DECRETO «PERFECTAE CARITATIS»
SOBRE LA ADECUADA RENOVACIÓN DE LA VIDA RELIGIOSA
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA
Antes de llegar a las manos de los Padres conciliares el esquema sobre
la vida religiosa, titulado definitivamente «Perfectae caritatis», ha
seguido un largo y oculto camino, como tantos otros de los aprobados
sólo en el cuarto año del Concilio. Nació de las sugerencias llegadas a
la Comisión antepreparatoria, condensadas en 558 proposiciones sobre la
vida religiosa y otros centenares sobre diversos motivos que de algún
modo afectan a la actividad de las Ordenes y Congregaciones.
La Comisión preparatoria sistematizó primero toda la materia en breves
tratados y les dio la tercera forma en un texto unificado y homogéneo,
que se imprimió en 1962 y constaba de 30 capítulos.
Ya en manos de la Comisión conciliar nombrada en la primera etapa, el
esquema sufrió radical reducción, con miras a la rápida andadura del
Concilio. En marzo de 1963, el esquema de religiosos estaba condensado.
Tuvo, antes de ir a la imprenta, la cuarta redacción. Y así fue expedido
a los Padres conciliares.
Sigue el conocido proceso que se caracterizó a estos meses. Apenas
puestos al trabajo de la quinta redacción, que debía recoger el fruto de
todas las observaciones recibidas oralmente y por escrito, redacción que
tuvo diversas fases en mano de subcomisiones, sobreviene la orden de
limitarse a unas pocas proposiciones. El 27 de abril de 1964 daba el
Papa su visto bueno a un texto de 19 breves párrafos en cuatro sencillas
paginas.
A la tercera etapa del Concilio no llegó tampoco esta otra redacción,
sino otra ulterior algo ampliada con las observancias recibidas en el
período del verano. Y ya era hora de que el tema se discutiera: los
debates duraron del 10 al 22 de noviembre de 1964, y las votaciones
parciales del 14 al 16. Como era de esperar en esta materia, llena de
matices, las propuestas de enmienda pasaron de 14,000 e impusieron la
revisión total y, por otra parte, el alargamiento del esquema.
La siguiente redacción fue votada del 6 al 8 de octubre de 1965 en 19
votaciones parciales, que fueron en cada caso aprobando el modo como la
Comisión había interpretado la mente conciliar. El 11 de octubre llegó
la aprobación decisiva, con 2,126 votos favorables contra 13 adversos y
tres nulos. Sólo quedaba darle forma solemne, lo que tuvo lugar en la
sesión pública del 28 de octubre, con 2,321 votos contra cuatro y la
promulgación de Pablo VI.
SUMARIO
1. Ya desde los primeros tiempos hubo fieles que quisieron seguir a
Cristo y ajustarse a su ejemplo, consagrándose a El mediante los
consejos evangélicos y enriqueciendo a la Iglesia con varias familias
religiosas. Para que el valor de la vida consagrada a Dios sea cada vez
más provechoso para la Iglesia, se establecen algunas normas generales,
que serán específicamente aplicadas por las autoridades competentes
después del Concilio.
2. La renovación de la vida religiosa implica la fidelidad a los
orígenes, pero también la adaptación de los institutos, según las
siguientes normas:
a) el seguimiento de Cristo debe ser la regla suprema;
b) todo instituto debe ser fiel a su propio espíritu y a su propia
fisonomía;
c) ha de participar en la vida de la Iglesia y en sus iniciativas;
d) ha de asegurar a los propios miembros el conocimiento adecuado de las
condiciones, de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, y
e) debe cuidar la renovación del espíritu antes que la renovación de las
formas externas de apostolado.
3. El modo de vida y de gobierno de los institutos debe ser adecuado a
las actuales condiciones psicológicas, culturales y sociales,
especialmente en los países de misión. Por ello, revísense las
constituciones, suprimiendo lo que ya no sea actual.
4. Un auténtico «aggiornamento» sólo puede lograrse con la colaboración
de todos los miembros; por ello, los superiores, a los cuales toca
establecer las normas de la renovación, consulten a sus propios
súbditos.
5. Recuerden los religiosos que están consagrados al servicio de Dios y
de la Iglesia y esfuércense por unir la contemplación con el celo
apostólico.
6. La oración, la Escritura, la liturgia, la Eucaristía, son los medios
principales de santificación de los religiosos.
7. También en las necesidades apostólicas los institutos contemplativos
tienen un gran puesto en la Iglesia; revísense las constituciones
teniendo en cuenta su separación del mundo y su carácter contemplativo.
8. Los institutos consagrados, a las varias obras de apostolado ejerzan
su acción en unión con Cristo, adaptando sus observancias al género de
actividad que ejercen y cuidando con medios propios el sostenimiento de
los religiosos.
9. Consérvese la vida monástica, adaptando su manera de vida a las
exigencias actuales; y lo mismo dígase de aquellas formas de vida
religiosa que unen a la acción apostólica el rezo coral del Oficio
divino.
10. El Concilio tiene en gran estima la vida religiosa, y, mientras la
confirma en su vocación propia, la exhorta a ajustarse a las
necesidades, decretando también que no hay impedimento alguno para que
en las comunidades religiosas de Hermanos, que permanecen en estado
laical por disposición del Capítulo, algunos miembros reciban las
órdenes sagradas para proveer al ministerio sacerdotal en las propias
casas.
11. Los institutos seculares, que implican la profesión de los consejos
evangélicos, confieren una consagración que los obliga, dentro del
respeto a su fisonomía propia, a tender a Dios con la caridad mas
perfecta. Sólo así podrán ser levadura del mundo. Por consiguiente,
cuiden los superiores la instrucción y formación espiritual en sus
institutos.
12. Téngase en sumo aprecio la castidad, que deja el corazón libre y
disponible para las obras de apostolado. Los religiosos tengan fe en la
Palabra del Señor y sean defendidos frente a las falsas teorías que
consideran la castidad imposible o dañosa para el perfeccionamiento del
hombre. Los superiores no admitan a la profesión más que a aquellos que
hayan logrado una plena madurez psicológica y afectiva, y eduquen a los
candidatos para encontrar en la castidad motivos de enriquecimiento y no
de empobrecimiento de la persona.
13. Téngase en sumo aprecio la pobreza. Procúrense los religiosos los
medios de subsistencia con el trabajo, confiándose después a la
Providencia. Las casas religiosas comuníquense sus propios bienes, de
forma que las que más tengan ayuden a las más pobres. Den también
ejemplo colectivo de pobreza, evitando toda apariencia de lujo, de lucro
excesivo y de acumulación de bienes, y destinen a los pobres parte de
sus haberes.
14. Los religiosos, que con la profesión de la obediencia han ofrecido a
Dios la renuncia a la propia voluntad, estén sometidos, a los propios
superiores. Los superiores ejerzan la autoridad con espíritu de
servicio, con respeto a la persona humana, concediendo la libertad
debida, especialmente en lo que se refiere a la penitencia y dirección
de conciencia. Escuchen a sus súbditos y promuevan en éstos una
obediencia activa y responsable.
15. Vivan los religiosos la vida común, siguiendo el ejemplo de la
Iglesia primitiva, con caridad fraterna y respeto recíproco. Los
conversos o cooperadores vivan asociados a la vida y a las obras de la
comunidad. En los conventos de mujeres lléguese a una única categoría de
Hermanas.
16. Para las religiosas contemplativas debe permanecer en vigor la
clausura papal, pero adaptada a las necesidades de los tiempos. Las
demás monjas queden exentas de la clausura papal, para mejor atender a
las obras apostólicas.
17. El hábito religioso sea sencillo y modesto, higiénico y adaptado a
los tiempos y lugares. Cámbiese el hábito cuando no responda a esos
requisitos.
18. Las religiosas y los religiosos no clérigos, después del noviciado,
prolonguen convenientemente su preparación doctrinal y técnica con una
instrucción adecuada sobre la mentalidad y las costumbres de la vida
actual.
19. Al fundar nuevos institutos pondérense bien la necesidad y la
posibilidad de su desarrollo. Cuídese mucho promover la vida religiosa
en las Iglesias de nueva fundación, de forma adecuada al carácter,
costumbres y condiciones de la vida local.
20. Adapten los institutos sus propias obras a las necesidades de los
tiempos y de la Iglesia, abandonando aquellas iniciativas que no
correspondan ya al espíritu del instituto. Cultívese el espíritu
misionero.
21. A los institutos que no ofrezcan esperanzas de reflorecimiento,
prohíbaseles recibir en adelante novicios y si es posible, sean
agregados a otros monasterios.
22. Los institutos y monasterios sui iuris únanse, si tienen igual
espíritu, usos y constituciones, o -bien si pertenecen a la misma
familia religiosa- promuevan federaciones o asociaciones, con aprobación
de la Santa Sede.
23. Favorézcanse las Conferencias o Consejos de los superiores mayores,
los cuales, en colaboración con las Conferencias episcopales, pueden
contribuir eficazmente a la distribución de los religiosos y del trabajo
y a la coordinación de las obras.
24. Los sacerdotes y los educadores conságrense a promover vocaciones
que respondan a las necesidades del momento. Los institutos podrán
procurar el reclutamiento de candidatos, el cual deberá realizarse según
las normas establecidas por la Santa Sede y por el Ordinario local, con
la debida prudencia y recordando que la mejor propaganda es la que da el
ejemplo de vida.
25. Los institutos para los que han sido dictadas estas normas
correspondan con prontitud a su vocación. El Concilio aprecia
sobremanera la vida virginal, pobre y obediente de los institutos
religiosos trazada sobre el modelo de Cristo, y los exhorta a todos a
difundir por todo el mundo la Buena Nueva, glorificando al Padre, que
está en los cielos.
Pablo Obispo
Siervo de los Siervos de Dios juntamente con los Padres del Concilio
para perpetuo recuerdo
DECRETO SOBRE LA ADECUADA RENOVACIÓN DE LA VIDA RELIGIOSA
28 de octubre de 1965
1. En la constitución que lleva por comienzo Lumen gentium ha mostrado
previamente el sacrosanto Concilio que la aspiración a la caridad
perfecta por medio de los consejos evangélicos trae su origen de la
doctrina y ejemplos del divino Maestro y aparece como signo clarísimo
del reino de los cielos. Ahora, empero, se propone tratar de la vida y
disciplina de los institutos cuyos miembros profesan castidad, pobreza y
obediencia, y de atender a sus necesidades según lo aconsejan nuestros
tiempos.
Ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que, por la
práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con
más libertad e imitarlo más de cerca, y, cada uno a su manera, llevaron
una vida consagrada a Dios. Muchos de ellos, por inspiración del
Espíritu Santo, vivieron vida solitaria o fundaron familias religiosas
que la Iglesia recibió y aprobó de buen grado con su autoridad. De ahí
nació, por designio divino, una maravillosa variedad de agrupaciones
religiosas, que mucho contribuyó a que la Iglesia no sólo esté
apercibida para toda obra buena (cf. 2 Tm 3,17) y pronta para la obra
del ministerio en la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Eph 4,12),
sino también a que aparezca, adornada con la variedad de dones de sus
hijos, como esposa engalanada para su marido (cf. Apoc 21,2), y por ella
se manifieste la multiforme sabiduría de Dios (cf. Eph 3,10).
Sin embargo, en medio de tanta variedad de dones, todos los que son
llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los
profesan fielmente, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a
Cristo, que, virgen y pobre (cf. Mt 8,20; Lc 9,58), por su obediencia
hasta la muerte de cruz (Phil 2,8), redimió y santificó a los hombres.
Así, movidos por la caridad, que el Espíritu Santo derrama en sus
corazones (cf. Rom 5,5), viven más y más para Cristo y su Cuerpo, que es
la Iglesia (cf. Col 1,24). Ahora bien, cuanto más fervientemente se unen
con Cristo por esa donación de sí mismos, que abarca la vida entera,
tanto más feraz se hace la vida de la Iglesia y más vigorosamente se
fecunda su apostolado.
Ahora bien, a fin de que este eminente valor de la vida consagrada a
Dios por la profesión de los consejos y su función necesaria en las
circunstancias del tiempo actual redunde en mayor bien de la Iglesia,
este sagrado Concilio estatuye lo siguiente, que sólo mira a los
principios generales de una adecuada renovación de la vida y disciplina
de las religiones y, salvo su propio carácter, de las sociedades de vida
común sin votos y de los institutos seculares. En cuanto a las normas
particulares para la debida exposición y aplicación de estos principios,
se establecerán después del Concilio por la competente autoridad.
Principios generales de renovación
2. La adecuada renovación de la vida religiosa comprende, a la vez, un
retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primigenia
inspiración de los institutos y una adaptación de éstos a las cambiadas
condiciones de los tiempos. Esta renovación, bajo el impulso del
Espíritu Santo y con la guía de la Iglesia, ha de promoverse de acuerdo
con tos principios siguientes:
a) Como quiera que la norma última de la vida religiosa es el
seguimiento de Cristo tal como se propone en el Evangelio, ésa ha de
tenerse por todos los institutos como regla suprema.
b) Cede en bien mismo de la Iglesia que los institutos tengan su
carácter y función particular. Por lo tanto, reconózcanse y manténganse
fielmente el espíritu y propósito propios de los fundadores, así como
las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada
instituto.
c) Todos los institutos han de participar en la vida e la Iglesia y, de
acuerdo con su propio carácter, hacer suyos y favorecer según sus
fuerzas las empresas y propósitos de la misma; por ejemplo, en materia
bíblica, litúrgica, dogmática, pastoral, ecuménica, misional y social.
d) Los institutos promoverán entre sus miembros el conveniente
conocimiento de la situación de los hombres y de los tiempos y de las
necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando sabiamente a la luz
de la fe las circunstancias del mundo presente e inflamados de celo
apostólico, puedan ayudar más eficazmente a los hombres.
e) Ordenándose ante todo la vida religiosa a que sus miembros sigan a
Cristo y se unan con Dios por la profesión de los consejos evangélicos,
hay que considerar seriamente que las mejores acomodaciones a las
necesidades de nuestro tiempo no surtirán efecto si no están animadas de
una renovación espiritual, a la que hay siempre que conceder el primer
lugar en la promoción de las obras externas.
Criterios prácticos para la renovación
3. La manera de vivir, de orar y trabajar ha de ajustarse debidamente a
las actuales condiciones físicas y psíquicas de los miembros y, en
cuanto lo requiere el carácter de cada instituto, a las necesidades del
apostolado, a las exigencias de la cultura, a las circunstancias
sociales y económicas, en todas partes, pero señaladamente en los
lugares de misiones.
Según los mismos criterios, ha de revisarse también la forma de gobierno
de los institutos.
Se revisarán, por tanto, convenientemente las constituciones,
«directorios», libros de costumbres, preces y ceremonias y otros códigos
por el estilo, y, suprimidas tas ordenaciones que resulten anticuadas,
adáptense a los documentos de este sagrado Concilio.
¿Quiénes han de llevar a cabo esta renovación?
4. Una renovación eficaz v una recta acomodación sólo pueden obtenerse
por la cooperación de todos los miembros del instituto.
Ahora bien, estatuir normas y dar leyes sobre una adecuada renovación,
así como dar lugar a una suficiente y prudente experiencia, corresponde
tan sólo a las autoridades competentes, sobre todo a los capítulos
generales, salva, en cuanto sea necesario, la aprobación de la Santa
Sede o de los Ordinarios de lugar, según norma de derecho. Los
superiores, por su parte, consulten y oigan de modo conveniente a sus
hermanos en lo que toca al interés común de todo el instituto.
Para la adecuada renovación de los monasterios de monjas se podrán
atender deseos y consejos de las juntas de las federaciones o de otras
reuniones legítimamente conocidas.
Recuerden todos, sin embargo, que la esperanza de la renovación ha de
ponerse más en la mejor observancia de la regla y constituciones que no
en la multiplicación de las leyes.
Elementos comunes a todas las formas de vida religiosa
5. Recuerden ante todo los miembros de cualquier instituto que, por la
profesión de los consejos evangélicos, respondieron a un llamamiento
divino, de forma que, no sólo muertos al pecado (cf. Rom 6,11), sino
también renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios. Entregaron, en
efecto, su vida entera al servicio de Dios, lo cual constituye sin duda
una peculiar consagración, que radica íntimamente en la consagración del
bautismo y la expresa con mayor plenitud
Mas, como quiera que esta donación de si mismos ha sido aceptada por la
Iglesia, sepan que están también destinados a su servicio.
Este servicio de Dios debe urgir y fomentar en ellos el ejercicio de las
virtudes, señaladamente de la humildad y obediencia, de la fortaleza y
castidad, por la que participan del anonadamiento de Cristo (cf. Phil
2,7-8) a la vez que de su vida en el espíritu (cf. Rom 8,1-13).
Así, pues, los religiosos, fieles a su profesión, dejándolo todo por
Cristo (cf. Mc 10,28), deben seguirle a El, (cf. Mt 19,21) como a lo
único necesario (cf. Lc 10,42), oyendo sus palabras (cf. Lc 10,39) y
dedicándose con solicitud a los intereses de Cristo (cf. 1 Cor 7,32).
Por eso, los miembros de cualquier instituto, buscando ante todo y
únicamente a Dios, es menester que junten la contemplación , por la que
se unen a Dios de mente y corazón, con el amor apostólico, por el que se
esfuerzan en asociarse a la obra de la redención y a la dilatación del
reino le Dios.
Hay que cultivar ante todo la vida espiritual
6. Los que profesan los consejos evangélicos busquen y amen ante todo a
Dios, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10), y procuren con afán fomentar
en toda ocasión la vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3), de
donde fluye y se urge el amor al prójimo para la salvación del mundo y
la edificación de la Iglesia. Esta caridad anima y rige también la
práctica misma de los consejos evangélicos.
Por eso, los miembros de los institutos deben cultivar con asiduo empeño
el espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las genuinas
fuentes de la espiritualidad cristiana. Tengan, ante todo, diariamente
en las manos la Sagrada Escritura, a fin de adquirir, por la lección y
meditación de los sagrados Libros, el sublime conocimiento de Jesucristo
(Phil 3,8). Celebren, de corazón y de boca, según la mente de la
Iglesia, la sagrada liturgia, señaladamente el sacrosanto misterio de la
Eucaristía, y sacien su vida espiritual en esta inagotable fuente.
Alimentados así en la mesa de la ley divina y del altar sagrado, amen
fraternalmente a los miembros de Cristo, reverencien y amen con espíritu
filial a los pastores, vivan y sientan más y más con la Iglesia y
conságrense totalmente a la misión de ella.
Institutos puramente contemplativos
7. Los institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación, de
suerte que sus miembros vacan sólo a Dios en soledad y silencio, en
asidua oración y generosa penitencia, mantienen siempre un puesto
eminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en el que no todos los miembros
tienen la misma función (Rom 12,4), por mucho que urja la necesidad del
apostolado activo. Ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de
alabanzas, ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad,
lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad
apostólica. Así son honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes.
Sin embargo, su manera de vivir ha de revisarse de acuerdo con los
antedichos principios y criterios de una adecuada renovación, guardando,
no obstante, fidelísimamente, su apartamiento, del mundo y los
ejercicios propios de la vida contemplativa.
Institutos dedicados a la vida apostólica
8. Hay en la Iglesia muchísimos institutos, clericales o laicales,
consagrados a las obras de apostolado, que tienen dones diferentes según
la gracia que les ha sido dada: ora de ministerio, para servir; ora el
que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que
da, con sencillez; el que ejerce la misericordia, con alegría (cf. Rom
12,5-8). Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el espíritu (1 Cor
12,4).
En estos institutos, la acción apostólica y benéfica pertenece a la
naturaleza misma de la vida religiosa, como sagrado ministerio y obra
propia de la caridad que les han sido encomendados por la Iglesia y
deben cumplirse en su nombre. Por eso, toda la vida religiosa de sus
miembros debe estar imbuida de espíritu apostólico, y toda la acción
apostólica, informada de espíritu religioso. Así, pues, a fin de que sus
miembros respondan ante todo de su vocación de seguir a Cristo y sirvan
a Cristo mismo en sus miembros, es necesario que su acción apostólica
proceda de la intima unión con El. Con lo cual se fomenta la caridad
misma para con Dios y el prójimo.
Dichos institutos deben, por tanto, ajustar convenientemente sus
observancias y prácticas con los requisitos del apostolado a que se
consagran. Ahora bien, como quiera que la vida religiosa dedicada a las
obras apostólicas reviste múltiples formas, es menester que su adecuada
renovación tenga en cuenta esta diversidad, y que, en los varios
institutos, la vida de sus miembros en servicio de Cristo se sostenga
por los medios propios y congruentes.
Hay que conservar fielmente la vida monástica y conventual
9. Consérvese fielmente y brille más y más cada día en su genuino
espíritu, tanto en Oriente como en Occidente, la venerable institución
de la vida monástica, que en el largo curso de los siglos ha adquirido
méritos preclaros en la Iglesia y en la sociedad humana. El oficio
principal de los monjes es rendir a la Divina Majestad un servicio a la
vez humilde y noble dentro de los muros del monasterio, ora se consagren
íntegramente, en vida retirada, al culto divino, ora emprendan
legítimamente algunas obras de apostolado o de cristiana caridad.
Manteniendo, pues, el carácter de su propio instituto, renueven las
antiguas tradiciones benéficas y adáptenlas a las actuales necesidades
de las almas, de suerte que los monasterios sean como semilleros de
edificación del pueblo cristiano.
Igualmente, las religiones que, por regla o instituto, unen íntimamente
la vida apostólica con el oficio coral y las observancias monásticas, de
tal forma ajusten su manera de vivir con el apostolado que les conviene,
que mantengan fielmente su forma de vida, como quiera que cede en bien
extraordinario de la Iglesia.
La vida religiosa laical
10. La vida religiosa laical, tanto de varones como de mujeres,
constituye en sí misma un estado completo de profesión de los consejos
evangélicos. Por lo tanto, estimándola altamente el sagrado Concilio,
por ser tan útil para el oficio pastoral de la Iglesia en la educación
de la juventud, en el cuidado de los enfermos y otros ministerios,
confirma a sus miembros en su vocación y los exhorta a que ajusten su
vida a las exigencias actuales.
El sagrado Concilio declara que nada obsta a que, en las religiones de
hermanos, permaneciendo firme su carácter laical, por disposición del
capítulo general, algunos de sus miembros reciban las sagradas órdenes,
a fin de atender a las necesidades del ministerio sacerdotal en sus
propias casas.
Los institutos seculares
11. Los institutos Seculares, aunque no sean institutos religiosos,
llevan, sin embargo, consigo la profesión verdadera y completa, en el
siglo, de los consejos evangélicos, reconocida por la Iglesia. Esta
profesión confiere una consagración a los hombres y mujeres, laicos y
clérigos, que viven en el mundo. Por lo tanto, tiendan ellos
principalmente a la total dedicación de si mismos a Dios por la caridad
perfecta, y los institutos mismos mantengan su carácter propio y
peculiar, es decir, secular, a fin de que puedan cumplir eficazmente y
por dondequiera el apostolado en el mundo y como desde el mundo, para el
que nacieron.
Sepan, no obstante, muy bien que no pueden cumplir tan alta misión si
sus miembros no se forman cuidadosamente en las cosas humanas y divinas,
de suerte que sean en realidad fermento del mundo para robustecimiento e
incremento del Cuerpo de Cristo. Cuiden, por tanto, seriamente los
directores de la instrucción, sobre todo espiritual, que ha de darse a
sus miembros y de promover su formación ulterior.
La castidad
12. La castidad por amor del reino de los (Mt 19,12) que profesan los
religiosos, ha de estimarse como don eximio de la gracia, pues libera de
modo singular el corazón hombre (cf. 1 Cor 7,32-35) para que se encienda
más en el amor de Dios y de todos los hombres, y, por ello, es signo
especial de los bienes celestes y medio aptísimo para que los religiosos
se consagren fervorosamente al servicio divino y a las obras de
apostolado. De este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel
maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente
en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo único a
Cristo.
Es, pues, menester que los religiosos empeñados en guardar fielmente su
vocación, crean en las palabras del Señor y, confiados en el auxilio de
Dios, no presuman de sus propias fuerzas, y practiquen la mortificación
y la guarda de los sentidos. No omitan tampoco los medios naturales que
favorecen la salud de alma y cuerpo. Así no se dejarán conmover por las
falsas doctrinas que presentan la castidad perfecta como imposible o
dañosa para la plenitud humana, y rechacen, como por instinto
espiritual, todo lo que pone en peligro la castidad. Recuerden, además,
todos, señaladamente los superiores, que la castidad se guarda más
seguramente cuando entre los hermanos reina verdadera caridad fraterna
en la vida común.
Como la observancia de la continencia perfecta afecta íntimamente a las
inclinaciones más profundas de la naturaleza humana, ni los candidatos
abracen la profesión de la castidad ni se admitan sino después de una
probación verdaderamente suficiente y con la debida madurez psicológica
y afectiva. No sólo ha de avisárseles
de los peligros que acechan a la castidad, sino que han de ser
instruidos de forma que acepten el celibato consagrado a Dios, incluso
como un bien de toda la persona.
La pobreza
13. La pobreza voluntaria por el seguimiento de Cristo, del cual es
signo hoy particularmente muy estimado, ha de ser cultivada con
diligencia por los religiosos y, si fuere menester, expresada también
por formas nuevas. Por ella se participa en la pobreza de Cristo, el
cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros a fin de que por su
pobreza nos enriqueciésemos (cf. 2 Cor 8,9; Mt 8,20).
Mas, por lo que atañe a la pobreza religiosa, no basta someterse a los
superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los
religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo sus tesoros en
el cielo (cf. Mt 6,20).
Cada uno en su oficio, siéntanse obligados a la ley común del trabajo y,
al procurarse así lo necesario para su sustento y sus obras, alejen de
si toda solicitud indebida y pónganse en manos de la providencia del
Padre celestial (cf. Mt 6,25).
Las congregaciones religiosas pueden permitir por sus constituciones que
sus miembros renuncien a los propios bienes patrimoniales, adquiridos o
por adquirir.
Los institutos mismos, teniendo en cuenta las circunstancias de cada
lugar, esfuércense en dar testimonio colectivo de pobreza y contribuyan
de buen grado con sus propios bienes a otras necesidades de la Iglesia y
al sustento de los menesterosos, a los que todos los religiosos han de
amar en las entrañas de Jesucristo (cf. Mt 19,21; 25,34-46; Jac 2,15-16;
1 Jn 3,17). Las provincias y casas de los institutos comuniquen unas con
otras sus bienes temporales, de forma que las que tienen más ayuden a
las que sufren necesidad.
Aunque los institutos, salvas sus reglas y constituciones tengan derecho
de poseer todo lo necesario para la vida temporal y para sus obras,
eviten, sin embargo, toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de
acumulación de bienes.
La obediencia
14. Por la profesión de la obediencia, los religiosos ofrecen a Dios,
como sacrificio de si mismos, la plena entrega de su voluntad, y por
ello se unen más constante y plenamente a la voluntad salvífica de Dios.
Por eso, a ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad de su
Padre (cf. Jn 4,34; 5,30; Hebr 10,7; Ps 39,9) y, tomando la forma de
siervo (Phil 2,7), aprendió, por sus padecimientos, obediencia (cf. Hebr
5,8), los religiosos, por moción del Espíritu Santo, se someten con fe a
sus superiores, que hacen las veces de Dios, y por ellos son dirigidos
al ministerio de todos los hermanos en Cristo, a la manera que Cristo
mismo, por su sumisión al Padre, sirvió a sus hermanos y dio su vida por
la redención de muchos (cf. Mt 20,28; Jn 10,14-18). Así se vinculan más
estrechamente al servicio de la Iglesia y se esfuerzan por llegar a la
medida de la plenitud de Cristo (cf. Eph 4,13).
Así, pues, los religiosos, con espíritu de fe y amor a la voluntad de
Dios, obedezcan humildemente a sus superiores según la norma de la regla
y de las constituciones, empleando las fuerzas de la inteligencia y
voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia, en la
ejecución de sus mandatos y en el cumplimiento de los cargos que se les
han confiado, sabiendo que así trabajan para edificación del Cuerpo de
Cristo según el designio de Dios. Así, la obediencia religiosa, lejos de
menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia
libertad de los hijos de Dios, a la madurez.
Los superiores, por su parte, que han de dar cuenta a Dios de las almas
que les han sido encomendadas (cf. Hebr 13,17), dóciles a la voluntad de
Dios en el cumplimiento de su cargo, ejerzan su autoridad con espíritu
de servicio a sus hermanos, de suerte que expresen la caridad que con
Dios los ama. Gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios y con
respecto a la persona humana, fomentando su sumisión voluntaria.
Déjenles, por ello, especialmente la debida libertad en cuanto al
sacramento de la penitencia y dirección de conciencia. Lleven a los
religiosos a que, en el cumplimiento de los cargos y en la aceptación de
las empresas, cooperen con obediencia activa y responsable. Oigan, pues,
los superiores de buen grado a sus hermanos y promuevan su colaboración
para el bien del instituto y de la Iglesia, quedando, no obstante, en
firme su autoridad para ordenar y mandar lo que se debe hacer.
Los capítulos y consejos cumplan fielmente el cargo de gobierno que se
les ha confiado y expresen, cada uno a su modo, la participación y
cuidado de todos los miembros por el bien de toda la comunidad.
La vida común
15. La vida común, a ejemplo de la Iglesia primitiva, en que la
muchedumbre de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (cf.
Act 4,32), nutrida por la doctrina evangélica la sagrada liturgia y,
señaladamente, por la Eucaristía, debe perseverar en la oración y en la
comunión del mismo espíritu (cf. Act 2,4.2). Los religiosos, como
miembros de Cristo, han de adelantarse unos a otros en el trato fraterno
con muestras de deferencia (cf. Rom 12,10), llevando unos las cargas de
los demás (cf. Gal 6,2). Por la caridad de Dios que el Espíritu Santo ha
derramado en los corazones (cf. Rom 5,5), la comunidad, congregada, como
verdadera familia en el nombre del Señor, goza de su presencia (cf. Mt
18,20). Pues la caridad es la plenitud de la ley (cf. Rom 13, 10) y
vinculo de la perfección (cf. Col 3,14), y por ella sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida (cf. 1 Jn 3, I 4). Es más, la unidad de
los hermanos pone de manifiesto el advenimiento de Cristo (cf. Jn 13,35;
17,21) y de ella emana una gran fuerza apostólica.
Mas, para que el vínculo de la hermandad sea más intimo entre los
miembros, los que se llaman conversos, coadjutores o con otro nombre,
han de unirse estrechamente a la vida y obras de la comunidad. Si las
circunstancias no aconsejan verdaderamente otra cosa, hay que procurar
que en los institutos de mujeres se llegue a una sola clase de hermanas.
En ese caso, manténgase sólo la diversidad de personas que exija la
variedad de obras a que se destinen las hermanas, ora por especial
vocación de Dios, ora por su especial aptitud.
Los monasterios de varones e institutos no meramente laicales pueden
admitir, según su índole propia, clérigos y legos, de acuerdo con las
constituciones, en igualdad de condiciones, derechos y deberes, excepto
los que provienen del orden sagrado.
Clausura de monjas
16. Debe mantenerse firme la clausura papal para las monjas de vida
puramente contemplativa, pero acomódese a las circunstancias de tiempos
y lugares, suprimidos los usos anticuados, después de oír los deseos de
los mismos monasterios.
Las demás monjas que, por instituto, se dedican a las obras externas de
apostolado, deben ser eximidas de la clausura papal, a fin de que puedan
cumplir mejor las funciones de apostolado que se les encomiendan,
manteniendo, no obstante, la clausura según la norma de las
constituciones.
El hábito religioso
17. El hábito religioso, como signo que es de
consagración, ha de ser sencillo y modesto, pobre a la vez que decente,
que convenga además a las exigencias de la salud y acomodado a las
circunstancias de tiempos y lugares y a las necesidades del ministerio.
El habito, de hombres y mujeres, que no se ajuste a estas normas debe
cambiarse.
Formación de los religiosos
18. La adecuada renovación de los institutos depende en grado máximo de
la formación de sus miembros. Por tanto, ni los miembros no clérigos ni
las religiosas deben ser destinados inmediatamente después del noviciado
a las obras de apostolado, sino que debe continuarse convenientemente,
en casas apropiadas, su formación religiosa y apostólica, doctrinal y
técnica, obteniendo incluso los títulos convenientes.
Mas para que la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de
nuestro tiempo no sea meramente externa, y los que se dedican por
instituto al apostolado exterior no se hallen incapaces para cumplir su
cometido, instrúyaselos convenientemente, según las dotes intelectuales
y el carácter personal de cada uno, acerca de las actuales costumbres
sociales y sobre el modo de sentir y pensar hoy en boga. La instrucción
ha de hacerse de forma que, por la armónica fusión de todos sus
elementos, contribuya a la unidad de vida de lo individuos.
Estos, por su parte, han de esforzarse en perfeccionar cuidadosamente
durante toda su vida esta cultura espiritual, doctrinal y técnica, y los
superiores, según sus fuerzas, deben procurarles oportunidad, ayudas y
tiempo para ello.
Es también deber de los superiores procurar que los directores, maestros
de espíritu y profesores sean muy bien seleccionados y se preparen
cuidadosamente.
Fundación de nuevos institutos
19. En la fundación de nuevos institutos ha de pesarse seriamente su
necesidad o, por lo menos, su gran utilidad, y posibilidad de
desarrollo, para que no nazcan institutos inútiles o no dotados de vigor
suficiente. Promuévanse y cultívense de modo especial en las nuevas
Iglesias aquellas formas de vida religiosa que tienen en cuenta la
índole y costumbres de los habitantes y los usos y circunstancias del
lugar.
Conservación, acomodación y abandono de las obras propias
20. Retengan y lleven fielmente a cabo los institutos sus obras propias,
y, atendiendo a la utilidad de la Iglesia universal y de la diócesis,
acomódenlas a las necesidades de tiempos y lugares, empleando los medios
oportunos y hasta nuevos, pero abandonando aquellas obras que
corresponden hoy menos al espíritu y genuino carácter del instituto.
Consérvese de todo punto en los institutos religiosos el espíritu
misional, y adáptese, según el carácter de los mismos, a las condiciones
actuales, de suerte que se torne más eficaz la predicación del Evangelio
a todas las naciones.
Unión de institutos y fusión de monasterios
21. En cuanto a los institutos y monasterios que, oídos los Ordinarios
de lugar, no ofrezcan, a juicio de la Santa Sede, esperanza fundada de
ulterior florecimiento, debe prohibírseles que reciban en adelante
novicios, y, de ser posible, únanse a otro instituto o monasterio más
vigoroso y que no discrepe mucho por su fin y espíritu.
22. Los institutos y monasterios sui iuris deben promover, según la
oportunidad y con aprobación de la Santa Sede, federaciones entre sí,
dado que de algún modo pertenezcan a la misma familia religiosa; o
uniones, si tienen casi las mismas constituciones y costumbres y están
animados del mismo espíritu, sobre todo cuando son demasiado pequeños; o
asociaciones, si se dedican a las mismas o parecidas obras externas.
Conferencias de superiores mayores
23. Deben favorecerse las conferencias o consejos de superiores mayores
erigidas por la Santa Sede, que pueden contribuir en gran manera a
conseguir más plenamente el fin de cada instituto, a fomentar la más
eficaz colaboración en bien de la Iglesia, a la más justa distribución
de los obreros del Evangelio en un territorio determinado y a tratar los
asuntos comunes de los religiosos, estableciendo la conveniente
coordinación y cooperación con las Conferencias episcopales en lo que
atañe al ejercicio del apostolado.
Estas conferencias pueden también establecerse para los institutos
seculares.
Fomento de las vocaciones religiosas
24. Los sacerdotes y educadores cristianos pongan serio empeño en que se
dé a las vocaciones religiosas, conveniente y cuidadosamente
seleccionadas, un nuevo incremento que responda de plano a las
necesidades de la Iglesia. Aun en la predicación ordinaria ha de
tratarse con bastante frecuencia del seguimiento de los consejos
evangélicos y del estado religioso. Los padres, por la cristiana
educación de sus hijos, deben cultivar y protege, en sus corazones la
vocación religiosa.
A los institutos, por su parte, les es lícito, para fomentar las
vocaciones, divulgar el conocimiento de si mismos y buscar candidatos,
con tal que esto se haga con la debida prudencia y observando las normas
establecidas por la Santa Sede y el Ordinario del lugar.
Recuerden, sin embargo, los religiosos que el ejemplo de su vida es la
mejor recomendación de su instituto y una invitación a abrazar la vida
religiosa.
Conclusión
25. Los institutos para quienes se establecen estas normas de adecuada
renovación deben responder con prontitud de ánimo a su vocación divina y
a su función dentro de la Iglesia en los tiempos presentes. El sagrado
Concilio estima altamente su género de vida, virginal, pobre y obediente
cuyo modelo es el mismo Cristo Señor, y pone firme esperanza en su labor
tan fecunda, lo mismo oculta que pública. Así, pues, los religiosos
todos, por la integridad de la fe, por la caridad para con Dios y el
prójimo, por el amor a la cruz y la esperanza de la gloria venidera, han
de difundir por todo el mundo la buena nueva de Cristo, a fin de que su
testimonio aparezca a los ojos de todos y sea glorificado nuestro Padre,
que está en los cielos (cf. Mt 5,16). Así, por la intercesión de la
dulcísima Madre de Dios, la Virgen María, «cuya vida es enseñanza de
todos», se acrecentarán más y más cada día y darán más copiosos frutos
de salud.
Todas y cada una de las cosas que en este Decreto se disponen fueron
aprobadas por los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, por la potestad
apostólica que nos ha siso otorgada por Cristo, todo ello, juntamente
con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos
y estatuimos, y mandamos se promulgue para gloria de Dios lo que ha sido
conciliarmente estatuido.
Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965
Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia Católica.