«Indulgentiarum doctrina»
Constitución apostólica del Papa Pablo VI
sobre la revisión de las indulgencias
Solemnemente promulgada el 1 de enero de 1967
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también: Indulgencia
«Indulgentiarum doctrina»
1. La doctrina y uso de las indulgencias, vigentes en la Iglesia
católica desde hace muchos siglos están fundamentados sólidamente en la
revelación divina [1] que, legada por los Apóstoles «progresa en la
Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo», mientras que «la Iglesia
en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la
verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios».[2]
Sin embargo, para el correcto entendimiento de esta doctrina y de su
saludable uso es conveniente recordar algunas verdades, en las que
siempre creyó toda la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios, y los
Obispos, sucesores de los Apóstoles, y sobre todo los Romanos
Pontífices, sucesores de Pedro, han venido enseñando y enseñan, bien por
medio de la praxis pastoral, bien por medio de documentos doctrinales, a
lo largo de los siglos.
2. Según nos enseña la divina revelación, las penas son consecuencia de
los pecados, infligidas por la santidad y justicia divinas, y han de ser
purgadas bien en este mundo, con los dolores, miserias y tristezas de
esta vida y especialmente con la muerte,[3] o bien por medio del fuego,
los tormentos y las penas catharterias [purificadoras] en la vida
futura.[4] Por ello, los fieles siempre estuvieron persuadidos de que el
mal camino tenía muchas dificultades y que era áspero, espinoso y nocivo
para los que andaban por él.[5]
Estas penas se imponen por justo y misericordioso juicio de Dios para
purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y restituir
la gloria de Dios en su plena majestad. Pues todo pecado lleva consigo
la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable
sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto
en relación con el pecador corno de toda la comunidad humana. Para toda
mente cristiana de cualquier tiempo siempre fue evidente que el pecado
era no sólo una trasgresión de la ley divina, sino, además, aunque no
siempre directa y abiertamente, el desprecio u olvido de la amistad
personal entre Dios y el hombre,[6] y una verdadera ofensa de Dios, cuyo
alcance escapa a la mente humana; más aún, un ingrato desprecio del amor
de Dios que senos ofrece en Cristo, ya que Cristo llamó a sus discípulos
amigos y no siervos.[7]
3. Por tanto, es necesario para la plena remisión y reparación de los
pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de tina sincera
conversión de la mente, y expiar la ofensa inflingida a su sabiduría y
bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales,
sociales y los relativos al orlen universal, destruidos o perturbados
por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será
sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas
establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así
resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de
Dios. De la existencia y gravedad de las penas se deduce la insensatez y
malicia del pecado, y sus malas secuelas.
La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay
que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden
permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión
de la culpa;[8] pues en el purgatorio se purifican, después de la
muerte, las almas de los difuntos que «hayan muerto verdaderamente
arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos
frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de
omisión».[9] Las mismas preces litúrgicas, empleadas desde tiempos
remotos por la comunidad cristiana reunida en la sagrada misa, lo
indican suficientemente diciendo: «Pues estamos afligidos por nuestros
pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre.»[10]
Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las
llamadas faltas leves y diarias,[11] y, por ello, todos están
necesitados de la misericordia de Dios «para verse libres de las penas
debidas por los pecados.
II
4. Por arcanos y misericordiosos designios de Dios., los hombres están
vinculados entre si por lazos sobre naturales, de suerte que el pecado
de uno daña a los demás, de la misma forma que la santidad de uno
beneficia a los otros.[12] De esta suerte, los fieles se prestan ayuda
mutua para conseguir el fin sobrenatural. Un testimonio de esta comunión
se manifiesta ya en Adán, cuyo pecado se propaga a todos los hombres.
Pero el mayor y mas perfecto principio, fundamento y ejemplo de este
vínculo sobrenatural es el mismo Cristo, a cuya unión con él Dios nos ha
llamado.[13]
5. Pues Cristo, que «no cometió pecado», «padeció su pasión por
nosotros»;[14] «fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por
nuestros crímenes..., y sus cicatrices nos curaron».[15]
Los fieles, siguiendo las huellas de Cristo,[16] siempre han intentado
ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, por medio de
la oración, del ejemplo de los bienes espirituales y de la expiación
penitencial; cuanto mayor era el fervor de su caridad con más afán
seguían los pasos de la pasión de Cristo, llevando su propia cruz como
expiación de sus pecados y de los ajenos, teniendo por seguro que podían
favorecer sus hermanos ante Dios, Padre de las misericordias, en la
consecución de la salvación.[17] Este es el antiquísimos dogma de la
comunión cíe los santos,[18] según el cual la vida de cada uno de los
hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, queda unida con maravilloso
vínculo a la vida de todos los demás hermanos cristianos en la unidad
sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando corno una sola
mística persona.[19]
Así resulta el «tesoro de la Iglesia».[20] El cual, ciertamente, no es
una especie de suma de los bienes, a imagen de las riquezas materiales,
que se van acumulando a lo largo de los siglos, sino que es el infinito
e inagotable precio que tienen ante Dios las expiaciones y méritos de
Cristo, ofrecidos para que toda la humanidad quedara libre del pecado y
fuera conducida a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo Redentor
en el que están vigentes las satisfacciones y méritos de su
redención.[21] A este tesoro también pertenece el precio verdaderamente
inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las
oraciones y obras buenas de la bienaventurada Virgen María y de todos
los santos, que, habiendo seguido, por gracia del mismo Cristo, sus
huellas, se santificaron ellos mismos, y perfeccionaron la obra recibida
del Padre; de suerte que, realizando su propia salvación, también
trabajan en favor de la salvación de sus hermanos, en la unidad del
Cuerpo místico.
«Porque todos los que son de Cristo, poseyendo su Espíritu crecen juntos
y en él se unen entre sí, formando una sola Iglesia.[22] Así que la
unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de
Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante
fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes
espirituales. Por estar los bienaventurados más íntimamente unidos a
Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad... y
contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación[23].
Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor
[24] por él, con él y en él no cesan de interceder por nosotros ante el
Padre- presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres
Cristo Jesús,[25] los méritos que en la tierra alcanzaron; sirviendo al
Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que falta a los sufrimientos de
Cristo.[26] Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra
debilidad.»[27]
Así, pues, entre los fieles, ya hayan conseguido la patria celestial, ya
expíen en el purgatorio sus faltas, o ya peregrinen todavía por la
tierra, existe ciertamente un vínculo perenne de caridad y un abundante
intercambio de todos los bienes, mediante los cuales, expiados todos los
pecados del Cuerpo místico, queda aplacada la justicia divina; y la
misericordia divina es movida al perdón, para que los pecadores
arrepentidos sean llevados más rápidamente al disfrute completo de los
bienes de la familia de Dios-
III
6. La Iglesia, consciente desde un principio de estas verdades, inició
diversos camines para aplicar a cada fiel los frutos cíe la redención de
Cristo, y para que los fieles se esforzaran en favor de la salvación de
sus hermanos; y para que de esta suerte todo el cuerpo de la Iglesia
estuviera edificado en justicia y santidad para la venida del reino de
Dios, cuando Dios lo será todo en todos.
Los mismos Apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación
de los pecadores;[28] una antiquísima costumbre de la Iglesia ha
conservado este modo de hacer,[29] especialmente cuando los penitentes
suplicaban la intercesión de toda la comunidad,[30] y los difuntos eran
ayudados con sufragios, especialmente con la ofrenda del sacrificio
eucarístico.[31] También las obras buenas, sobre todo las más
dificultosas para la fragilidad humana eran ofrecidas a Dios de antiguo
en la Iglesia por la salvación de los pecadores.[32] Dado que los
sufrimientos que, por la fe y la ley de Dios, soportaban los mártires
eran estimados en gran manera, los penitentes les solían rogar, para,
ayudados con sus méritos, alcanzar más rápidamente la reconciliación de
parte de los Obispos.[33] Pues las oraciones y buenas obras de los
justos eran tan estimadas que se tenía la certeza de que el penitente
quedaba lavado, limpio y redimido con la ayuda de todo el pueblo
cristiano.[34]
En esto los fieles no creían que actuaban solamente con sus fuerzas en
favor de la de los pecados de los demás hermanos, sino que se creía que
la Iglesia, como cuerpo unido a Cristo, su cabeza, era la que satisfacía
en cada uno de los miembros.[35]
La Iglesia de los santos Padres tenía como cierto que llevaban a cabo la
obra salvadora en comunión y bajo la autoridad de los pastores, a los
que el Espíritu Santo había designado como Obispos para regir la Iglesia
de Dios.[36] De esta suerte, los Obispos, sopesadas todas las cosas con
prudencia, establecían la forma y medida de la satisfacción debida e
incluso permitían que las penitencias canónicas se pudieran redimir con
otras obras quizá más fáciles, convenientes para el bien común, o
fomentadoras de la piedad, que eran realizadas por los mismos
penitentes, e incluso en ocasiones por otros fieles.[37]
IV
7. La vigente persuasión en la Iglesia de que los pastores de la grey
del Señor podían librar a los fieles de las reliquias de los pecados por
la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos, poco a poco, a
lo largo de los siglos, por inspiración del Espíritu Santo, alma del
pueblo de Dios, sugirió el uso de las indulgencias, por medio del cual
se realizó un progreso en esta misma doctrina y disciplina de la
Iglesia; fue un progreso y no un cambio,[38] y un nuevo bien sacado de
la raíz de la revelación para utilidad de los fieles y de toda la
Iglesia.
El uso de las indulgencias, propagado poco a poco, fue un acontecimiento
notable en la historia de la Iglesia, cuando los Romanos Pontífices
decretaron que ciertas obras oportunas para el bien común de la Iglesia
«se podían tomar como penitencia general»[39] y que concedían a los
fieles «verdaderamente arrepentidos y confesados» y que hubieran
realizado estas obras «por la misericordia de Dios omnipotente y...
apoyados en los méritos y autoridad de sus Apóstoles», «con la plenitud
de la potestad apostólica» «el perdón, no sólo pleno y amplio, sino
completísimo, de todos sus pecados».[40] Porque «el unigénito Hijo de
Dios... adquirió un tesoro para la Iglesia militante.,. Y este tesoro...
lo confié, por medio de Pedro, clavero del cielo, y de sus sucesores,
sus vicarios en la tierra, para distribuirlo saludablemente a los
fieles, y por motivos justos y razonables, para ser aplicado a la
remisión total o parcial de la pena temporal debida por los pecados,
tanto de forma general como especial (según les pareciera voluntad de
Dios) a los fieles verdaderamente arrepentidos y confesados. Los
méritos... de la bienaventurada Virgen María y de los elegidos son como
el complemento de este tesoro acumulado».[41]
8. Esta remisión de la pena temporal debida por los pecados, perdonados
ya en lo que se refiere a la culpa, fue designada con el nombre
«indulgencia».[42]
Esta indulgencia tiene algo de común con las demás formas instauradas
para quitar las reliquias de los pecados, pero, al mismo tiempo, hay
razones que la distinguen perfectamente.
Pues en la indulgencia la Iglesia, empleando su potestad de
administradora de la redención de Cristo, no solamente pide, sino que
con autoridad concede al fiel convenientemente dispuesto el tesoro De
las satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena
temporal.[43]
El fin que se propone la autoridad eclesiástica en la concesión de las
indulgencias consiste no sólo en ayudar a los fieles a lavar las penas
debidas, sino también incitarlos a realizar obras de piedad, penitencia
y caridad, especialmente aquellas que contribuyen al incremento de la fe
y del bien común.[44]
Y cuando los fieles ganan las indulgencias en sufragio de los difuntos,
realizan la caridad de la forma más eximia, y al pensar en las cosas
sobrenaturales trabajan con más rectitud en las cosas de la tierra.
El Magisterio de la Iglesia ha declarado y reivindicado esta doctrina en
diversos documentos.[45] Ciertamente que en el uso de las indulgencias a
veces han existido abusos, bien porque, «debido a indiscretas y
superfluas indulgencias» se menospreciaban los poderes de la Iglesia y
se debilitaba la satisfacción penitencial,[46] bien porque se
vilipendiaba el nombre de las indulgencias por unas «míseras
ganancias».[47] La Iglesia, sin embargo, corrigiendo y enmendando
abusos, «enseña y ordena que el uso de las indulgencias ha de
conservarse en la Iglesia como muy saludable para el pueblo cristiano y
aprobado por la autoridad de los sacrosantos Concilios, y condena con
anatema a quienes afirmen que estas son inútiles o que la Iglesia no
tiene potestad para concederlas».[48]
9. Hoy también la Iglesia invita a todos sus hijos a. que mediten y
consideren el gran valor del uso de las indulgencias para la vida
individual y para el fomento de la sociedad cristiana.
Si recordamos brevemente los motivos principales, en primer lugar este
uso saludable nos enseña que «es malo y amargo abandonar al Señor, tu
Dios».[49] Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no
pueden expiar con solas sus fuerzas al mal que se han infligido al
pecar, a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una
humildad saludable.
Además, el uso de las indulgencias demuestra la íntima unión con que
estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que tiene para los
demás la vida sobrenatural de cada uno, para poder estar más estrecha y
fácilmente unidos al Padre. El uso de las indulgencias fomenta
eficazmente la caridad y la ejerce de forma excepcional, al prestar
ayuda a los hermanos que duermen en Cristo.
10. Además, las indulgencias aumentan la confianza y la esperanza de una
plena reconciliación con Dios Padre, no dando tregua al abandono ni
permitiendo descuidar el cultivo de las disposiciones requeridas para
una plena comunión con Dios. Pues las indulgencias, a pesar de ser
beneficios gratuitos, solamente se conceden, tanto a los vivos como a
los difuntos, una vez cumplidas ciertas condiciones, requiriéndose para
ganarlas, bien que se hayan llevado a cabo las obras buenas prescritas,
bien que el fiel esté dotado de disposiciones debidas, es decir, que ame
a Dios, deteste los pecados, tenga confianza en los méritos de Cristo y
crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran utilidad.
Tampoco se puede dejar pasar por alto que los flejes, al ganar las
indulgencias, se someten dócilmente a los legítimos pastores de la
Iglesia y de forma especial al sucesor de Pedro clavero del cielo, a los
que el Señor mandó que apacentaran y rigieran su Iglesia.
De esta suerte, la saludable institución de las indulgencias hace a su
modo que la Iglesia se presente a Cristo sin mancha ni arruga, santa e
inmaculada,[50] maravillosamente unida a Cristo por el vínculo
sobrenatural de la caridad. Puesto que con la ayuda de las indulgencias
los miembros de la Iglesia purgante se suman más rápidamente a la
Iglesia celestial, por las mismas indulgencias el reino de Cristo se
instaura más y más y con mayor rapidez, «hasta que lleguemos todos a la
unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre
perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud».[51]
11. Basada en estas verdades, la santa Madre Iglesia, al recomendar
nuevamente a los rieles el uso de las indulgencias, como uso muy grato
al pueblo cristiano a lo largo de muchos siglos y también en nuestros
tiempos, como lo prueba la experiencia, no pretende quitar importancia a
las demás formas de santificación y purificación, en especial al santo
sacrificio de la misa y los sacramentos, sobre todo al sacramento de la
penitencia, ni tampoco a los copiosos auxilios denominados bajo el
nombre común de sacramentales, ni a las obras de piedad, penitencia y
caridad. Todas estas formas tienen de común el que operan con tanta más
validez la santificación y la purificación cuánto más estrechamente se
está unido a Cristo, cabeza, y al cuerpo de la Iglesia, mediante la
caridad. Las indulgencias confirman también la supremacía de la caridad
en la vida cristiana. Pues no se pueden ganar sin una sincera metanoia y
unión con Dios, a lo que se suma el cumplimiento de las obras
prescritas. Sigue en pie, por tanto, el orden de la caridad, en el que
se inserta la remisión de las penas por dispensación del tesoro de la
Iglesia.
La Iglesia exhorta a sus fieles a que no abandonen ni menosprecien las
santas tradiciones de sus mayores, sino. que las acepten religiosamente
y las estimen como precioso tesoro de la familia católica; sin embargo,
permite que cada uno emplee estos auxilios de purificación y
santificación con la santa y justa libertad de los hijos de Dios aunque
pone de continuo ante su consideración los requisitos más necesarios,
mejores y más eficaces para conseguir la salvación.[52]
Y para que el empleo de las indulgencias se tenga en mayor estima y
dignidad, la santa Madre Iglesia ha creído oportuno introducir algunas
innovaciones en su disciplina y decretar nuevas normas.
V
12. Las normas que siguen a continuación introducen las oportunas
variaciones en la disciplina de las indulgencias, habiendo tenido en
cuenta los deseos de las Conferencias Episcopales.
Las normas del Código de Derecho Canónico y de los Decretos de la Santa
Sede sobre las indulgencias permanecen intactos en lo que concuerden con
las nuevas normas.
En la preparación de estas normas se han tenido en cuenta de forma
especial tres cosas: establecer una nueva medida para la indulgencia
parcial, disminuir oportunamente las indulgencias plenarias, atribuir a
las llamadas indulgencias reales y locales una forma más simple y más
digna.
En lo referente a la indulgencia parcial, se prescinde de la antigua
determinación de días y años, y se ha buscado una nueva norma o medida,
según la cual se tendrá en cuenta la acción misma del fiel que ejecuta
una obra enriquecida con indulgencia.
Puesto que el fiel, mediante su acción -además del mérito, que es el
principal fruto de su acción-, puede conseguir también una remisión de
la pena temporal, tanto mayor cuanto mayor es la caridad de quien la
realiza y la excelencia de la obra, se ha creído oportuno que esta misma
remisión de la pena, ganada por el fiel mediante su acción, sea la
medida de la remisión de la pena que la autoridad eclesiástica
liberalmente añade por la indulgencia parcial.
Con respecto a la indulgencia plenaria, ha parecido oportuno disminuir
convenientemente su número, para que los fieles tengan la debida estima
de la indulgencia plenaria y puedan conseguirla con las debidas
disposiciones. A lo que está al alcance de la mano se le da poca
importancia; lo que se ofrece con abundancia pierde en estimación, dado
que la mayoría de fieles necesitan un conveniente espacio de tiempo para
prepararse a ganar convenientemente la indulgencia plenaria.
En lo referente a las indulgencias reales o locales, no sólo se ha
disminuido notablemente su número, sino que se ha suprimido esta
denominación, para que quede más patente que son las acciones de los
fieles las que están enriquecidas de indulgencias, y no las cosas o
lugares que son solamente ocasión para ganar las indulgencias. Más aún,
los miembros de las pías asociaciones pueden ganar sus indulgencias
propias, realizando las obras prescritas, sin requerirse el empleo de
insignias.
NORMAS
Norma 1. Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por
los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel,
convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con
la ayuda de la Iglesia, que, como administradora de la redención,
dispensa y aplica con plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo
y de los santos.
Norma 2. La indulgencia es parcial o plenaria, según libere totalmente o
en parte de la pena temporal debida por los pecados.
Norma 3. Las indulgencias, ya parciales ya plenarias, siempre pueden
aplicarse por los difuntos a modo de sufragio.
Norma 4. La indulgencia parcial, de ahora en adelante, será indicada
exclusivamente por las palabras «indulgencia parcial», sin añadir
ninguna determinación de días ni de años.
Norma 5. Al fiel que, al menos con corazón contrito, lleva a cabo una
obra enriquecida con indulgencia parcial, se le concede por obra de la
Iglesia una remisión tal de la pena temporal cual la que ya recibe por
su acción.
Norma 6. La indulgencia plenaria solamente se puede ganar una vez al
día, salvo lo prescrito en la norma 18 para los que se encuentran in
articulo mortis.
En cambio, la indulgencia parcial se puede ganar muchas veces en un
mismo día, año ser que se advierta expresamente otra cosa.
Norma 7. Para ganar la indulgencia plenaria se requiere la ejecución de
la obra enriquecida con la indulgencia y el cumplimiento de las tres
condiciones siguientes: la confesión sacramental, la comunión
eucarística y la oración por las intenciones del Romano Pontífice. Se
requiere además, que se excluya todo afecto al pecado, incluso venial.
Si falta esta completa disposición, y no se cumplen las condiciones
arriba indicadas, salvo lo prescrito en la norma 11 para los impedidos,
la indulgencia será solamente parcial.
Norma 8. Las tres condiciones pueden cumplirse algunos días antes o
después de la ejecución de la obra prescrita; sin embargo, es
conveniente que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo
Pontífice se realicen el mismo día en que se haga la obra.
Norma 9. Con una sola confesión sacramental se pueden ganar muchas
indulgencias plenarias; en cambio, con una sola comunión eucarística y
con una sola oración por las intenciones del Sumo Pontífice solamente se
puede ganar una indulgencia plenaria.
Norma 10. La condición de orar por las intenciones del Sumo Pontífice se
cumple plenamente recitando un Padrenuestro y un Ave María por sus
intenciones; aunque cada fiel puede rezar otra oración, según su
devoción y piedad por el Romano Pontífice.
Norma 11. Queda en pie la facultad concedida a los confesores por el
canon 935 del Código de Derecho Canónico de conmutar a los «impedidos»
tanto la obra prescrita como las condiciones. Los Ordinarios de lugar
pueden conceder a los fieles sobre los que ejerzan su autoridad según la
norma del derecho, y que habiten en lugares donde de ningún modo o
difícilmente puedan practicar la confesión y comunión, el poder ganar la
indulgencia plenaria sin la comunión y confesión actual, con tal que
estén arrepentidos de corazón y tengan propósito de recibir los citados
sacramentos en cuanto les sea posible.
Norma 12. Ya no se empleará más la división de las indulgencias en
personales, reales y locales, para que quede bien manifiesto que lo que
se enriquece con indulgencias son las acciones de los fieles, aunque a
veces sigan unidas a una cosa o sitio determinado.
Norma 13. Se revisará el Enchiridion de indulgencias, con el fin de
enriquecer con indulgencias solamente las principales oraciones y obras
de piedad, caridad y penitencia.
Norma 14. Las listas y sumarios de las indulgencias de las Órdenes,
Congregaciones religiosas, Sociedades de vida en común sin votos,
Institutos seculares y pías Asociaciones de fieles serán revisados lo
antes posible, de forma que la indulgencia plenaria se pueda ganar
solamente en unos días peculiares, que determinará la Santa Sede, a
propuesta del moderador general o, si se tratara de pías Asociaciones,
del Ordinario del lugar.
Norma 15. En todas las iglesias, oratorios públicos o -por parte de
quienes los empleen legítimamente- semipúblicos, puede ganarse una
indulgencia plenaria aplicable y solamente en favor de los difuntos, el
día 2 de noviembre.
Pero en las iglesias parroquiales se puede, además, ganar una
indulgencia plenaria dos veces al año: el día de la fiesta del titular y
el 2 de agosto, que se celebra la indulgencia de la «Porciúncula», o en
otro día más oportuno que establezca el Ordinario.
Todas las citadas indulgencias podrán ganarse o en los días indicados o,
con permiso del Ordinario, el domingo anterior y el posterior.
Las demás indulgencias adscritas a iglesias u oratorios serán revisadas
cuanto antes.
Norma 16. La obra prescrita para ganar la indulgencia plenaria adscrita
a una iglesia u oratorio es una visita piadosa a éstos, en la que se
recitan la oración dominical y el símbolo de la fe (Padrenuestro y
Credo).
Norma 17. El fiel que emplea con devoción un objeto de piedad
(crucifijo, cruz, rosario, escapulario o medalla), bendecido debidamente
por cualquier sacerdote, gana una indulgencia parcial.
Y si hubiese sido bendecido por el Sumo Pontífice o por cualquier
Obispo, el fiel, empleando devotamente dicho objeto, puede ganar también
una indulgencia plenaria en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo, añadiendo alguna fórmula legítima de profesión de fe.
Norma 18. Si no se pudiera tener en la hora de muerte un sacerdote para
administrar los sacramentos y la bendición apostólica con su indulgencia
plenaria, de la que se habla en el canon 468, SS 2, del Código de
Derecho Canónico, la Iglesia, Madre piadosa, concede benignamente al que
esté debidamente dispuesto la posibilidad de conseguir la indulgencia
plenaria in articulo mortis, con tal que durante su vida hubiera rezado
habitualmente algunas oraciones. Para conseguir esta indulgencia
plenaria se empleará laudablemente un crucifijo o una cruz.
El fiel podrá ganar esta misma indulgencia plenaria in articulo mortis
aunque en el mismo día haya ganado ya otra indulgencia plenaria.
Norma 19. Las normas dictadas sobre las indulgencias plenarias,
especialmente la número 6, se aplican también a las indulgencia
plenarias que hasta hoy se acostumbraban a llamar "toties
quoties" [tan frecuente como].
Norma 20. La piadosa Madre Iglesia, especialmente solícita con los
difuntos, dando ;por abrogado cualquier otro privilegio en esta materia,
determina que se sufrague ampliamente a los difuntos con cualquier
sacrificio de la misa.
Normas Transitorias
Las nuevas normas en las que se basa la consecución de las
indulgencias entrarán en vigor a partir de los tres meses cumplidos del
día en que se publique esta Constitución en Acta Apostolicae Sedis.
Las indulgencias anejas al uso de los objetos de piedad que arriba no se
mencionan cesan cumplidos tres meses de la promulgación de esta
Constitución en Acta Apostolicae Sedis.
Las revisiones de que se habla en las normas 14 y 15 deben proponerse a
la Sagrada Penitenciaria antes de un año; cumplidos dos años del día de
esta Constitución, las indulgencias que no fueran confirmadas perderán
todo valor.
Queremos que cuanto aquí hemos establecido y prescrito quede firme y
eficaz ahora y en el futuro, sin que obste, en lo que fuera preciso, las
Constituciones y Ordenaciones apostólicas publicadas por nuestros
predecesores, y demás prescripciones, incluso dignas de especial mención
y derogación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 de enero, Octava de la
Natividad de N S J C del año 1967, cuarto de nuestro pontificado.
PABLO PP. VI
NOTAS
[1] Cf. Concilio Tridentino, Sesión XXV, Decretum de indulgentiis;
DS 1835; cf. Mt 11, 18.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la
divina revelación, núm. 8, cf. Concilio Vaticano I, Constitución
dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, cap. 4, De fide et ratione:
DS 3020.
[3] Cf. Gn 3, 16-19; cf., también, Lc 19,41-44; Rm 2,9 y 1Cor 11, 30;
cf. S. AGUSTÍN, Enarratio in psalmun 58, 1, 13: CCL 39, p. 739, PL.
36,701; cf. Sto. TOMÁS, Summa Theologica, I-II, q. 87, a. 1.
[4] Cf. Mt 25, 41-52; véase, también, Mc 9, 42-43; Jn 5, 28-29; Rm 2, 9;
Ga 6, 7-8; cf. ConCf.lio de Lyón II, Sesión. IV, Profesión de fe del
emperador Miguel Paleólogo: DS 856-858; Concilio de Florencia, Decretum
pro Graecis: DS 1304-1306; cf. 5. AGUSTÍN, Enchiridion 66, 17: edic.
Schell, Tubinga 1930, p. 42, PL 40, 263.
[5] Cf. HERMAS, Pastor, mand. 6, 1,3: F.X. Funk, Patres Apostolicí, I,
p. 487.
[6] Cf. Is 1, 2-3; cf., también, Dt 8, 11; 32, 15ss.; Sal 105, 21; 118
passim; Sb 7, 14; Is 7; 10; 44, 21; Jr 33, 8; Ez 20, 27; cf. Concilio
Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la divina
revelación, núms. 2 y 21.
[7] Cf Jn 15, 1415; cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22; Decreto
Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia núm. 13.
[8] Cf. Nm 20, 12; 27,13-14; 2S 12,13-14; cf. INOCENCF.O IV, Instructio
pro Graecis: DS 838; Concilio Tridentino, Sesión VI, can. 30: DS 1580,
cf., 1689; S. AGUSTÍN, Tractatus in Evangelium Ioannis, tract. 124,5:
CPL 35, pp. 683-684, PL 5, 1972-1973.
[9] Concilio de Lyón II, Sesión IV: DS 856.
[10] Cf. Missale Romanun, (edición de 1962), Oración del domingo de
Septuagésima; cf. Oración sobre el pueblo del lunes de la primera semana
de Cuaresma; Oración después de la comunión del tercer domingo de
Cuaresma.
[11] Cf. St 3, 2; 1Jn 1, 8; y el comentario de este texto por el
Concilio de Cartago: DS 228; cf. Concilio Tridentino, Sesión VI,
Decretum de iustificatione, cap. II: DS 1537; cf. Concilio Vaticano II,
Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 40.
[12] Cf. 5. AGUSTÍN, De baptismo contra Donatistas, 1,28: PL 43,124.
[13] Cf. Jn 15, 5; 1Co 1,9. 10,17; 12, 27; Fil, 20- 23; 4, 4; cf.
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la
Iglesia, núm. 7; Pío XII, Encíclica Mysticí Corporis: DS 3813, AAS
35(1943), PP. 230-231; S. AGUSTÍN, Enarratio 2 in psalmun 90, 1: CCL 39,
p 1266, PL 37, 1159.
[14] 1P 2, 22. 21.
[15] Is 53, 4- 6; con 1P 2, 21-25; cf., también, Jo 1, 29; Rrn 4,26; 5,
9ss.; 1Co 15,3; 2Co 5, 21 Ga 1, 4; Ef 1, 7ss.; Hb 1, 3; 1Jn 3, 5.
[16] Cf. 1P 2, 21.
[17] Cf. Col 1, 24; cf. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Líber «Quis dives
salvetur», 42: GCS Clemens 3, p 190 PG 9, 650 S. CF.PRIANO, De lapsis,
17, 36: CSEL 31, PP. 249-250 y 263, PL 4, 495 y 508; S JERÓNIMO Contra
Vigilantium, 6 PL 23, 359; S. BASILIO MAGNO, Homilia in martyrem
Julittam, 9: PG 31 218- 259; S. JUAN CRISÓSTOMO In epístolam ad
Philippenses, 1, homilía 3, 3: PG 62, 203; Sto TOMAS Summa Theologica,
I-II q 87, a. 8.
[18] Cf. LEÓN XIII, Encíclica Mirae caritatis: Acta Leonis XIII 22,
(1902), p. 129. DS 3363.
[19] Cf 1Co 12, 12-13 cf. Pío XII, Encíclica MystiCf. Corporis: AAS 35
(1943), p. 218; Sto, TOMAS Summa Theologica, III, q 48, a 2 ad 1 y q. 49
a.1.
[20] Cf. CLEMENTE VI, Bula de jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1025,
1026 y 1027; SIXTO IV, Encíclica Romaní Pontificis: DS 1406 LEÓN X,
Decreto Cum postquam al legado papa Cayetano de Vio: 1448, cf. 1467 y
2641.
[21] Cf. Hb 7 23- 25; 9, 11- 28.
[22] Cf Ef 4, 16.
[23] Cf. 1Co 12, 12- 27.
[24] Cf. 2Co 5, 8.
[25] Cf 1Tm 2, 5
[26] Cf. Col 1 24.
[27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium,
sobre la Iglesia, núm. 49.
[28] Cf. St 5, 16 1Jn 5, 16.
[29] Cf. S. CLEMENTE ROMANO, Ad Corinthios, 56, 1: F.X. Funk, Patres
Apostolici, I, p. 171; Martyrium S. Policarpi, 8, 1: F.X. Funk, Patres
Apostolici, I, PP. 321 y 323.
[30] Cf. SOZOMENO, Historia Ecclesiastica 7, 16: PG 67, 1462.
[31] Cf. S. CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis (mystagogica 5), 9. 10: PG;
33, 1115, 1118; S AGUSTÍN Confessiones, 9, 12, 32: PL 32 777; 9, 11, 27:
PL 32, 775; Sermo 172, 2: PL 38, 936; De cura pro mortuis gerenda, 1 3:
PL 40, 593.
[32] Cf. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Liber «Quis dives salvetur», 42: GCS
17, pp. 189- 190, PG 9, 651.
[33] Cf. TERTULIANO, Ad martyres, 1, 6 CCL 1 p 3, PL 1, 695; S.
CIPRIANO, Epístola 18 (alias: 12),1: CSEL 3 (2 ed) pp. 523 524, PL 4
265; Epístola 19 (alias 13), 2: CSEL 3 (2. ed.), p., 525, PL 4, 267;
EUSEBIO DE CESAREA, Historia Ecclesiastica, 1, 6, 42: GCS Eusebius 2, 2,
p. 610, PG; 20, 614- 615.
[34] Cf. S. AMBROSIO, De paenitentia, 1, 15: PL 16, 511.
[35] Cf. TERTULIANO, De paenitentia, 10,5-6: CCL 1, p. 337, PL 1, 1356;
cf. S. AGUSTÍN, Enarratio in psalmun 85, 1: CCL 39 pp. 1176- 1177, PL
37, 1082.
[36] Cf. Hch 20, 28 cf. Concilio Tridentino, Sesión XXIII, Decretum de
sacramento ordinis, cap. 4: DS 1, 1768; Concilio Vaticano I, Sesión IV,
Constitución dogmática Pastor aeternus, sobre la Iglesia, cap. 3: DS
3061 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre
la Iglesia, núm. 20; S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Smyraneos, 8, 1; F.X.
Funk, Patres Apostolici, I, p 283.
[37] Cf. Concilio de Nicea I, can. 12: Mansi, SS. Conciliorum collectio,
2, 674; Concilio de Neocesarea, can. 3: loc. cit., 540; INOCENCIO I,
Epístola 25, 7, 10: PL 20, 559; S. LEÓN MAGNO, Epístola 159, 6: PL 54,
1138; S. BASILIO MAGNO, Epístola 217 (canónica 3), 74: PG; 32, 803; S.
AMBROSIO, De paenitentia, 1,15: PL 16, 511.
[38] Cf. S. VICENTE DE LERINS, Commonitorium primum, 23: PL 50, 667-
668.
[39] Concilio de Clermont, can. 2: Mansi, SS. Conciliorum collectio, 20,
816.
[40] BONIFACIO VIII, Bula Antiquorum habet: DS 868.
[41] Cf. CLEMENTE VI, Bula de jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1025,
1026 y 1027.
[42] Cf. LEÓN X, Decreto Cum, postquam: DS 1447-1448.
[43] Cf. PABLO VI, Carta Sacrosoncta Portiunculae: AAS 58 (1966), pp.
633- 634.
[44] Cf. Ibid; AAS 58(1966), p. 632.
[45] Cf. CLEMENTE VI, Bula de jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1026;
Carta Super quibusdam: DS 1059; MARTÍN V, Bula Inter cunctas: DS 1266;
SIXTO IV, Bula Salvator noster: DS 1398; Carta encíclica Romani
Pontifices provida: DS 1405- 1406; LEÓN X, Bula Exsurge Domine: Ds
1467-1472; Pío VI, Constitución Auctorem fidei, prop. 40: DS 2640; ibid;
prop. 41: DS 2641; ibid., prop. 42: DS 2642; PÍO XI, Convocatoria del
Año Santo extraordinario, Quod nuper: AAS 25 (1933), p. 8; Pío XII,
Convocatoria del jubileo universal, Iubilaeum, maximum: AAS 41(1949),
pp. 258- 259.
[46] Cf. Concilio de Letrán IV, cap. 62: DS 819.
[47] Cf. Concilio Tridentino, Decretum, de indulgentiis: DS 1835.
[48] Ibid: DS 1835.
[49] Jr 2, 19.
[50] Cf. Ef 5, 27.
[51] Ef 4, 13.
[52] Cf. Sto. TOMÁS, In IV Sententiarum, dist. 20, q. 1 a.3, q. la 2,
ad. 2 (Summa Theologica. Supplementum, q. 25, a. 2, ad 2).