CONGREGACIÓN PARA
LA DOCTRINA DE LA FE
LIBERTATIS CONSCIENTIA -
Instrucción sobre libertad
cristiana y liberación
- 22-3-1986 -
«La verdad nos hace libres»
INTRODUCCIÓN
1. Aspiraciones a la liberación
La conciencia de la libertad y de la dignidad del hombre, junto con la
afirmación de los derechos inalienables de la persona y de los
pueblos, es una de las principales características de nuestro tiempo.
Ahora bien, la libertad exige unas condiciones de orden económico,
social, político y cultural que posibiliten su pleno ejercicio. La
viva percepción de los obstáculos que impiden el desarrollo de la
libertad y que ofenden la dignidad humana es el origen de las grandes
aspiraciones a la liberación, que atormentan al mundo actual.
La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su
discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza,
mensaje de libertad y de liberación. En efecto, tales aspiraciones
revisten a veces, a nivel teórico y práctico, expresiones que no
siempre son conformes a la verdad del hombre, tal como ésta se
manifiesta a la luz de la creación y de la redención. Por esto la
Congregación para la Doctrina de la Fe ha juzgado necesario llamar la
atención sobre «las desviaciones y los riesgos de desviación, ruinosos
para la fe y para la vida cristiana». 1 Lejos de estar superadas, las
advertencias hechas parecen cada vez más oportunas y pertinentes.
2. Objetivo de la Instrucción
La Instrucción «Libertatis nuntius» sobre algunos aspectos de la
teología de la liberación anunciaba la intención de la Congregación de
publicar un segundo documento, que pondría en evidencia los
principales elementos de la doctrina cristiana sobre la libertad y la
liberación. La presente Instrucción responde a esta intención. Entre
ambos documentos existe una relación orgánica. Deben leerse uno a la
luz del otro.
Sobre este tema, que es el centro del mensaje evangélico, el
Magisterio de la Iglesia ya se ha pronunciado en numerosas ocasiones.
2 El documento actual se limita a indicar los principales aspectos
teóricos y prácticos. Respecto a las aplicaciones concernientes a las
diversas situaciones locales, toca a las Iglesias particulares -en
comunión entre sí y con la Sede de Pedro- proveer directamente a ello.
3
El tema de la libertad y de la liberación tiene un alcance ecuménico
evidente. Pertenece efectivamente al patrimonio tradicional de las
Iglesias y comunidades eclesiales. También el presente documento puede
favorecer el testimonio y la acción de todos los discípulos de Cristo
llamados a responder a los grandes retos de nuestro
tiempo.
3. La
verdad que nos libera
Las palabras de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32) deben
iluminar y guiar en este aspecto toda reflexión teológica y toda
decisión pastoral.
Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador
del mundo. 4 De Él, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,
6), la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres. Del misterio
del Verbo encarnado y redentor del mundo, ella saca la verdad sobre el
Padre y su amor por nosotros, así como la verdad sobre el hombre y su
libertad.
Cristo, por medio de su cruz y resurrección, a realizado nuestra
redención que es la liberación en su sentido más profundo, ya que ésta
nos ha liberado del mal más radical, es decir, del pecado y del poder
de la muerte. Cuando la Iglesia, instruida por el Señor, dirige su
oración al Padre: «líbranos del mal», pide que el misterio de
salvación actúe con fuerza en nuestra existencia de cada día. Ella
sabe que la cruz redentora es en verdad el origen de la luz y de la
vida, y el centro de la historia. La caridad que arde en ella la
impulsa a proclamar la Buena Nueva y a distribuir mediante los
sacramentos sus frutos vivificadores. De Cristo redentor arrancan su
pensamiento y su acción cuando, ante los dramas que desgarran al
mundo, la Iglesia reflexiona sobre el significado y los caminos de la
liberación y de la verdadera libertad.
La verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el
centro del misterio de la fe, constituye así la raíz y la norma de la
libertad, el fundamento y la medida de toda acción liberadora.
4. La verdad, condición de libertad
La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral
del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando
se le presenta.
Según el mandato de Cristo Señor, 5 la verdad evangélica debe ser
presentada a todos los hombres, los cuales tienen derecho a que ésta
les sea proclamada. Su anuncio, por la fuerza del Espíritu, comporta
el pleno respeto de la libertad de cada uno y la exclusión de toda
forma de violencia y de presión. 6
El Espíritu Santo introduce a la Iglesia y a los discípulos de
Jesucristo «hacia la verdad completa» (Jn 16, 13). Dirige el
transcurso de los tiempos y «renueva la faz de la tierra» (Sal 104,
30). El Espíritu está presente en la maduración de una conciencia más
respetuosa de la dignidad de la persona humana. 7 Él es la fuente del
valor, de la audacia y del heroísmo: «Donde está el Espíritu del Señor
está la libertad» (2 Cor 3, 17).
CAPÍTULO I -
SITUACIÓN DE LA LIBERTAD EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
I. Conquistas y amenazas del proceso moderno de liberación
5. La herencia del cristianismo
El Evangelio de Jesucristo, al revelar al hombre su cualidad de
persona libre llamada a entrar en comunión con Dios, ha suscitado una
toma de conciencia de las profundidades de la libertad humana hasta
entonces desconocidas.
Así la búsqueda de la libertad y la aspiración a la liberación, que
están entre los principales signos de los tiempos del mundo
contemporáneo, tienen su raíz primera en la herencia del cristianismo.
Esto es verdad también allí donde aquella búsqueda y aspiración
encarnan formas aberrantes que se oponen a la visión cristiana del
hombre y de su destino. Sin esta referencia al Evangelio se hace
incomprensible la historia de los últimos siglos en Occidente.
6. La época moderna
Desde el comienzo de los tiempos modernos hasta el Renacimiento, se
pensaba que la vuelta a la Antigüedad en filosofía y en las ciencias
de la naturaleza permitiría al hombre conquistar la libertad de
pensamiento y de acción, gracias al conocimiento y al dominio de las
leyes naturales.
Por su parte, Lutero, partiendo de la lectura de San Pablo, intentó
luchar por la liberación del yugo de la Ley, representado para él por
la Iglesia de su tiempo.
Pero es sobre todo en el siglo de las Luces y con la Revolución
francesa cuando resuena con toda su fuerza la llamada a la libertad.
Desde entonces muchos miran la historia futura como un irresistible
proceso de liberación que debe conducir a una era en la que el hombre,
totalmente libre al fin, goce de la felicidad ya en esta tierra.
7. Hacia el dominio de la naturaleza
En la perspectiva de tal ideología de progreso, el hombre quería
hacerse dueño de la naturaleza. La servidumbre, que había sufrido
hasta entonces, se apoyaba sobre la ignorancia y los prejuicios. El
hombre, arrebatando a la naturaleza sus secretos, la sometía a su
servicio. La conquista de la libertad constituía así el objetivo
perseguido a través del desarrollo de la ciencia y de la técnica. Los
esfuerzos desplegados han llevado a notables resultados. Aunque el
hombre no está a cubierto de catástrofes naturales, sin embargo han
sido descartadas muchas de las amenazas de la naturaleza. La
alimentación está garantizada a un número de personas cada vez mayor.
Las posibilidades de transporte y de comercio favorecen el intercambio
de recursos alimenticios, de materias primas, de mano de obra y de
capacidades técnicas, de tal manera que se puede prever razonablemente
para cada ser humano una existencia digna y liberada de la miseria.
8. Conquistas sociales y políticas
El movimiento moderno de liberación se había fijado un objetivo
político y social. Debía poner fin al dominio del hombre sobre el
hombre y promover la igualdad y fraternidad de todos los hombres. Es
un hecho innegable que se alcanzaron resultados positivos. La
esclavitud y la servidumbre legales fueron abolidas. El derecho de
todos a la cultura hizo progresos significativos. En numerosos países
la ley reconoce la igualdad entre el hombre y la mujer, la
participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder
político y los mismos derechos para todos. El racismo se rechaza como
contrario al derecho y a la justicia.
La formulación de los derechos humanos significa una conciencia más
viva de la dignidad de todos los hombres. Son innegables los
beneficios de la libertad y de la igualdad en numerosas sociedades, si
lo comparamos con los sistemas de dominación anteriores.
9. Libertad de pensamiento y de decisión
Finalmente y sobre todo, el movimiento moderno de liberación debía
aportar al hombre la libertad interior, bajo forma de libertad de
pensamiento y libertad de decisión. Intentaba liberar al hombre de la
superstición y de los miedos ancestrales, entendidos como obstáculos
para su desarrollo. Se proponía darle el valor y la audacia de
servirse de su razón sin que el temor lo frenara ante las fronteras de
lo desconocido. Así, especialmente en las ciencias históricas y en las
humanas, se ha desarrollado un nuevo conocimiento del hombre,
orientado a ayudarle a comprenderse mejor en lo que atañe a su
desarrollo personal o a las condiciones fundamentales de la formación
de la comunidad.
10. Ambigüedades del proceso moderno de liberación
Sin embargo, ya se trate de la conquista de la naturaleza, de su vida
social y política o del dominio del hombre sobre si mismo, a nivel
individual y colectivo, todos pueden constatar que no solamente los
progresos realizados están lejos de corresponder a las ambiciones
iniciales, sino que han surgido también nuevas amenazas, nuevas
servidumbres y nuevos terrores, al mismo tiempo que se ampliaba el
movimiento moderno de liberación. Esto es la señal de que graves
ambigüedades sobre el sentido mismo de la libertad se han infiltrado
en el interior de este movimiento desde su origen.
11. El hombre amenazado por su dominio de la naturaleza
El hombre, a medida que se liberaba de las amenazas de la naturaleza,
se encontraba ante un miedo creciente. La técnica. sometiendo cada vez
más la naturaleza, corre el riesgo de destruir los fundamentos de
nuestro propio futuro, de manera que la humanidad actual se convierte
en enemiga de las generaciones futuras. Al someter con un poder ciego
las fuerzas de la naturaleza, ¿no se está a un paso de destruir la
libertad de los hombres del mañana? ¿Qué fuerzas pueden proteger al
hombre de la esclavitud de su propio dominio? Se hace necesaria una
capacidad totalmente nueva de libertad y liberación, que exige un
proceso de liberación enteramente renovado.
12.
Peligros del poder tecnológico
La fuerza liberadora del conocimiento científico se manifiesta en las
grandes realizaciones tecnológicas. Quien dispone de tecnologías tiene
el poder sobre la tierra y sobre los hombres. De ahí han surgido
formas de desigualdad, hasta ahora desconocidas, entre los poseedores
del saber y los simples usuarios de la técnica. El nuevo poder
tecnológico está unido al poder económico y lleva a su concentración.
Así, tanto en el interior de los pueblos como entre ellos, se han
creado relaciones de dependencia que, en los últimos veinte años, han
ocasionado una nueva reivindicación de liberación. ¿Cómo impedir que
el poder tecnológico se convierta en una fuerza de opresión de grupos
humanos o de pueblos enteros?
13. Individualismo y colectivismo
En el campo de las conquistas sociales y políticas, una de las
ambigüedades fundamentales de la afirmación de la libertad en el siglo
de las Luces tiende a concebir el sujeto de esta libertad como un
individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés
propio en el goce de los bienes terrenales. La ideología
individualista inspirada por esta concepción del hombre ha favorecido
la desigual repartición de las riquezas en los comienzos de la era
industrial, hasta el punto que los trabajadores se encontraron
excluidos del acceso a los bienes esenciales a cuya producción habían
contribuido y a los que tenían derecho. De ahí surgieron poderosos
movimientos de liberación de la miseria mantenida por la sociedad
industrial.
Los cristianos, laicos y pastores, no han dejado de luchar por un
equitativo reconocimiento de los legítimos derechos de los
trabajadores. El Magisterio de la Iglesia en muchas ocasiones ha
levantado su voz en favor de esta causa.
Pero las más de las veces, la justa reivindicación del movimiento
obrero ha llevado a nuevas servidumbres, porque se inspira en
concepciones que, al ignorar la vocación trascendente de la persona
humana, señalan al hombre una finalidad puramente terrena. A veces
esta reivindicación ha sido orientada hacia proyectos colectivistas
que engendran injusticias tan graves como aquellas a las que
pretendían poner fin.
14. Nuevas formas de opresión
Así nuestra época ha visto surgir los sistemas totalitarios y unas
formas de tiranía que no habrían sido posibles en la época anterior al
progreso tecnológico. Por una parte, la perfección técnica ha sido
aplicada a perpetrar genocidios; por otra, unas minorías, practicando
el terrorismo que causa la muerte de numerosos inocentes, pretenden
mantener a raya naciones enteras.
Hoy el control puede alcanzar hasta la intimidad de los individuos; y
las dependencias creadas por los sistemas de prevención pueden
representar también amenazas potenciales de opresión. Se busca una
falsa liberación de las coacciones de la sociedad recurriendo a la
droga, que conduce a muchos jóvenes en todo el mundo a la
autodestrucción y deja familias enteras en la angustia y el dolor.
15. Peligro de destrucción total
El reconocimiento de un orden jurídico como garantía de las relaciones
dentro de la gran familia humana de los pueblos se ha debilitado cada
vez más. Cuando la confianza en el derecho no parece ofrecer ya una
protección suficiente, se buscan la seguridad y la paz en la amenaza
recíproca, la cual viene a ser un peligro para toda la humanidad. Las
fuerzas que deberían servir para el desarrollo de la libertad sirven
para aumentar las amenazas. Las máquinas de muerte que se enfrentan
hoy son capaces de destruir toda la vida humana sobre la tierra.
16. Nuevas relaciones de desigualdad
Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han
instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresión. La búsqueda
del propio interés parece ser la norma de las relaciones
internacionales, sin que se tome en consideración el bien común de la
humanidad.
El equilibrio interior de las naciones pobres está roto por la
importación de armas, introduciendo en ellas un factor de división que
conduce al dominio de un grupo sobre otro. ¿Qué fuerzas podrían
eliminar el recurso sistemático a las armas y dar su autoridad al
derecho?
17. Emancipación de las naciones jóvenes
En el contexto de la desigualdad de las relaciones de poder han
aparecido los movimientos de emancipación de las naciones jóvenes, en
general naciones pobres, sometidas hasta hace poco al dominio
colonial. Pero muy a menudo el pueblo se siente frustrado de su
independencia duramente conquistada por regímenes o tiranías sin
escrúpulos que atentan impunemente a los derechos del hombre. El
pueblo que ha sido reducido así a la impotencia, no ha hecho más que
cambiar de dueños.
Sigue siendo verdad que uno de los principales fenómenos de nuestro
tiempo es, a escala de continentes enteros, el despertar de la
conciencia de pueblo que, doblegado bajo el peso de la miseria
secular, aspira a una vida en la dignidad y en la justicia, y está
dispuesto a combatir por su libertad.
18. La moral y Dios, ¿obstáculos para la liberación?
En relación con el movimiento moderno de liberación interior del
hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el
pensamiento y la voluntad de sus límites ha llegado hasta considerar
que la moralidad como tal constituía un límite irracional que el
hombre, decidido a ser dueño de si mismo, tenía que superar.
Es más, para muchos Dios mismo sería la alienación específica del
hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una
incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios,
llegaría a ser verdaderamente libre.
19. Interrogantes angustiosos
En ello está la raíz de las tragedias que acompañan la historia
moderna de la libertad. ¿Por qué esta historia, a pesar de las grandes
conquistas, por lo demás siempre frágiles, sufre recaídas frecuentes
en la alienación y ve surgir nuevas servidumbres? ¿Por qué unos
movimientos de liberación, que han suscitado inmensas esperanzas,
terminan en regímenes para los que la libertad de los ciudadanos, 8
empezando por la primera de las libertades que es la libertad
religiosa, 9 constituye el primer enemigo?
Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse
independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye.
Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la
arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han
abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo.
El profundo movimiento moderno de liberación resulta ambiguo porque ha
sido contaminado por gravísimos errores sobre la condición del hombre
y su libertad. Al mismo tiempo está cargado de promesas de verdadera
libertad y amenazas de graves servidumbres.
II. La libertad en la experiencia del Pueblo de Dios
20. Iglesia y libertad
La Iglesia, consciente de esta grave ambigüedad, por medio de su
Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los últimos siglos, para
poner en guardia contra las desviaciones que corren el riesgo de
torcer el impulso liberador hacia amargas decepciones. En su momento
fue muchas veces incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible
hacer justicia a su discernimiento.
La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hombre,
creado a imagen de Dios. 10 Se le acusa sin embargo de constituir por
sí misma un obstáculo en el camino de la liberación. Su constitución
jerárquica estaría opuesta a la igualdad; su Magisterio estaría
opuesto a la libertad de pensamiento. Desde luego, ha habido errores
de juicio o graves omisiones de los cuales los cristianos han sido
responsables a través de los siglos. 11 Pero estas objeciones
desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. La diversidad de
carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha
opuesto a la igual dignidad de las personas y a su vocación común a la
santidad.
La libertad de pensamiento, como condición de búsqueda de la verdad en
todos los dominios del saber humano, no significa que la razón humana
debe cerrarse a la luz de la Revelación cuyo depósito ha confiado
Cristo a su Iglesia. La razón creada, al abrirse a la verdad divina,
encuentra una expansión y una perfección que constituyen una forma
eminente de libertad. Además, el Concilio Vaticano II ha reconocido
plenamente la legítima autonomía de las ciencias, 12 como también la
de las actividades de orden político. 13
21. La libertad de los pequeños y de los pobres
Uno de los principales errores que, desde el Siglo de las Luces, ha
marcado profundamente el proceso de liberación, lleva a la convicción,
ampliamente compartida, de que serían los progresos realizados en el
campo de las ciencias, de la técnica y de la economía los que deberían
servir de fundamento para la conquista de la libertad. De ese modo, se
desconocían las profundidades de esta libertad y de sus exigencias.
Esta realidad de las profundidades de la libertad, la Iglesia la ha
experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles,
especialmente en los pequeños y los pobres. Por la fe éstos saben que
son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede
decir: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a
sí mismo por mí» (Gal 2, 20 b). Tal es su dignidad que ninguno de los
poderosos puede arrebatársela; tal es la alegría liberadora presente
en ellos. Saben que la Palabra de Jesús se dirige igualmente a ellos:
«Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo
he dado a conocer» (Jn 15, 15). Esta participación en el conocimiento
de Dios es su emancipación ante las pretensiones de dominio por parte
de los detentores del saber: «Conocéis todas las cosas ... y no tenéis
necesidad de que nadie os enseñe» (1 Jn 2, 20 b. 27 b). Son así
conscientes de tener parte en el conocimiento más alto al que está
llamada la humanidad. 14 Se sienten amados por Dios como todos los
demás y más que todos los otros. Viven así en la libertad que brota de
la verdad y del amor.
22. Recursos de la religiosidad popular
El mismo sentido de la fe del Pueblo de la Dios, en su devoción llena
de esperanza en la cruz de Jesús, percibe la fuerza que contiene el
misterio de Cristo Redentor. Lejos pues de menospreciar o de querer
suprimir las formas de religiosidad popular que reviste esta devoción,
conviene por el contrario purificar y profundizar toda su
significación y todas sus implicaciones. 15 En ella se da un hecho de
alcance teológico y pastoral fundamental: son los pobres, objeto de la
predilección divina, quienes comprenden mejor y como por instinto que
la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la
muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de
Cristo.
23. Dimensión soteriológica y ética de la liberación
La fuerza de esta liberación penetra y transforma profundamente al
hombre y su historia en su momento presente, y alienta su impulso
escatológico. El sentido primero y fundamental de la liberación que se
manifiesta así es el soteriológico: el hombre es liberado de la
esclavitud radical del mal y del pecado.
En esta experiencia de salvación el hombre descubre el verdadero
sentido de su libertad, ya que la liberación es restitución de la
libertad. Es también educación de la libertad, es decir, educación de
su recto uso. Así, a la dimensión soteriológica de la liberación se
añade su dimensión ética.
24. Una nueva fase de la historia de la libertad
El sentido de la fe, que es el origen de una experiencia radical de la
liberación y de la libertad, ha impregnado, en grado diverso, la
cultura y las costumbres de los pueblos cristianos.
Pero hoy, de una manera totalmente nueva a causa de los temibles retos
a los que la humanidad tiene que hacer frente, se ha hecho necesario y
urgente que el amor de Dios y la libertad en la verdad y la justicia
marquen con su impronta las relaciones entre los hombres y los
pueblos, y animen la vida de las culturas.
Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación
lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo.
Se abre ante nosotros una nueva fase de la historia de la libertad.
Las capacidades liberadoras de la ciencia, de la técnica, del trabajo,
de la economía y de la acción política darán sus frutos si encuentran
su inspiración y su medida en la verdad y en el amor, más fuertes que
el sufrimiento, que Jesucristo ha revelado a los hombres.
CAPÍTULO II -
VOCACIÓN DEL HOMBRE A LA LIBERTAD
Y DRAMA DEL PECADO
I. Primeras concepciones de la libertad.
25. Una respuesta espontánea
La respuesta espontánea a la pregunta «¿qué es ser libre?» es la
siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser
impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una
plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la
dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena.
Pero, el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que
quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro,
¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del
momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir
decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los
límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede. Así el
obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino
de los límites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el hombre
debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza.
26. Verdad y justicia, normas de la libertad
Más aún, cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita
de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a
concordar su voluntad a la de los demás, en vistas de un verdadero
bien. Es pues la armonía con las exigencias de la naturaleza humana lo
que hace que la voluntad sea auténticamente humana. En efecto, esto
exige el criterio de la verdad y una justa relación con la voluntad
ajena. Verdad y justicia constituyen así la medida de la verdadera
libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser
como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye.
Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia
de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos
recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las
personas. Pero para que estos lazos sean posibles, cada uno
personalmente debe ser auténtico.
La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es
libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De
este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se hace
libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto
-prescindiendo de otras fuerzas- guía su voluntad. La liberación en
vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la
voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este
nombre.
II. Libertad y liberación
27. Una libertad propia de la creatura
En otras palabras, la libertad que es dominio interior de sus propios
actos y auto determinación comporta una relación inmediata con el
orden ético. Encuentra su verdadero sentido en la elección del bien
moral. Se manifiesta pues como una liberación ante el mal moral.
El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien supremo a
través de los bienes que están en conformidad con las exigencias de su
naturaleza y de su vocación divina.
El, ejerciendo su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí
mismo. En este sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es
como creatura e imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que
manifiesta por contraste lo que tienen de profundamente erróneas las
teorías que pretenden exaltar la libertad del hombre o su «praxis
histórica», haciendo de ellas el principio absoluto de su ser y de su
devenir. Estas teorías son expresión del ateísmo o tienden, por propia
lógica, hacia él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van
en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el
fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana. 16
28. La llamada del Creador
Dios, al crear libre al hombre, ha impreso en él su imagen y
semejanza. 17 El hombre siente la llamada de su Creador mediante la
inclinación y la aspiración de su naturaleza hacia el Bien, y más aún
mediante la Palabra de la Revelación, que ha sido pronunciada de una
manera perfecta en Cristo. Le ha revelado así que Dios lo ha creado
libre para que pueda, gratuitamente, entrar en amistad con Él y en
comunión con su Vida.
29. Una libertad participada
El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o
colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Esta es la primera
confesión de nuestra fe, que viene a confirmar las más altas
intuiciones del pensamiento humano.
La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de
realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios.
Justamente, es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible
entre la causalidad de una libertad divina y la de la libertad del
hombre, como si la afirmación de Dios significase la negación del
hombre, o como si su intervención en la historia hiciera vanas las
iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y
consistencia de Dios y por su relación con Él.
30. La elección libre del hombre
La historia del hombre se desarrolla sobre la base de la naturaleza
que ha recibido de Dios, con el cumplimiento libre de los fines a los
que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de
la gracia divina.
Pero la libertad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede
descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la
vocación de su libertad. El hombre, por su libre arbitrio, dispone de
sí; puede hacerlo en sentido positivo o en sentido destructor.
Al obedecer a la ley divina grabada en su conciencia y recibida como
impulso del Espíritu Santo, el hombre ejerce el verdadero dominio de
sí y realiza de este modo su vocación real de hijo de Dios. «Reina,
por medio del servicio a Dios».18 La auténtica libertad es «servicio
de la justicia», mientras que, a la inversa, la elección de la
desobediencia y del mal es «esclavitud del pecado».19
31. Liberación temporal y libertad
A partir de esta noción de libertad se precisa el alcance de la noción
de liberación temporal; se trata del conjunto de procesos que miran a
procurar y garantizar las condiciones requeridas para el ejercicio de
una auténtica libertad humana.
No es pues la liberación la que, por sí misma, genera la libertad del
hombre. El sentido común, confirmado por el sentido cristiano, sabe
que la libertad, aunque sometida a condicionamientos, no queda por
ello completamente destruida. Existen hombres, que aun sufriendo
terribles coacciones consiguen manifestar su libertad y ponerse en
marcha para su liberación. Solamente un proceso acabado de liberación
puede crear condiciones mejores para el ejercicio efectivo de la
libertad. Asimismo, una liberación que no tiene en cuenta la libertad
personal de quienes combaten por ella está de antemano, condenada al
fracaso.
III. La libertad y la sociedad humana
32. Los derechos del hombre y «las libertades»
Dios no ha creado al hombre como un «ser solitario», sino que lo ha
querido como un «ser social».20 La vida social no es, por tanto,
exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si
no es en relación con los otros. El hombre pertenece a diversas
comunidades: familiar, profesional, política; y en su seno es donde
debe ejercer su libertad responsable. Un orden social justo ofrece al
hombre una ayuda insustituible para la realización de su libre
personalidad. Por el contrario, un orden social injusto es una amenaza
y un obstáculo que pueden comprometer su destino.
En la esfera social, la libertad se manifiesta y se realiza en
acciones, estructuras e instituciones, gracias a las cuales los
hombres se comunican entre sí y organizan su vida en común. La
expansión de una personalidad libre, que es un deber y un derecho para
todos, debe ser ayudada y no entorpecida por la sociedad.
Existe una exigencia de orden moral que se ha expresado en la
formulación de los derechos del hombre. Algunos de éstos tienen por
objeto lo que se ha convenido en llamar «las libertades», es decir,
las formas de reconocer a cada ser humano su carácter de persona
responsable de sí misma y de su destino transcendente, así como la
inviolabilidad de su conciencia. 21
33. Dimensiones sociales del hombre y gloria de Dios
La dimensión social del ser humano tiene además otro significado:
solamente la pluralidad y la rica diversidad de los hombres pueden
expresar algo de la riqueza infinita de Dios.
Esta dimensión está llamada a encontrar su realización en el Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia. Por este motivo, la vida social, en la
variedad de sus formas y en la medida en que se conforma a la ley
divina, constituye un reflejo de la gloria de Dios en el mundo. 22
IV. Libertad del hombre y dominio de la naturaleza
34. Vocación del hombre a «dominar» la naturaleza
El hombre, por su dimensión corporal, tiene necesidad de los recursos
del mundo material para su realización personal y social. En esta
vocación a dominar la tierra, poniéndola a su servicio mediante el
trabajo, puede reconocerse un rasgo de la imagen de Dios. 23 Pero la
intervención humana no es «creadora»; encuentra ya una naturaleza
material que, como ella, tiene su origen en Dios Creador y de la cual
el hombre ha sido constituido «noble y sabio guardián».24
35. El hombre dueño de sus actividades
Las transformaciones técnicas y económicas repercuten en la
organización de la vida social; no dejan de afectar en cierta medida a
la vida cultural y a la misma vida religiosa.
Sin embargo, por su libertad, el hombre continúa siendo dueño de su
actividad. Las grandes y rápidas transformaciones de nuestra época le
plantean un reto dramático: dominar y controlar, mediante su razón y
libertad, las fuerzas que desarrolla al servicio de las verdaderas
finalidades humanas.
36. Descubrimiento científico y progreso moral
Atañe, por consiguiente, a la libertad bien orientada, hacer que las
conquistas científicas y técnicas, la búsqueda de su eficacia, los
frutos del trabajo y las mismas estructuras de la organización
económica y social, no sean sometidas a proyectos que las priven de
sus finalidades humanas y las pongan en contra del hombre mismo.
La actividad científica y la actividad técnica comportan exigencias
específicas. No adquieren, sin embargo, su significado y su valor
propiamente humanos sino cuando están subordinadas a los principios
morales. Estas exigencias deben ser respetadas; pero querer
atribuirles una autonomía absoluta y requerida, no conforme a la
naturaleza de las cosas, es comprometerse en una vía perniciosa para
la auténtica libertad del hombre.
V. El pecado, fuente de división y opresión
37. El pecado, separación de Dios
Dios llama al hombre a la libertad. La voluntad de ser libre está viva
en cada persona. Y, a pesar de ello esta voluntad desemboca casi
siempre en la esclavitud y la opresión. Todo compromiso en favor de la
liberación y de la libertad supone, por consiguiente, que se afronte
esta dramática paradoja.
El pecado del hombre, es decir su ruptura con Dios, es la causa
radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para
comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir
nuevamente el sentido del pecado.
En el deseo de libertad del hombre se esconde la tentación de renegar
de su propia naturaleza. Pretende ser un dios, cuando quiere
codiciarlo todo y poderlo todo y con ello, olvidar que es finito y
creado. «Seréis como dioses» (Gén 3, 5). Estas palabras de la
serpiente manifiestan la esencia de la tentación del hombre; implican
la perversión del sentido de la propia libertad. Esta es la naturaleza
profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad poniendo su
voluntad por encima de ésta. Queriéndose liberar de Dios y ser él
mismo un dios, se extravía y se destruye. Se autoaliena.
En esta voluntad de ser un dios y de someterlo todo a su propio placer
se esconde una perversión de la idea misma de Dios. Dios es amor y
verdad en la plenitud del don recíproco; es la verdad en la perfección
del amor de las Personas divinas. Es cierto que el hombre está llamado
a ser como Dios. Sin embargo, él llega a ser semejante no en la
arbitrariedad de su capricho, sino en la medida en que reconoce que la
verdad y el amor son a la vez el principio y el fin de su libertad.
38. El pecado, raíz de las alienaciones humanas
Pecando el hombre se engaña a si mismo y se separa de la verdad. Niega
a Dios y se niega a sí mismo cuando busca la total autonomía y
autarquía. La alienación, respecto a la verdad de su ser de creatura
amada por Dios, es la raíz de todas las demás alienaciones.
El hombre, negando o intentando negar a Dios, su Principio y Fin,
altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad
y también el de la creación visible. 25
La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de
calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social.
Muestra que todo el curso de la historia mantiene un lazo misterioso
con el obrar del hombre que, desde su origen, ha abusado de su
libertad alzándose contra Dios y tratando de conseguir sus fines fuera
de Él. 26 El Génesis indica las consecuencias de este pecado original
en el carácter penoso del trabajo y de la maternidad, en el dominio
del hombre sobre la mujer y en la muerte. Los hombres, privados de la
gracia divina, han heredado una naturaleza mortal, incapaz de
permanecer en el bien e inclinada a la concupiscencia. 27
39. Idolatría y desorden
La idolatría es una forma extrema del desorden engendrado por el
pecado. Al sustituir la adoración del Dios vivo por el culto de la
creatura, falsea las relaciones entre los hombres y conlleva diversas
formas de opresión.
El desconocimiento culpable de Dios desencadena las pasiones, que son
causa del desequilibrio y de los conflictos en lo intimo del hombre.
De aquí se derivan inevitablemente los desórdenes que afectan la
esfera familiar y social: permisivismo sexual, injusticia, homicidio.
Así es como el apóstol Pablo describe al mundo pagano, llevado por la
idolatría a las peores aberraciones que arruinan al individuo y a la
sociedad. 28
Ya antes que él, los Profetas y los Sabios de Israel veían en las
desgracias del pueblo un castigo por su pecado de idolatría, y en el
«corazón lleno de maldad» (Eclo 9, 3)29 la fuente de la esclavitud
radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes.
40. Despreciar a Dios y volverse a la creatura
La tradición cristiana, en los Padres y Doctores de la Iglesia, ha
explicitado esta doctrina de la Escritura sobre el pecado. Para ella,
el pecado es desprecio de Dios (contemptus Dei). Conlleva la voluntad
de escapar a la relación de dependencia del servidor respecto a su
Señor, o, más aún, del hijo respecto a su Padre. El hombre, al pecar,
pretende liberarse de Dios. En realidad, se convierte en esclavo; pues
al rechazar a Dios rompe el impulso de su aspiración al infinito y de
su vocación a compartir la vida divina. Por ello su corazón es víctima
de la inquietud.
El hombre pecador, que rehusa adherirse a Dios, es llevado
necesariamente a ligarse de una manera falaz y destructora a la
creatura. En esta vuelta a la creatura (conversio ad creaturam),
concentra sobre ella su anhelo insatisfecho de infinito. Pero los
bienes creados son limitados; también su corazón corre del uno al
otro, siempre en busca de una paz imposible.
En realidad el hombre, cuando atribuye a las creaturas una carga de
infinitud, pierde el sentido de su ser creado. Pretende encontrar su
centro y su unidad en si mismo. El amor desordenado de sí es la otra
cara del desprecio de Dios. El hombre trata entonces de apoyarse
solamente sobre sí, quiere realizarse y ser suficiente en su propia
inmanencia. 30
41. El ateísmo, falsa emancipación de la libertad
Esto se pone particularmente de manifiesto cuando el pecador cree que
no puede afirmar su propia libertad más que negando explícitamente a
Dios. La dependencia de la creatura con respecto al Creador o la
dependencia de la conciencia moral con respecto a la ley divina serían
para él servidumbres intolerables. El ateísmo constituye para él la
verdadera forma de emancipación y de liberación del hombre, mientras
que la religión o incluso el reconocimiento de una ley moral
constituirían alienaciones. El hombre quiere entonces decidir
soberanamente sobre el bien y el mal, o sobre los valores, y con un
mismo gesto, rechaza a la vez la idea de Dios y de pecado. Mediante la
audacia de la transgresión pretende llegar a ser adulto y libre, y
reivindica esta emancipación no sólo para él sino para toda la
humanidad.
42. Pecado y estructuras de injusticia
El hombre pecador, habiendo hecho de sí su propio centro, busca
afirmarse y satisfacer su anhelo de infinito sirviéndose de las cosas:
riquezas, poder y placeres, despreciando a los demás hombres a los que
despoja injustamente y trata como objetos o instrumentos. De este modo
contribuye por su parte a la creación de estas estructuras de
explotación y de servidumbre que, por otra parte, pretende denunciar.
CAPÍTULO III -
LIBERACIÓN Y LIBERTAD CRISTIANA
43. Evangelio, libertad y liberación
La historia humana, marcada por la experiencia del pecado, nos
conduciría a la desesperación, si Dios hubiera abandonado a su
criatura. Pero las promesas divinas de liberación y su victorioso
cumplimiento en la muerte y en la resurrección de Cristo, son el
fundamento de la «gozosa esperanza» de la que la comunidad cristiana
saca su fuerza para actuar resuelta y eficazmente al servicio del
amor, de la justicia y de la paz. El Evangelio es un mensaje de
libertad y una fuerza de liberación 31 que lleva a cumplimiento la
esperanza de Israel, fundada en la palabra de los Profetas. Se apoya
en la acción de Yavé que, antes de intervenir como «goel»,32
liberador, redentor, salvador de su pueblo, lo había elegido
gratuitamente en Abraham. 33
I. La liberación en el Antiguo Testamento
44. El Éxodo y las intervenciones liberadoras de Yavé
En el Antiguo Testamento la acción liberadora de Yavé, que sirve de
modelo y punto de referencia a todas las otras, es el Éxodo de Egipto,
«casa de esclavitud». Si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud
económica, política y cultural, es con miras a hacer de él, mediante
la Alianza en el Sinaí, «un reino de sacerdotes y una nación santa»
(Ex 19, 6). Dios quiere ser adorado por hombres libres. Todas las
liberaciones ulteriores del pueblo de Israel tienden a conducirle a
esta libertad en plenitud que no puede encontrar más que en la
comunión con su Dios.
El acontecimiento mayor y fundamento del Éxodo tiene, por tanto, un
significado a la vez religioso y político. Dios libera a su pueblo, le
da una descendencia, una tierra, una ley, pero dentro de una Alianza y
para una Alianza. Por tanto, no se debe aislar en sí mismo el aspecto
político; es necesario considerarlo a la luz del designio de
naturaleza religiosa en el cual está integrado. 34
45. La Ley de Dios
En su designio de salvación, Dios dio su Ley a Israel. Esta contenía,
junto con los preceptos morales universales del Decálogo, normas
cultuales y civiles que debían regular la vida del pueblo escogido por
Dios para ser su testigo entre las naciones.
En este conjunto de leyes, el amor a Dios sobre todas las cosas 35 y
al prójimo como a sí mismo 36 constituye ya el centro. Pero la
justicia que debe regular las relaciones entre los hombres, y el
derecho que es su expresión jurídica, pertenecen también a la trama
más característica de la Ley bíblica. Los Códigos y la predicación de
los Profetas, así como los Salmos, se refieren constantemente tanto a
una como a otra, y muy a menudo a las dos a la vez. 37 En este
contexto es donde debe apreciarse el interés de la Ley Bíblica por los
pobres, los desheredados, la viuda y el huérfano; a ellos se debe la
justicia según la ordenación jurídica del Pueblo de Dios. 38 El ideal
y el bosquejo ya existen entonces en una sociedad centrada en el culto
al Señor y fundamentada sobre la justicia y el derecho animados por el
amor.
46. La enseñanza de los Profetas
Los Profetas no cesan de recordar a Israel las exigencias de la Ley de
la Alianza. Denuncian que en el corazón endurecido del hombre está el
origen de las transgresiones repetidas, y anuncian una Alianza Nueva
en la que Dios cambiará los corazones grabando en ellos la Ley de su
espíritu. 39
Al anunciar y preparar esta nueva era, los Profetas denuncian con
vigor las injusticias contra los pobres; se hacen portavoces de Dios
en favor de ellos. Yavé es el recurso supremo de los pequeños y de los
oprimidos, y el Mesías tendrá la misión de defenderlos. 40
La situación del pobre es una situación de injusticia contraria a la
Alianza. Por esto la Ley de la Alianza lo protege a través de unos
preceptos que reflejan la actitud misma de Dios cuando liberó a Israel
de la esclavitud de Egipto. 41 La injusticia contra los pequeños y los
pobres es un pecado grave, que rompe la comunión con Yavé.
47. Los «pobres de Yavé»
Partiendo de todas las formas de pobreza, de injusticia sufrida, de
aflicción, los «justos» y los «pobres de Yavé» elevan hacia Él su
súplica en los Salmos. 42 Sufren en su corazón la esclavitud a la que
el pueblo «rapado hasta la nuca» ha sido reducido a causa de sus
pecados. Soportan la persecución, el martirio, la muerte, pero viven
en la esperanza de la liberación. Por encima de todo, ponen su
confianza en Yavé a quien encomiendan su propia causa. 43
Los «pobres de Yavé» saben que la comunión con Él 44 es el bien más
precioso en el que el hombre encuentra su verdadera libertad. 45 Para
ellos, el mal más trágico es la pérdida de esta comunión. Por
consiguiente el combate contra la injusticia adquiere su sentido más
profundo y su eficacia en su deseo de ser liberados de la esclavitud
del pecado.
48. En el umbral del Nuevo Testamento
En el umbral del Nuevo Testamento, los «pobres de Yavé» constituyen
las primicias de un «pueblo humilde y pobre» que vive en la esperanza
de la liberación de Israel. 46
María, al personificar esta esperanza, traspasa el umbral del Antiguo
Testamento. Anuncia con gozo la llegada mesiánica y alaba al Señor que
se prepara a liberar a su Pueblo. 47 En su himno de alabanza a la
Misericordia divina, la Virgen humilde, a la que mira espontáneamente
y con tanta confianza el pueblo de los pobres, canta el misterio de
salvación y su fuerza de transformación. El sentido de la fe, tan vivo
en los pequeños, sabe reconocer a simple vista toda la riqueza a la
vez soteriológica y ética del Magnificat. 48
II. Significado cristológico del Antiguo Testamento
49. A la luz de Cristo
El Éxodo, la Alianza, la Ley, la voz de los Profetas y la
espiritualidad de los «pobres de Yavé» alcanzan su pleno significado
solamente en Cristo.
La Iglesia lee el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y
resucitado por nosotros. Ella se ve prefigurada en el Pueblo de Dios
de la Antigua Alianza, encarnada en el cuerpo concreto de una nación
particular, política y culturalmente constituida, que estaba inserto
en la trama de la historia como testigo de Yavé ante las naciones,
hasta que llegara a su cumplimiento el tiempo de las preparaciones y
de las figuras. Los hijos de Abraham fueron llamados a entrar con
todas las naciones en la Iglesia de Cristo, para formar con ellas un
solo Pueblo de Dios, espiritual y universal. 49
III. La liberación cristiana anunciada a los pobres
50. La Buena Nueva anunciada a los pobres
Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios y llama a los hombres a
la conversión. 50 «Los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5): Jesús,
citando las palabras del Profeta, 51 manifiesta su acción mesiánica en
favor de quienes esperan la salvación de Dios.
Más aún, el Hijo de Dios, que se ha hecho pobre por amor a nosotros,
52 quiere ser reconocido en los pobres, en los que sufren o son
perseguidos:53 «Cuantas veces hicisteis esto a uno de estos mis
hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).54
51. El misterio pascual
Pero es, ante todo, por la fuerza de su Misterio Pascual que Cristo
nos ha liberado. 55 Mediante su obediencia perfecta en la Cruz y
mediante la gloria de su resurrección, el Cordero de Dios ha quitado
el pecado del mundo y nos ha abierto la vía de la liberación
definitiva.
Por nuestro servicio y nuestro amor, así como por el ofrecimiento de
nuestras pruebas y sufrimientos, participamos en el único sacrificio
redentor de Cristo, completando en nosotros «lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 14),
mientras esperamos la resurrección de los muertos.
52. Gracia, reconciliación y libertad
El centro de la experiencia cristiana de la libertad está en la
justificación por la gracia de la fe y de los sacramentos de la
Iglesia. Esta gracia nos libera del pecado y nos introduce en la
comunión con Dios. Mediante la muerte y la resurrección de Cristo se
nos ofrece el perdón. La experiencia de nuestra reconciliación con el
Padre es fruto del Espíritu Santo. Dios se nos revela como Padre de
misericordia, al que podemos presentarnos con total confianza.
Reconciliados con Él 56 y recibiendo la paz de Cristo que el mundo no
puede dar, 57 estamos llamados a ser en medio de los hombres artífices
de paz. 58
En Cristo podemos vencer el pecado, y la muerte ya no nos separa de
Dios; ésta será destruida finalmente en el momento de nuestra
resurrección, a semejanza de la de Jesús. 59 El mismo «cosmos», del
que el hombre es centro y ápice, espera ser liberado «de la
servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la
gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21). Ya desde ese momento Satanás
está en dificultad; él, que tiene el poder de la muerte, ha sido
reducido a la impotencia mediante la muerte de Cristo. 60 Aparecen ya
unas señales que anticipan la gloria futura.
53. Lucha contra la esclavitud del pecado
La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo, nos ha restituido
la capacidad -de la que nos había privado el pecado- de amar a Dios
por encima de todo y permanecer en comunión con Él.
Somos liberados del amor desordenado hacia nosotros mismos, que es la
causa del desprecio al prójimo y de las relaciones de dominio entre
los hombres.
Sin embargo, hasta la venida gloriosa del Resucitado, el misterio de
iniquidad está siempre actuando en el mundo. San Pablo nos lo
advierte: «Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gal
5, 1). Es necesario, por tanto perseverar y luchar para no volver a
caer bajo el yugo de la esclavitud. Nuestra existencia es un combate
espiritual por la vida según el Evangelio y con las armas de Dios. 61
Pero nosotros hemos recibido la fuerza y la certeza de nuestra
victoria sobre el mal, victoria del amor de Cristo a quien nada se
puede resistir. 62
54. El Espíritu y la Ley
San Pablo proclama el don de la Ley nueva del Espíritu en oposición a
la ley de la carne o de la concupiscencia que inclina al hombre al mal
y lo hace incapaz de escoger el bien. 63 Esta falta de armonía y esta
debilidad interior no anulan la Libertad ni la responsabilidad del
hombre, sino que comprometen la práctica del bien. Ante esto dice el
Apóstol: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom
7, 19). Habla pues, con razón, de la «servidumbre del pecado» y de la
«esclavitud de la ley», ya que para el hombre pecador la ley, que él
no puede interiorizar, le resulta opresora.
Sin embargo, San Pablo reconoce que la Ley conserva su valor para el
hombre y para el cristiano puesto que «es santa, y el precepto santo,
justo, y bueno» (Rom 7, 12).64 Reafirma el Decálogo poniéndolo en
relación con la caridad, que es su verdadera plenitud. 65 Además, sabe
que es necesario un orden jurídico para el desarrollo de la vida
social. 66 Pero la novedad que él proclama es que Dios nos ha dado a
su Hijo «para que la justicia exigida por la Ley fuera cumplida en
nosotros» (Rom 8, 4).
El mismo Señor Jesús ha anunciado en el Sermón de la Montaña los
preceptos de la Ley nueva; con su sacrificio ofrecido en la Cruz y su
resurrección gloriosa, ha vencido el poder del pecado y nos ha
obtenido la gracia del Espíritu Santo que hace posible la perfecta
observancia de la Ley de Dios 67 y el acceso al perdón, si caemos
nuevamente en el pecado. El Espíritu que habita en nuestros corazones
es la fuente de la verdadera libertad.
Por el sacrificio de Cristo las prescripciones cultuales del Antiguo
Testamento se han vuelto caducas. En cuanto a las normas jurídicas de
la vida social y política de Israel, la Iglesia apostólica, como Reino
de Dios inaugurado sobre la tierra, ha tenido conciencia de que no
estaba ya sujeta a ellas. Esto hizo comprender a la comunidad
cristiana que las leyes y los actos de las autoridades de los diversos
pueblos, aunque legítimos y dignos de obediencia, 68 no podrán sin
embargo pretender nunca, en cuanto que proceden de ellas, un carácter
sagrado. A la luz del Evangelio, un buen número de leyes y de
estructuras parecen que llevan la marca del pecado y prolongan su
influencia opresora en la sociedad.
IV. El mandamiento nuevo
55. El amor, don del Espíritu
El amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo, implica el amor al prójimo. Recordando el primer mandamiento,
Jesús añade a continuación: «El segundo, semejante a éste, es: Amarás
al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley
y los Profetas» (Mt 22, 39-40). Y San Pablo dice que la caridad es el
cumplimiento pleno de la Ley. 69
El amor al prójimo no tiene límites; se extiende a los enemigos y a
los perseguidores. La perfección, imagen de la del Padre, a la que
todo discípulo debe tender, está en la misericordia. 70 La parábola
del Buen Samaritano muestra que el amor lleno de compasión, cuando se
pone al servicio del prójimo, destruye los prejuicios que levantan a
los grupos étnicos y sociales unos contra otros. 71 Todos los libros
del Nuevo Testamento dan testimonio de esta riqueza inagotable de
sentimientos de la que es portador el amor cristiano al prójimo. 72
56. El amor al prójimo
El amor cristiano, gratuito y universal, se basa en el amor de Cristo
que dio su vida por nosotros: «Que os améis los unos a los otros; como
yo os he amado, así también amáos mutuamente» (Jn 13, 34-35).73 Este
es el «mandamiento nuevo» para los discípulos.
A la luz de este mandamiento, el apóstol Santiago recuerda severamente
a los ricos sus deberes, 74 y San Juan afirma que quien teniendo
bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra su
corazón, no puede permanecer en él la caridad de Dios. 75 El amor al
hermano es la piedra de toque del amor a Dios: «El que no ama a su
hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (1
Jn 4, 20), San Pablo subraya con fuerza la unión existente entre la
participación en el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo y el
compartir con el hermano que se encuentra necesitado. 76
57. Justicia y caridad
El amor evangélico y la vocación de hijos de Dios, a la que todos los
hombres están llamados, tienen como consecuencia la exigencia directa
e imperativa de respetar a cada ser humano en sus derechos a la vida y
a la dignidad. No existe distancia entre el amor al prójimo y la
voluntad de justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturaliza el amor
y la justicia a la vez. Además el sentido de la misericordia completa
el de la justicia, impidiéndole que se encierre en el círculo de la
venganza.
Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan
hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con
el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de
ningún cristiano.
La Iglesia, dócil al Espíritu, avanza con fidelidad por los caminos de
la liberación auténtica. Sus miembros son conscientes de sus flaquezas
y de sus retrasos en esta búsqueda. Pero una multitud de cristianos,
ya desde el tiempo de los Apóstoles, han dedicado sus fuerzas y sus
vidas a la liberación de toda forma de opresión y a la promoción de la
dignidad humana. La experiencia de los santos y el ejemplo de tantas
obras de servicio al prójimo constituyen un estímulo y una luz para
las iniciativas liberadoras que se imponen hoy.
V. La Iglesia Pueblo de Dios de la Nueva Alianza
58. Hacia la plenitud de la libertad
El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza es la Iglesia de Cristo. Su ley
es el mandamiento del amor. En el corazón de sus miembros, el Espíritu
habita como en un templo. La misma Iglesia es el germen y el comienzo
del Reino de Dios aquí abajo, que tendrá su cumplimiento al final de
los tiempos con la resurrección de los muertos y la renovación de toda
la creación. 77
Poseyendo las arras del Espíritu, 78 el Pueblo de Dios es conducido a
la plenitud de la libertad. La Jerusalén nueva que esperamos con ansia
es llamada justamente ciudad de libertad, en su sentido más pleno. 79
Entonces, Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no
existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto
es ya pasado» (Ap 21, 4). La esperanza es la espera segura de «otros
cielos nuevos y otra nueva tierra, en que tiene su morada la justicia»
(2 Pe 3, 13).
59. El encuentro final con Cristo.
La transfiguración de la Iglesia, obrada por Cristo resucitado, al
llegar al final de su peregrinación, no anula de ningún modo el
destino personal de cada uno al término de su vida. Todo hombre,
hallado digno ante el tribunal de Cristo por haber hecho, con la
gracia de Dios, buen uso de su libre albedrío, obtendrá la felicidad.
80 Llegará a ser semejante a Dios porque le verá tal cual es. 81 El
don divino de la salvación eterna es la exaltación de la mayor
libertad que se pueda concebir.
60. Esperanza escatológica y compromiso para la liberación temporal
Esta esperanza no debilita el compromiso en orden al progreso de la
ciudad terrena, sino por el contrario le da sentido y fuerza. Conviene
ciertamente distinguir bien entre progreso terreno y crecimiento del
Reino, ya que no son del mismo orden. No obstante, esta distinción no
supone una separación, pues la vocación del hombre a la vida eterna no
suprime sino que confirma su deber de poner en práctica las energías y
los medios recibidos del Creador para desarrollar su vida temporal. 82
La Iglesia de Cristo, iluminada por el Espíritu del Señor, puede
discernir en los signos de los tiempos los que son prometedores de
liberación y los que, por el contrario, son engañosos e ilusorios.
Ella llama al hombre y a las sociedades a vencer las situaciones de
pecado y de injusticia, y a establecer las condiciones para una
verdadera libertad. Tiene conciencia de que todos estos bienes, como
son la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, que
constituyen el fruto de esfuerzos conformes a la voluntad de Dios, los
encontramos «limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados,
cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal»,83 que es
un reino de libertad.
La espera vigilante y activa de la venida del Reino es también la de
una justicia totalmente perfecta para los vivos y los muertos, para
los hombres de todos los tiempos y lugares, que Jesucristo,
constituido Juez Supremo, instaurará. 84 Esta promesa, que supera
todas las posibilidades humanas, afecta directamente a nuestra vida en
el mundo, porque una verdadera justicia debe alcanzar a todos y debe
dar respuesta a los muchos sufrimientos padecidos por todas las
generaciones. En realidad, sin la resurrección de los muertos y el
juicio del Señor, no hay justicia en el sentido pleno de la palabra.
La promesa de la resurrección satisface gratuitamente el afán de
justicia verdadera que está en el corazón humano.
CAPÍTULO IV -
MISIÓN LIBERADORA DE LA IGLESIA
61. La Iglesia y las inquietudes del hombre
La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquietudes del
hombre contemporáneo, sometido a duras opresiones y ansioso de
libertad. La gestión política y económica de la sociedad no entra
directamente en su misión. 85 Pero el Señor Jesús le ha confiado la
palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino,
que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con todo
hombre que sufre. Si sus miembros permanecen fieles a esta misión, el
Espíritu Santo, fuente de libertad, habitará en ellos y producirán
frutos de justicia y de paz en su ambiente familiar, profesional y
social.
I. Para la salvación integral del mundo
62. Las Bienaventuranzas y la fuerza del Evangelio
El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya desde ahora a quienes
lo reciben. 86 Pero al engendrar hombres nuevos, 87 esta fuerza
penetra en la comunidad humana y en su historia, purificando y
vivificando así sus actividades. Por ello, es «raíz de cultura».88
Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús expresan la perfección del
amor evangélico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda
la historia de la Iglesia por numerosos bautizados y, de una manera
eminente, por los santos.
Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman
un todo que no puede ser separado del conjunto del Sermón de la
Montaña. 89 Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas el Decálogo, la
Ley de la Alianza, dándole su sentido definitivo y pleno. Las
Bienaventuranzas leídas e interpretadas en todo su contexto, expresan
el espíritu del Reino de Dios que viene. Pero a la luz del destino
definitivo de la historia humana así manifestado aparecen al mismo
tiempo más claramente, los fundamentos de la justicia en el orden
temporal.
Así, pues, al enseñar la confianza que se apoya en Dios, la esperanza
de la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que llega
hasta el perdón y la reconciliación, las Bienaventuranzas permiten
situar el orden temporal en función de un orden trascendente que, sin
quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida.
Iluminados por ellas, el compromiso necesario en las tareas temporales
al servicio del prójimo y de la comunidad humana es, al mismo tiempo,
requerido con urgencia y mantenido en su justa perspectiva. Las
Bienaventuranzas preservan de la idolatría de los bienes terrenos y de
las injusticias que entrañan su búsqueda desenfrenada. 90 Ellas
apartan de la búsqueda utópica y destructiva de un mundo perfecto,
pues «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7, 31).
63. El anuncio de la salvación
La misión esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una
misión evangelizadora y salvífica. 91 Saca su impulso de la caridad
divina. La evangelización es anuncio de salvación, don de Dios. Por la
Palabra de Dios y los sacramentos, el hombre es liberado ante todo del
poder del pecado y del poder del Maligno que lo oprimen, y es
introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que
«vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), la Iglesia
quiere la salvación de todos los hombres.
En esta misión, la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir
en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por
consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que
debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la
predicación del Evangelio.
Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la
participación en la vida divina mediante la gracia, le hace también
alcanzar por la acción eficaz de sus miembros el verdadero bien
temporal de los hombres, atender a sus necesidades, proveer a su
cultura y promover una liberación integral de todo lo que impide el
desarrollo de las personas. La Iglesia quiere el bien del hombre en
todas sus dimensiones; en primer lugar como miembro de la ciudad de
Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.
64. Evangelización y promoción de la justicia
La Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la
promoción de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete
a los fieles laicos a trabajar en ellas, según su vocación propia. Sin
embargo, procura que esta misión no sea absorbida por las
preocupaciones que conciernen el orden temporal, o que se reduzca a
ellas. Por lo mismo, la Iglesia pone todo su interés en mantener clara
y firmemente a la vez la unidad y la distinción entre evangelización y
promoción humana: unidad, porque ella busca el bien total del hombre;
distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos
diversos, de su misión.
65. Evangelio y realidades terrenas
La Iglesia, fiel a su propia finalidad, irradia la luz del Evangelio
sobre las realidades terrenas, de tal manera que la persona humana sea
curada de sus miserias y elevada en su dignidad. La cohesión de la
sociedad en la justicia y la paz es así promovida y reforzada. 92 La
Iglesia es también fiel a su misión cuando denuncia las desviaciones,
las servidumbres y las opresiones de las que los hombres son víctimas.
Es fiel a su misión cuando se opone a los intentos de instaurar una
forma de vida social de la que Dios esté ausente, bien sea por una
oposición consciente, o bien debido a negligencia culpable. 93
Por último, es fiel a su misión cuando emite su juicio acerca de los
movimientos políticos que tratan de luchar contra la miseria y la
opresión según teorías y métodos de acción contrarios al Evangelio y
opuestos al hombre mismo. 94
Ciertamente, la moral evangélica, con las energías de la gracia, da al
hombre nuevas perspectivas con nuevas exigencias. Y ayuda a
perfeccionar y elevar una dimensión moral que pertenece ya a la
naturaleza humana y de la que la Iglesia se preocupa, consciente de
que es un patrimonio común a todos los hombres en cuanto tales.
II. El amor de preferencia a los pobres
66. Jesús y la pobreza
Cristo Jesús, de rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos
mediante su pobreza. 95 Así habla San Pablo sobre el misterio de la
Encarnación del Hijo eterno, que vino a asumir la naturaleza humana
mortal para salvar al hombre de la miseria en la que el pecado le
había sumido. Más aún Cristo, en su condición humana, eligió un estado
de pobreza e indigencia 96 a fin de mostrar en qué consiste la
verdadera riqueza que se ha de buscar, es decir, la comunión de vida
con Dios. Enseñó el desprendimiento de las riquezas de la tierra para
mejor desear las del cielo. 97 Los Apóstoles que él eligió tuvieron
también que abandonarlo todo y compartir su indigencia. 98
Anunciado por los Profetas como el Mesías de los pobres, 99 fue entre
ellos, los humildes, los «pobres de Yavé», sedientos de la justicia
del Reino, donde él encontró corazones dispuestos a acogerle. Pero
Jesús quiso también mostrarse cercano a quienes -aunque ricos en
bienes de este mundo- estaban excluidos de la comunidad como «publicanos
y pecadores», pues él vino para llamarles a la conversión. 100
La pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de
desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a
compartir con otros.
67. Jesús y los pobres
Pero Jesús no trajo solamente la gracia y la paz de Dios; él curó
también numerosas enfermedades; tuvo compasión de la muchedumbre que
no tenía de que comer ni alimentarse; junto con los discípulos que le
seguían practicó la limosna. 101 La Bienaventuranza de la pobreza
proclamada por Jesús no significa en manera alguna que los cristianos
puedan desinteresarse de los pobres que carecen de lo necesario para
la vida humana en este mundo. Como fruto y consecuencia del pecado de
los hombres y de su fragilidad natural, esta miseria es un mal del
que, en la medida de lo posible hay que liberar a los seres humanos.
68. El amor de preferencia a los pobres
Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta,
enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte- la miseria
humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se
encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de
salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo
Salvador, que la ha querido cargar sobre si 102 e identificarse con
los «más pequeños de sus hermanos» (cf. Mt 25, 40. 45). También por
ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de
preferencia por parte de la Iglesia que, desde los orígenes, y a pesar
de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para
aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante
innumerables obras de beneficencia que siempre y en todo lugar
continúan siendo indispensables. 103 Además, mediante su doctrina
social, cuya aplicación urge, la Iglesia ha tratado de promover
cambios estructurales en la sociedad con el fin de lograr condiciones
de vida dignas de la persona humana.
Los discípulos de Jesús, con el desprendimiento de las riquezas que
permite compartir con los demás y abre el Reino, 104 dieron testimonio
mediante el amor a los pobres y desdichados, del amor del Padre
manifestado en el Salvador. Este amor viene de Dios y vuelve a Dios.
Los discípulos de Cristo han reconocido siempre en los dones
presentados sobre el altar, un don ofrecido a Dios mismo.
La Iglesia amando a los pobres da también testimonio de la dignidad
del hombre. Afirma claramente que éste vale más por lo que es que por
lo que posee. Atestigua que esa dignidad no puede ser destruida
cualquiera que sea la situación de miseria, de desprecio, de rechazo,
o de impotencia a la que un ser humano se vea reducido. Se muestra
solidaria con quienes no cuentan en una sociedad que les rechaza
espiritualmente y, a veces, físicamente. De manera particular, la
Iglesia se vuelve con afecto maternal hacia los niños que, a causa de
la maldad humana, no verán jamás la luz, así como hacia las personas
ancianas solas y abandonadas.
La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de
particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y
de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva.
Esta es la razón por la que la Iglesia no puede expresarla mediante
categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían de esta
preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva.
69. Comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos.
Las nuevas comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos
formados para ser testigos de este amor evangélico son motivo de gran
esperanza para la Iglesia. Si viven verdaderamente en unión con la
Iglesia local y con la Iglesia universal, son una auténtica expresión
de comunión y un medio para construir una comunión más profunda. 105
Serán fieles a su misión en la medida en que procuren educar a sus
miembros en la integridad de la fe cristiana, mediante la escucha de
la Palabra de Dios, la fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, al
orden jurídico de la Iglesia y a la vida sacramental. En tales
condiciones su experiencia, enraizada en un compromiso por la
liberación integral del hombre, viene a ser una riqueza para toda la
Iglesia.
70. La reflexión teológica
De modo similar, una reflexión teológica desarrollada a partir de una
experiencia particular puede constituir un aporte muy positivo, ya que
permite poner en evidencia algunos aspectos de la Palabra de Dios,
cuya riqueza total no ha sido aún plenamente percibida. Pero para que
esta reflexión sea verdaderamente una lectura de la Escritura, y no
una proyección sobre la Palabra de Dios de un significado que no está
contenido en ella, el teólogo ha de estar atento a interpretar la
experiencia de la que él parte a la luz de la experiencia de la
Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con singular
resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a
los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro,
discernir su autenticidad.
CAPÍTULO V -
LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA: POR UNA PRAXIS CRISTIANA DE LA
LIBERACIÓN
71. La praxis cristiana de la liberación
La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la
dimensión socioética que es una consecuencia de ella. Al restituir al
hombre la verdadera libertad, la liberación radical obrada por Cristo
le asigna una tarea: la praxis cristiana, que es el cumplimiento del
gran mandamiento del amor. Este es el principio supremo de la moral
social cristiana, fundada sobre el Evangelio y toda la tradición desde
los tiempos apostólicos y la época de los Padres de la Iglesia, hasta
la recientes intervenciones del Magisterio.
Los grandes retos de nuestra época constituyen una llamada urgente a
practicar esta doctrina de la acción.
I. Naturaleza de la doctrina social de la Iglesia
72. Mensaje evangélico y vida social
La enseñanza social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje
evangélico y de sus exigencias -comprendidas en el Mandamiento supremo
del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia 106 - con los problemas
que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una
doctrina, utilizando los recursos del saber y de las ciencias humanas;
se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en cuenta los
aspectos técnicos de los problemas pero siempre para juzgarlos desde
el punto de vista moral.
Esta enseñanza, orientada esencialmente a la acción, se desarrolla en
función de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello,
aunque basándose en principios siempre válidos, comporta también
juicios contingentes. Lejos de constituir un sistema cerrado, queda
abierto permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de
presentarse; requiere, además, la contribución de todos los carismas,
experiencias y competencias.
La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un
conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio 107 y de
directrices de acción 108 para que los cambios en profundidad que
exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a
cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.
73. Principios fundamentales
El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la
dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad
derivan unos derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen
de Dios, la libertad, prerrogativa esencial de la persona humana, se
manifiesta en toda su profundidad. Las personas son los sujetos
activos y responsables de la vida social. 109
A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están íntimamente
ligados el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad .
En virtud del primero, el hombre debe contribuir con su semejantes al
bien común de la sociedad, a todos los niveles. 110 Con ello, la
doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de
individualismo social o político.
En virtud del segundo, ni el Estado ni sociedad alguna deberán jamás
substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los
grupos sociales intermedios en los niveles en los que éstos pueden
actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. 111 De este
modo, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de
colectivismo .
74. Criterios de juicio
Estos principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre
las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales.
Así, la Iglesia no duda en denunciar las condiciones de vida que
atentan a la dignidad y a la libertad del hombre.
Estos criterios permiten también juzgar el valor de las estructuras,
las cuales son el conjunto de instituciones y de realizaciones
prácticas que los hombres encuentran ya existentes o que crean, en el
plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida
económica, social y política. Aunque son necesarias, tienden con
frecuencia a estabilizarse y cristalizar como mecanismos relativamente
independientes de la voluntad humana, paralizando con ello o alterando
el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo, dependen
siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no
de un pretendido determinismo de la historia.
Las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y
están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las
personas y de su promoción. No han de condenarse todos los aspectos
coercitivos de la ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno
de este nombre. Se puede hablar entonces de estructura marcada por el
pecado, pero no se pueden condenar las estructuras en cuanto tales.
Los criterios de juicio conciernen también a los sistemas económicos,
sociales y políticos. La doctrina social de la Iglesia no propone
ningún sistema particular, pero, a la luz de sus principios
fundamentales, hace posible, ante todo, ver en qué medida los sistemas
existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad
humana.
75. Primacía de las personas sobre las estructuras
Ciertamente, la Iglesia es consciente de la complejidad de los
problemas que han de afrontar las sociedades y también de las
dificultades para encontrarles soluciones adecuadas. Sin embargo,
piensa que, ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y
morales de la persona y a la exigencia permanente de conversión
interior, si se quiere obtener cambios económicos y sociales que estén
verdaderamente al servicio del hombre.
La primacía dada a las estructuras y la organización técnica sobre la
persona y sobre la exigencia de su dignidad, es la expresión de una
antropología materialista que resulta contraria a la edificación de un
orden social justo. 112
No obstante, la prioridad reconocida a la libertad y a la conversión
del corazón en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las
estructuras injustas. Es, por tanto, plenamente legítimo que quienes
sufren la opresión por parte de los detentores de la riqueza o del
poder político actúen, con medios moralmente lícitos, para conseguir
estructuras e instituciones en las que sean verdaderamente respetados
sus derechos.
De todos modos, es verdad que las estructuras instauradas para el bien
de las personas son por sí mismas incapaces de lograrlo y de
garantizarlo. Prueba de ello es la corrupción que, en ciertos países,
alcanza a los dirigentes y a la burocracia del Estado, y que destruye
toda vida social honesta. La rectitud de costumbres es condición para
la salud de la sociedad. Es necesario, por consiguiente, actuar tanto
para la conversión de los corazones como para el mejoramiento de las
estructuras, pues el pecado que se encuentra en la raíz de las
situaciones injustas es, en sentido propio y primordial, un acto
voluntario que tiene su origen en la libertad de la persona. Sólo en
sentido derivado y secundario se aplica a las estructuras y se puede
hablar de «pecado social».113
Por lo demás, en el proceso de liberación, no se puede hacer
abstracción de la situación histórica de la nación, ni atentar contra
la identidad cultural del pueblo. En consecuencia, no se puede aceptar
pasivamente, y menos aún apoyar activamente, a grupos que, por la
fuerza o la manipulación de la opinión, se adueñan del aparato del
Estado e imponen abusivamente a la colectividad una ideología
importada, opuesta a los verdaderos valores culturales del pueblo. 114
A este respecto, conviene recordar la grave responsabilidad moral y
política de los intelectuales.
76. Directrices para la acción
Los principios fundamentales y los criterios de juicio inspiran
directrices para la acción. Puesto que el bien común de la sociedad
humana está al servicio de las personas, los medios de acción deben
estar en conformidad con la dignidad del hombre y favorecer la
educación de la libertad. Existe un criterio seguro de juicio y de
acción: no hay auténtica liberación cuando los derechos de la libertad
no son respetados desde el principio.
En el recurso sistemático a la violencia presentada como vía necesaria
para la liberación, hay que denunciar una ilusión destructora que abre
el camino a nuevas servidumbres. Habrá que condenar con el mismo vigor
la violencia ejercida por los hacendados contra los pobres, las
arbitrariedades policiales así como toda forma de violencia
constituida en sistema de gobierno. En este terreno, hay que saber
aprender de las trágicas experiencias que ha contemplado y contempla
aún la historia de nuestro siglo. No se puede admitir la pasividad
culpable de los poderes públicos en unas democracias donde la
situación social de muchos hombres y mujeres está lejos de
corresponder a lo que exigen los derechos individuales y sociales
constitucionalmente garantizados.
77. Una lucha por la justicia
Cuando la Iglesia alienta la creación y la actividad de asociaciones
-como sindicatos- que luchan por la defensa de los derechos e
intereses legítimos de los trabajadores y por la justicia social, no
admite en absoluto la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo
estructural de la vida social. La acción que preconiza no es la lucha
de una clase contra otra para obtener la eliminación del adversario;
dicha acción no proviene de la sumisión aberrante a una pretendida ley
de la historia. Se trata de una lucha noble y razonada en favor de la
justicia y de la solidaridad social. 115 El cristiano preferirá
siempre la vía del diálogo y del acuerdo.
Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos. 116 La
liberación según el espíritu del Evangelio es, por tanto, incompatible
con el odio al otro, tomado individual o colectivamente, incluido el
enemigo.
78. El mito de la revolución
Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de
unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios
injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en
provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión
de que la abolición de una situación inicua es suficiente por si misma
para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la
llegada al poder de regímenes totalitarios. 117 La lucha contra las
injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la
instauración de un nuevo orden social y político conforme a las
exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su
instauración. Existe una moralidad de los medios. 118
79. Un último recurso
Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo
de recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el
último recurso para poner fin a una «tiranía evidente y prolongada que
atentara gravemente a los derechos fundamentales de la persona y
perjudicara peligrosamente al bien común de un país».119 Sin embargo,
la aplicación concreta de este medio sólo puede ser tenido en cuenta
después de un análisis muy riguroso de la situación. En efecto, a
causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la
creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la
violencia, lo que se llama hoy «resistencia pasiva» abre un camino más
conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.
Jamás podrá admitirse, ni por parte del poder constituido, ni por
parte de los grupos insurgentes, el recurso a medios criminales como
las represalias efectuadas sobre poblaciones, la tortura, los métodos
del terrorismo y de la provocación calculada, que ocasionan la muerte
de personas durante manifestaciones populares. Son igualmente
inadmisibles las odiosas campañas de calumnias capaces de destruir a
la persona psíquica y moralmente.
80. El papel de los Laicos
No toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la
construcción política y en la organización de la vida social. Esta
tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia
iniciativa con sus conciudadanos. 120 Deben llevarla a cabo,
conscientes de que la finalidad de la Iglesia es extender el Reino de
Cristo para que todos los hombres se salven y por su medio el mundo
esté efectivamente orientado a Cristo. 121
La obra de salvación aparece, de esta manera, indisolublemente ligada
a la labor de mejorar y elevar las condiciones de la vida humana en
este mundo.
La distinción entre el orden sobrenatural de salvación y el orden
temporal de la vida humana, debe ser visto en la perspectiva del único
designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo. Por ello,
tanto en uno como en otro campo, el laico -fiel y ciudadano a la vez-
debe dejarse guiar constantemente por su conciencia cristiana. 122
La acción social, que puede implicar una pluralidad de vías concretas,
estará siempre orientada al bien común y será conforme al mensaje
evangélico y a las enseñanzas de la Iglesia. Se evitará que la
diferencia de opciones dañe el sentido de colaboración, conduzca a la
paralización de los esfuerzos o produzca confusión en el pueblo
cristiano.
La orientación recibida de la doctrina social de la Iglesia debe
estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas
indispensables. Estimulará también la búsqueda de la formación moral
del carácter y la profundización de la vida espiritual. Esta doctrina,
al ofrecer principios y sabios consejos, no dispensa de la educación
en la prudencia política, requerida para el gobierno y la gestión de
las realidades humanas.
II. Exigencias evangélicas de transformación en profundidad
81. Necesidad de una transformación cultural
Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que trabajan
en la realización de esta civilización del amor, que condensa toda la
herencia ético-cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva
reflexión sobre lo que constituye la relación del mandamiento supremo
del amor y el orden social considerado en toda su complejidad.
El fin directo de esta reflexión en profundidad es la elaboración y la
puesta en marcha de programas de acción audaces con miras a la
liberación socio-económica de millones de hombres y mujeres cuya
situación de opresión económica, social y política es intolerable.
Esta acción debe comenzar por un gran esfuerzo de educación: educación
a la civilización del trabajo, educación a la solidaridad, acceso de
todos a la cultura.
82. El Evangelio del trabajo
La existencia de Jesús de Nazaret -verdadero «Evangelio del trabajo»-
nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformación
cultural indispensable para resolver los graves problemas que nuestra
época debe afrontar. Él, que siendo Dios se hizo en todo semejante a
nosotros, se dedicó durante la mayor parte de su vida terrestre a un
trabajo manual. 123 La cultura que nuestra época espera estará
caracterizada por el pleno reconocimiento de la dignidad del trabajo
humano, el cual se presenta en toda su nobleza y fecundidad a la luz
de los misterios de la Creación y de la Redención. 124 El trabajo,
reconocido como expresión de la persona, se vuelve fuente de sentido y
esfuerzo creador.
83. Una verdadera civilización del trabajo
De este modo, la solución para la mayor parte de los gravísimos
problemas de la miseria se encuentra en la promoción de una verdadera
civilización del trabajo. En cierta manera, el trabajo es la clave de
toda la cuestión social. 125
Es, por tanto, en el terreno del trabajo donde ha de ser emprendida de
manera prioritaria una acción liberadora en la libertad. Dado que la
relación entre la persona humana y el trabajo es radical y vital, las
formas y modalidades, según las cuales esta relación sea regulada,
ejercerán una influencia positiva para la solución de un conjunto de
problemas sociales y políticos que se plantean a cada pueblo. Unas
relaciones de trabajo justas prefigurarán un sistema de comunidad
política apto a favorecer el desarrollo integral de toda la persona
humana.
Si el sistema de relaciones de trabajo, llevado a la práctica por los
protagonistas directos -trabajadores y empleados, con el apoyo
indispensable de los poderes públicos- logra instaurar una
civilización del trabajo, se producirá entonces en la manera de ver de
los pueblos e incluso en las bases institucionales y políticas, una
revolución pacífica en profundidad.
84. Bien común nacional e internacional
Esta cultura del trabajo deberá suponer y poner en práctica un cierto
número de valores esenciales. Ha de reconocer que la persona del
trabajador es principio, sujeto y fin de la actividad laboral.
Afirmará la prioridad del trabajo sobre el capital y el destino
universal de los bienes materiales. Estará animada por el sentido de
una solidaridad que no comporta solamente reivindicación de derechos,
sino también cumplimiento de deberes. Implicará la participación
orientada a promover el bien común nacional e internacional, y no
solamente a defender intereses individuales o corporativos. Asimilará
el método de la confrontación y del diálogo eficaz.
Por su parte, las autoridades políticas deberán ser aún más capaces de
obrar en el respeto de las legítimas libertades de los individuos, de
las familias y de los grupos subsidiarios, creando de este modo las
condiciones requeridas para que el hombre pueda conseguir su bien
auténtico e integral, incluido su fin espiritual. 126
85. El valor del trabajo humano
Una cultura que reconozca la dignidad eminente del trabajador pondrá
en evidencia la dimensión subjetiva del trabajo. 127 El valor de todo
trabajo humano no está primordialmente en función de la clase de
trabajo realizado; tiene su fundamento en el hecho de que quien lo
ejecuta es una persona. 128 Existe un criterio ético cuyas exigencias
no se deben rehuir.
Por consiguiente, todo hombre tiene derecho a un trabajo, que debe ser
reconocido en la práctica por un esfuerzo efectivo que mire a resolver
el dramático problema del desempleo. El hecho de que este mantenga en
una situación de marginación a amplios sectores de la población, y
principalmente de la juventud, es algo intolerable. Por ello, la
creación de puestos de trabajo es una tarea social primordial que han
de afrontar los individuos y la iniciativa privada, e igualmente el
Estado. Por lo general -en este terreno como en otros- el Estado tiene
una función subsidiaria; pero con frecuencia puede ser llamado a
intervenir directamente, come en el caso de acuerdos internacionales
entre los diversos Estados. Tales acuerdos deben respetar el derecho
de los inmigrantes y de sus familias. 129
86. Promover la participación
El salario, que no puede ser concebido como una simple mercancía, debe
permitir al trabajador y a su familia tener acceso a un nivel de vida
verdaderamente humano en el orden material, social, cultural y
espiritual. La dignidad de la persona es lo que constituye el criterio
para juzgar el trabajo, y no a la inversa. Sea cual fuere el tipo de
trabajo, el trabajador debe poder vivirlo como expresión de su
personalidad. De aquí se desprende la exigencia de una participación
que, por encima de la repartición de los frutos del trabajo, deberá
comportar una verdadera dimensión comunitaria a nivel de proyectos, de
iniciativas y de responsabilidades. 130
87. Prioridad del trabajo sobre el capital
La prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de
justicia para los empresarios anteponer el bien de los trabajadores al
aumento de las ganancias. Tienen la obligación moral de no mantener
capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo al bien
común. Esto exige que se busque prioritariamente la consolidación o la
creación de nuevos puestos de trabajo para la producción de bienes
realmente útiles.
El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes
con miras al bien común. Está subordinado al principio superior del
destino universal de los bienes. 131
88. Reformas en profundidad
Esta doctrina debe inspirar reformas antes de que sea demasiado tarde.
El acceso de todos a los bienes necesarios para una vida humana
-personal y familiar- digna de este nombre, es una primera exigencia
de la justicia social. Esta requiere su aplicación en el terreno del
trabajo industrial y de una manera más particular en el del trabajo
agrícola. 132 Efectivamente, los campesinos, sobre todo en el tercer
mundo, forman la masa preponderante de los pobres. 133
III. Promoción de la solidaridad
89. Una nueva solidaridad
La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y
sobrenatural. Los graves problemas socio-económicos que hoy se
plantean, no pueden ser resueltos si no se crean nuevos frentes de
solidaridad: solidaridad de los pobres entre ellos, solidaridad con
los pobres, a la que los ricos son llamados, y solidaridad de los
trabajadores entre sí. Las instituciones y las organizaciones
sociales, a diversos niveles, así como el Estado, deben participar en
un movimiento general de solidaridad. Cuando la Iglesia hace esa
llamada, es consciente de que esto le concierne de una manera muy
particular.
90. Destino universal de los bienes
El principio del destino universal de los bienes, unido al de la
fraternidad humana y sobrenatural, indica sus deberes a los Países más
ricos con respecto a los Países más pobres. Estos deberes son de
solidaridad en la ayuda a los Países en vías de desarrollo; de
justicia social, mediante una revisión en términos correctos de las
relaciones comerciales entre Norte y Sur y la promoción de un mundo
más humano para todos, donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el
progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de los otros, ni
un pretexto para su servidumbre. 134
91. Ayuda al desarrollo
La solidaridad internacional es una exigencia de orden moral que no se
impone únicamente en el caso de urgencia extrema, sino también para
ayudar al verdadero desarrollo. Se da en ello una acción común que
requiere un esfuerzo concertado y constante para encontrar soluciones
técnicas concretas, pero también para crear una nueva mentalidad entre
los hombres de hoy. De ello depende en gran parte la paz del mundo.
135
IV. Tareas culturales y educativas
92. Derecho a la instrucción y a la cultura
Las desigualdades contrarias a la justicia en la posesión y el uso de
los bienes materiales están acompañadas y agravadas por desigualdades
también injustas en el acceso a la cultura. Cada hombre tiene un
derecho a la cultura, que es característica específica de una
existencia verdaderamente humana a la que tiene acceso por el
desarrollo de sus facultades de conocimiento, de sus virtudes morales,
de su capacidad de relación con sus semejantes, de su aptitud para
crear obras útiles y bellas. De aquí se deriva la exigencia de la
promoción y difusión de la educación, a la que cada uno tiene un
derecho inalienable. Su primera condición es la eliminación del
analfabetismo. 136
93. Respeto de la libertad cultural
El derecho de cada hombre a la cultura no está asegurado si no se
respeta la libertad cultural. Con demasiada frecuencia la cultura
degenera en ideología y la educación se transforma en instrumento al
servicio del poder político y económico. No compete a la autoridad
pública determinar el tipo de cultura. Su función es promover y
proteger la vida cultural de todos, incluso la de las minorías. 137
94. Tarea educativa de la familia
La tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la
familia. La función del Estado es subsidiaria; su papel es el de
garantizar, proteger, promover y suplir. Cuando el Estado reivindica
el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la
justicia. Compete a los padres el derecho de elegir la escuela a donde
enviar a sus propios hijos y crear y sostener centros educativos de
acuerdo con sus propias convicciones. El Estado no puede, sin cometer
injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Estas
prestan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a
ser ayudadas económicamente. 138
95. «Las libertades» y la participación
La educación que da acceso a la cultura es también educación en el
ejercicio responsable de la libertad. Por esta razón, no existe
auténtico desarrollo si no es en un sistema social y político que
respete las libertades y las favorezca con la participación de todos.
Tal participación puede revestir formas diversas; es necesaria para
garantizar un justo pluralismo en las instituciones y en las
iniciativas sociales. Asegura -sobre todo con la separación real entre
los poderes del Estado- el ejercicio de los derechos del hombre,
protegiéndoles igualmente contra los posibles abusos por parte de los
poderes públicos. De esta participación en la vida social y política
nadie puede ser excluido por motivos de sexo, raza, color, condición
social, lengua o religión. 139 Una de las injusticias mayores de
nuestro tiempo en muchas naciones es la de mantener al pueblo al
margen de la vida cultural, social y política.
Cuando las autoridades políticas regulan el ejercicio de las
libertades, no han de poner como pretexto exigencias de orden público
y de seguridad para limitar sistemáticamente estas libertades. Ni el
pretendido principio de la «seguridad nacional», ni una visión
económica restrictiva, ni una concepción totalitaria de la vida
social, deberán prevalecer sobre el valor de la libertad y de sus
derechos. 140
96. El reto de la inculturación
La fe es inspiradora de criterios de juicio, de valores determinantes,
de líneas de pensamiento y de modelos de vida, válidos para la
comunidad humana en cuanto tal. 141 Por ello, la Iglesia, atenta a las
angustias de nuestro tiempo, indica las vías de una cultura en la que
el trabajo se pueda reconocer según su plena dimensión humana y donde
cada ser humano pueda encontrar las posibilidades de realizarse como
persona. La Iglesia lo hace en virtud de su apertura misionera para la
salvación integral del mundo, en el respeto de la identidad de cada
pueblo y nación.
La Iglesia -comunión que une diversidad y unidad- por su presencia en
el mundo entero, asume lo que encuentra de positivo en cada cultura.
Sin embargo, la inculturación no es simple adaptación exterior, sino
que es una transformación interior de los auténticos valores
culturales por su integración en el cristianismo y por el
enraizamiento del cristianismo en las diversas culturas humanas. 142
La separación entre Evangelio y cultura es un drama, del que los
problemas evocados son la triste prueba. Se impone, por tanto, un
esfuerzo generoso de evangelización de las culturas, las cuales se
verán regeneradas en su reencuentro con el Evangelio. Mas, dicho
encuentro supone que el Evangelio sea verdaderamente proclamado. 143
La Iglesia, iluminada por el Concilio Vaticano II, quiere consagrarse
a ello con todas sus energías con el fin de generar un potente impulso
liberador.
CONCLUSIÓN
97. El canto del «Magnificat»
«Bienaventurada la que ha creído ...» (Lc 1, 45). Al saludo de Isabel,
la Madre de Dios responde dejando prorrumpir su corazón en el canto
del Magnificat. Ella nos muestra que es por la fe y en la fe, según su
ejemplo, como el Pueblo de Dios llega a ser capaz de expresar en
palabras y de traducir en su vida el misterio del deseo de salvación y
sus dimensiones liberadoras en el plan de la existencia individual y
social. En efecto, a la luz de la fe se puede percibir que la historia
de la salvación es la historia de la liberación del mal bajo su forma
más radical y el acceso de la humanidad a la verdadera libertad de los
hijos de Dios. Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada
hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la
imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad
y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para
comprender en su integridad el sentido de su misión.
Hay que poner muy de relieve que el sentido de la fe de los pobres, al
mismo tiempo que es una aguda percepción del misterio de la cruz
redentora, lleva a un amor y a una confianza indefectible hacia la
Madre del Hijo de Dios, venerada en numerosos santuarios.
98. El «sensus fidei» del Pueblo de Dios
Los Pastores y todos aquellos, sacerdotes y laicos, religiosos y
religiosas, que trabajan, a menudo en condiciones muy duras, en la
evangelización y la promoción humana integral, deben estar llenos de
esperanza pensando en los extraordinarios recursos de santidad
contenidos en la fe viva del Pueblo de Dios. Hay que procurar a toda
costa que estas riquezas del sensus fidei puedan manifestarse
plenamente y dar frutos en abundancia. Es una noble tarea eclesial que
atañe al teólogo, ayudar a que la fe del pueblo de los pobres se
exprese con claridad y se traduzca en la vida, mediante la meditación
en profundidad del plan de salvación, tal como se desarrolla en
relación con la Virgen del Magnificat. De esta manera, una teología de
la libertad y de la liberación, como eco filial del Magnificat de
María conservado en la memoria de la Iglesia, constituye una exigencia
de nuestro tiempo. Pero será una grave perversión tomar las energías
de la religiosidad popular para desviarlas hacia un proyecto de
liberación puramente terreno que muy pronto se revelaría ilusorio y
causa de nuevas incertidumbres. Quienes así ceden a las ideologías del
mundo y a la pretendida necesidad de la violencia, han dejado de ser
fieles a la esperanza, a su audacia y a su valentía, tal como lo pone
de relieve el himno al Dios de la misericordia, que la Virgen nos
enseña.
99. Dimensión de una auténtica liberación
El sentido de la fe percibe toda la profundidad de la liberación
realizada por el Redentor. Cristo nos ha liberado del más radical de
los males, el pecado y el poder de la muerte, para devolvernos la
auténtica libertad y para mostrarnos su camino. Este ha sido trazado
por el mandamiento supremo, que es el mandamiento del amor.
La liberación, en su primordial significación que es soteriológica, se
prolonga de este modo en tarea liberadora y exigencia ética. En este
contexto se sitúa la doctrina social de la Iglesia que ilumina la
praxis a nivel de la sociedad.
El cristiano está llamado a actuar según la verdad 144 y a trabajar
así en la instauración de esta «civilización del amor», de la que
habló Pablo VI. 145 El presente documento, sin pretender ser completo,
ha indicado algunas de las direcciones en las que es urgente llevar a
cabo reformas en profundidad. La tarea prioritaria, que condiciona el
logro de todas las demás, es de orden educativo. El amor que guía el
compromiso debe, ya desde ahora, generar nuevas solidaridades. Todos
los hombres de buena voluntad están convocados a estas tareas, que se
imponen de una manera apremiante a la conciencia cristiana.
La verdad del misterio de salvación actúa en el hoy de la historia
para conducirla a la humanidad rescatada hacia la perfección del
Reino, que da su verdadero sentido a los necesarios esfuerzos de
liberación de orden económico, social y político, impidiéndoles caer
en nuevas servidumbres.
100. Un reto formidable
Es cierto que ante la amplitud y complejidad de la tarea, que puede
exigir la donación de uno hasta el heroísmo, muchos se sienten
tentados por el desaliento, el escepticismo o la aventura desesperada.
Un reto formidable se lanza a la esperanza, teologal y humana. La
Virgen magnánima del Magnificat, que envuelve a la Iglesia y a la
humanidad con su plegaria, es el firme soporte de la esperanza. En
efecto, en ella contemplamos la victoria del amor divino que ningún
obstáculo puede detener y descubrimos a qué sublime libertad Dios
eleva a los humildes. En el camino trazado por ella, hay que avanzar
con un gran impulso de fe la cual actúa mediante la caridad. 146
El Santo Padre Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al
infrascripto Prefecto, ha aprobado esta Instrucción, acordada en
reunión ordinaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha
ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación, el día 22 de marzo de
1986, Solemnidad de la Anunciación del Señor.
JOSEPH Card. RATZINGER
Prefecto
+ ALBERTO BOVONE
Arzobispo Tit. de Cesárea de Numidia
Secretario