30).
Por tal motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido
conservar el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha
tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado entre los célibes
(cf 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 1 Tim 3, 2-12; 5,9; Tit 1, 6-8).(l88)
60. Dificultades y objeciones.
En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión del
hombre carente de valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido
pleno, positivo y liberador a la sexualidad humana, aparece con
frecuencia el interrogante sobre el valor del celibato sacerdotal o,
por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su
profunda sintonía con el sacerdocio ministerial
Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo
de los siglos, la decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias
Orientales de conferir el sacerdocio ministerial sólo a aquellos
hombres que han recibido de Dios el don de la castidad en el celibato.
La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio
a hombres casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de
hecho, las mismas Iglesias Orientales exigen el celibato de los
Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no permiten
sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y
solamente, de la ordenación de hombres, que ya estaban casados.
Las dificultades, que algunos presentan hoy,(189) se fundan a menudo
en argumentos pretenciosos, como, por ejemplo, la acusación de
espiritualismo desencarnado, o que la continencia comporte
desconfianza o desprecio hacia la sexualidad, o también buscan motivo
al considerar los casos difíciles y dolorosos, o del mismo modo
generalizan casos particulares. Se olvida, por el contrario, el
testimonio ofrecido por la inmensa mayoría de los sacerdotes, que
viven el propio celibato con libertad interior, con ricas motivaciones
evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida
y alegre fidelidad a la propia vocación y misión.
Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de
sereno equilibrio y de progreso espiritual, deben ser puestas en
práctica todas aquellas medidas que alejan al sacerdote de toda
posible dificultad.(190)
Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la
debida prudencia en las relaciones con las personas cuya proximidad
puede poner en peligro la fidelidad a este don, e incluso suscitar el
escándalo de los fieles. (191) En los casos particulares se debe
someter al juicio del Obispo, que tiene la obligación de impartir
normas precisas sobre esta materia.(192)
Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas, que han
sido garantizadas por la experiencia de la Iglesia, y que son ahora
más necesarias debido a las circunstancias actuales, por las cuales
prudentemente evitarán frecuentar lugares y asistir a espectáculos, o
realizar lecturas, que pueden poner en peligro la observancia de la
castidad en el celibato. (193) En el hacer uso de los medios de
comunicación social, como agentes o como usufructuarios, observen la
necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar la vocación.
Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado
permisivismo sexual, éstos deberán encontrar en la comunión con Cristo
y con la Iglesia, y en la devoción a Santa María Virgen, así como en
la consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los
tiempos, la fuerza necesaria para superar las dificultades, que
encuentran en su camino y para actuar con aquella madurez, que los
hace creíbles ante el mundo.(194)
La obediencia
61. Fundamento de la obediencia
La obediencia es un valor sacerdotal de primordial importancia. El
mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor
salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del
Padre. Él fue « obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz » (Fil 2,
8). La carta a los Hebreos subraya también que Jesús « con lo que
padeció experimentó la obediencia » (Hebr 5, 8). Se puede decir, por
tanto, que la obediencia al Padre está en el mismo corazón del
Sacerdocio de Cristo.
Al igual que para Cristo, también para el presbítero la obediencia
expresa la voluntad de Dios, que le es manifestada por medio de los
Superiores. Esta disponibilidad debe ser entendida como una verdadera
actuación de la libertad personal, consecuencia de una elección
madurada constantemente en la presencia de Dios en la oración. La
virtud de la obediencia, intrínsecamente requerida por el sacramento y
por la estructura jerárquica de la Iglesia, es claramente prometida
por el clérigo, primeramente en el rito de la ordenación diaconal y,
después, en el de la ordenación presbiteral. Con ésta el presbítero
refuerza su voluntad de sumisión, entrando de este modo en la dinámica
de la obediencia de Cristo, que se ha hecho Siervo obediente hasta la
muerte de Cruz (cf Fil 2, 7-8).(195)
En la cultura contemporánea se subraya el valor de la subjetividad y
de la autonomía de cada persona, como algo intrínseco a la propia
dignidad. Este valor, en sí mismo positivo, cuando es absolutizado y
exigido fuera de su justo contexto, adquiere un valor negativo.(196)
Esto puede manifestarse también en el ámbito eclesial y en la misma
vida del sacerdote, si la fe, la vida cristiana y la actividad
desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas a un hecho
puramente subjetivo.
El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al
servicio de Cristo y de la Iglesia. Éste, por tanto, se pondrá en
disposición de acoger cuanto le es indicado justamente por los
Superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y
cumplir fielmente el encargo, que le ha sido confiado por su
Ordinario.(197)
62. Obediencia Jerárquica
El presbítero tiene una « obligación especial de respeto y obediencia
» al Sumo Pontífice y al propio Ordinario.(198) En virtud de la
pertenencia a un determinado presbiterio, él está dedicado al servicio
de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el
Obispo;(199) éste último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria,
propia e inmediata, necesaria para el ejercicio de su oficio
pastoral.(200) La subordinación jerárquica requerida por el sacramento
del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en
referencia al propio Obispo y al Romano Pontífice; éste último tiene
el primado (principatus) de la potestad ordinaria sobre todas las
Iglesias particulares.(201)
La obligación de adherir al Magisterio en materia de fe y de moral
está intrínsecamente ligada a todas las funciones, que el sacerdote
debe desarrollar en la Iglesia. El disentir en este campo debe
considerarse algo grave, en cuanto que produce escándalo y
desorientación entre los fieles.
Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la
Iglesia tiene necesidad de normas: ya que su estructura jerárquica y
orgánica es visible, el ejercicio de las funciones divinamente
confiadas a Ella — especialmente la de guía y la de celebración de los
sacramentos —, debe ser organizado adecuadamente.(202)
En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume
generosamente el compromiso de observar fielmente todas y cada una de
las normas, evitando toda forma de adhesión parcial según criterios
subjetivos, que crean división y repercuten—con notable daño pastoral
— sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto, « las
leyes canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia » y
requieren que « todo lo que sea mandado por la cabeza, sea observado
por los miembros ».(203)
Con la obediencia a la Autoridad constituida, el sacerdote — entre
otras cosas — favorecerá la mutua caridad dentro del presbiterio, y
fomentará la unidad, que tiene su fundamento en la verdad.
63. Autoridad ejercitada con caridad
Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda alimentar la
comunión eclesial, todos los que han sido constituidos en autoridad —
los Ordinarios, los Superiores religiosos, los Moderadores de
Sociedades de vida apostólica —, además de ofrecer el necesario y
constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio
carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo con el
modo y en el momento oportuno — la adhesión a todas las disposiciones
en el ámbito magisterial y disciplinar. (204)
Tal adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que
estimula la madura espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir
una postura pastoral serena y equilibrada, creando una armonía en la
que la capacidad personal se funde en una superior unidad.
64. Respeto de las normas litúrgicas
Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes, merece
la pena que se ponga en evidencia el del respeto convencido de las
normas litúrgicas.
La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo,(205) « la
cumbre hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza ».(206) Ella
constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular
conciencia de ser ministro y de obedecer fielmente a la Iglesia. «
Regular la sagrada liturgia compete únicamente a la autoridad de la
Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según norma de derecho,
en el Obispo ».(207) El sacerdote, por tanto, en tal materia no
añadirá, quitará o cambiará nada por propia iniciativa.(208)
Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por
excelencia actos de Cristo y de la Iglesia, y que el sacerdote
administra en la persona de Cristo y en nombre de la Iglesia, para el
bien de los fieles.(209) Éstos tienen verdadero derecho a participar
en las celebraciones litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no
según los gustos personales de cada ministro, ni tampoco según
particularismos rituales no aprobados, expresiones de grupos, que
tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.
65. Unidad en los planes pastorales
Es necesario que los sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no
sólo participen responsablemente en la definición de los planes
pastorales, que el Obispo — con la colaboración del Consejo
Presbiteral (210) — determina, sino que además armonicen con éstos las
realizaciones prácticas en la propia comunidad.
La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez
de los presbíteros, no sólo no serán suprimidos, sino que podrán ser
adecuadamente valorados en beneficio de la fecundidad pastoral. Tomar
caminos diversos en este campo puede significar, de hecho, el
debilitamiento de la misma obra de evangelización.
66. Obligación del traje eclesiástico
En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde
tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades
sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de
que el presbítero — hombre de Dios, dispensador de Sus misterios — sea
reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que
lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del
que desempeña un ministerio público.(211) El presbítero debe ser
reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un
modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente
perceptible por todo fiel—más aún, por todo hombre (212) — su
identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia.
Por esta razón, el clérigo debe llevar « un traje eclesiástico
decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y
según las legitimas costumbres locales ».(213) El traje, cuando es
distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los
laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio. La
forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal,
siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal.
Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis
contrarias no se pueden considerar legitimas costumbres y deben ser
removidas por la autoridad competente .(214)
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el
traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso
sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al
servicio de la Iglesia.(215)
Espíritu sacerdotal de pobreza
67. Pobreza como disponibilidad.
La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo
rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su
pobreza (cf 2 Cor 8, 9).
La carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse
de si mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el ministerio
pastoral. Dice San Pablo que Jesús no consideró « un bien codiciable
el ser igual a Dios, sino que se humilló a Sí mismo tomando forma de
Siervo » (Fil 2, 6-7). En verdad, difícilmente el sacerdote podrá ser
verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente
preocupado por su comodidad y por un bienestar excesivo.
A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido
todo del Padre desde la eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta
la ofrenda total de su vida.
El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con
Él en la libertad interior ante todos los bienes y riquezas del
mundo.(216) El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la
verdadera riqueza es conseguir la vida eterna: « De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero, si después pierde la propia alma? Y qué
podría dar el hombre a cambio de su alma? » (Mc 8, 36-37).
El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cf Núm 18, 20),
sabe que su misión — como la de la Iglesia — se desarrolla en medio
del mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios
para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha
de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, recta intención,
moderación y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su
tesoro en los Cielos; es consciente, en fin, de que todo debe ser
usado para la edificación del Reino de Dios,(217) y por ello se
abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio (Lc 10,
7; Mt 10, 9-10; 1 Cor 9, 14; 1 Gal 6, 6).(218)
Recordando que el don, que ha recibido, es gratuito, ha de estar
dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25); (219) Y a
emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que
recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto
sustento y de haber cumplido los deberes del propio estado.(220)
El presbítero — si bien no asume la pobreza con una promesa pública —
está obligado a llevar una vida sencilla; por tanto, se abstendrá de
todo lo que huela a vanidad; (221) abrazará, pues, la pobreza
voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca.(222) En
todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el
presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo.(223)
Amigo de los más pobres, él reservará a ellos las más delicadas
atenciones de su caridad pastoral, con una opción preferencial por
todas las formas de pobreza — viejas y nuevas —, que están
trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la
primera miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado,
raíz última de todos los males.
Devoción a María
68. Las virtudes de la madre
Existe una « relación esencial ( ... ) entre la Madre de Jesús y el
sacerdocio de los ministros del Hijo », que deriva de la relación que
hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio de
Cristo.(224)
En dicha relación está radica da la espiritualidad mariana de todo
presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse
completa si no toma seriamente en consideración el testamento de
Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo
predilecto y, a través de él, a todos los sacerdotes, que han sido
llamados a continuar Su obra de redención.
Como a Juan al pie de la Cruz, así es confiada María a cada
presbítero, como Madre de modo especial (cf Jn 19, 26-27).
Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por
Jesús crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a
su Madre: será Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y
de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre,
que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a
la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos.
Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora
eminente de su sacerdocio: ya que Ella es quien sabe modelar el
corazón sacerdotal; la Virgen, pues, sabe y quiere proteger a los
sacerdotes de los peligros, cansancios y desánimos: Ella vela, con
solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría,
edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cf Lc 2, 40).
No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la
Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un
ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de
caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia.(225)
Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la Virgen representa
a la Iglesia del modo más puro, « sin mancha ni arruga », totalmente «
santa e inmaculada » (Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima
Virgen pone siempre ante la mirada del presbítero el ideal al que ha
de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para que
también ésta última sea « Iglesia totalmente gloriosa » (ibid.)
mediante el don sacerdotal de la propia vida.
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Capitulo III
FORMACION PERMANENTE
69. Necesidad actual de la formación permanente
La formación permanente es una exigencia, que nace y se desarrolla a
partir de la recepción del sacramento del Orden, con el cual el
sacerdote no es sólo « consagrado » por el Padre, « enviado » por el
Hijo, sino también « animado » por el Espíritu Santo. Esta exigencia,
por tanto, surge de la gracia, que libera una fuerza sobrenatural,
destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre más amplio y
profundo toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al
don recibido: « Te recuerdo — escribe S. Pablo a Timoteo — de reavivar
el don de Dios, que está en ti » (2 Tim 1, 6).
Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino,(226) que
debe ser continuamente « vivificado » para que el presbítero pueda
responder adecuadamente a su vocación. Él, en cuanto hombre situado
históricamente, tiene necesidad de perfeccionarse en todos los
aspectos de su existencia humana y espiritual para poder alcanzar
aquella conformación con Cristo, que es el principio unificador de
todas las cosas.
Las rápidas y difundidas transformaciones y un tejido social
frecuentemente secularizado, típicos del mundo contemporáneo, son
otros factores, que hacen absolutamente ineludible el deber del
presbítero de estar adecuadamente preparado, para no perder la propia
identidad y para responder a las necesidades de la nueva
evangelización. A este grave deber corresponde un preciso derecho de
parte de los fieles, sobre los cuales recaen positivamente los efectos
de la buena formación y de la santidad de los sacerdotes.(227)
70. Continuo trabajo sobre sí mismos
La vida espiritual del sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a
aquel continuo trabajo sobre sí mismos, que permite profundizar y
recoger en armónica síntesis tanto la formación espiritual, como la
humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe iniciar
desde el tiempo del seminario, debe ser favorecido por los Obispos a
todos los niveles: nacional, regional y, principalmente, diocesano.
Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las
Conferencias Episcopales actualmente empeñadas en prometedoras
iniciativas para dar una verdadera formación permanente a los propios
sacerdotes. Es de desear que todas las Diócesis puedan dar respuesta a
esta necesidad. De todos modos, donde esto no fuera momentáneamente
posible, es aconsejable que ellas se pongan de acuerdo entre sí, o
tomen contacto con instituciones o personas especialmente preparadas
para desempeñar una tarea tan delicada.(225)
71. Instrumento de santificación
La formación permanente es un medio necesario para que el presbítero
de hoy alcance el fin de su vocación, que es el servicio de Dios y de
su Pueblo.
Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los
sacerdotes a dar una respuesta generosa en el empeño requerido por la
dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado por medio del
sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica
identidad y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás
mediante el ejercicio del ministerio.
Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo
entre espiritualidad y ministerio, origen profundo de ciertas crisis.
Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, deben
ser descubiertos y analizados los criterios generales sobre los que se
debe estructurar la formación permanente de los presbíteros.
Tales criterios o principios generales de organización deben ser
pensados a partir de la finalidad, que se han propuesto o, mejor
dicho, deben ser buscados en ella.
72. Impartida por la Iglesia
La formación permanente es un derecho y un deber del presbítero e
impartirla es un derecho y un deber de la Iglesia. Por tanto, así lo
establece la ley universal.(229) En efecto, como la vocación al
ministerio sagrado se recibe en la Iglesia, solamente a Ella le
compete impartir la específica formación, según la responsabilidad
propia de tal ministerio. La formación permanente, por tanto, siendo
una actividad unida al ejercicio del sacerdocio ministerial, pertenece
a la responsabilidad del Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por
tanto, el deber y el derecho de continuar formando a sus ministros,
ayudándolos a progresar en la respuesta generosa al don, que Dios les
ha concedido.
A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don, que
recibió en la ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por
parte de la Iglesia para realizar eficaz y santamente su servicio.
73. Formación permanente
La actividad de formación se basa sobre una exigencia dinámica,
intrínseca al carisma ministerial, que es en sí mismo permanente e
irreversible. Aquella, por tanto, no puede nunca considerarse
terminada, ni por parte de la Iglesia, que la da, ni por parte del
ministro, que la recibe. Es necesario, entonces, que sea pensada y
desarrollada de modo que todos los presbíteros puedan recibirla
siempre, teniendo en cuenta las posibilidades y características, que
se relacionan con el cambio de la edad, de la condición de vida y de
las tareas confiadas.(230)
74. Completa.
Tal formación debe comprender y armonizar todas las dimensiones de la
vida sacerdotal; es decir, debe tender a ayudar a cada presbítero: a
desarrollar una personalidad humana madurada en el espíritu de
servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo recibido; a estar
intelectualmente preparado en las ciencias teológicas y también en las
humanas en cuanto relacionadas con el propio ministerio, de manera que
desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a poseer
una vida espiritual profunda, nutrida por la intimidad con Jesucristo
y del amor por la Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño
y dedicación.
En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual,
intelectual, pastoral, sistemática y personalizada.
75. Humana.
Esta formación es extremadamente importante en el mundo de hoy como,
por otra parte, siempre lo ha sido. El presbítero no debe olvidar que
es un hombre elegido entre los demás hombres para estar al servicio
del hombre.
Para santificarse y para conseguir resultados en su misión sacerdotal,
deberá presentarse con un bagaje de virtudes humanas, que lo hagan
digno de la estima de sus hermanos.
En particular, deberá practicar la bondad de corazón, la paciencia, la
amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el
equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las
obligaciones libremente asumidas, etc.(231)
También es importante que el sacerdote reflexione sobre su
comportamiento social, sobre la corrección en las variadas formas de
relaciones humanas, sobre los valores de la amistad, sobre el señorío
del trato, etc.
76. Espiritual
Teniendo presente cuanto ya ha sido ampliamente expuesto acerca de la
vida espiritual, sólo se presentarán algunos medios prácticos de
formación.
Sería necesario, en primer lugar, profundizar en los aspectos
principales de la existencia sacerdotal haciendo referencia, en
particular, a la enseñanza bíblica, patrística y hagiográfica, en la
cual el presbítero debe estar continuamente al día, no sólo mediante
la lectura de buenos libros, sino también participando en cursos de
estudio, congresos, etc.(232)
Algunas sesiones particulares podrían estar dedicadas al cuidado de la
celebración de los Sacramentos, así como también al estudio de
cuestiones de espiritualidad, tales como las virtudes cristianas y
humanas, el modo de rezar, la relación entre la vida espiritual y el
ministerio litúrgico, etc.
Más concretamente, es deseable que cada presbítero, quizás con ocasión
de los periódicos ejercicios espirituales, elabore un proyecto
concreto de vida personal — a ser posible de acuerdo con el propio
director espiritual — para el cual se señalan algunos puntos: 1)
meditación diaria sobre la Palabra o sobre un misterio de la fe; 2)
encuentro diario y personal con Jesús en la Eucaristía, además de la
devota celebración de la Santa Misa; 3) devoción mariana (rosario,
consagración o acto de abandono, coloquio intimo); 4) momento de
formación doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado
empeño sobre la puesta en práctica de las indicaciones del propio
Obispo y de la propia convicción en el modo de adherirse al Magisterio
y a la disciplina eclesiástica; 7) cuidado de la comunión y de la
amistad sacerdotal.
77. Intelectual
Teniendo en cuenta la gran influencia que las corrientes
humanístico-filosóficas tienen en la cultura moderna, así como también
el hecho de que algunos presbíteros no han recibido la adecuada
preparación en tales disciplinas, quizás también porque provengan de
orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que, en los
encuentros, estén presentes los temas más relevantes de carácter
humanístico y filosófico o que, en cualquier caso, « tengan una
relación con las ciencias sagradas, particularmente en cuanto pueden
ser útiles en el ejercicio del ministerio pastoral ». (233) Estas
temáticas constituyen también una valiosa ayuda para tratar
correctamente los principales argumentos de teología fundamental,
dogmática y moral, de Sagrada Escritura, de liturgia, de derecho
canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de
estas materias no debe ser problemática, ni solamente teórica o
informativa, sino que debe llevar a la auténtica formación, es decir,
a la oración, a la comunión y a la acción pastoral.
Debe hacerse de tal manera que, en los encuentros sacerdotales, los
documentos del Magisterio sean profundizados comunitariamente, bajo
una guía autorizada, de modo que se facilite en la pastoral diocesana
la unidad de interpretación y de praxis que tanto beneficia a la obra
de la evangelización.
Debe darse particular importancia, en la formación intelectual, al
tratamiento de temas, que hoy tienen mayor relevancia en el debate
cultural y en la praxis pastoral, como, por ejemplo, aquellos
relativos a la ética social, a la bioética, etc.
Un tratamiento especial debe ser reservado a los problemas presentados
por el progreso científico, particularmente influyentes sobre la
mentalidad y la vida de los hombres contemporáneos. Los presbíteros no
deberán eximirse de mantenerse adecuadamente actualizados y preparados
para responder a las preguntas, que la ciencia puede presentar en su
progreso, no dejando de consultar a expertos preparados y seguros.
Es del mayor interés estudiar, profundizar y difundir la doctrina
social de la Iglesia. Siguiendo el empuje de la enseñanza magisterial,
es necesario que el interés de todos los sacerdotes — y, a través de
ellos, de todos los fieles — en favor de los necesitados no quede a
nivel de piadoso deseo, sino que se concrete en un empeño de la propia
vida. « Hoy más que nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje
social encontrará credibilidad por el testimonio de las obras, antes
que por su coherencia y lógica interna » (234)
Una exigencia imprescindible para la formación intelectual de los
sacerdotes es el conocimiento y la utilización, en su actividad
ministerial, de los medios de comunicación social. Éstos, si están
bien utilizados, constituyen un providencial instrumento de
evangelización, pudiendo llegar no sólo a una gran cantidad de fieles
y de alejados, sino también incidir profundamente sobre su mentalidad
y sobre su modo de actuar.
A tal efecto, seria oportuno que el Obispo o la misma Conferencia
Episcopal preparasen programas e instrumentos técnicos adecuados a
este fin.
78. Pastoral
Para una adecuada formación pastoral es necesario realizar encuentros,
que tengan como objetivo principal la reflexión sobre el plan pastoral
de la Diócesis. En ellos, no debería faltar tampoco el estudio de
todas las cuestiones relacionadas con la vida y la práctica pastoral
de los presbíteros como, por ejemplo, la moral fundamental, la ética
en la vi da profesional y social, etc.
Deberá prestarse especial atención a conocer la vida y la
espiritualidad de los diáconos permanentes — donde existan —, de los
religiosos y religiosas, así como también de los fieles laicos.
Otros temas a tratar, particularmente útiles, pueden ser los
relacionados con la catequesis, la familia, las vocaciones
sacerdotales y religiosas, los jóvenes, los ancianos, los enfermos, el
ecumenismo, los « alejados », etc.
Es muy importante para la pastoral, en las actuales circunstancias,
organizar ciclos especiales para profundizar y asimilar el Catecismo
de la Iglesia Católica,que — de modo especial para los sacerdotes —
constituye un precioso instrumento de formación tanto para la
predicación como, en general, para la obra de evangelización.
79. Sistemática
Para que la formación permanente sea completa, es necesario que esté
estructurada « no como algo, que sucede de vez en cuando, sino como
una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla en etapas y
se reviste de modalidades precisas » (235) Esto comporta la necesidad
de crear una cierta estructura organizativa, que establezca
oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su
concreta y adecuada realización.
Tal organización debe estar acompañada por el hábito del estudio
personal, ya que también resultarían de escasa utilidad los cursos
periódicos si no estuvieran acompañados de la aplicación al
estudio.(236)
80. Personalizada
Si bien es impartida a todos, la formación permanente tiene como
objetivo directo el servicio a cada uno de aquellos, que la reciben.
De este modo, junto con los medios colectivos o comunes, deben existir
además todos los demás medios, que tienden a concretar la formación de
cada uno.
Por esta razón debe ser favorecida, sobre todo entre los responsables
directos, la conciencia de tener que llegar a cada sacerdote
personalmente, haciéndose cargo de cada uno, no contentándose con
poner a disposición de todos las distintas oportunidades.
A su vez, cada presbítero debe sentirse animado, con la palabra y el
ejemplo de su Obispo y de sus hermanos en el sacerdocio, a asumir la
responsabilidad de la propia formación, siendo el primer formador de
sí mismo.(237)
Organización y medios
81. Encuentros sacerdotales
El itinerario de los encuentros sacerdotales debe tener la
característica de la unidad y del progreso por etapas.
Tal unidad debe apuntar a la conformación con Cristo, de modo que la
verdad de fe, la vida espiritual y la actividad ministerial lleven a
la progresiva maduración de todo el presbiterio.
El camino formativo unitario está marcado por etapas bien definidas.
Esto exigirá una específica atención a las diversas edades de los
presbíteros, no descuidando ninguna, como también una verificación de
las etapas ya cumplidas, con la advertencia de acordar entre ellos los
caminos formativos comunitarios con los personales, sin los cuales los
primeros no podrían surtir efecto.
Los encuentros de los sacerdotes deben considerarse necesarios para
crecer en la comunión, para una toma de conciencia cada vez mayor y
para un adecuado examen de los problemas propios de cada edad.
Acerca de los contenidos de tales reuniones, se pueden tomar los temas
eventualmente propuestos por las Conferencias Episcopales nacionales y
regionales. En todo caso, es necesario que éstos sean establecidos en
un preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser posible, se
actualice cada año.(238)
Su organización y desarrollo podrán ser prudentemente confiados por el
Obispo a Facultades o Institutos teológicos y pastorales, al
Seminario, a organismos o federaciones empeñadas en la formación
sacerdotal,(239) o a algún otro Centro o Instituto que, según las
posibilidades y la oportunidad, podrá ser diocesano, regional o
nacional. En todo caso debe quedar garantizada la correspondencia a
las exigencias de ortodoxia doctrinal, de fidelidad al Magisterio y a
la disciplina eclesiástica, la competencia científica y el adecuado
conocimiento de las reales situaciones pastorales.
82. Año Pastoral
Será responsabilidad del Obispo, también a través de eventuales
cooperaciones prudentemente elegidas, proveer para que en el año
sucesivo a la ordenación presbiteral o a la diaconal, sea programado
un año llamado pastoral. Esto facilitará el paso de la indispensable
vida propia del seminario al ejercicio del sagrado ministerio,
procediendo gradualmente, facilitando una progresiva y armónica
maduración humana y específicamente sacerdotal.(240)
Durante el curso de este año, será conveniente evitar que los nuevos
ordenados sean colocados en situaciones excesivamente gravosas o
delicadas, así como también se deberán evitar destinos en los cuales
éstos se encuentren actuando lejos de sus hermanos. Es más, sería
conveniente, en la medida de las posibilidades, favorecer alguna
oportuna forma de vida en común.
Este período de formación podría transcurrir en una residencia
destinada a propósito para este fin (Casa del Clero) o en un lugar,
que pueda constituir un preciso y sereno punto de referencia para
todos los sacerdotes, que están en las primeras experiencias
pastorales. Esto facilitará el coloquio y el diálogo con el Obispo y
con los hermanos, la oración en común (Liturgia de las Horas,
concelebración y adoración eucarística, Santo Rosario, etc.), el
intercambio de experiencias, el animarse recíprocamente, el florecer
de buenas relaciones de amistad.
Sería oportuno que el Obispo enviase a los nuevos sacerdotes con
hermanos de vida ejemplar y celo pastoral. La primera destinación, no
obstante las frecuentemente graves urgencias pastorales, debería
responder, sobre todo, a la exigencia de encaminar correctamente a los
jóvenes presbíteros. El sacrificio de un año podrá entonces ser más
fructuoso para el futuro.
No es superfluo subrayar el hecho de que este año, delicado y
precioso, deberá favorecer la plena maduración del conocimiento entre
el presbítero y su Obispo, que, comenzada en el Seminario, debe
convertirse en una auténtica relación de hijo con su padre.
en lo que se refiere a la parte intelectual, este año no deberá ser
tanto un período de aprendizaje de nuevas materias, sino más bien de
profunda asimilación e interiorización de lo que ha sido estudiado en
los cursos institucionales. De este modo se favorecerá la formación de
una mentalidad capaz de valorar los particulares a la luz del plan de
Dios.(241)
En este contexto, podrán oportunamente estructurarse lecciones y
seminarios de praxis de la confesión, de liturgia, de catequesis y de
predicación, de derecho canónico, de espiritualidad sacerdotal, laical
y religiosa, de doctrina social, de la comunicación y de sus medios,
de conocimiento de las sectas o de las nuevas formas de religión, etc.
En definitiva, la tarea de síntesis debe constituir el camino por el
que transcurre el año pastoral. Cada elemento debe corresponder al
proyecto fundamental de maduración de la vida espiritual.
El éxito del año pastoral está siempre condicionado por el empeño
personal del mismo interesado, que debe tender cada día a la santidad,
en la continua búsqueda de los medios de santificación, que lo han
ayudado desde el seminario.
83. Tiempos «sabáticos»
Existen algunos factores, que pueden insinuar el desánimo en quien
ejerce una actividad pastoral: el peligro de la rutina; el cansancio
físico debido al gran trabajo al que, hoy especialmente, están
sometidos los presbíteros a causa del empeño pastoral; el mismo
cansancio psicológico causado, a menudo, por la lucha continua contra
la incomprensión, los malentendidos, los prejuicios, el ir contra
fuerzas organizadas y poderosas, que tienden a dar la impresión que
hoy el sacerdote pertenece a una minoría culturalmente obsoleta.
No obstante las urgencias pastorales, es más, justamente para hacer
frente a éstas de modo adecuado, es conveniente que se concedan a los
presbíteros tiempos más o menos amplios — de acuerdo con las reales
posibilidades — para poder estar por un tiempo más largo y más intenso
con el Señor Jesús, recobrando fuerza y ánimo para continuar el camino
de santificación.
Para responder a esta particular exigencia, en muchas diócesis ya han
sido experimentadas, a menudo con resultados prometedores, diversas
iniciativas.
Estas experiencias son válidas y pueden ser tomadas en consideración,
no obstante las dificultades, que se encuentran en algunas zonas donde
mayormente se sufre la carencia numérica de presbíteros.
Para este fin, podrían tener una función notable los monasterios, los
santuarios u otros lugares de espiritualidad, a ser posible fuera de
los grandes centros, dejando al presbítero libre de responsabilidades
pastorales directas.
En algunos casos podrá ser útil que estos períodos tengan una
finalidad de estudio o de actualización en las ciencias sagradas, sin
olvidar, al mismo tiempo, el fin de fortalecimiento espiritual y
apostólico.
En todo caso, sea cuidadosamente evitado el peligro de considerar el
período sabático como un tiempo de vacaciones o de reivindicarlo como
un derecho.
84. Casa del Clero
Es deseable, donde sea posible, erigir una « Casa del Clero » que
podría constituir lugar de encuentro para tener los citados encuentros
de formación, y de referencia para otras muchas circunstancias. Tal
casa debería ofrecer todas aquellas estructuras organizativas, que
puedan hacerla confortable y atrayente.
Allí donde aún no existiese y las necesidades lo sugirieran, es
aconsejable crear, a nivel nacional o regional, estructuras adaptadas
para la recuperación física, psíquica y espiritual de los sacerdotes
con especiales necesidades.
85. Retiros y Ejercicios Espirituales
Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los
Retiros y los Ejercicios Espirituales son un instrumento idóneo y
eficaz para una adecuada formación permanente del clero. Ellos
conservan hoy también toda su necesidad y actualidad. Contra una
praxis, que tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad,
el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un reposo
espiritual para sumergirse en la meditación y en la oración.
Por este motivo la legislación canónica establece que los clérigos: «
están llamados a participar de los retiros espirituales, según las
disposiciones del derecho particular ».(242) Los dos modos más
usuales, que podrían ser prescriptos por el Obispo en la propia
diócesis son: el retiro espiritual de un día — de ser posible mensual
— y los Ejercicios Espirituales anuales.
Es muy oportuno que el Obispo programe y organice los Retiros y los
Ejercicios Espirituales de modo que cada sacerdote tenga la
posibilidad de elegirlos entre los que normalmente se hacen, en la
Diócesis o fuera de ella, dados por sacerdotes ejemplares o por
Institutos religiosos especialmente experimentados por su mismo
carisma en la formación espiritual, o en monasterios.
Además es aconsejable la organización de un retiro especial para los
sacerdotes ordenados en los últimos años, en el que tenga parte activa
el mismo Obispo.(243)
Durante tales encuentros, es importante que se traten temas
espirituales, se ofrezcan largos espacios de silencio y de oración y
sean particularmente cuidadas las celebraciones litúrgicas, el
sacramento de la Penitencia, la adoración eucarística, la dirección
espiritual y los actos de veneración y culto a la Virgen María.
Para conferir mayor importancia y eficacia a estos instrumentos de
formación, el Obispo podría nombrar en particular un sacerdote con la
tarea de organizar los tiempos y los modos de su desarrollo.
En todo caso, es necesario que los retiros y especialmente los
Ejercicios Espirituales anuales sean vividos como tiempos de oración y
no como cursos de actualización teológico-pastoral.
86. Necesidad de la programación
Aun reconociendo las dificultades que la formación permanente suele
encontrar, a causa sobre todo de las numerosas y gravosas obligaciones
a las que están sometidos los sacerdotes, hay que decir que todas las
dificultades son superables cuando se pone empeño para dirigirla con
responsabilidad.
Para mantenerse a la altura de las circunstancias y afrontar las
exigencias del urgente trabajo de evangelización, se hace necesaria —
entre otros instrumentos — una animada acción de gobierno pastoral
dirigida a hacerse cargo de los sacerdotes de modo muy particular. Es
indispensable que los Obispos exijan, con la fuerza del amor, que sus
sacerdotes sigan generosamente las legitimas disposiciones emanadas en
esta materia.
La existencia de un « plan de formación permanente » significa que
éste sea no sólo concebido o programado, sino realizado. Por esto, es
necesaria una clara estructuración del trabajo, con objetivos,
contenidos e instrumentos para realizarlo.
Responsables
87. El presbítero
El primer y principal responsable de la propia formación permanente es
el mismo presbítero. En realidad, a cada sacerdote incumbe el deber de
ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión cotidiana, que
viene del mismo don.(244)
Tal deber deriva del hecho de que ninguno puede sustituir al propio
presbítero en el vigilar sobre sí mismo (cf 1 Tim 4, 16). Él, en
efecto, por participar del único sacerdocio de Cristo, está llamado a
revelar y a actuar, según una vocación suya, única e irrepetible,
algún aspecto de la extraordinaria riqueza de gracia, que ha recibido.
Por otra parte, las condiciones y situaciones de vida de cada
sacerdote son tales que, también desde un punto de vista meramente
humano, exigen que él tome parte personalmente en su propia formación,
de manera que ponga en ejercicio las propias capacidades y
posibilidades.
Él, por tanto, participará activamente en los encuentros de formación,
dando su propia contribución en base a sus competencias y
posibilidades concretas, y se ocupará de proveerse y de leer libros y
revistas, que sean de segura doctrina y de experimentada utilidad para
su vida espiritual y para un fructuoso desempeño de su ministerio.
Entre las lecturas, el primer puesto debe ser ocupado por la Sagrada
Escritura; después por los escritos de los Padres, de los Maestros de
espiritualidad antiguos y modernos, y de los Documentos del Magisterio
eclesiástico, los cuales constituyen la fuente más autorizada y
actualizada de la formación permanente. Los presbíteros, por tanto,
los estudiarán y profundizarán de modo directo y personal para
poderlos presentar adecuadamente a los fieles laicos.
88. Ayuda a sus hermanos
En todos los aspectos de la existencia sacerdotal emergerán los «
particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de
fraternidad »,(245) en los cuales se funda la ayuda recíproca, que se
prestarán los presbíteros.(246) Es de desear que crezca y se
desarrolle la cooperación de todos los presbíteros en el cuidado de su
vida espiritual y humana, así como del servicio ministerial. La ayuda,
que en este campo se debe prestar a los sacerdotes, puede encontrar un
sólido apoyo en diversas Asociaciones sacerdotales, que tienden a
formar una espiritualidad verdaderamente diocesana. Se trata de
Asociaciones que « teniendo estatutos aprobados por la autoridad
competente, estimulan a la santidad en el ejercicio del ministerio y
favorecen la unidad de los clérigos entre sí y con el propio Obispo
»(247)
Desde este punto de vista, hay que respetar con gran cuidado el
derecho de cada sacerdote diocesano a practicar la propia vida
espiritual del modo que considere más oportuno, siempre de acuerdo —
como es obvio — con las características de la propia vocación, así
como con los vínculos, que de ella derivan.
E1 trabajo, que estas Asociaciones, como también el de los Movimientos
aprobados, cumplen en favor de los sacerdotes, es tenido en gran
consideración por la Iglesia,(248)que lo reconoce como un signo de la
vitalidad con que el Espíritu Santo la renueva continuamente.
89. El Obispo
Por amplia y difícil que sea la porción del Pueblo de Dios, que le ha
sido confiada, el Obispo debe prestar una atención del todo particular
en lo que se refiere a la formación permanente de sus
presbíteros.(249)
Existe, en efecto, una relación especial entre éstos y el Obispo,
debido al « hecho que los presbíteros reciben a través de él su
sacerdocio y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de
Dios »(250) Eso determina también que el Obispo tenga
responsabilidades específicas en el campo de la formación sacerdotal.
Tales responsabilidades se expresan tanto en relación con cada uno de
los presbíteros — para quienes la formación debe ser lo más
personalizada posible —, como en relación con el conjunto de todos los
que forman el presbiterio diocesano. En este sentido, el Obispo
cultivará con empeño la comunicación y la comunión entre los
presbíteros, teniendo cuidado, en particular, de custodiar y promover
la verdadera índole de la formación permanente, educar sus conciencias
acerca de su importancia y necesidad y, finalmente, programarla y
organizarla, estableciendo un plan de formación con las estructuras
necesarias y las personas adecuadas para llevarlo a cabo.(251)
Al ocuparse de la formación de sus sacerdotes, es necesario que el
Obispo se comprometa con la propia y personal formación permanente. La
experiencia enseña que, en la medida en que el Obispo está más
convencido y empeñado en la propia formación, tanto más sabrá
estimular y sostener la de su presbiterio.
En esta delicada tarea, el Obispo — si bien desempeña un papel
insustituible e indelegable sabrá pedir la colaboración del Consejo
presbiteral que, por su naturaleza y finalidad, parece el organismo
idóneo para ayudarlo especialmente en lo que se refiere, por ejemplo,
a la elaboración del plan de formación.
Todo Obispo, pues, se sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus
demás hermanos en el Episcopado, reunidos en Conferencia.(252)
90. La formación de los formadores
Ninguna formación es posible si no hay, además del sujeto que se debe
formar, también el sujeto que forma, el formador. La bondad y la
eficacia de un plan de formación dependen en parte de las estructuras
pero, principalmente, de las personas de los formadores.
Es evidente que la responsabilidad del Obispo hacia esos formadores es
particularmente delicada e importante.
Es necesario, por tanto, que el mismo Obispo nombre un « grupo de
formadores » y que las personas sean elegidas entre aquellos
sacerdotes altamente cualificados y estimados por su preparación y
madurez humana, espiritual, cultural y pastoral. Los formadores, en
efecto, deben ser ante todo hombres de oración, docentes con marcado
sentido sobrenatural, de profunda vida espiritual, de conducta
ejemplar, con adecuada experiencia en el ministerio sacerdotal,
capaces de conjugar — como los Padres de la Iglesia y los santos
maestros de todos los tiempos — las exigencias espirituales con
aquellas más propiamente humanas del sacerdote. Éstos pueden ser
elegidos también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros
o Instituciones académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y
también entre aquellos Institutos cuyo carisma se refiere justamente a
la vida y la espiritualidad sacerdotal. En todo caso deben ser
garantizadas la ortodoxia de la doctrina y la fidelidad a la
disciplina eclesiástica. Los formadores, además, deben ser
colaboradores de confianza del Obispo, que es siempre el responsable
último de la formación de sus más preciados colaboradores.
Es oportuno que se cree también un grupo de programación y de
realización con el fin de ayudar al Obispo a fijar los contenidos, que
deben desarrollarse cada año en cada uno de los ámbitos de la
formación permanente; preparar los elementos necesarios; predisponer
los cursos, las sesiones, los encuentros y los retiros; organizar
oportunamente los calendarios, de modo que se prevean las ausencias y
las sustituciones de los presbíteros, etc. Para una buena programación
se puede también realizar la consulta de algún especialista en temas
particulares.
Mientras que es suficiente un solo grupo de formadores, sin embargo es
posible que existan — si las necesidades lo requieren — varios grupos
de programación y de realización.
91. Colaboración entre las Iglesias
En lo referente sobre todo a los medios colectivos, la programación de
los diferentes medios de formación permanente y de sus contenidos
concretos puede ser establecida de común acuerdo entre varias Iglesias
particulares, tanto a nivel nacional y regional — a través de las
respectivas Conferencias de los Obispos — como, principalmente, entre
Diócesis limítrofes o cercanas. Así, por ejemplo, se podrían utilizar
— si se consideran adecuadas — las estructuras interdiocesanas, como
las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales, y también los
organismos o las federaciones empeñados en la formación presbiteral.
Tal unión de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión entre
las Iglesias particulares, podría ofrecer a todos más cualificadas y
estimulantes posibilidades para la formación permanente.(253 )
92. Colaboración de centros académicos y de espiritualidad
Además, los Institutos de estudio, de investigación y los Centros de
espiritualidad, así como también los Monasterios de observancia
ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos de referencia para
la actualización teológica y pastoral, para lugares de silencio,
oración, confesión sacramental y dirección espiritual, saludable
reposo incluso físico, momentos de fraternidad sacerdotal. De este
modo también las familias religiosas podrían colaborar en la formación
permanente y contribuir a la renovación del clero exigida por la nueva
evangelización del Tercer Milenio.
Necesidades en orden a la edad y a situaciones especiales
93. Primeros años de sacerdocio
Durante los primeros años posteriores a la ordenación, se debería
facilitar a los sacerdotes la posibilidad de encontrar las condiciones
de vida y ministerio, que les permitan traducir en obras los ideales
forjados durante el período de formación en el seminario.(254) Estos
primeros años, que constituyen una necesaria verificación de la
formación inicial después del delicado primer impacto con la realidad,
son los más decisivos para el futuro. Estos años requieren, pues, una
armónica maduración para hacer frente — con fe y con fortaleza — a los
momentos de dificultad. Con este fin, los jóvenes sacerdotes deberán
tener la posibilidad de una relación personal con el propio Obispo y
con un sabio padre espiritual; les serán facilitados tiempos de
descanso, de meditación, de retiro mensual.
Teniendo presente cuanto ya se ha dicho para el año pastoral, es
necesario organizar, en los primeros años de sacerdocio, encuentros
anuales de formación en los que se elaboren y profundicen adecuados
temas teológicos, jurídicos, espirituales y culturales, sesiones
especiales dedicadas a problemas de moral, de pastoral, de liturgia,
etc. Tales encuentros pueden también ser ocasión para renovar el
permiso de confesar, según lo que está establecido por el Código de
Derecho Canónico y por el Obispo.(255) Sería útil también que a los
jóvenes presbíteros se facilitara la posibilidad de una convivencia
familiar entre ellos y con los más maduros, de modo que sea posible el
intercambio de experiencias, el conocimiento recíproco y también la
delicada práctica evangélica de la corrección fraterna.
Conviene, en definitiva, que el clero joven crezca en un ambiente
espiritual de auténtica fraternidad y delicadeza, que se manifiesta en
la atención personal, también en lo que respecta a la salud física y a
los diversos aspectos materiales de la vida.
94. Después de un cierto numero de años
Transcurrido un cierto número de años de ministerio, los presbíteros
adquieren una sólida experiencia y el gran mérito de gastarse por
completo por el crecimiento del Reino de Dios en el trabajo cotidiano.
Este grupo de sacerdotes constituye un gran recurso espiritual y
pastoral.
Ellos necesitan que les den ánimos, que los valoren con inteligencia y
que les sea posible profundizar en la formación en todas sus
dimensiones, con el fin de examinarse a sí mismos y a su propio
actuar; reavivar las motivaciones del sagrado ministerio; reflexionar
sobre las metodologías pastorales a la luz de lo que es esencial;
sobre su comunión con el presbiterio; la amistad con el propio Obispo;
la superación de eventuales sentimientos de cansancio, de frustración,
de soledad; redescubrir, en definitiva, el manantial de la
espiritualidad sacerdotal.(256)
Por este motivo, es importante que estos presbíteros se beneficien de
especiales y profundas sesiones de formación en las cuales — además de
los contenidos teológicos y pastorales — se examinen todas las
dificultades psicológicas y afectivas, que pudieran nacer durante tal
período. Es aconsejable, por tanto, que en tales encuentros estén
presentes no sólo el Obispo, sino también aquellos expertos, que
puedan dar una válida y segura contribución para la solución de los
problemas expuestos.
95. Edad avanzada
Los presbíteros ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe
otorgar delicadamente todo signo de consideración, entran también
ellos en el circuito vital de la formación permanente, considerada
quizás no tanto como un estudio profundo o debate cultural, sino como
«confirmación serena y segura de la función, que todavía están
llamados a desempeñar en el Presbiterio». ( 257)
Además de la formación organizada para los sacerdotes de edad madura,
éstos podrán convenientemente disfrutar de momentos, ambientes y
encuentros especialmente dirigidos a profundizar en el sentido
contemplativo de la vida sacerdotal; para redescubrir y gustar de la
riqueza doctrinal de cuanto ha sido ya estudiado; para sentirse — como
lo son — útiles, pudiendo ser valorados en formas adecuadas de
verdadero y propio ministerio, sobre todo como expertos confesores y
directores espirituales. De modo particular, éstos podrán compartir
con los demás las propias experiencias, animar, acoger, escuchar y dar
serenidad a sus hermanos, estar disponibles cuando se les pida el
servicio de « convertirse ellos mismos en valiosos maestros y
formadores de otros sacerdotes ».(258)
96. Sacerdotes en situaciones peculiares
Independientemente de la edad, los presbíteros se pueden encontrar en
« una situación de debilidad física o de cansancio moral » (259)
Éstos, ofreciendo sus sufrimientos, contribuyen de modo eminente a la
obra de la redención, dando « un testimonio signado por la elección de
la cruz acogida con la esperanza y la alegría pascual ,».(260)
A esta categoría de presbíteros, la formación permanente debe ofrecer
estímulos para « continuar de modo sereno y fuerte su servicio a la
Iglesia »,(261) Y para ser signo elocuente de la primacía del ser
sobre el obrar, de los contenidos sobre las técnicas, de la gracia
sobre la eficacia exterior. De este modo, podrán vivir la experiencia
de S. Pablo: « Me alegro en los padecimientos, que sufro por vosotros
y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en
favor de su Cuerpo que es la Iglesia » (Col 1, 2).
El Obispo y sus sacerdotes jamás deberán dejar de realizar visitas
periódicas a estos hermanos enfermos, que podrán ser informados, sobre
todo, de los acontecimientos de la diócesis, de modo que se sientan
miembros vivos del presbiterio y de la Iglesia universal, a la que
edifican con sus sufrimientos.
De un particular y afectuoso cuidado deberán estar rodeados los
presbíteros que se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al
servicio de Dios para la salvación de sus hermanos.
Al continuo consuelo de la fe, a la pronta administración de los
Sacramentos, se seguirán los sufragios por parte de todo el
presbiterio.
97. Soledad del sacerdote
El sacerdote puede experimentar a cualquier edad y en cualquier
situación, el sentido de la soledad.(262) Ésta, lejos de ser entendida
como aislamiento psicológico, puede ser del todo normal y consecuencia
de vivir sinceramente el Evangelio y constituir una preciosa dimensión
de la propia vida. En algunos casos, sin embargo, podría deberse a
especiales dificultades, como marginaciones, incomprensiones,
desviaciones, abandonos, imprudencias, limitaciones de carácter
propias y de otros, calumnias, humillaciones, etc. De aquí se podría
derivar un agudo sentido de frustración que sería sumamente
perjudicial.
Sin embargo, también estos momentos de dificultad se pueden convertir,
con la ayuda del Señor, en ocasiones privilegiadas para un crecimiento
en el camino de la santidad y del apostolado. En ellos, en efecto, el
sacerdote puede descubrir que « se trata de una soledad habitada por
la presencia del Señor »,(263) Obviamente esto no puede hacer olvidar
la grave responsabilidad del Obispo y de todo el presbiterio por
evitar toda soledad producida por descuido de la comunión sacerdotal.
No hay que olvidarse tampoco de aquellos hermanos, que han abandonado
el ministerio, con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo
con la oración y la penitencia. La debida postura de caridad hacia
ellos no debe inducir jamás a considerar la posibilidad de confiarles
tareas eclesiásticas, que puedan crear confusión y desconcierto, sobre
todo entre los fieles, a propósito de su situación.
CONTINUACION