NO HAY PAZ SIN JUSTICIA, NO HAY JUSTICIA SIN
PERDÓN
Mensaje de Su Santidad Juan Pablo II para la
Celebración de la
Jornada Mundial por la Paz, 1 de enero de 2002
1. Este año, la Jornada Mundial de la Paz se celebra con el trasfondo
de los dramáticos acontecimientos del pasado 11 de septiembre. Aquel
día se cometió un crimen de terrible gravedad: en pocos minutos,
millares de personas inocentes, de diverso origen étnico, fueron
horrendamente asesinados. Desde entonces, todo el mundo ha tomado
conciencia con nueva intensidad de la vulnerabilidad personal y ha
comenzado a mirar el futuro con un sentimiento profundo de miedo,
hasta ahora desconocido. Ante estos estados de ánimo, la Iglesia desea
dar testimonio de su esperanza, fundada en la convicción de que el
mal, el mysterium iniquitatis, no tiene la última palabra en los
avatares humanos. La historia de la salvación descrita en la Sagrada
Escritura proyecta una gran luz sobre toda la historia del mundo,
mostrando que está siempre acompañada por la solicitud diligente y
misericordiosa de Dios, que conoce el modo de llegar a los corazones
más endurecidos y sacar también buenos frutos de un terreno árido y
estéril.
La esperanza que sostiene a la Iglesia al comenzar el año 2002 es que
el mundo, donde el poder del mal parece predominar todavía, se
transforme realmente, con la gracia de Dios, en un mundo en el que
puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un
mundo en el que prevalezca la verdadera paz.
La paz: obra de justicia y amor
2. Lo que ha ocurrido recientemente, con los hechos sangrientos que
acabamos de recordar, me ha impulsado a continuar una reflexión que
brota a menudo de lo más hondo de mi corazón, al rememorar
acontecimientos históricos que han marcado mi vida, especialmente en
los años de mi juventud. Los indecibles sufrimientos de los pueblos y
de las personas, entre ellas no pocos amigos y conocidos míos,
causados por los totalitarismos nazi y comunista, siempre me han
interpelado íntimamente y animado mi oración. Muchas veces me he
detenido a pensar sobre esta pregunta: ¿cuál es el camino que conduce
al pleno restablecimiento del orden moral y social, violado tan
bárbaramente? La convicción a la que he llegado, razonando y
confrontándome con la Revelación bíblica, es que no se restablece
completamente el orden quebrantado, si no es conjugando entre sí la
justicia el perdón. Los pilares de la paz verdadera son la justicia y
esa forma particular del amor que es el perdón.
3. Pero ¿cómo se puede hablar, en las circunstancias actuales, de
justicia y, al mismo tiempo, de perdón como fuentes y condiciones de
la paz? Mi respuesta es que se puede y se debe hablar de ello a pesar
de la dificultad que comporta, entre otros motivos, porque se tiende a
pensar en la justicia y en el perdón en términos alternativos. Pero el
perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia. En
realidad, la verdadera paz es " obra de la justicia " (Is 32, 17).
Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, la paz es " el fruto del
orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los
hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar
a cabo " (Constitución pastoral Gaudium et spes, 78). Desde hace más
de quince siglos, resuena en la Iglesia católica la enseñanza de
Agustín de Hipona, quien ha recordado que la paz, a la cual se debe
tender con la aportación de todos, consiste en la tranquillitas
ordinis, en la tranquilidad del orden (cf. De civitate Dei, 19, 13).
La verdadera paz, pues, es fruto de la justicia, virtud moral y
garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes,
y sobre la distribución ecuánime de beneficios y cargas. Pero, puesto
que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las
limitaciones y a los egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y
en cierto modo completarse con el perdón, que cura las heridas y
restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas. Esto vale
tanto para las tensiones que afectan a los individuos, como para las
de alcance más general, e incluso internacional. El perdón en modo
alguno se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse
ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. El
perdón tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la
tranquilidad del orden y que, siendo mucho más que un frágil y
temporal cese de las hostilidades, pretende una profunda recuperación
de las heridas abiertas. Para esta recuperación, son esenciales ambos,
la justicia y el perdón.
Éstas son las dos dimensiones de la paz que deseo analizar en este
mensaje. Este año, la Jornada Mundial ofrece a toda la humanidad, y
especialmente a los Jefes de las Naciones, la oportunidad de
reflexionar sobre las exigencias de la justicia y sobre el llamamiento
al perdón ante los graves problemas que siguen afligiendo el mundo,
entre los cuales se encuentra, y no en último lugar, el nuevo nivel de
violencia introducido por el terrorismo organizado.
El fenómeno del terrorismo
4. Es precisamente la paz fundada sobre la justicia y sobre el perdón
la que es atacada actualmente por el terrorismo internacional. En
estos últimos años, especialmente después de la guerra fría, el
terrorismo se ha transformado en una sofisticada red de connivencias
políticas, técnicas y económicas, que supera los confines nacionales y
se expande hasta abarcar todo el mundo. Se trata de verdaderas
organizaciones, dotadas a menudo de ingentes recursos financieros, que
planifican estrategias a gran escala, agrediendo a personas inocentes
y sin implicación alguna en las perspectivas pretendidas por los
terroristas.
Empleando sus mismos secuaces como arma arrojadiza contra personas
inermes y desprevenidas, estas organizaciones terroristas muestran de
modo sobrecogedor el instinto de muerte que las mueve. El terrorismo
nace del odio y engendra aislamiento, desconfianza y exclusión. La
violencia se suma a la violencia, en una trágica espiral que contagia
también a las nuevas generaciones, las cuales heredan así el odio que
ha dividido a las anteriores. El terrorismo se basa en el desprecio de
la vida del hombre. Precisamente por eso, no sólo comete crímenes
intolerables, sino que en sí mismo, en cuanto recurso al terror como
estrategia política y económica, es un auténtico crimen contra la
humanidad.
5. Existe, por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Es un
derecho que, como cualquier otro, debe atenerse a reglas morales y
jurídicas, tanto en la elección de los objetivos como de los medios.
La identificación de los culpables ha de ser probada debidamente,
porque la responsabilidad penal es siempre personal y, por tanto, no
puede extenderse a las naciones, a las etnias o a las religiones a las
que pertenecen los terroristas. La colaboración internacional en la
lucha contra la actividad terrorista debe comportar también un
compromiso especial en el ámbito político, diplomático y económico,
con el fin de solucionar con valentía y determinación las eventuales
situaciones de opresión y marginación que pudieran estar en el origen
de los planes terroristas. En efecto, el reclutamiento de los
terroristas resulta más fácil en los contextos sociales donde los
derechos son conculcados y las injusticias se toleran durante
demasiado tiempo.
No obstante, es preciso afirmar con claridad que las injusticias
existentes en el mundo nunca pueden usarse como pretexto para
justificar los atentados terroristas. Se ha de subrayar, además, que
entre las víctimas de la destrucción radical del orden, como pretenden
los terroristas, han de incluirse en primer lugar a los millones de
hombres y mujeres menos preparados para resistir el colapso de la
solidaridad internacional. Me refiero concretamente a los pueblos del
mundo en vías de desarrollo, que viven ya con estrechos márgenes de
supervivencia, y que serían los más dolorosamente perjudicados por el
caos global, económico y político. La pretensión del terrorismo de
actuar en nombre de los pobres es una falsedad patente.
¡No se mata en nombre de Dios!
6. Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de
desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida
y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo.
El terrorista piensa que la verdad en la que cree o el sufrimiento
padecido son tan absolutos que lo legitiman a reaccionar destruyendo
incluso vidas humanas inocentes. A veces, el terrorismo es hijo de un
fundamentalismo fanático, que nace de la convicción de poder imponer a
todos su propia visión de la verdad. La verdad, en cambio, aún cuando
se la haya alcanzado -y eso ocurre siempre de manera limitada y
perfectible-, jamás puede ser impuesta. El respeto de la conciencia de
los demás, en la cual se refleja la imagen misma de Dios (cf. Gn 1,
26-27), permite sólo proponer la verdad al otro, al cual corresponde
acogerla responsablemente. Pretender imponer a otros con la violencia
lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del
ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen. Por
eso, el fanatismo fundamentalista es una actitud radicalmente
contraria a la fe en Dios. Si nos fijamos bien, el terrorismo no sólo
instrumentaliza al hombre, sino también a Dios, haciendo de él un
ídolo, del cual se sirve para sus propios objetivos.
7. Por tanto, ningún responsable de las religiones puede ser
indulgente con el terrorismo y, menos aún, predicarlo. Es una
profanación de la religión proclamarse terroristas en nombre de Dios,
hacer en su nombre violencia al hombre. La violencia terrorista es
contraria a la fe en Dios Creador del hombre; en Dios que lo cuida y
lo ama. En particular, es totalmente contraria a la fe en Cristo, el
Señor, que enseñó a sus discípulos a rezar así: " Perdona nuestras
ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden " (Mt 6, 12).
Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de Jesús, los cristianos están
convencidos de que mostrar misericordia significa vivir plenamente la
verdad de nuestra vida: podemos y tenemos que ser misericordiosos,
porque nos ha sido manifestada la misericordia por un Dios que es Amor
misericordioso (cf. 1 Jn 4, 7-12). El Dios que nos redime mediante su
entrada en la historia, y que mediante el drama del Viernes Santo
prepara la victoria del día de Pascua, es un Dios de misericordia y de
perdón (cf. Sal 103 [102], 3-4. 10-13). A cuantos le objetaban que
comía con los pecadores, Jesús les ha contestado: " Id, pues, a
aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no
sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores "
(Mt 9, 13). Los seguidores de Cristo, bautizados en su muerte y en su
resurrección, deben ser siempre hombres y mujeres de misericordia y
perdón.
Necesidad del perdón
8. Pero, ¿qué significa concretamente perdonar? Y ¿por qué perdonar?
Una reflexión sobre el perdón no puede eludir estas preguntas.
Volviendo a una reflexión que tuve oportunidad de ofrecer para la
Jornada de la Paz 1997 (" Ofrece el perdón, recibe la paz "), deseo
recordar que el perdón, antes de ser un hecho social, nace en el
corazón de cada uno. Sólo en la medida en que se afirma una ética y
una cultura del perdón se puede esperar también en una " política del
perdón ", expresada con actitudes sociales e instrumentos jurídicos,
en los cuales la justicia misma asuma un rostro más humano.
En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción
del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por
mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que
nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón
de Cristo, el cual invocó desde la cruz: " Padre, perdónales, porque
no saben lo que hacen " (Lc 23, 34).
Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No
obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la
luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera entre
todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano
cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea
que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a
los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la
esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para
siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas.
Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para
descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso.
9. En cuanto acto humano, el perdón es ante todo una iniciativa de
cada individuo respecto a sus semejantes. La persona, sin embargo,
tiene una dimensión esencialmente social, por la cual establece una
red de relaciones sociales en las que se manifiesta a sí misma: no
sólo en el bien sino, por desgracia, incluso en el mal. Consecuencia
de ello es que el perdón es necesario también en el ámbito social. Las
familias, los grupos, los Estados, la misma Comunidad internacional,
necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones
interrumpidas, para superar situaciones de estéril condena mutua, para
vencer la tentación de excluir a los otros, sin concederles
posibilidad alguna de apelación. La capacidad de perdón es básica en
cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria.
Por el contrario, la falta de perdón, especialmente cuando favorece la
prosecución de conflictos, tiene enormes costes para el desarrollo de
los pueblos. Los recursos se emplean para mantener la carrera de
armamentos, los gastos de las guerras, las consecuencias de las
extorsiones económicas. De este modo, llegan a faltar las
disponibilidades financieras necesarias para promover desarrollo, paz,
justicia. ¡Cuánto sufre la humanidad por no saberse reconciliar,
cuántos retrasos padece por no saber perdonar! La paz es la condición
para el desarrollo, pero una verdadera paz es posible solamente por el
perdón.
El perdón, vía maestra
10. La propuesta del perdón no se comprende de inmediato ni se acepta
fácilmente; es un mensaje en cierto modo paradójico. En efecto, el
perdón comporta siempre a corto plazo una aparente pérdida, mientras
que, a la larga, asegura un provecho real. La violencia es exactamente
lo opuesto: opta por un beneficio sin demora, pero, a largo plazo,
produce perjuicios reales y permanentes. El perdón podría parecer una
debilidad; en realidad, tanto para concederlo como para aceptarlo,
hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda
prueba. Lejos de ser menoscabo para la persona, el perdón la lleva
hacia una humanidad más plena y más rica, capaz de reflejar en sí
misma un rayo del esplendor del Creador.
El ministerio que llevo a cabo al servicio del Evangelio me hace
sentir profundamente el deber, y a la vez me da la fuerza, de insistir
sobre la necesidad del perdón. Lo hago también hoy, sostenido por la
esperanza de poder suscitar una reflexión serena y madura, de cara a
una renovación general, tanto en los corazones de las personas como en
las relaciones entre los pueblos de la tierra.
11. Meditando sobre el tema del perdón, habría que recordar algunas
situaciones trágicas de conflicto, que desde hace demasiado tiempo
fomentan odios profundos y lacerantes, con la consiguiente espiral
incontenible de tragedias personales y colectivas. Me refiero, en
particular, a cuanto ocurre en Tierra Santa, lugar bendito y sagrado
del encuentro de Dios con los hombres, lugar de la vida, muerte y
resurrección de Jesús, el Príncipe de la paz.
La delicada situación internacional invita a subrayar con renovada
fuerza la urgencia de una solución del conflicto árabe-israelí, que
dura ya más de cincuenta años, con una alternancia de fases más o
menos agudas. El continuo recurso a actos terroristas o de guerra, que
agravan para todos la situación y obscurecen las perspectivas, tiene
que dar paso finalmente a una negociación decisiva. Los derechos y
exigencias de cada parte serán tenidos debidamente en cuenta, y
regulados de manera ecuánime, si y cuando prevalezca en todos la
voluntad de justicia y de reconciliación. A estos queridos pueblos
dirijo de nuevo una invitación apremiante a esforzarse por llegar a
una nueva era de respeto mutuo y de acuerdo constructivo.
Comprensión y cooperación interreligiosa
12. En este gran esfuerzo, los líderes religiosos tienen una
responsabilidad específica. Las confesiones cristianas y las grandes
religiones de la humanidad han de colaborar entre sí para eliminar las
causas sociales y culturales del terrorismo, enseñando la grandeza y
la dignidad de la persona y difundiendo una mayor conciencia de la
unidad del género humano. Se trata de un campo concreto del diálogo y
de la colaboración ecuménica e interreligiosa, para prestar un
servicio urgente de las religiones a la paz entre los pueblos.
En particular, estoy convencido de que los líderes religiosos judíos,
cristianos y musulmanes, deben tomar la iniciativa, mediante la
condena pública del terrorismo, negando a cuantos participan en él
cualquier forma de legitimación religiosa o moral.
13. Al dar testimonio común de la verdad moral, según la cual el
asesinato deliberado del inocente es siempre un pecado grave, en
cualquier sitio y sin excepciones, los líderes religiosos del mundo
favorecerán la formación de una opinión pública moralmente correcta.
Ésta es la condición necesaria para la edificación de una sociedad
internacional capaz de alcanzar la tranquilidad del orden en la
justicia y en la libertad.
Un compromiso de este tipo por parte de las religiones no puede dejar
de adentrarse en la vía del perdón, que lleva a la comprensión
recíproca, al respeto y a la confianza. El servicio que las religiones
pueden ofrecer en favor de la paz y contra el terrorismo consiste
precisamente en la pedagogía del perdón, porque el hombre que perdona
o pide perdón comprende que hay una Verdad más grande que él y que,
acogiéndola, puede transcenderse a sí mismo.
Oración por la paz
14. Justamente por esta razón, la oración por la paz no es un elemento
que " viene después " del compromiso por la paz. Al contrario, está en
el corazón mismo del esfuerzo por la edificación de una paz en el
orden, en la justicia y en la libertad. Orar por la paz significa
abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios.
Con la fuerza vivificante de su gracia, Dios puede abrir caminos a la
paz allí donde parece que sólo hay obstáculos y obstrucciones; puede
reforzar y ampliar la solidaridad de la familia humana, a pesar de
prolongadas historias de divisiones y de luchas. Orar por la paz
significa orar por la justicia, por un adecuado ordenamiento de las
Naciones y en las relaciones entre ellas. Quiere decir también rogar
por la libertad, especialmente por la libertad religiosa, que es un
derecho fundamental humano y civil de todo individuo. Orar por la paz
significa rogar para alcanzar el perdón de Dios y para crecer, al
mismo tiempo, en la valentía que es necesaria en quien quiere, a su
vez, perdonar las ofensas recibidas.
Por todos estos motivos, he invitado a los representantes de las
religiones del mundo a acudir a Asís, la ciudad de san Francisco, el
próximo 24 de enero, para orar por la paz. Queremos manifestar con
ello que el genuino sentimiento religioso es una fuente inagotable de
respeto mutuo y de armonía entre los pueblos; más aún, en él se
encuentra el principal antídoto contra la violencia y los conflictos.
En estos momentos de honda preocupación, la familia humana necesita
que se le recuerden las razones seguras de nuestra esperanza.
Justamente esto es lo que queremos proclamar en Asís, pidiendo a Dios
Omnipotente - según la expresión atribuida al mismo san Francisco -
que haga de nosotros instrumentos de su paz.
15. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo
que quiero anunciar en este Mensaje a creyentes y no creyentes, a los
hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el bien de
la familia humana y por su futuro.
No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que
quiero recordar a cuantos tienen en sus manos el destino de las
comunidades humanas, para que se dejen guiar siempre en sus graves y
difíciles decisiones por la luz del verdadero bien del hombre, en la
perspectiva del bien común.
No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: no me cansaré de
repetir esta exhortación a cuantos, por una razón o por otra,
alimentan en su interior odio, deseo de venganza o ansia de
destrucción.
Que en esta Jornada de la Paz se eleve desde el corazón de cada
creyente, de manera más intensa, la oración por todas las víctimas del
terrorismo, por sus familias afectadas trágicamente y por todos los
pueblos a los que el terrorismo y la guerra continúan agraviando e
inquietando. Que no queden fuera de nuestra oración aquellos mismos
que ofenden gravemente a Dios y al hombre con estos actos sin piedad:
que se les conceda recapacitar sobre sus actos y darse cuenta del mal
que ocasionan, de modo que se sientan impulsados a abandonar todo
propósito de violencia y buscar el perdón. Que la humanidad, en estos
tiempos azarosos, pueda encontrar paz verdadera y duradera, aquella
paz que sólo puede nacer del encuentro de la justicia con la
misericordia.
Vaticano, 8 de diciembre de 2001
JUAN PABLO II