PASTORES DABO VOBIS
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
JUAN PABLO II
CAPÍTULO V
INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL
Formación de los candidatos al sacerdocio
Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de
Cristo
42. «Subió al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron
donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3,
13-15).
«Que estuvieran con él».
No es difícil entender el
significado de estas palabras, esto es, «el acompañamiento
vocacional» de los apóstoles por parte de Jesús. Después de
haberlos llamado y antes de enviarlos, es más, para poder mandarlos a
predicar, Jesús les pide un «tiempo» de formación, destinado a
desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él.
Dedica a ellos una catequesis más intensa que al resto de la gente
(cf. Mt 13, 11) y quiere que sean testigos de su oración
silenciosa al Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45).
En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos
los tiempos se inspira en el ejemplo de Cristo. Han sido —y en parte
lo son todavía— muy diversas las formas concretas con las
que la Iglesia se ha dedicado a la pastoral vocacional, destinada no
sólo a discernir, sino también a «acompañar» las vocaciones al
sacerdocio. Pero el espíritu que debe animarlas y sostenerlas
es idéntico: el de promover al sacerdocio solamente los que
han sido llamados y llevarlos debidamente preparados, esto es,
mediante una respuesta consciente y libre que implica a toda la
persona en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida
y a participar en su misión salvífica. En este sentido el Seminario
en sus diversas formas y, de modo análogo, la casa de formación de
los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio
material, debe ser un ambiente espiritual, un itinerario de vida, una
atmósfera que favorezca y asegure un proceso formativo, de manera que
el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a ser, con
el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo, Cabeza y
Pastor de la Iglesia. Los Padres sinodales, en su Mensaje final, han
expuesto de forma inmediata y profunda el significado original y
específico de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo
que «vivir en el seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el
seguimiento de Cristo como los apóstoles; es dejarse educar por Él
para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la conducción del
Espíritu Santo. Más aún, es dejarse configurar con Cristo, buen
Pastor, para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el mundo.
Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a
la pregunta fundamental de Cristo: "¿Me amas?" (Jn 21,
15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don
total de su vida».(122)
Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca deberá
faltar en la Iglesia— en las condiciones sociales, psicológicas,
políticas y culturales del mundo actual, tan variadas y complejas,
como han puesto de relieve los Padres sinodales en relación con las
Iglesias particulares. Los mismos Padres, manifestando su grave
preocupación, pero también su grande esperanza, han podido conocer y
reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de búsqueda y
actualización de los métodos de formación de los aspirantes al
sacerdocio, puestos en práctica en todas sus Iglesias.
La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los trabajos
sinodales, señalando algunos objetivos logrados, mostrando
algunas metas irrenunciables, poniendo a disposición de todos
la riqueza de experiencias y de procesos formativos experimentados
ya en modo positivo. En esta Exhortación se exponen separadamente la formación
«inicial» y la formación «permanente», pero sin
olvidar nunca la profunda relación que tienen entre sí y que debe
hacer de las dos un solo proyecto orgánico de vida cristiana y
sacerdotal. La Exhortación trata sobre las diversas dimensiones de
la formación, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como
también sobre los ambientes y sobre los responsables de la formación
de los candidatos al sacerdocio.
I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal
43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación
sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario».(123) Esta
afirmación de los Padres sinodales expresa no solamente un dato
sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia,
sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y
específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su
ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza
y Pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la
medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo
de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en
sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los
evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote consiste en
anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la
comunidad cristiana «personificando a Cristo y en su nombre», pero
todo esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres concretos: «Todo
Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor
de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por
esto la formación humana del sacerdote expresa una particular
importancia en relación con los destinatarios de su misión:
precisamente para que su ministerio sea humanamente lo más creíble y
aceptable, es necesario que el sacerdote plasme su personalidad humana
de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el
encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a
ejemplo de Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn
2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad
el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el
encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración,
expresar juicios serenos y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y
realización de sí mismo, sino también con vistas a su ministerio,
los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades
humanas necesarias para la formación de personalidades equilibradas,
sólidas y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades
pastorales. Se hace así necesaria la educación a amar la verdad, la
lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la
fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y,
en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.(124) Un
programa sencillo y exigente para esta formación lo propone el
apóstol Pablo a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea
virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp
4, 8). Es interesante señalar cómo Pablo se presenta a sí mismo
como modelo para sus fieles precisamente en estas cualidades
profundamente humanas: «Todo cuanto habéis aprendido —sigue
diciendo— y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» (Flp
4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los
demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a
ser responsable de una comunidad y «hombre de comunión». Esto exige
que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable,
hospitalario, sincero en sus palabras y en su corazón,(125) prudente
y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer
personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas,
dispuesto a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5;
Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir
en situaciones de masificación y soledad sobre todo en las grandes
concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la
comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las
vías más eficaces del mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y
decisivo, la formación del candidato al sacerdocio en la madurez
afectiva, como resultado de la educación al amor verdadero y
responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto
central del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé
en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir
sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida
está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no
participa en él vivamente».(126)
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel
físico, psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el
significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una
persona se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien
entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del
amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural
difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad
humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y
empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer
egoísta».(127) Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de
las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no
pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más
urgente, una educación en la sexualidad que sea verdadera y
plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a
la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la
persona y la hace capaz de respetar y promover el "significado
esponsal" del cuerpo».(128)
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez
afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el
presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con
la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia
voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a
la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez
afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de
serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal,
a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para
la madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo,
que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado
al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para
vivir la castidad con fidelidad y alegría».(129)
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y
probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los
impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una
madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo
que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el
espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con
hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada
educación para la verdadera amistad, a semejanza de los
vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf.
Jn 11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación
clara y sólida para una libertad, que se presenta como
obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al
significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí
mismo», como camino y contenido fundamental de la auténtica
realización personal.(130) Entendida así, la libertad exige que la
persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y
superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a
la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la
entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la
respuesta que se ha de dar a la vocación, y en particular a la
sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva
consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo
hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida
comunitaria del Seminario.(131)
Íntimamente relacionada con la formación para la libertad
responsable está también la educación de la conciencia moral; la
cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a
las obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa
obediencia, a saber, ser una respuesta consciente y libre —y, por
tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La madurez
humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir
especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato,
para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar
con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a
escuchar la voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con
amor y firmeza a su voluntad».(132)
La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de
Cristo
45. La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de
una antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y
se completa en la formación espiritual. Todo hombre, creado por Dios
y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado
«por el agua y el Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser «hijo en
el Hijo». En este designio eficaz de Dios está el fundamento de la
dimensión constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y
reconocida también por la simple razón: el hombre está abierto a lo
trascendente, a lo absoluto; posee un corazón que está inquieto
hasta que no descanse en el Señor.(133)
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y
se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida
como relación y comunión con Dios. Según la revelación y la
experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad
inconfundible que proviene de la «novedad» evangélica. En efecto,
«es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad;
introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor;
conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud
filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia.
Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en
comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual».(134)
Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos
los fieles, pero que requiere ser estructurada según los significados
y características que derivan de la identidad del presbítero y de su
ministerio. Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser
central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o sea, de
criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la misma
manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el
centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el
sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman que «sin
la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de
fundamento»(135) y que la formación espiritual constituye «un
elemento de máxima importancia en la educación sacerdotal».(136)
El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del
itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, está expresado en el
decreto conciliar Optatam totius: «La formación espiritual...
debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato
familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu
Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada
ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio
íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal
manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles.
Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra
de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de
la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el
Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados,
principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores
y los incrédulos. Amen y veneren con filial confianza a la Santísima
Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como
madre al discípulo».(137)
46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa,
de la que fácilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias
fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio.
Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir
íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión con el Señor
Jesús, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía, exige
que sea expresada en la vida de cada día, renovándola radicalmente.
La comunión íntima con la Santísima Trinidad, o sea, la vida nueva
de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la «novedad» del
creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el
«misterio» de la existencia cristiana que está bajo el influjo del
Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el «ethos» de la vida del
cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la
vida cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con
la alegoría de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y
mi Padre es el viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo
mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo
en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer
nada» (Jn 15, 1. 4-5).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y
religiosos, y el hombre —a pesar de toda apariencia contraria—
sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero
con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser
considerada como una religión entre tantas o quedar reducida a una
pura ética social al servicio del hombre. En efecto, no siempre
aparece su inquietante novedad en la historia: es «misterio»; es el
acontecimiento del Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo
acogen el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12); es el
anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida
de Dios con el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podrán
comunicar a los demás este anuncio sorprendente y gratificante si, a
través de una adecuada formación espiritual, logran el conocimiento
profundo y la experiencia creciente de este «misterio» (cf. 1 Jn 1,
1-4).
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del
misterio cristiano, relaciona la íntima comunión de los futuros
presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta
una pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable
de Cristo, que dice a sus apóstoles: «No os llamo ya siervos, porque
el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos,
porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn
15, 15).
El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor
espiritual: la búsqueda de Jesús. «Enséñeseles a buscar a
Cristo». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de
la espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicación específica
precisamente en el contexto de la vocación de los apóstoles. Juan,
cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros
discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el
mismo Jesús el que pregunta: «¿Qué buscáis?» Y los dos
responden: «Rabbí... ¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les
respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron
dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 37-39).
En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio
está dominada por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro» con
el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión con Él. También
en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta
«búsqueda», pues es inagotable el misterio de la imitación y
participación en la vida de Cristo. Así como también deberá
continuar este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a los
demás y, mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar
al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás
una «experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena
compartir. Éste ha sido el camino seguido por Andrés para llevar a
su hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe el evangelista Juan, «se
encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos
encontrado al Mesías" —que quiere decir Cristo—. Y le llevó
donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así también Simón es llamado
—como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le
dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás
Cefas" —que quiere decir, "Pedro"—» (Jn 1,
42).
Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y
¿dónde encontrarlo? «Maestro, ¿dónde vives?» El decreto
conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la
meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en
los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los
«más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que
nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual
del candidato al sacerdocio.
47. Elemento esencial de la formación espiritual es la lectura
meditada y orante de la Palabra de Dios (lectio divina); es la
escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la
luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse,
comprenderse, amarse y seguirse la propia vocación; y también
cumplirse la propia misión, hasta tal punto que toda la existencia
encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la
Palabra de Dios que llama al hombre, y el principio de la palabra del
hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra de Dios
facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el
sentido de apartarse del mal para adherirse al bien, sino también en
el sentido de alimentar en el corazón los pensamientos de Dios, de
forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo
criterio de juicio y valoración de los hombres y de las cosas, de los
acontecimientos y problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como
es, pues hace encontrar a Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace
encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad que a la vez es Camino
y Vida (cf. Jn 14, 6). Se trata de leer las «escrituras»
escuchando las «palabras», la «Palabra» de Dios, como nos recuerda
el Concilio: «La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, y en
cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios».(138) Y el mismo
Concilio: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1
Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cf. Ex
33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3,
38) para invitarlos y recibirlos en su compañía».(139)
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de
Dios revisten un significado específico en el ministerio profético
del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una condición
imprescindible, principalmente en el contexto de la «nueva
evangelización», a la que hoy la Iglesia está llamada. El Concilio
exhorta: «Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes,
diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la
palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no
volverse "predicadores vacíos de la palabra, que no la escucha
por dentro" (San Agustín, Serm. 179, 1: PL 38,
966)».(140)
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la
oración, que constituye sin duda un valor y una exigencia
primarios de la formación espiritual. Ésta debe llevar a los
candidatos al sacerdocio a conocer y experimentar el sentido
auténtico de la oración cristiana, el de ser un encuentro vivo y
personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción
del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que
Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de
la misión del sacerdote es el de ser «maestro de oración». Pero el
sacerdote solamente podrá formar a los demás en la escuela de Jesús
orante, si él mismo se ha formado y continúa formándose en la misma
escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: «El sacerdote
es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en
Dios. Cuando la Carta a los Hebreos habla de Cristo, lo
presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel en lo que
toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan
encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que los acoja, que los
escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino también y
sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir
hacia Él. Es preciso, pues, que el sacerdote esté formado en una
profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio
deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá
del don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo,
al Padre».(141)
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra
sociedad, un elemento pedagógico necesario para la oración es la
educación en el significado humano profundo y en el valor religioso
del silencio, como atmósfera espiritual indispensable para
percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar por ella (cf. 1
Re 19, 11ss.).
48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que
a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la
Liturgia de las Horas. Para la formación espiritual de todo
cristiano, y en especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educación
litúrgica, en el sentido pleno de una inserción vital en el
misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y
operante en los sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios,
soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los
sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que
los sacramentos confían a la libertad del creyente, para que viva esa
comunión en las decisiones, opciones, actitudes y acciones de su
existencia diaria. En este sentido, la «gracia» que hace «nueva»
la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que
sigue derramando su Espíritu santo y santificador en los sacramentos;
igualmente la «ley nueva», que debe ser guía y norma de la
existencia del cristiano, está escrita por los sacramentos en el
«corazón nuevo». Y es ley de caridad para con Dios y los hermanos,
como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre, significada
y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta
participación «plena, consciente y activa»(142) en las
celebraciones sacramentales, gracias al don y acción de aquella
«caridad pastoral» que constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía,
memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa
resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de
caridad»,(143) banquete pascual en el que «Cristo es nuestra comida,
se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se
nos da la prenda de la gloria futura».(144) Ahora bien, los
sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son
sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa:(145) su papel es
totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber
sacrificio eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida
y el ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual
de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la
máxima concreción deseo repetir que «es necesario que los
seminaristas participen diariamente en la celebración
eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida
sacerdotal la celebración diaria. Además, han de ser educados a
considerar la celebración eucarística como el momento esencial de
su jornada, en el que participarán activamente, sin contentarse
nunca con una asistencia meramente habitual. Fórmese también a los
aspirantes al sacerdocio según aquellas actitudes íntimas que
la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos
del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la
actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al
ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por
un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo
de contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo
las especies eucarísticas».(146)
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la
formación espiritual, la belleza y la alegría del Sacramento de
la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles
formas de auto justificación, se corre el riesgo de perder el
«sentido del pecado» y, en consecuencia, la alegría consoladora del
perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios «rico en
misericordia» (Ef 2, 4), urge educar a los futuros
presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría
por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año
litúrgico, y que encuentra su plenitud en el sacramento de la
Reconciliación. De aquí provienen el significado de la ascesis y de
la disciplina interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la
aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata de elementos de la
vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente
difíciles para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a
condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos
propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de
comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación
social, incluso en los países donde las condiciones de vida son más
pobres y la situación de los jóvenes más austera. Por esta razón,
pero sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen
Pastor— «la donación radical de sí mismo» propia del sacerdote,
los Padres sinodales señalan que «es necesario inculcar el sentido
de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta
identificación con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede
volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del
martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia
y hedonismo».(147)
49. La formación espiritual comporta también
buscar a Cristo
en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad
con Dios, vida de oración y contemplación. Pero del encuentro con
Dios y con su amor de Padre de todos, nace precisamente la exigencia
indeclinable del encuentro con el prójimo, de la propia entrega a los
demás, en el servicio humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto
a todos como programa de vida en el lavatorio de los pies a los
apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis
como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida
también por la vida comunitaria seguida en la preparación al
sacerdocio, representa una condición irrenunciable para quien está
llamado a hacerse epifanía y transparencia del buen Pastor, que da la
vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo este aspecto la formación
espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión pastoral o
caritativa intrínseca, y puede servirse útilmente de una justa —profunda
y tierna, a la vez— devoción al Corazón de Cristo, como han
indicado los Padres del Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes en
la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que
corresponda al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a
su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta
inmolarse entregando su vida».(148)
Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está
llamado a educar a los demás en la imitación de Cristo y en el
mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto
exige que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en
la caridad del Señor. En este sentido, la preparación al sacerdocio
tiene que incluir una seria formación en la caridad, en particular en
el amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la
fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y en el
amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí
mismo por amor, encuentra su lugar en la formación espiritual del
futuro sacerdote la educación en la obediencia, en el celibato y
en la pobreza.(149) En este sentido invitaba el Concilio:
«Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el
mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y
al ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueseles en la
obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de
la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con
prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a
asemejarse a Cristo crucificado».(150)
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el
celibato debe dedicar una atención particular a preparar al futuro
sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su
verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en
sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales. Presupuesto
y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que
determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y
manifestar... un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de
sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada
uno».(151)
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas
características de las cuales ellos, «renunciando a la sociedad
conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al
Señor con un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con
el Nuevo Testamento; dan testimonio de la resurrección en el siglo
futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a mano una ayuda
importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad
que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio
sacerdotal».(152) En este sentido el celibato sacerdotal no se puede
considerar simplemente como una norma jurídica ni como una condición
totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como
un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que
configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por
tanto, como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a
su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el
ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia
especial, como un don que «no todos entienden..., sino sólo aquellos
a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta
consciente y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con
una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva consigo también
la gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su
vida y cumpla con generosidad y alegría los compromisos
correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal deberá
asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios»,(153) que
llevará a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido
de todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su
ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del
valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos
cristianos a vivir en plenitud el «gran sacramento» del amor de
Cristo Esposo hacia la Iglesia su esposa, así como su fidelidad en el
celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los
esposos.(154)
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato
sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales
actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de
cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría
de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente como criterios que
deben seguirse en la formación de la castidad en el celibato: «Los
Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los
seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y proporcionen
ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de máxima
importancia para la formación de la castidad en el celibato la
solicitud del Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el
seminario, o sea, en su programa de formación, debe presentarse el
celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva. El
seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y
sexual, así como una vida asidua y auténtica de oración, y debe
ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director
espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión
madura y libre, que esté fundada en la estima de la amistad
sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de
la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico.
Para ello los seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio
Vaticano II, la encíclica Sacerdotalis caelibatus y la
Instrucción para la formación del celibato sacerdotal, publicada por
la Congregación para la Educación Católica en 1974. Para que el
seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato por el Reino
de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y
verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en
el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles
laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales
propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros
con la amistad, comprensión y colaboración».(155)
Formación intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter
específico, se relaciona profundamente con la formación humana y
espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en efec to,
es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el
hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, trata de
conseguir una sabiduría que, a su vez, se abre y avanza al
conocimiento de Dios y a su adhesión.(156)
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra
su justificación específica en la naturaleza misma del ministerio
ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva
evangelización a la que el Señor llama a su Iglesia a las puertas
del tercer milenio. «Si todo cristiano —afirman los Padres
sinodales— debe estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de
la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho más
los candidatos al sacerdocio y los presbíteros deben cuidar
diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación
y en la actividad pastoral, dado que, para la salvación de los
hermanos y hermanas, deben buscar un conocimiento más profundo de los
misterios divinos».(157) Además, la situación actual, marcada
gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida
desconfianza en la verdadera capacidad de la razón para alcanzar la
verdad objetiva y universal, así como por los problemas y nuevos
interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y
tecnológicos, exige un excelente nivel de formación intelectual, que
haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en ese
contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente
a las legítimas exigencias de la razón huma na. Añádase, además,
que el actual fenómeno del pluralismo, acentuado más que nunca en el
ámbito no sólo de la sociedad humana sino también de la misma
comunidad eclesial, requiere una aptitud especial para el
discernimiento crítico: es un motivo ulterior que demuestra la
necesidad de una formación intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia «pastoral» de la formación intelectual confirma
cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus
varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una buena
parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente
un elemento extrínseco y secundario de su crecimiento humano,
cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a través del
estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a
la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a
realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad múltiple y
unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio(158) y
propuesta nuevamente por el Instrumentum laboris del Sínodo
con las siguientes palabras: «Para que pueda ser pastoralmente
eficaz, la formación intelectual debe integrarse en un camino
espiritual marcado por la experiencia personal de Dios, de tal manera
que se pueda superar una pura ciencia nocionística y llegar a aquella
inteligencia del corazón que sabe "ver" primero y es capaz
después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos».(159)
52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio
de la filosofía, que lleva a un conocimiento y a una
interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus
relaciones con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no sólo por
la relación que existe entre los argumentos filosóficos y los
misterios de la salvación estudiados en teología a la luz superior
de la fe,(160) sino también frente a una situación cultural muy
difundida, que exalta el subjetivismo como criterio y medida de la
verdad. Sólo una sana filosofía puede ayudar a los candidatos al
sacerdocio a desarrollar una conciencia refleja de la relación
constitutiva que existe entre el espíritu humano y la verdad, la cual
se nos revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar
la importancia de la filosofía para garantizar aquella «certeza de
verdad», la única que puede estar en la base de la entrega personal
total a Jesús y a la Iglesia. No es difícil entender cómo algunas
cuestiones muy concretas —como lo son la identidad del sacerdote y
su compromiso apostólico y misionero— están profundamente ligadas
a la cuestión, nada abstracta, de la verdad: si no se está seguro de
la verdad, ¿cómo se podrá poner en juego la propia vida y tener
fuerzas para interpelar seriamente la vida de los demás?
La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer su formación
intelectual con el «culto de la verdad», es decir, una especie de veneración
amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que ésta no es
creada y medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por
la Verdad suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con
dificultades, la razón humana puede alcanzar la verdad objetiva y
universal, incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la
existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la razón ni del
esfuerzo de «pensar» sus contenidos, como testimoniaba la gran mente
de Agustín: «He deseado ver con el entendimiento aquello que he
creído, y he discutido y trabajado mucho».(161)
Para una comprensión más profunda del hombre y de los fenómenos
y líneas de evolución de la sociedad, en orden al ejercicio,
«encarnado» lo más posible, del ministerio pastoral, pueden ser de
gran utilidad las llamadas «ciencias del hombre», como la
sociología, la psicología, la pedagogía, la ciencia de la economía
y de la política, y la ciencia de la comunicación social. Aunque
sólo sea en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas o
descriptivas, éstas ayudan al futuro sacerdote a prolongar la
«contemporaneidad» vivida por Cristo. «Cristo, decía Pablo VI, se
ha hecho contemporáneo a algunos hombres y ha hablado su lenguaje. La
fidelidad a Él requiere que continúe esta contemporaneidad».(162)
53. La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se
construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de
la teología. El valor y la autenticidad de la formación teológica
dependen del respeto escrupuloso de la naturaleza propia de la
teología, que los Padres sinodales han resumido así: «La verdadera
teología proviene de la fe y trata de conducir a la fe».(163) Ésta
es la concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia católica
mediante su Magisterio. Ésta es también la línea seguida por los
grandes teólogos, que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia
católica a través de los siglos. Santo Tomás es muy explícito
cuando afirma que la fe es como el habitus de la teología, o
sea, su principio operativo permanente,(164) y que «toda la teología
está ordenada a alimentar la fe».(165)
Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre de fe.
Pero es un creyente que se pregunta sobre su fe (fides quaerens
intellectum), que se pregunta para llegar a una comprensión más
profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe y la reflexión
madura, están profundamente relacionados entre sí; precisamente su
íntima coordinación y compenetración es decisiva para la verdadera
naturaleza de la teología, y, por consiguiente, es decisiva para los
contenidos, modalidades y espíritu según los cuales hay que elaborar
y estudiar la sagrada doctrina.
Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la
teología, opera una relación personal del creyente con Jesucristo en
la Iglesia, la teología tiene también características
cristológicas y eclesiales intrínsecas, que el candidato al
sacerdocio debe asumir conscientemente, no sólo por las implicaciones
que afectan a su vida personal, sino también por aquellas que afectan
a su ministerio pastoral. Por ser la fe aceptación de la Palabra de
Dios, lleva a un «sí» radical del creyente a Jesucristo, Palabra
plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por
consiguiente, la reflexión teológica tiene su centro en la adhesión
a Jesucristo, Sabiduría de Dios. La misma reflexión madura debe
considerarse como una participación de la «mente» de Cristo (cf. 1
Cor 2, 16) en la forma humana de una ciencia (scientia fidei). Al
mismo tiempo la fe introduce al creyente en la Iglesia y lo hace
partícipe de su vida, como comunidad de fe. En consecuencia, la
teología posee una dimensión eclesial, porque es una reflexión
madura sobre la fe de la Iglesia hecha por el teólogo, que es miembro
de la Iglesia.(166)
Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son
connaturales a la teología, ayudan a desarrollar en los candidatos al
sacerdocio, además del rigor científico, un grande y vivo amor a
Jesucristo y a su Iglesia: este amor, a la vez que alimenta su vida
espiritual, les sirve de pauta para el ejercicio generoso de su
ministerio. Tal era precisamente la intención del Concilio Vaticano
II, cuando pedía la reforma de los estudios eclesiásticos, mediante
una más adecuada estructuración de las diversas disciplinas
filosóficas y teológicas para hacer que «concurran armoniosamente a
abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de
Cristo, que afecta a toda la humanidad, influye constantemente en la
Iglesia y actúa sobre todo por obra del ministerio sacerdotal».(167)
La formación intelectual teológica y la vida espiritual —en
particular la vida de oración— se encuentran y refuerzan
mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la
investigación ni al gusto espiritual de la oración. San Buenaventura
advierte: «Nadie crea que le baste la lectura sin la unción, la
especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la
observación sin el júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin
la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia
divina, la investigación sin la sabiduría de la inspiración
sobrenatural».(168)
54. La formación teológica es una tarea sumamente compleja y
comprometida. Ella debe llevar al candidato al sacerdocio a poseer una
visión completa y unitaria de las verdades reveladas por Dios
en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la
doble exigencia de conocer «todas» las verdades cristianas y
conocerlas de manera orgánica, sin hacer selecciones arbitrarias.
Esto exige ayudar al alumno a elaborar una síntesis que sea fruto de
las aportaciones de las diversas disciplinas teológicas, cuyo
carácter específico alcanza auténtico valor sólo en la profunda
coordinación de todas ellas.
En su reflexión madura sobre la fe, la teología se mueve en dos
direcciones. La primera es la del estudio de la Palabra de Dios: la
palabra escrita en el Libro sagrado, celebrada y transmitida en la
Tradición viva de la Iglesia e interpretada auténticamente por su
Magisterio. De aquí el estudio de la Sagrada Escritura, «la cual
debe ser como el alma de toda la teología»:(169) de los Padres de la
Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica, de las
declaraciones del Magisterio. La segunda dirección es la del hombre,
interlocutor de Dios: el hombre llamado a «creer», a «vivir» y
a «comunicar» a los demás la fides y el ethos cristiano. De
aquí el estudio de la dogmática, de la teología moral, de la
teología espiritual, del derecho canónico y de la teología
pastoral.
La referencia al hombre creyente lleva la teología a dedicar una
particular atención, por un lado, a las consecuencias fundamentales y
permanentes de la relación fe-razón; por otro, a algunas exigencias
más relacionadas con la situación social y cultural de hoy. Bajo el
primer punto de vista se sitúa el estudio de la teología
fundamental, que tiene como objeto el hecho de la revelación
cristiana y su transmisión en la Iglesia. En la segunda perspectiva
se colocan aquellas disciplinas que han tenido y tienen un desarrollo
más decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente vividos,
como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia, que
«pertenece al ámbito... de la teología y especialmente de la
teología moral»,(170) y que es uno de los «componentes esenciales»
de la «nueva evangelización», de la que es instrumento;(171)
igualmente el estudio de la misión, del ecumenismo, del judaísmo,
del Islam y de otras religiones no cristianas.
55. La formación teológica actual debe prestar particular
atención a algunos problemas que no pocas veces suscitan
dificultades, tensiones, desorientación en la vida de la Iglesia.
Piénsese en la relación entre las declaraciones del Magisterio y
las discusiones teológicas; relación que no siempre se
desarrolla como debería ser, o sea, en la perspectiva de la
colaboración. Ciertamente «el Magisterio vivo de la Iglesia y la
teología —aun desempeñado funciones diversas— tienen en
definitiva el mismo fin: mantener al Pueblo de Dios en la verdad que
hace libres y hacer de él la "luz de las naciones". Dicho
servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al
teólogo con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la
doctrina de los Apóstoles y, sacando provecho del trabajo teológico,
replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo
además, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas
profundizaciones, explicaciones y aplicaciones de la doctrina
revelada. La teología, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una
comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios, contenida
en la Escritura y transmitida fielmente por la Tradición viva de la
Iglesia bajo la guía del Magisterio, a la vez que se esfuerza por
aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias de
la razón y le da una forma orgánica y sistemática».(172) Pero
cuando, por una serie de motivos, disminuye esta colaboración, es
preciso no prestarse a equívocos y confusiones, sabiendo distinguir
cuidadosamente «la doctrina común de la Iglesia, de las opiniones de
los teólogos y de las tendencias que se desvanecen con el pasar del
tiempo (las llamadas "modas")».(173) No existe un
magisterio «paralelo», porque el único magisterio es el de Pedro y
los apóstoles, el del Papa y los Obispos.(174)
Otro problema, que se da principalmente donde los estudios
seminarísticos están encomendados a instituciones académicas, se
refiere a la relación entre el rigor científico de la teología y su
aplicación pastoral, y, por tanto, la naturaleza pastoral de la
teología. En realidad, se trata de dos características de la
teología y de su enseñanza que no sólo no se oponen entre sí, sino
que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una
más completa «inteligencia de la fe». En efecto, el carácter
pastoral de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o
incluso que esté privada de su carácter científico; por el
contrario, significa que prepara a los futuros sacerdotes para
anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de
su tiempo y a plantear la acción pastoral según una auténtica visión teológica. Y así, por un lado, un estudio respetuoso del
carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas
teológicas contribuirá a la formación más completa y profunda del
pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada
sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio
y científico de la teología verdaderamente formativo para los
futuros presbíteros.
Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente
sentida— de la evangelización de las culturas y de la
inculturación del mensaje de la fe. Es éste un problema
eminentemente pastoral, que debe ser incluido con mayor amplitud y
particular sensibilidad en la formación de los candidatos al
sacerdocio: «En las actuales circunstancias, en que en algunas
regiones del mundo la religión cristiana se considera como algo
extraño a las culturas, tanto antiguas como modernas, es de gran
importancia que en toda la formación intelectual y humana se
considere necesaria y esencial la dimensión de la
inculturación.(175) Pero esto exige previamente una teología
auténtica, inspirada en los principios católicos sobre esa
inculturación. Estos principios se relacionan con el misterio de la
encarnación del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e
iluminan el sentido auténtico de la inculturación; ésta, ante las
culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las
distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de
Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos
confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni
simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio
penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus
elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y
elevando sus valores al misterio de la salvación, que proviene de
Cristo.(176) El problema de esta inculturación puede tener un
interés específico cuando los candidatos al sacerdocio provienen de
culturas autóctonas; entonces, necesitarán métodos adecuados de
formación, sea para superar el peligro de ser menos exigentes y
desarrollar una educación más débil de los valores humanos,
cristianos y sacerdotales, sea para revalorizar los elementos buenos y
auténticos de sus culturas y tradiciones».(177)
56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano
II y las normas de aplicación de la Ratio fundamentalis
institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una
amplia actualización de la enseñanza de las disciplinas filosóficas
y, sobre todo, teológicas en los seminarios. Aun necesitando en
algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta actualización
ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez más el proyecto
educativo en el ámbito de la formación intelectual. A este respecto,
«los Padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia y
claridad, la necesidad —más aún, la urgencia-— de que se
aplique en los seminarios y en las casas de formación el plan
fundamental de estudios, tanto el universal como el de cada nación o
Conferencia episcopal».(178)
Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la
seriedad y el esfuerzo en los estudios, que se deja sentir en algunos
ambientes eclesiales, como consecuencia de una preparación básica
insuficiente y con lagunas en los alumnos que comienzan el período
filosófico y teológico. Esta misma situación contemporánea exige
cada vez más maestros que estén realmente a la altura de la
complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar, con
competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales del
hombre de hoy, a los que sólo el Evangelio de Jesús da la plena y
definitiva respuesta.
La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen
Pastor
57. Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está
orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la
caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formación, en sus
diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral. Lo
afirma claramente el decreto conciliar Optatam totius,
refiriéndose a los seminarios mayores: «La educación de los alumnos
debe tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a
ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.
Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra:
para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla
con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben
prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin
de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas,
ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y
los sacramentos; deben prepararse para el ministerio del Pastor: para
que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que "no
vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del
mundo" (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos
servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)».(179)
El texto conciliar insiste en la profunda coordinación que hay
entre los diversos aspectos de la formación humana, espiritual e
intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad pastoral específica.
En este sentido, la finalidad pastoral asegura a la formación humana,
espiritual e intelectual algunos contenidos y características
concretas, a la vez que unifica y determina toda la formación de los
futuros sacerdotes.
Como cualquier otra formación, también la formación pastoral se
desarrolla mediante la reflexión madura y la aplicación práctica, y
tiene sus raíces profundas en un espíritu que es el soporte y la
fuerza impulsora y de desarrollo de todo.
Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia
disciplina teológica: la teología pastoral o práctica, que
es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con
la fuerza del Espíritu, a través de la historia; una reflexión,
sobre la Iglesia como «sacramento universal de salvación»,(180)
como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo en la
Palabra, en los Sacramentos y en el servicio de la caridad. La
pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de exhortaciones,
experiencias y métodos; posee una categoría teológica plena, porque
recibe de la fe los principios y criterios de la acción pastoral de
la Iglesia en la historia, de una Iglesia que «engendra» cada día a
la Iglesia misma, según la feliz expresión de San Beda el Venerable:
«Nam et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam».(181) Entre estos
principios y criterios se encuentra aquel especialmente importante del
discernimiento evangélico sobre la situación sociocultural y
eclesial, en cuyo ámbito se desarrolla la acción pastoral.
El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación
práctica mediante la entrega y algunos servicios pastorales, que
los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera progresiva y
siempre en armonía con las demás tareas formativas; se trata de
«experiencias» pastorales, que han de confluir en un verdadero
«aprendizaje pastoral», que puede durar incluso algún tiempo y que
requiere una verificación de manera metódica.
Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente
interior, que la formación deberá custodiar y valorizar: se trata
de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de
Jesús, la cual, así como ha sido el principio y fuerza de su
acción salvífica, también, gracias a la efusión del Espíritu
Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del
ministerio del presbítero. Se trata de una formación destinada no
sólo a asegurar una competencia pastoral científica y una
preparación práctica, sino también, y sobre todo, a garantizar el
crecimiento de un modo de estar en comunión con los mismos
sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor: «Tened entre
vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5).
58. Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un
simple aprendizaje, dirigido a familiarizarse con una técnica
pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una
verdadera y propia iniciación en la sensibilidad del pastor, a asumir
de manera consciente y madura sus responsabilidades, en el hábito
interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y los
medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y
según las exigencias teológicas de la pastoral misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio,
los futuros sacerdotes podrán ser introducidos en la tradición
pastoral viva de su Iglesia particular; aprenderán a abrir el
horizonte de su mente y de su corazón a la dimensión misionera de la
vida eclesial; se ejercitarán en algunas formas iniciales de
colaboración entre sí y con los presbíteros a los cuales serán
enviados. En estos últimos recae —en coordinación con el programa
del seminario— una responsabilidad educativa pastoral de no poca
importancia.
En la elección de los lugares y servicios adecuados para la
experiencia pastoral se debe prestar especial atención a la
parroquia,(182) célula vital de dichas experiencias sectoriales y
especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio se encontrarán
frente a los problemas inherentes a su futuro ministerio. Los Padres
sinodales han propuesto una serie de ejemplos concretos, como la
visita a los enfermos, la atención a los emigrantes, exiliados y
nómadas, el celo de la caridad que se traduce en diversas obras
sociales. En particular dicen: «Es necesario que el presbítero sea
testigo de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo el bien» (Hch
10, 38); el presbítero debe ser también el signo visible de la
solicitud de la Iglesia, que es Madre y Maestra. Y puesto que el
hombre de hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los
que viven sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al
poder abusivo, es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para
toda obra buena (cf. 2 Tim 3, 17), reivindique los derechos y
la dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideologías y
olvidar, cuando trata de promover el bien, que el mundo es redimido
sólo por la cruz de Cristo».(183)
El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al
futuro sacerdote a vivir como «servicio» la propia misión de
«autoridad» en la comunidad, alejándose de toda actitud de
superioridad o ejercicio de un poder que no esté siempre y
exclusivamente justificado por la caridad pastoral.
Para una adecuada formación es necesario que las diversas
experiencias de los candidatos al sacerdocio asuman un claro carácter
«ministerial», siempre en íntima conexión con todas las exigencias
propias de la preparación al presbiterado y (por supuesto, sin
menoscabo del estudio) relacionadas con el triple servicio de la
Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos servicios pueden
ser la traducción concreta de los ministerios del Lectorado,
Acolitado y Diaconado.
59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su naturaleza
a animar la Iglesia, que es esencialmente «misterio», «comunión»,
y «misión», la formación pastoral deberá conocer y vivir estas
dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio.
Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es
«misterio», obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo
eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad
cristiana; esta conciencia, a la vez que no disminuirá el sentido de
responsabilidad propio del pastor, lo convencerá de que el
crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu y que su
servicio —encomendado por la misma gracia divina a la libre
responsabilidad humana— es el servicio evangélico del «siervo
inútil» (cf. Lc 17, 10).
En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión»
ayudará al candidato al sacerdocio a realizar una pastoral
comunitaria, en colaboración cordial con los diversos agentes
eclesiales: sacerdotes y Obispo, sacerdotes diocesanos y religiosos,
sacerdotes y laicos. Pero esta colaboración supone el conocimiento y
la estima de los diversos dones y carismas, de las diversas vocaciones
y responsabilidades que el Espíritu ofrece y confía a los miembros
del Cuerpo de Cristo; requiere un sentido vivo y preciso de la propia
identidad y de la de las demás personas en la Iglesia; exige mutua
confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de espera;
se basa sobre todo en un amor a la Iglesia más grande que el amor a
sí mismos y a las agrupaciones a las cuales se pertenece. Es
especialmente importante preparar a los futuros sacerdotes para la colaboración
con los laicos. «Oigan de buen grado —dice el Concilio— a los
laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su
experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad
humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos
de los tiempos».(184) El Sínodo ha insistido también en la
atención pastoral a los laicos: «Es necesario que el alumno sea
capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos, especialmente
los jóvenes, las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales,
apostolado, ministerios y responsabilidades en las actividades
pastorales, vida consagrada, dirección de la vida política y social,
investigación científica, enseñanza). Sobre todo es necesario
enseñar y ayudar a los laicos en su vocación de impregnar y
transformar el mundo con la luz del Evangelio, reconociendo su propio
cometido y respetándolo».(185)
Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión
«misionera» ayudará al candidato al sacerdocio a amar y vivir
la dimensión misionera esencial de la Iglesia y de las diversas
actividades pastorales; a estar abierto y disponible para todas las
posibilidades ofrecidas hoy para el anuncio del Evangelio, sin olvidar
la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los medios de
comunicación social;(186) y a prepararse para un ministerio que
podrá exigirle la disponibilidad concreta al Espíritu Santo y al
Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su
país.(187)
II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La comunidad formativa del Seminario mayor
60. La necesidad del Seminario mayor —y de una análoga Casa
religiosa de formación— para la preparación de los candidatos al
sacerdocio, como fue afirmada categóricamente por el Concilio
Vaticano II,(l88) ha sido reiterada por el Sínodo con estas
palabras: «La institución del Seminario mayor, como lugar óptimo de
formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso
material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa
propia para la formación de los candidatos al sacerdocio, con
superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución
ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y continúa
dándolos en todo el mundo».(189)
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio
geográfico, es sobre todo una comunidad educativa en camino: la
comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por
el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la
experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce. En realidad,
los Evangelios nos presentan la vida de trato íntimo y prolongado con
Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esa
vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro
y específico, el desprendimiento —propuesto en cierta medida a
todos los discípulos— del ambiente de origen, del trabajo habitual,
de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc
9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la
narración de Marcos, que subraya la relación profunda que une a los
apóstoles con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar y
curar, son llamados «para que estuvieran con él» (Mc 3, 14).
La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una
continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica
formada en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino
hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu
para la misión. Esta identidad constituye el ideal formativo que —en
las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como institución
humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a
encontrar su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en
los que se inspira y capaz de responder a las situaciones y
necesidades de los tiempos.
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la
vida de la Iglesia; en él el Obispo se hace presente a través
del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de
comunión con los demás educadores, para el crecimiento pastoral y
apostólico de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del
seminario, reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad,
colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en
la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al
sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la
presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe
tratar de ser «una comunidad estructurada por una profunda amistad y
caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que
vive en la alegría».(190) Desde un punto de vista cristiano, el
Seminario debe configurarse —continúan los Padres sinodales—,
como «comunidad eclesial», como «comunidad de discípulos del
Señor, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida
del espíritu de oración), formada cada día en la lectura y
meditación de la Palabra de Dios y con el sacramento de la
Eucaristía, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia;
una comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la
vida de cada miembro, resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a
la Iglesia».(191) Confirmando y desarrollando concretamente esta
esencial dimensión eclesial del Seminario, los Padres sinodales
afirman: «como comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o
también religiosa, el Seminario debe alimentar el sentido de
comunión de los candidatos con su Obispo y con su Presbiterio, de
modo que participen en su esperanza y en sus angustias, y sepan
extender esta apertura a las necesidades de la Iglesia
universal».(192)
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al
ministerio pastoral —eclesial por naturaleza— que se viva en el
Seminario no de un modo extrínseco y superficial, como si fuera un
simple lugar de habitación y de estudio, sino de un modo interior y
profundo: como una comunidad específicamente eclesial, una comunidad
que revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a Jesús.(193)
61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial
educativa, más aún, es una especial comunidad educativa. Y lo
que determina su fisonomía es el fin específico, o sea, el
acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto el
discernimiento de la vocación, la ayuda para corresponder a ella y la
preparación para recibir el sacramento del Orden con las gracias y
responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con
Jesucristo, Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir
su misión de salvación en la Iglesia y en el mundo.
En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus
más diversas expresiones, está intensamente dedicada a la
formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los
futuros presbíteros; se trata de una formación que, aun teniendo
tantos aspectos comunes con la formación humana y cristiana de todos
los miembros de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y
características que nacen de manera específica de la finalidad que
se persigue, esto es, de preparar al sacerdocio.
Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen
que el Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de
vida que se caracterice tanto por ser orgánico-unitario, como por su
sintonía o correspondencia con el único fin que justifica la
existencia del Seminario: la preparación de los futuros presbíteros.
En este sentido, escriben los Padres sinodales: «en cuanto
comunidad educativa, (el Seminario) está al servicio de un programa
claramente definido que, como nota característica, tenga la unidad de
dirección, manifestada en la figura del Rector y sus colaboradores,
en la coherencia de toda la ordenación de la vida y actividad
formativa y de las exigencias fundamentales de la vida comunitaria,
que lleva consigo también aspectos esenciales de la labor de
formación. Este programa debe estar al servicio —sin titubeos ni
vaguedades— de la finalidad específica, la única que justifica la
existencia del Seminario, a saber, la formación de los futuros
presbíteros, pastores de la Iglesia.(194) Y para que la programación
sea verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso que las grandes
líneas del programa se traduzcan más concretamente y al detalle,
mediante algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida
comunitaria, estableciendo determinados instrumentos y algunos ritmos
temporales precisos.
Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa que,
por su naturaleza, es el acompañamiento de estas personas históricas
y concretas que caminan hacia la opción y la adhesión a determinados
ideales de vida. Precisamente por esto la labor educativa debe saber
conciliar armónicamente la propuesta clara de la meta que se quiere
alcanzar, la exigencia de caminar con seriedad hacia ella, la
atención al «viandante», es decir al sujeto concreto empeñado en
esta aventura y, consiguientemente, a una serie de situaciones,
problemas, dificultades, ritmos diversos de andadura y de crecimiento.
Esto exige una sabia elasticidad, que no significa precisamente
transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y
libre, sino que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las
condiciones totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio.
Esto vale no sólo respecto a cada una de las personas, sino también
en relación con los diversos contextos sociales y culturales en los
que se desenvuelven los Seminarios y con la diversa historia que cada
uno de ellos tienen. En este sentido la obra educativa exige una
constante renovación. Por ello, los Padres sinodales han
subrayado también con fuerza, en relación con la configuración de
los Seminarios: «Salva la validez de las formas clásicas del
Seminario, el Sínodo desea que continúe el trabajo de consulta de
las Conferencias Episcopales sobre las necesidades actuales de la
formación, como se mandaba en el decreto Optatan totius (n. 1)
y en el Sínodo de 1967. Revísense oportunamente las Rationes de
cada nación o rito, ya sea con ocasión de las consultas hechas por
las Conferencias Episcopales, ya sea en las visitas apostólicas a los
Seminarios de las diversas naciones, para integrar en ellas diversos
modelos comprobados de formación, que respondan a las necesidades de
los pueblos de cultura así llamada indígena, de las vocaciones de
adultos, de las vocaciones misioneras, etc».1(95)
62. La finalidad y la forma educativa específica del Seminario
mayor exige que los candidatos al sacerdocio entren en él con alguna
preparación previa. Esta preparación no creaba —al menos hasta
hace algún decenio— problemas particulares, ya que los aspirantes
provenían habitualmente de los Seminarios menores y la vida cristiana
de las comunidades eclesiales ofrecía con facilidad a todos
indistintamente una discreta instrucción y educación cristiana.
La situación en muchos lugares ha cambiado bastante. En efecto, se
da una fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparación
básica, de los chicos, adolescentes y jóvenes —aunque sean
cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia—, por un
lado, y, por otro, el estilo de vida del Seminario y sus exigencias
formativas. En este punto, en comunión con los Padres sinodales, pido
que haya un período adecuado de preparación que preceda la
formación del Seminario: «Es útil que haya un período de
preparación humana, cristiana, intelectual y espiritual para los
candidatos al Seminario mayor. Estos candidatos deben tener
determinadas cualidades: la recta intención, un grado suficiente de
madurez humana, un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la
fe, alguna introducción a los métodos de oración y costumbres
conformes con la tradición cristiana. Tengan también las aptitudes
propias de sus regiones, mediante las cuales se expresa el esfuerzo de
encontrar a Dios y la fe (cf. Evangelii nuntiandi, 48).(196)
«Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe», de que
hablan los Padres sinodales, se exige igualmente antes de la
teología, pues no se puede desarrollar una «intelligentia fidei»
si no se conoce la «fides» en su contenido. Una tal
laguna podrá ser más fácilmente colmada mediante el próximo Catecismo
universal.
Mientras que, por una parte, se hace común el convencimiento de la
necesidad de esta preparación previa al Seminario mayor, por otra, se
da diversa valoración de sus contenidos y características, o sea: si
la finalidad prioritaria ha de ser la formación espiritual para el
discernimiento vocacional, o la formación intelectual o cultural.
Además, no pueden olvidarse las muchas y profundas diversidades que
existen, no sólo en relación con cada uno de los candidatos, sino
también en relación con las varias regiones y países. Esto aconseja
una fase todavía de estudio y experimentación, para que puedan
definirse de una manera más oportuna y detallada los diversos
elementos de esta preparación previa o «período propedéutico»:
tiempo, lugar, forma, temas de este período, que desde luego han de
estar en coordinación con los años sucesivos de la formación en el
Seminario.
En este sentido, asumo y propongo a la Congregación para la
Educación Católica la petición hecha por los Padres sinodales: «El
Sínodo pide que la Congregación para la Educación Católica recoja
todas las informaciones sobre las primeras experiencias ya hechas o
que se están haciendo. En su momento, la Congregación comunique a
las Conferencias Episcopales las informaciones sobre este tema».(197)
El Seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional
63. Como demuestra una larga experiencia, la vocación sacerdotal
tiene, con frecuencia, un primer momento de manifestación en los
años de la preadolescencia o en los primerísimos años de la
juventud. E incluso en quienes deciden su ingreso en el Seminario más
adelante, no es raro constatar la presencia de la llamada de Dios en
períodos muy anteriores. La historia de la Iglesia es un testimonio
continuo de llamadas que el Señor hace en edad tierna todavía. Santo
Tomás de Aquino, por ejemplo, explica la predilección de Jesús
hacia el apóstol Juan «por su tierna edad» y saca de ahí la
siguiente conclusión: «esto nos da a entender cómo ama Dios de modo
especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera
juventud».(198)
La Iglesia, con la institución de los Seminarios menores, toma
bajo su especial cuidado, discerniendo y acompañando, estos brotes de
vocación sembrados en los corazones de los muchachos. En varias
partes del mundo estos Seminarios continúan desarrollando una
preciosa labor educativa, dirigida a custodiar y desarrollar los
brotes de vocación sacerdotal, para que los alumnos la puedan
reconocer más fácilmente y se hagan más capaces de corresponder a
ella. Su propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y
gradualmente aquella formación humana, cultural y espiritual que
llevará al joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una
base adecuada y sólida.
Prepararse «a seguir a Cristo Redentor con espíritu de
generosidad y pureza de intención»: éste es el fin del
Seminario menor indicado por el Concilio en el decreto Optatam
totius, donde se describe de la siguiente forma su carácter
educativo: los alumnos «bajo la dirección paterna de sus superiores,
secundada por la oportuna cooperación de los padres, lleven un
género de vida que se avenga bien con la edad, espíritu y evolución
de los adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana
psicología, sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas
humanas y el trato con la propia familia».(199)
El Seminario menor podrá ser también en la diócesis un punto de
referencia de la pastoral vocacional, con oportunas formas de acogida
y oferta de informaciones para aquellos adolescentes que están en
búsqueda de la vocación o que, decididos ya a seguirla, se ven
obligados a retrasar el ingreso en el Seminario por diversas
circunstancias, familiares o escolares.
64. Donde no se dé la posibilidad de tener el Seminario menor -—«necesario
y muy útil en muchas regiones»— es preciso crear otras
«instituciones»,(200) como podrían ser los grupos vocacionales para
adolescentes y jóvenes. Aunque no sean permanentes, estos grupos
podrán ofrecer en un ambiente comunitario una guía sistemática para
el análisis y el crecimiento vocacional. Incluso viviendo en familia
y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en su camino
formativo, estos muchachos y estos jóvenes no deben ser dejados
solos. Ellos tienen necesidad de un grupo particular o de una
comunidad de referencia en la que apoyarse para seguir el itinerario
vocacional concreto que el don del Espíritu Santo ha comenzado en
ellos.
Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con alguna
característica de esperanzadora novedad y frecuencia en las actuales
circunstancias, se constata el fenómeno de vocaciones sacerdotales
que se dan en la edad adulta, después de una más o menos
larga experiencia de vida laical y de compromiso profesional. No
siempre es posible, y con frecuencia no es ni siquiera conveniente,
invitar a los adultos a seguir el itinerario educativo del Seminario
mayor. Se debe más bien programar, después de un cuidadoso
discernimiento sobre la autenticidad de estas vocaciones, cualquier
forma específica de acompañamiento formativo, de modo que se
asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación
espiritual e intelectual.(201) Una adecuada relación con los otros
aspirantes al sacerdocio y los períodos de presencia en la comunidad
del Seminario mayor, podrán garantizar la inserción plena de estas
vocaciones en el único presbiterio, y su íntima y cordial comunión
con el mismo.
III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La Iglesia y el Obispo
65. Puesto que la formación de los aspirantes al sacerdocio
pertenece a la pastoral vocacional de la Iglesia, se debe decir que
la Iglesia como tal es el sujeto comunitario que tiene la gracia y
la responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus
ministros en el sacerdocio.
En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda a
precisar mejor el puesto y la misión que sus diversos miembros —individualmente
y también como miembros de un cuerpo— tienen en la formación de
los aspirantes al presbiterado.
Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la «memoria»,
el «sacramento» de la presencia y de la acción de Jesucristo en
medio de nosotros y para nosotros. A su misión salvadora se debe la
llamada al sacerdocio; y no sólo la llamada, sino también el
acompañamiento para que la persona que se siente llamada pueda
reconocer la gracia del Señor y responda a ella con libertad y con
amor. Es el Espíritu de Jesús el que da la luz y la fuerza en el
discernimiento y en el camino vocacional. No hay, por tanto, auténtica
labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del Espíritu de
Cristo. Todo formador humano debe ser plenamente consciente de
esto. ¿Cómo no ver una «riqueza» totalmente gratuita y
radicalmente eficaz, que tiene su «peso» decisivo en el trabajo
formativo hacia el sacerdocio? ¿Y cómo no gozar ante la dignidad de
todo formador humano, que, en cierto sentido, se presenta al aspirante
al sacerdocio como visible representante de Cristo? Si la preparación
al sacerdocio es esencialmente la formación del futuro pastor a
imagen de Jesucristo, buen Pastor ¿quién mejor que el mismo Jesús,
mediante la infusión de su Espíritu, puede donar y llevar hasta la
madurez aquella caridad pastoral que Él ha vivido hasta el don total
de sí mismo (cf. Jn 15, 13; 10, 11) y que quiere que sea
vivida también por todos los presbíteros?
El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal es el
Obispo. Del Obispo, de cada Obispo, se podría afirmar lo que el
evangelista Marcos nos dice en el texto reiteradamente citado:
«Llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó
Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos...» (Mc
3, 13-14). En realidad la llamada interior del Espíritu tiene
necesidad de ser reconocida por el Obispo como auténtica llamada. Si
todos pueden «acercarse» al Obispo, porque es Pastor y Padre
de todos, lo pueden de un modo particular sus presbíteros, por la
común participación al mismo sacerdocio y ministerio. El Obispo —dice
el Concilio— debe considerarlos y tratarlos como «hermanos y
amigos».(202) Y esto se puede decir, por analogía, de cuantos se
preparan al sacerdocio. Por lo que se refiere al «estar con él» —del
texto evangélico—, esto es, con el Obispo, es ya un gran signo de
la responsabilidad formativa de éste para con los aspirantes al
sacerdocio el hecho de que los visite con frecuencia y en cierto modo
«esté» con ellos.
La presencia del Obispo tiene un valor particular, no sólo porque
ayuda a la comunidad del Seminario a vivir su inserción en la Iglesia
particular y su comunión con el Pastor que la guía, sino también
porque autentifica y estimula la finalidad pastoral, que constituye lo
específico de toda la formación de los aspirantes al sacerdocio.
Sobre todo, con su presencia y con la co-participación con los
aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se refiere a la pastoral de la
Iglesia particular, el Obispo contribuye fundamentalmente a la
formación del «sentido de Iglesia», como valor espiritual y
pastoral central en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
La comunidad educativa del Seminario
66. La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los
diversos formadores: el rector, el director o padre espiritual, los
superiores y los profesores. Ellos se deben sentir profundamente
unidos al Obispo, al que, con diverso título y de modo distinto
representan, y entre ellos debe existir una comunión y colaboración
convencida y cordial. Esta unidad de los educadores no sólo hace
posible una realización adecuada del programa educativo, sino que
también y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo
significativo y el acceso a aquella comunión eclesial que constituye
un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral.
Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la
personalidad madura y recia de los formadores, bajo el punto de visto
humano y evangélico. Por esto son particularmente importantes, por un
lado, la selección cuidada de los formadores y, por otro, el
estimularles para que se hagan cada vez más idóneos para la
misión que les ha sido confiada. Conscientes de que precisamente
en la selección y formación de los formadores radica el porvenir de
la preparación de los candidatos al sacerdocio, los Padres sinodales
se han detenido ampliamente a precisar la identidad de los educadores.
En particular, han escrito: «La misión de la formación de los
aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no sólo una preparación
especial de los formadores, que sea verdaderamente técnica,
pedagógica, espiritual, humana y teológica, sino también el
espíritu de comunión y colaboración en la unidad para desarrollar
el programa, de modo que siempre se salve la unidad en la acción
pastoral del Seminario bajo la guía del rector. El grupo de
formadores dé testimonio de una vida verdaderamente evangélica y de
total entrega al Señor. Es oportuno que tenga una cierta estabilidad,
que resida habitualmente en la comunidad del Seminario y que esté
íntimamente unido al Obispo, como primer responsable de la formación
de los sacerdotes».(203)
Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave
responsabilidad en la formación de los encargados de la educación de
los futuros presbíteros. Para este ministerio deben elegirse
sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades: «la
madurez humana y espiritual, la experiencia pastoral, la competencia
profesional, la solidez en la propia vocación, la capacidad de
colaboración, la preparación doctrinal en las ciencias humanas
(especialmente la psicología), que son propias de su oficio, y el
conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo».(204)
Respetando la distinción entre foro interno y externo, la
conveniente libertad para escoger confesores, y la prudencia y
discreción del ministerio del director espiritual, la comunidad
presbiteral de los educadores debe sentirse solidaria en la
responsabilidad de educar a los aspirantes al sacerdocio. A ella,
siempre contando con la conjunta valoración del Obispo y del rector,
corresponde en primer lugar la misión de procurar y comprobar la
idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes
espirituales, humanas e intelectuales, principalmente en cuanto al
espíritu de oración, asimilación profunda de la doctrina de la fe,
capacidad de auténtica fraternidad y carisma del celibato.(205)
Teniendo presente —como también lo han recordado los Padres
sinodales— las indicaciones de la Exhortación Christifideles
laici(206) y de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, que
advierten la utilidad de un sano influjo de la espiritualidad laical y
del carisma de la feminidad en todo itinerario educativo, es oportuno
contar también —de forma prudente y adaptada a los diversos
contextos culturales— con la colaboración de fieles laicos,
hombres y mujeres, en la labor formativa de los futuros
sacerdotes. Habrán de ser escogidos con particular atención, en el
cuadro de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares
carismas y probadas competencias. De su colaboración, oportunamente
coordenada e integrada en las responsabilidades educativas primarias
de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito esperar
buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia y
para una percepción más exacta de la propia identidad sacerdotal,
por parte de los aspirantes al presbiterado.(207)
Los profesores de teología
67. Cuantos introducen y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada
doctrina mediante la enseñanza teológica tienen una particular
responsabilidad educativa, que con frecuencia —como enseña la
experiencia— es más decisiva que la de los otros educadores, en el
desarrollo de la personalidad presbiteral.
La responsabilidad de los profesores de teología, antes que
en la relación de docencia que deben entablar con los aspirantes al
sacerdocio, radica en la concepción que ellos deben tener de la
naturaleza de la teología y del ministerio sacerdotal, como también
en el espíritu y estilo con el que deben desarrollar su enseñanza
teológica. En este sentido, los Padres sinodales han afirmado
justamente que el «teólogo debe ser siempre consciente de que a su
enseñanza no le viene la autoridad de él mismo, sino que debe abrir
y comunicar la inteligencia de la fe últimamente en el nombre del
Señor Jesús y de la Iglesia. Así, el teólogo, aun en el uso de
todas las posibilidades científicas, ejerce su misión por mandato de
la Iglesia y colabora con el Obispo en el oficio de enseñar. Y porque
los teólogos y los Obispos están al servicio de la misma Iglesia en
la promoción de la fe, deben desarrollar y cultivar una confianza
recíproca y, con este espíritu, superar también las tensiones y los
conflictos (cf. más ampliamente la Instrucción de la Congregación
para la Doctrina de la Fe sobre La vocación eclesial del teólogo)».(208)
El profesor de teología, como cualquier otro educador, debe estar
en comunión y colaborar abiertamente con todas las demás personas
dedicadas a la formación de los futuros sacerdotes, y presentar con
rigor científico, generosidad, humildad y entusiasmo su aportación
original y cualificada, que no es sólo la simple comunicación de una
doctrina —aunque ésta sea la doctrina sagrada—, sino que
es sobre todo la oferta de la perspectiva que, en el designio de Dios,
unifica todos los diversos saberes humanos y las diversas expresiones
de vida.
En particular, la fuerza específica e incisiva de los profesores
de teología se mide, sobre todo, por ser «hombres de fe y llenos de
amor a la Iglesia, convencidos de que el sujeto adecuado del
conocimiento del misterio cristiano es la Iglesia como tal,
persuadidos por tanto de que su misión de enseñar es un auténtico
ministerio eclesial, llenos de sentido pastoral para discernir no
sólo los contenidos, sino también las formas mejores en el ejercicio
de este ministerio. De modo especial, a los profesores se les pide la
plena fidelidad al Magisterio porque enseñan en nombre de la Iglesia
y por esto son testigos de la fe».(209)
Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles
68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio,
aun teniendo en cuenta la separación que la opción vocacional lleva
consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en la formación
del futuro sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte
específica de responsabilidad.
Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres
cristianos, como también los hermanos, hermanas y otros miembros del
núcleo familiar, no deben nunca intentar llevar al futuro presbítero
a los límites estrechos de una lógica demasiado humana, cuando no
mundana, aunque a esto sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc
3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados ellos mismos por el mismo
propósito de «cumplir la voluntad de Dios», sepan acompañar el
camino formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de las
virtudes domésticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en
los momentos difíciles. La experiencia enseña que, en muchos casos,
esta ayuda múltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio.
Incluso en el caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a
la opción vocacional, la confrontación clara y serena con la
posición del joven y los incentivos que de ahí se deriven, pueden
ser de gran ayuda para que la vocación sacerdotal madure de un modo
más consciente y firme.
En estrecha relación con las familias está la comunidad
parroquial: ambas se unen en el plano de la educación en la fe;
además, con frecuencia, la parroquia, mediante una específica
pastoral juvenil y vocacional, ejerce un papel de suplencia de la
familia. Sobre todo, por ser la realización local más inmediata del
misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación original y
particularmente preciosa a la formación del futuro sacerdote. La
comunidad parroquial debe continuar sintiendo como parte viva de sí
misma al joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe acompañar con
la oración, acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones,
respetar y favorecer la formación de su identidad presbiteral,
ofreciéndole ocasiones oportunas y estímulos vigorosos para probar
su vocación a la misión.
También las asociaciones y los movimientos juveniles, signo
y confirmación de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia,
pueden y deben contribuir a la formación de los aspirantes al
sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia
cristiana, espiritual y apostólica de estas instituciones. Los
jóvenes que han recibido su formación de base en ellas y las tienen
como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben
sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones
con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional ni tienen
por qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que
allí aprendieron y vivieron, en todo aquello que tienen de bueno,
edificante y enriquecedor.(210) También para ellos este ambiente de
origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo
hacia el sacerdocio.
Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento cristiano
y eclesial que el Espíritu ofrece a tantos jóvenes a través de las
múltiples formas de grupos, movimientos y asociaciones de variada
inspiración evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo del
espíritu que anima la institución eclesial y está a su servicio. En
efecto, un movimiento o una espiritualidad particular «no es una
estructura alternativa a la institución. Al contrario, es fuente de
una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad
existencial e histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el
movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su
Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la
disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración
de su fe y el gusto de su fidelidad».(211)
Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario
—que el Obispo ha congregado—, los jóvenes provenientes de
asociaciones y movimientos eclesiales aprendan «el respeto a los
otros caminos espirituales y el espíritu de diálogo y
cooperación», se atengan con coherencia y cordialidad a las
indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del Seminario,
confiándose con actitud sincera a su dirección y a sus
valoraciones.(212) Dicha actitud prepara y, de algún modo, anticipa
la genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo de Dios,
en la comunión fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo.
La participación del seminarista y del presbítero diocesano en
espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es
ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de
fraternidad sacerdotal. Pero esta participación no debe obstaculizar
sino ayudar el ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son
propios del sacerdote diocesano, el cual «sigue siendo siempre pastor
de todo el conjunto. No sólo es el "hombre permanente",
siempre disponible para todos, sino el que va al encuentro de todos
—en particular está a la cabeza de las parroquias— para que todos
descubran en él la acogida que tienen derecho a esperar en la
comunidad y en la Eucaristía que los congrega, sea cual sea su
sensibilidad religiosa y su dedicación pastoral».(213)
El mismo aspirante
69. Por último, no se puede olvidar que el mismo aspirante al
sacerdocio es también protagonista necesario e insustituible de su
formación: toda formación -incluida la sacerdotal es en definitiva
una auto-formación. Nadie nos puede sustituir en la libertad
responsable que tenemos cada uno como persona.
Ciertamente también el futuro sacerdote —él el primero— debe
crecer en la conciencia de que el Protagonista por antonomasia de su
formación es el Espíritu Santo, que, con el don de un corazón
nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en
este sentido, el aspirante fortalecerá de una manera más radical su
libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu. Pero acoger
esta acción significa también, por parte del aspirante al
sacerdocio, acoger las «mediaciones» humanas de las que el Espíritu
se sirve. Por esto la acción de los varios educadores resulta
verdadera y plenamente eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su
colaboración personal, convencida y cordial.
CAPÍTULO VI
TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE
ESTÁ EN TI
Formación permanente de los sacerdotes
Razones teológicas de la formación permanente
70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en
ti» (2 Tim 1, 6).
Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar
legítimamente a la formación permanente a la que están llamados
todos los sacerdotes en razón del «don de Dios» que han recibido
con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido
real y la originalidad inconfundible de la formación permanente de
los presbíteros. También contribuye a ello otro texto de san Pablo
en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti,
que se te comunicó por intervención profética mediante la
imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en
estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea
manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera
en estas disposiciones, pues obrando así, te salvarás a ti mismo y a
los que te escuchen» (1 Tim 4, 14-16).
El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a
encender el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en
el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella
«novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace
nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5)— y, consiguientemente,
vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.
Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea
confiada a la responsabilidad personal de Timoteo ni es sólo el
resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto
de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios
mismo, pues, el que reaviva su propio don, más aún, el que
distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de
responsabilidad que en él se encierran.
Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y
envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y
Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y
así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para
siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una
condición de vida permanente e irreversible, se le confía un
ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda
su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden
confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no
sólo del «poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino
también de su «amor»; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas
gracias actuales que le serán concedidas cada vez que le sean
necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio
recibido.
De esta manera, la formación permanente encuentra su propio
fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento
del Orden.
Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas
que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente. Ello es
una exigencia de la realización personal progresiva, pues toda vida
es un camino incesante hacia la madurez y ésta exige la formación
continua. Es también una exigencia del ministerio sacerdotal, visto
incluso bajo su naturaleza genérica y común a las demás
profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no
hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua
actualización, si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad
de «mantener el paso» con la marcha de la historia es otra razón
humana que justifica la formación permanente.
Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones
teológicas que se han recordado y que se pueden profundizar
ulteriormente.
El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo»,
propia de todos los sacramentos, puede considerarse —como realmente
es— Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama y envía es
la expresión más profunda de la vocación y de la misión del
sacerdote. Mediante el sacramento del Orden Dios llama 'coram
Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El «ven y sígueme» de
Jesús encuentra su proclamación plena y definitiva en la
celebración del sacramento de su Iglesia: se manifiesta y se comunica
mediante la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del Obispo
que ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe, a
la llamada de Jesús: «vengo y te sigo». Desde este momento comienza
aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse y
reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras
numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el
«sí» del Orden sagrado.
En este sentido, se puede hablar de una vocación «en» el
sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando
su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del
sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y
precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la
formación permanente; ésta es necesaria para discernir y seguir esta
continua llamada o voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es
llamado a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado le ha
confiado su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta mis ovejas'. 'En
verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e
ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus
manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras'. Con
esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios.
Dicho esto, añadió: 'Sígueme'» (Jn 21, 17-19). Por tanto,
hay un «sígueme» que acompaña toda la vida y misión del apóstol.
Es un «sígueme» que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad
hasta la muerte (cf. Jn 21, 22), un «sígueme» que puede
significar una «sequela Christi» con el don total de sí en el
martirio.(214)
Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la
necesidad de la formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre
su naturaleza profunda, considerándola como «fidelidad» al ministerio
sacerdotal y como «proceso de continua conversión».(215)
Es el Espíritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al
presbítero en esta fidelidad y el que lo acompaña y estimula en este
camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no
excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere
responsablemente y asuma la formación permanente como un deber que se
le confía. De esta manera, la formación permanente es expresión y
exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su
propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo.
Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo
servicio está puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de
justicia verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de
Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho»
fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los
Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido
original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La
formación permanente es necesaria para que el sacerdote pueda
responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios.
Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la
caridad pastoral: el Espíritu Santo, que infunde la caridad
pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más
profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef
3, 14 ss.) y, consiguientemente, a conocer el misterio del
sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral empuja al sacerdote a
conocer cada vez más las esperanzas, necesidades, problemas,
sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales han de
ser contemplados en sus situaciones personales concretas, familiares y
sociales.
A todo esto tiende la formación permanente, entendida como opción
consciente y libre que impulse el dinamismo de la caridad pastoral y
del Espíritu Santo, que es su fuente primera y su alimento continuo.
En este sentido la formación permanente es una exigencia intrínseca
del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en
todo tiempo, pero hoy lo es particularmente urgente, no sólo por los
rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los
hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio
presbiteral, sino también por la «nueva evangelización», que es la
tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo
milenio.
Los diversos aspectos de la formación permanente
71. La formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos
como religiosos, es la continuación natural y absolutamente necesaria
de aquel proceso de estructuración de la personalidad presbiteral
iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa,
mediante el proceso formativo para la Ordenación.
Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación
que hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le
sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una
deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían
inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para
la comunión fraterna entre los presbíteros, particularmente entre
los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición
de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisión o
ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla con
contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos,
como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus
raíces en la formación del Seminario— requiere adaptaciones,
actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni solución de
continuidad.
Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura
formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros
presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas
y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.
Precisamente porque la formación permanente es una continuación
de la del Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que
podría decirse, «profesional», conseguida mediante el aprendizaje
de algunas técnicas pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener
vivo un proceso general e integral de continua maduración, mediante
la profundización, tanto de los diversos aspectos de la formación
—humana, espiritual, intelectual y pastoral—, como de su
específica orientación vital e íntima, a partir de la caridad
pastoral y en relación con ella.
72. Una primera profundización se refiere a la dimensión
humana de la formación sacerdotal. En el trato con los hombres y
en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar y profundizar
aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades
y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las
esperanzas y expectativas, las alegrías y los trabajos de la vida
ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre
todo conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la
experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, desde
la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a la ignorancia,
a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote
enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y
transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.
Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote recibe
una ayuda particular de la gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad
del buen Pastor se manifestó no sólo con el don de la salvación a
los hombres, sino también con la participación de su vida, de la que
el Verbo, que se ha hecho «carne» (cf. Jn 1, 14), ha querido
conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar la fatiga,
compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre
entre los hombres y con los hombres, Jesucristo ofrece la más
absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad; lo vemos
festejar las bodas de Caná, visitar a una familia amiga, conmoverse
ante la multitud hambrienta que lo sigue, devolver a sus padres hijos
que estaban enfermos o muertos, llorar la pérdida de Lázaro...
Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha
de poder decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús dice
la Carta a los Hebreos: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15).
La formación del presbítero en su dimensión espiritual es
una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado
de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el
sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y
configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una relación
que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de
manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión
de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más
amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En
esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación
ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento
y a la vez la fuerza para aquella «vida según el Espíritu» y para
aquel «radicalismo evangélico» al que está llamado todo sacerdote
y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto
espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio
sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la
cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en
el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado
de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no
quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las
almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo.
Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos
como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras
acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100,
1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si
celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el
coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas,
medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros
en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las
dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo
demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo
hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en
los demás».(216)
En concreto, la vida de oración debe ser «renovada»
constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que
en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo
reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre
todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y
los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a
horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de
modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero
encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre,
de una profunda experiencia del Espíritu.
Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar
«al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de
Cristo» (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los
sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la
santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos
vivientes para todos los fieles.
También la dimensión intelectual de la formación requiere
que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote,
concretamente mediante el estudio y la actualización cultural seria y
comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de
Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad,
está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo
y, por ello, el verdadero rostro del hombre.(217) Pero esto exige que
el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneración y
amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así puede darlo a conocer a
los demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico
resulta también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con
fidelidad el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni
ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas,
aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al
servicio del Pueblo de Dios, ayudándolo a dar razón de la esperanza
cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Además, «el
sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio
teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la
genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo
compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina
católica y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a
la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradición».(218)
El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien
expresado en las palabras del apóstol Pedro: «Que cada cual ponga al
servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos
administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10).
Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el
sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de
Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento
recibido. Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo
de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la
actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y
un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser
fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las
exigencias más radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha
dicho, empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la
situación real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir
la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que se
encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más
útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad
pastoral animará y sostendrá los esfuerzos humanos del sacerdote
para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto
exige una formación pastoral permanente.
El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote
continúe profundizando los diversos aspectos de su formación sino
que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada vez más
armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando
progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral
garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los diversos
aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del
sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús,
buen Pastor.
La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación
de llevar su ministerio a un activismo finalizado en sí mismo, a una
prestación impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a
una especie de empleo en la organización eclesiástica. Sólo la
formación permanente ayuda al «sacerdote» a custodiar con amor
vigilante el «misterio» del que es portador para el bien de la
Iglesia y de la humanidad.
Significado profundo de la formación permanente
73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación
permanente nos ayudan a captar su significado profundo que es el de
ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu
y según el estilo de Jesús buen Pastor.
¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de
esta manera: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con
oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los
sacerdotes están llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a
vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15) su identidad y su
ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a tomar
conciencia cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo
continuamente. He aquí la invitación de Pablo a Timoteo: «Conserva
el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros»
(2 Tim 1, 14).
En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar
el profundo significado de la formación permanente del sacerdote en
orden a su presencia y acción en la Iglesia «mysterium, communio
et missio».
En la Iglesia «misterio»
el sacerdote está llamado, mediante
la formación permanente, a conservar y desarrollar en la fe la
conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues
él es «ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios»
(cf. 1 Cor 4, 1). Pablo pide expresamente a los cristianos que
lo consideren según esta identidad; pero él mismo es el primero en
ser consciente del don sublime recibido del Señor. Así debe ser para
todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto
es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y los ojos de Cristo.
En este sentido, se puede decir que la formación permanente
tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona
profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con
los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad
con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el
ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del
amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de
la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en
sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor
hacia ellos.
74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia
«comunión», a madurar la conciencia de que su ministerio está
radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como
fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de
Cristo en el Espíritu Santo.(219)
El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda
comunión que lo vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo
«al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en» la Iglesia. Es
hermano entre hermanos. Revestido por el bautismo con la dignidad y
libertad de los hijos de Dios en el Hijo unigénito, el sacerdote es
miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 16). La
conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y
desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión
de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los
carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la
edificación de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento del
ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del
Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su
profunda comunión con todos, como escribía Pablo VI: «Hace falta
hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser
sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad.
Más todavía, el servicio».(220)
Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia
de ser miembro de la Iglesia particular en la que está
incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico,
espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor
especial a la propia Iglesia. Ésta es, en realidad, el objetivo vivo
y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del
sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida
de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus
dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento.
Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos
activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a
los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los
hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la
caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro
ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome
su puesto en el servicio sacerdotal.
El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que
existe entre las diversas Iglesias particulares, una comunión
enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar
determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Esta conciencia
de comunión intereclesial favorecerá el «intercambio de dones»,
comenzando por los dones vivos y personales, como son los mismos
sacerdotes. De aquí la disponibilidad, es más, el empeño generoso
por llegar a una justa distribución del clero.(221) Entre estas
Iglesias particulares hay que recordar a las que, «privadas de
libertad, no pueden tener vocaciones propias», como también las
«Iglesias recientemente salidas de la persecución y las Iglesias
pobres a las que, ya desde hace tiempo, muchos, con espíritu generoso
y fraterno, han enviado ayudas y continúan enviándolas».(222)
Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo
particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el
propio presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en su verdad
plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque
tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es
el «lugar» de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los
presbíteros, mediante el sacramento del Orden, están unidos con un
vínculo personal e indisoluble a Cristo, único Sacerdote. El Orden
se confiere a cada uno en singular, pero quedan insertos en la
comunión del presbiterio unido con el Obispo (Lumen gentium,
28; Presbyterorum ordinis, 7 y 8)».(223)
Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio
del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La
unidad de los presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo
añadido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que
expresa su esencia como solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo
congregado por la unidad de la Santísima Trinidad».(224) Esta unidad
del presbiterio, vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a
los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre «para
que todos sean uno» (Jn 17, 21).
La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera
familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de
la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones
humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los
sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se
concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo
espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no
excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las
preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad
de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención
especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y
fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por
razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes
que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no
los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud
fraterna».(225)
También forman parte del único presbiterio, por razones diversas,
los presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una
Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para todos
los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven,
a la vez que son una invitación para que los presbíteros crezcan en
la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular y
acompañar la formación permanente de los sacerdotes.
El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va
acompañado de sincera estima y justo respeto de las particularidades
de cada Instituto y de cada espiritualidad tradicional, amplía el
horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a
enriquecer la espiritualidad sacerdotal, sobre todo respecto a la
correcta relación y recíproco influjo entre los valores de la
Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por
su parte, los religiosos procuren garantizar un espíritu de verdadera
comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de la
diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a
disposición el propio carisma para la edificación de todos en la
caridad.(226)
Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del
presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del
sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay
una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo
absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de
dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En
este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano,
los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes,
la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los
sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles
laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para
superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede
experimentar el sacerdote».(227)
Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece
también oportunidades positivas para la vida del sacerdote:
«aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con
Jesucristo, el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la
oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación
y el crecimiento humano».(228) Se podría decir que una cierta forma
de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús
con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La
capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable
para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena
de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la
luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar
espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación
permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y
pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera
y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad.
75. La formación permanente está destinada a hacer crecer en
el sacerdote la conciencia de su participación en la misión
salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la
formación permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria,
sino también medio indispensable para centrar constantemente el sentido
de la misión y garantizar su realización fiel y generosa. Con
esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad,
pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligación que
no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo: «Predicar el
Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un
deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1
Cor 6, 16)— y es también, una exigencia, explícita o
implícita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama
incansablemente a la salvación.
Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al
sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea,
como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin
de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1
Cor 4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el
sacerdote ha de ser fiel —incluso en las condiciones más adversas o
de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías
disponibles; fiel hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo
debe ser ejemplo y estímulo para todo sacerdote: «A nadie damos
ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de Corinto—,
para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos
en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones,
necesidades y angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas,
desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el
Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el
poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y
las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena
fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos,
aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos;
como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero
siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como
quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6, 3-10).
En cualquier edad y situación
76. La formación permanente, precisamente porque es
«permanente», debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto
es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los
diversos cargos de responsabilidad eclesial que se les confíen; todo
ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y
características propias de la edad, condiciones de vida y tareas
encomendadas.
La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes
jóvenes y ha de tener aquella frecuencia y programación de
encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la
formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los
jóvenes presbíteros a comprender y vivir la singular riqueza del
«don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus
potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una
inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y
por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos.
Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad», que
ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al
joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como
absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formación
presbiteral concluya con su estancia en el Seminario.
Participando en los encuentros de la formación permanente, los
jóvenes sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda mutua, mediante el
intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicación
concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los
años del Seminario. Al mismo tiempo, su participación activa en los
encuentros formativos del presbiterio podrá servir de ejemplo y
estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en años,
testimoniando así el propio amor a todo el presbiterio y su afecto
por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes bien preparados.
Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada
fase de su vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso
necesario hoy— crear una adecuada estructura de apoyo, con
guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de
manera orgánica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien
su ministerio sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos,
suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en
ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos
momentos de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno.
Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una
orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si
algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus
sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre sí las
Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.
77. La formación permanente constituye también un deber para los
presbíteros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos
que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como por ejemplo
un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del
ministerio. Así, el sacerdote puede verse tentado de presumir de sí
mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no
tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el
sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de
dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación la ofrece la
formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí
mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de
motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el
sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las
constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como
«hombrede Dios».
La formación permanente debe interesar también a los presbíteros
que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en
algunas Iglesias son la parte más numerosa del presbiterio; éste
deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a
Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su
situación. Para estos presbíteros la formación permanente no
significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo
cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión
que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no
sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras
diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su
experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y
formadores de otros sacerdotes.
También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se
encuentran en una condicíón de debilidad física o de cansancio
moral, pueden ser ayudados con una formación permanente que los
estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la
Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir
la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relación
pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las
motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente
les ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que
ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de
seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia,
especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente y con
tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasión
del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que decía:
«Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col
1, 24).(229)
Los responsables de la formación permanente
78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares,
se desarrolla actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen
fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse de tareas y
servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las
comunidades cristianas en particular; el activismo y el ajetreo
típico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con frecuencia
a los sacerdotes del tiempo y energías indispensables para «velar
por sí mismos» (cf. 1 Tim 4, 16).
Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se
superen las dificultades e incluso que éstas sean un reto para
programar y llevar a cabo un plan de formación permanente, que
responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la
gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro tiempo.
Por ello, los responsables de la formación permanente de los
sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia «comunión». En este
sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la guía
del Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos
modos la formación permanente de los sacerdotes. Éstos no viven para
sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por eso, la formación
permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual,
intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo
destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio
del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio
recíproco entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles.
Precisamente la participación de vida entre el presbítero y la
comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación
fundamental a la formación permanente, que no se puede reducir a
un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende todo el
ministerio y vida del presbítero.
En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y
humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas de
Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por parte de los
cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y
civiles, son acogidas por el presbítero y, a la vez que las ilumina
con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso alimento
espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las más variadas
situaciones personales y sociales; las tentaciones de rechazo o
desesperación en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin,
todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el
camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente
en el corazón del presbítero que, buscando respuestas para los
demás, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para
sí mismo.
De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y
deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus
sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de
tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han
sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en
los diversos ámbitos de la misión pastoral, especialmente en lo que
atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer
relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a
ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino
«colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1,
24).
La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación
con los sacerdotes se concretiza y especifica en relación con los
diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote mismo.
79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer
responsable en la Iglesia de la formación permanente, pues sobre
cada uno recae el deber —derivado del sacramento del Orden— de ser
fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del
mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al
respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no
bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo
no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar
sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud
del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada
uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva
siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud».
Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la
del presbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los
presbíteros reciben su sacerdocio a través de él y comparten con
él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el
responsable de la formación permanente, destinada a hacer que todos
sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio
recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de
tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el
presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de
estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino
como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por
etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivirá su
responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y
momentos de formación permanente, sino haciéndose personalmente
presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con
frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de
varias Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de
acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de
mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formación
permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y
pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de
reflexión y revisión del programa pastoral del presbiterio y de la
comunidad eclesial.
El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la
ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teológicos y
pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan
a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles laicos—
comprometidas en la formación presbiteral.
En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias
un papel significativo; ellas, como «Iglesias domésticas»,
tienen una relación concreta con la vida de las comunidades
eclesiales animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay
que citar el papel de la familia de origen, pues ella, en unión y
comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una ayuda
específica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha
hecho ser cuna de la semilla vocacional, e indispensable ayuda para su
crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el más
absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus
hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador de su
misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega y respeto.
Momentos, formas y medios de la formación permanente
80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable» (cf. 2 Cor
6, 2) en el que el Espíritu Santo lleva al sacerdote a un
crecimiento directo en la oración, el estudio y la conciencia de las
propias responsabilidades pastorales, hay sin embargo momentos
«privilegiados», aunque sean más comunes y establecidos
previamente.
Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su
presbiterio, tanto litúrgicos (en particular la concelebración
de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales,
dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al estudio sobre
determinados problemas teológicos.
Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como
los Ejercicios espirituales, los días de retiro o de espiritualidad.
Son ocasión para un crecimiento espiritual y pastoral; para una
oración más prolongada y tranquila; para una vuelta a las raíces de
la identidad sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la
fidelidad y la acción pastoral.
Son también importantes los encuentros de estudio y de
reflexión común, que impiden el empobrecimiento cultural y el
aferrarse a posiciones cómodas incluso en el campo pastoral, fruto de
pereza mental; aseguran una síntesis más madura entre los diversos
elementos de la vida espiritual, cultural y apostólica; abren la
mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y a las nuevas
llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia.
81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que
la formación permanente sea cada vez más una valiosa experiencia
vital para los sacerdotes. Entre éstos hay que recordar las diversas formas
de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la
historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos
diferentes: «Hoy no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre
todo entre aquellos que viven o están comprometidos pastoralmente en
el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción apostólica,
esta vida común del clero ofrece a todos, presbíteros y laicos, un
ejemplo luminoso de caridad y de unidad».(230)
También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en
particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota
específica la diocesaneidad, en virtud de la cual los sacerdotes se
unen más estrechamente al Obispo y forman «un estado de
consagración en el que los sacerdotes, mediante votos u otros
vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida los consejos
evangélicos».(231) Todas las formas de «fraternidad sacerdotal»
aprobadas por la Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual,
sino también para la vida apostólica y pastoral.
Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye
no poco a favorecer la formación permanente de los sacerdotes. Se
trata de un medio clásico, que no ha perdido nada de su valor, no
sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para
promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el
ejercicio del ministerio sacerdotal. Como decía el Cardenal Montini,
futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene una función
hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación
moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con
absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida;
ésta conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades
de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo
piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el
aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio
pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte
pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la
ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la
recibe».(232)
CONCLUSIÓN
82. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer
3, 15).
Esta promesa de Dios está, todavía hoy, viva y operante en la
Iglesia, la cual se siente, en todo tiempo, destinataria afortunada de
estas palabras proféticas y ve cómo se cumplen diariamente en tantas
partes del mundo, mejor aún, en tantos corazones humanos, sobre todo
de jóvenes. Y desea, ante las graves y urgentes necesidades propias y
del mundo, que en los umbrales del tercer milenio se cumpla esta
promesa divina de un modo nuevo, más amplio, intenso, eficaz: como
una extraordinaria efusión del Espíritu de Pentecostés.
La promesa del Señor suscita en el corazón de la Iglesia la
oración, la petición confiada y ardiente en el amor del Padre que,
igual que ha enviado a Jesús, el buen Pastor, a los Apóstoles, a sus
sucesores y a una multitud de presbíteros, siga así manifestando a
los hombres de hoy su fidelidad y su bondad.
Y la Iglesia está dispuesta a responder a esta gracia. Siente que
el don de Dios exige una respuesta comunitaria y generosa: todo el
Pueblo de Dios debe orar intensamente y trabajar por las vocaciones
sacerdotales; los candidatos al sacerdocio deben prepararse con gran
seriedad a acoger y vivir el don de Dios, conscientes de que la
Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad de ellos; deben
enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio corazón a imagen
del suyo; estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como
imagen suya para proclamar a todos a Cristo, que es Camino, Verdad y
Vida.
Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y
especialmente las madres, sean generosos en entregar sus hijos al
Señor, que los llama al sacerdocio, y que colaboren con alegría en
su itinerario vocacional, conscientes de que así será más grande y
profunda su fecundidad cristiana y eclesial, y que pueden
experimentar, en cierto modo, la bienaventuranza de María, la Virgen
Madre: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»
(Lc 1, 42).
También digo a los jóvenes de hoy: sed más dóciles a la voz del
Espíritu; dejad que resuenen en la intimidad de vuestro corazón las
grandes expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no tengáis
miedo en abrir vuestro espíritu a la llamada de Cristo, el Señor;
sentid sobre vosotros la mirada amorosa de Jesús y responded con
entusiasmo a la invitación de un seguimiento radical.
La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los
sacerdotes asumen para llevar a cabo aquella formación permanente que
exige la dignidad y responsabilidad que el sacramento del Orden les
confirió. Todos los sacerdotes están llamados a ser conscientes de
la especial urgencia de su formación en la hora presente: la nueva
evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos
son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como
camino específico hacia la santidad.
La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores
cualesquiera, sino unos pastores «según su corazón». El
«corazón» de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en el
Corazón de Cristo, buen Pastor. Y el Corazón de Cristo sigue hoy
teniendo compasión de las muchedumbres y dándoles el pan de la
verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea
palpitar en otros corazones —los de los sacerdotes—: «Dadles
vosotros de comer» (Mc 6, 37). La gente necesita salir del
anonimato y del miedo; ser conocida y llamada por su nombre; caminar
segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se pierde; ser
amada; recibir la salvación como don supremo del amor de Dios;
precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él y sus
presbíteros con Él.
Y ahora, al terminar esta Exhortación, dirijo mi mirada a la
multitud de aspirantes al sacerdocio, de seminaristas y de sacerdotes
que —en todas las partes del mundo, en situaciones incluso las más
difíciles y a veces dramáticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de
fidelidad al Señor y del incansable servicio a su grey— ofrecen a
diario su propia vida por el crecimiento de la fe, de la esperanza y
de la caridad en el corazón y en la historia de los hombres y mujeres
de nuestro tiempo.
Vosotros, amadísimos sacerdotes, hacéis esto porque el mismo
Señor, con la fuerza de su Espíritu, os ha llamado a presentar de
nuevo, en los vasos de barro de vuestra vida sencilla, el tesoro
inestimable de su amor de buen Pastor.
En comunión con los Padres sinodales y en nombre de todos los
Obispos del mundo y de toda la comunidad eclesial, os expreso todo el
reconocimiento que vuestra fidelidad y vuestro servicio se
merecen.(233)
Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el
carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim
1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con
Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del
crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y
a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el
que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a
cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con
todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre
y educadora de nuestro sacerdocio.
Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María
como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la
vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra
hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para
darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y
eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su
ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue
vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en
la Iglesia.
Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una
sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la
imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.
Oh María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.
Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.
Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los sacerdotes. Amén.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la
Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi
Pontificado.
NOTAS
122. Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28
octubre 1990) IV: l.c.
123. Proposición 21.
124. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación
sacerdotal Optatam totius, 11; Decreto sobre el ministerio y
vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 3; S.
Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis
institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), 51: l.c.,
356-357.
125. Cf. Proposición 21.
126. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979) 10: AAS
71 (1979), 274.
127. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981)
37: l.c., 128.
128. Ibid.
129. Proposición 21.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el
mundo actual Gaudium et spes, 24.
131. Cf. Proposición 21.
132. Proposición 22.
133. Cf. S. Agustín, Confes., I. 1: CSEL 33, 1.
134. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. La formación
de los sacerdotes en las circunstancias actuales «Instrumentum
laboris», 30.
135. Proposición 22.
136. Proposición 23.
137. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 8.
138. Const. dogm. sobre la divina rivelación Dei Verbum, 24.
139. Ibid., 2.
140. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 25.
141. Angelus (4 marzo 1990), 2-3: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 11 de marzo de 1990, pág. 1.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosantum
concilium, 14.
143. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 26, 13: l.c.,
266.
144. Liturgia de las Horas, Antífona al «Magnificat» de
las segundas Vísperas en la Solemnidad del S. Cuerpo y Sangre de
Cristo.
145. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum ordinis, 13.
146. Angelus (1 julio 1990), 3: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 8 de julio de 1990, pág. 12.
147. Proposición 23.
148. Ibid.
149. Cf. Ibid.
150. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius,
9.
151. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio
fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), l.c.,
354.
152. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Opatatam
totius, 10.
153. Ibid.
154. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del
Jueves Santo (8 abril 1979): Insegnamenti II/I (1979), 841-862;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril
de 1979, pág. 1.
155. Proposición 24.
156. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 15.
157. Proposición 26.
158. Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius,
16.
159. La formación de los sacerdotes en las circunstancias
actuales «Instrumentum laboris», 39.
160. Cf. Congregación para la Educación Católica, Carta a los
obispos sobre la enseñanza de la filosofía en los seminarios (20
enero 1972).
161. «Desideravi intellectu videre quod credidi et multum
disputavi et laboravi», De Trinitate XV, 28: CCL 50/A,
534.
162. Discurso a los participantes en la XXI Semana Bíblica
italiana (25 septiembre 1970): AAS 62 (1970), 618.
163. Proposición 26.
164. «Fides, quae est quasi habitus theologiae»: In Lib.
Boetii de Trinitate V, 4, ad 8.
165. Cf. S. Tomás de Aquino, In I Sent., Q. 1, a. 2.
166. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24
mayo 1990), 11; 40: AAS 82 (1990), 1554-1555; 1568-1569.
167. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 14.
168. Itineranium mentis in Deum, Prol., n. 4: Opera
omnia, tomus V, Ad Claras Aquas 1891, 296.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam
totius, 16.
170. Carta Enc. Sollecitudo rei socialis (30 diciembre
1987), 41: AAS 80 (1988), 571.
17.1 Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 54: AAS
83 (1991), 859-860.
172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990),
21: l.c., 1559.
173. Proposición 26.
174. Así, por ejemplo, escribía S. Tomás de Aquino: «Es
necesario atenerse más a la autoridad de la Iglesia que a la
autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier otro Doctor»: Summa
Theol., II-II, q. 10, a. 12; añade que nadie puede defenderse con
la autoridad de Jerónimo o de Agustín o de cualquier otro Doctor en
contra de la autoridad de Pedro: cf. Ibid. II-II, q. 11, a. 2
ad 3.
175. Proposición 32.
176. Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990)
67: l.c., 315-316.
177. Cf. Proposición 32.
178. Proposición 27.
179. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4.
180. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 48.
181. Explanatio Apocalypsis, lib. II, 12: PL 93, 166.
182. Cf. Proposición 28.
183. Ibid.
184. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, 9; cf. Exhort. Ap. Christifideles laici (30
diciembre 1988), 61: l.c., 512-514.
185. Proposición 28.
186. Cf. Ibid.
187. Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990)
678: l.c., 315-316.
188. Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4.
189. Proposición 20.
190. Ibid.
191. Ibid.
192. Ibid.
193. Cf. Discurso a los alumnos y ex-alumnos del Colegio
Capránica (21 enero 1983): Insegnamenti VI/I (1983) 173-178; L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 10 de abril de 1983, pág.
11.
194. Proposición 20.
195. Ibid.
196. Proposición 19.
197. Ibid.
198. In Iohannem Evangelistam Expositio, c. 21, lect. V, 2.
199. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 3.
200. Cf. Proposición 17.
201. Cf. Congregación para la Educación Católica, Ratio
fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970) 19: l.c.,
342.
202. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis, 7.
203. Proposición 29.
204. Ibid.
205. Cf. Proposición 23.
206. Cf. Exhort. Ap. post-sinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 61; 63: l.c., 512-514; 517-518; Cart. ap. Mulieris
dignitatem (15 agosto 1988), 29-31: l.c., 1721-1729.
207. Cf. Proposición 29.
208. Proposición 30.
209. Ibid.
210. Cf. Proposición 25.
211. Discurso a los sacerdotes colaboradores con el
movimiento «Comunión y Liberación» (12 septiembre 1985): AAS
78 (1986), 256; L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 29 de septiembre de 1985, pág. 11.
212. Cf. Proposición 25.
213. Encuentro con los representanes del clero suizo en
Einsiedeln (15 junio 1984), 10: Insegnamenti VII/I (1984),
1798; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de
julio de 1984, pág. 14.
214. Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus. 123,
5: l.c., 678-680.
215. Cf. Proposición 31.
216. S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán
1559, 1178.
217. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 22.
218. Sínodo de los Obispos Asam. Gen. Ord., La formación de
los presbíteros en las circunstancias actuales «Instrumentum
laboris», 55.
219. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum ordinis, 6.
220. Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964) III: AAS
56 (1964), 647.
221. Cf. Congregación para el Cero, Notas directivas para la
promoción de la cooperación mutua entre las Iglesias particulares y
especialmente para la distribución más adecuada del clero Postquam
apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980), 343-364.
222. Proposición 39.
223. Proposición 34.
224. Ibid.
225. Ibid.
226. Cf. Proposición 38; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre
el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis,
1; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 1;
Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y
Congregación para los Obispos, Notas directivas para las relaciones
mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae
relationes (14 mayo 1978) 2; 10: l.c., 475; 479-480.
227. Proposición 35.
228. Ibid.
229. Cf. Proposición 36.
230. Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación
de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum
laboris», 60; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio
pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 30;
Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
ordinis, 8; C.I.C., can. 550, 2.
231. Proposición 37.
232. J. B. Montini, Carta pastoral Sobre el sentido moral, 1961.
233. Cf. Proposición 40.