MARIALIS CULTUS
Exhortación Apostólica de S.S. Pablo VI,
1974
(Ver también: Documentos Marianos)
Ver también:
Veneración
La
devoción de la Iglesia hacia la Santísima Virgen pertenece a la naturaleza misma del
culto cristiano. La veneración que siempre y en todo lugar ha manifestado a la Madre del
Señor, desde la bendición de Isabel hasta las expresiones de alabanza y súplica de
nuestro tiempo, constituye un sólido testimonio de cómo la «lex orandi» (el culto) es
una invitación a reavivar en las conciencias la «lex credendi» (la fe). Y viceversa: la
«lex credendi» de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana la «lex
orandi» en relación con la Madre de Cristo.
El culto a la Virgen tiene raíces profundas en la Palabra revelada y sólidos fundamentos
en las verdades de la doctrina católica, tales como:
- la singular dignidad de María, Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija predilecta
del Padre y templo del Espíritu Santo; por tal extraordinaria gracia aventaja con mucho a
todas las demás criaturas, celestiales y terrestres;
- su cooperación incondicional en momentos decisivos de la obra de la salvación llevada
a cabo por su Hijo;
- su santidad, que ya era plena en el momento de su concepción inmaculada y que, no
obstante, fue creciendo más y más a medida que se adhería a la voluntad del padre y
recorría el camino del sufrimiento, progresando constantemente en te, esperanza y
caridad;
- su misión y el puesto que ocupa, único en el Pueblo de Dios, del que es al mismo
tiempo miembro eminente, ejemplar acabado y Madre amantísima;
- su incesante y eficaz intercesión, mediante la cual, aun habiendo sido asunta al cielo,
sigue mostrándose cercana a los fieles que la suplican y aun a aquellos que ignoran que
realmente son hijos suyos;
- su gloria, en fin, que ennoblece a todo el género humano, como lo expresó
maravillosamente el poeta Dante: «tu eres aquella que ennobleció tanto la naturaleza
humana, que su Creador no desdeñó convertirse en hechura tuya»; en efecto, María
pertenece a nuestra estirpe como verdadera hija de Eva, aunque ajena a la mancha de la
madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo nuestra condición, como
mujer humilde y pobre.
Añadiremos que el culto a la Virgen tiene su razón última en el designio insondable y
libre de Dios, el cual, siendo amor eterno y divino, lleva a cabo todo según un designio
de amor: la amó y obró en ella maravillas; la amó por sí mismo, la amó por nosotros;
se la dio a sí mismo y nos la dio a nosotros.
Cristo es el único camino al Padre, Cristo es el modelo supremo al que el discípulo debe
conformar la propia conducta, hasta lograr tener sus mismos sentimientos, vivir su vida y
poseer su Espíritu. Esto es lo que la Iglesia ha enseñado en todo tiempo y nada en la
acción pastoral debe oscurecer esta doctrina.
Pero la misma Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y amaestrada por una experiencia
secular, reconoce que también el culto a la Virgen María, de modo subordinado al culto
que rinde al Salvador y en conexión con él, tiene una gran eficacia pastoral y
constituye una fuerza renovadora de la vida cristiana.
La razón de dicha eficacia se intuye fácilmente. La múltiple misión que la Virgen
María ejerce para con el Pueblo de Dios es una realidad sobrenatural que actúa
eficazmente en la comunidad eclesial.
Será útil considerar los diversos aspectos de dicha misión y ver cómo todos se
orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia el mismo fin: reproducir en los hijos los
rasgos espirituales del Hijo primogénito.
Queremos decir que la maternal intercesión de la Virgen, su ejemplar santidad y la gracia
de Dios que hay en ella, se convierten para el género humano en motivo de esperanza
sobrenatural.
La misión maternal encomendada a María invita constantemente al Pueblo de Dios a
dirigirse con filial confianza a Aquella que está siempre dispuesta a acoger sus
oraciones con amor de Madre y con eficaz ayuda de Auxiliadora. Por eso el Pueblo de Dios
la invoca como «consoladora de los afligidos», «salud de los enfermos» y «refugio de
los pecadores», para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad y
fuerza liberadora en el pecado. Y en verdad Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus
hijos a vencer con enérgica determinación el pecado. Y, hay que afirmarlo nuevamente,
esta liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de las
costumbres cristianas.
La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar sus ojos hacia María, la
cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos. Y se trata de
virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios; la
obediencia generosa; la humildad sincera; la solícita caridad; la sabiduría reflexiva;
la verdadera piedad, que la mueve a cumplir sus deberes religiosos, a expresar su acción
de gracias por los bienes recibidos, a ofrecer en el Templo y a tomar parte en la oración
de la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro y en el dolor; la pobreza
llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la
humildad de la cuna hasta la ignominia de la Cruz; la delicadeza en el servicio; la pureza
virginal y el fuerte y casto amor esponsal.
De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan
sus ejemplos para imitarlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como
consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la
Virgen María.
La devoción hacia la Madre del Señor ofrece a los fieles ocasión de crecer en la gracia
divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la llena
de gracia sin valorar en sí mismo el don de la gracia, es decir, la amistad con Dios, la
comunión de vida con El, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina afecta a todo
el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo.
La Iglesia católica, apoyada en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la
Virgen una poderosa ayuda para que el hombre llegue a conseguir la plenitud de su vida.
María, la «mujer nueva», está junto a Cristo, «el hombre nuevo», a la luz de cuyo
misterio encuentra sentido el misterio del hombre. Y es así como prenda y garantía de
que en una persona de nuestra raza humana, en María, se ha realizado ya el proyecto de
Dios para salvar a todo el hombre.
Al hombre contemporáneo, frecuentemente zarandeado entre la angustia y la esperanza,
postrado por la sensación de sus límites, asaltado por aspiraciones sin fin, turbado en
el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte,
oprimido por la soledad mientras tiende fuertemente a la comunicación con los demás,
presa de sentimientos de náusea y hastío; a este hombre contemporáneo, la Virgen,
contemplada en las circunstancias de su vida terrena o en la felicidad de que goza ya en
la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: es una
garantía de que la esperanza triunfará sobre la angustia, la comunión sobre la soledad,
la paz sobre la turbación, la alegría y la belleza sobre el tedio y la náusea, las
perspectivas eternas sobre los deseos terrenos, la vida sobre la muerte.
Sean como el sello de nuestra exhortación y una nueva prueba del valor pastoral de la
devoción a la Virgen para conducir los hombres a Cristo, las mismas palabras que Ella
dirigió a los criados en las bodas de Caná: «haced lo que El os diga». Palabras que en
apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete,
pero que en verdad, si consideramos las perspectivas del cuarto evangelio, son una frase
en la que parece resonar la fórmula usada por el Pueblo de Israel para ratificar la
Alianza del Sinaí o para renovar los compromisos allí adquiridos, y son también
totalmente conformes con la palabra del Padre en la aparición del monte Tabor:
«escuchadle».
Nos ha parecido bien, venerables Hermanos, tratar extensamente de este culto a la Madre
del Señor, por ser parte integrante del culto cristiano. Lo pedía la importancia de la
materia, objeto de estudio, de revisión y también de controversias en estos últimos
años.
Nos conforta pensar que el trabajo realizado para poner en práctica las normas del
Concilio, por parte de la Sede Apostólica y por vosotros mismos, sobre todo en la reforma
de la liturgia, está siendo una gran ayuda para que se tribute a Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo un culto cada vez más vivo y consciente y para que vaya creciendo la vida
cristiana de los fieles. Es también un motivo de confianza el constatar que la renovada
liturgia romana constituye un claro testimonio de la devoción de la Iglesia hacia la
Virgen María. Nos sostiene además la esperanza de que serán sinceramente aceptadas y
puestas en práctica las directrices para hacer dicha devoción cada vez más vigorosa. Y
finalmente nos alegra la oportunidad que el Señor nos ha concedido de ofrecer estas
consideraciones sobre algunos puntos doctrinales, con los que esperamos crezca la estima y
se renueve y confirme la práctica del Rosario.
Consuelo, confianza, esperanza y alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen en su
Magnificat, deseamos traducir en ferviente alabanza y acción de gracias al Señor.
Mientras deseamos, pues Hermanos queridos, que gracias a vuestro empeño diligente, se
produzca en el clero y en el pueblo confiado a vuestros cuidados, un saludable incremento
de la devoción mariana, con indudable provecho para la Iglesia y la sociedad humana,
impartimos de corazón a vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud
pastoral, una especial Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de febrero, fiesta de la Presentación del
Señor, del año 1974, undécimo de nuestro Pontificado.
-Pablo VI