HAURIETIS
AQUAS
ENCÍCLICA SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
PIO XII
15 de mayo de 1956
Introducción
Haurietis Aquas constituye la teología y el apoyo oficial de la Iglesia al culto del
Sagrado Corazón de Jesús.
El papa vibra con los latidos del Corazón de Jesús, en los que se manifiesta su
«triple amor»: amor divino, humano espiritual y humano sensible (1418). Afirma la gozosa
necesidad de darle culto, pues ese Corazón sagrado, «al ser tan íntimo participante de
la vida del Verbo Encarnado... es el símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que
movió a nuestro Salvador» a dar su sangre por nosotros (21). Nosotros hemos de adorar el
Corazón de Jesús, porque es «el símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor
inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano» (24).
Queda claro, por todo ello, que necesariamente el culto al Corazón de Cristo «termina en
la persona misma del Verbo Encarnado» (28).
Pío XII escribe aquí páginas muy bellas en la contemplación del amor de Jesucristo,
manifestado en los diversos misterios de su vida terrena pasada y de su vida actualmente
celestial: en él se nos revela el amor que nos tiene la Santísima Trinidad (17-24).
Estas son, quizá, las páginas de la encíclica de más alto vuelo contemplativo.
Apoyándose en las consideraciones expuestas, el papa define con toda precisión
teológica el sentido exacto del culto al Corazón de Cristo, que «se identifica
sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con
el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres
pecadores» (25).
Por eso mismo, «el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la
más completa profesión de la religión cristiana» (29),y ha de considerarse «la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de la caridad divina»
(36).
Notemos, por último, que esta encíclica vincula profundamente el culto al Corazón de
Jesús y el culto a la Eucaristía (20 y 35), aspecto en el que también Pablo VI
insistirá en su carta apostólica Investigabiles divitias .
SUMARIO
Introducción: el culto al Corazón de Jesús, 1-2.
I. Fundamentación teológica. Dificultades y objeciones, 3. Doctrina
de los papas, 4. Fundamentación del culto, 5. Culto de latría, 6. Antiguo Testamento,
7-8.
II. Nuevo Testamento y Tradición, 9-10. Amor divino y humano, 11-12.
Santos Padres, 13. Corazón físico, 14. Símbolo del triple amor de Cristo, 15-16.
III. Contemplación del amor del Corazón de Jesús, 17-19;
Eucaristía, María, Cruz, 20; Iglesia, sacramentos, 21; Ascensión, 22; Pentecostés, 23.
Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo, 24.
IV. Historia del culto al Corazón de Jesús, 25. Santos, Sta.
Margarita María, 26. 1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX, 27. Culto al Corazón de
Jesús, culto en espíritu y en verdad, 28. La más completa profesión de la religión
cristiana, 29.
V. Sumo aprecio por el culto al Corazón de Jesús, 30-31. Difusión
de este culto, 32. Penas actuales de la Iglesia, 33-34. Un culto providencial, 35. Final,
36-37.
El culto al Corazón de Jesús
1. Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador(1). Estas palabras con las que el profeta
Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era
mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a nuestra mente, si damos una
mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que nuestro predecesor, de i. m., Pío
IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del
Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.
Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto
tributado al Sagrado Corazón de Jesús infunde en las almas: las purifica, las llena de
consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando
las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba
desciende, del Padre de las luces(2), razón tenemos
para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable
don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la
verdad entre el Padre celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su
mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer
tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia
puede manifestar más ampliamente su amor a su divino Fundador y cumplir más fielmente
esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En
el último gran día de la fiesta, Jesús habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: «El
que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí». Pues, como dice la Escritura,
«de su seno manarán ríos de agua viva». Y esto lo dijo El del Espíritu que
habían de recibir los que creyeran en El(3).
Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar
de su seno ríos de agua viva, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías,
Ezequiel y Zacarías, en los que se -profetizaba el Reino mesiánico, y también con la
simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua(4).
2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que
es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda
razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de
Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de
los creyentes: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado(5).
Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu
Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en
el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la
íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo.
En efecto, manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el
acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y
consagramos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su
Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este
culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la
caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al
dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de
tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor se
adhiere, un espíritu es con El(6).
1. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA
Dificultades y objeciones
3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande
estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los
cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo
y del sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado
y aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y
estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un
sincero celo por la religión católica y por su propia santificación.
Si tú conocieses el don de Dios(7).
Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido
constituido guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el divino
Redentor ha confiado a la Iglesia, consciente del deber de nuestro oficio, amonestamos a
todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de
Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo
místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado,
por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la
hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o
equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción,
que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada
uno puede practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun
de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios,
consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y
propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la
multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más
necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un
poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida
individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos
que constituida por pensamientos y afectos nobles; así, la juzgan más propia de la
sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus
cultivados.
Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo,
penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente
no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad
moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance
en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas;
y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que
niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla
penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y
del laicismo.
Doctrina de los papas
4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena
oposición entre estas opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta
cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús?
¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción
que nuestro predecesor, de i. m., León XIII, llamó práctica religiosa dignísima de
todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio para los mismos males que en
nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los
individuos y a la sociedad? Esta devoción -decía-, que a todos
recomendamos, a todos será de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se
refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de las graves desgracias
que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único que puede
alejarlas. Alas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios?
«Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de
ser salvos»(8). Por lo tanto, a El debemos recurrir,
que es «camino, verdad y vida(9)»
No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo
juzgó nuestro inmediato predecesor, de f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus
Redemptor: ¿No están acaso contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la
religión y aun la norma de vida más Perfecta, Puesto que constituye el medio más suave
de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más
eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarte con mayor fidelidad y
eficacia?(10)
Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores,
hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado al sumo
pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado Corazón de
Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos
por los innumerables frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos
que nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica(11).
Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado -llenos de sufrimientos
y angustias, pero también de inefables consuelos-, no se mermaron en número, eficacia y
hermosura, antes bien se amentaran. Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas
a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día
mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual Y a promover
la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter histórico, ascético y
místico para explicar su doctrina; piadosas prácticas de reparación y, de manera
especial, las manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de
la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y
aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús. Por
todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos
expresado nuestra paternal complacencia(12).
Fundamentación del culto
5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia
de aguas, es decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de
nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica por obra e
inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos, venerables hermanos, de exhortaros con
ánimo paternal a que, juntamente con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de
gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: Al que es poderoso
para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o pensamos,
según la potencia que despliega en nosotros su energía, a El la gloria en la Iglesia y
en Cristo y Jesús por todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén(13).
Pero, después de tributar las
debidas gracias al Dios eterno, queremos por medio de esta encíclica exhortaros a
vosotros y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de
los principios doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en
los teólogos- sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del
Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadido de que sólo
cuando a la luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y
esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y
su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de
meditar y contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy
digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo
Corazón a la Iglesia universal.
Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables
reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto,
sacando de él los frutos más abundantes, nos detendremos, ante todo, en las páginas del
Antiguo y del Nuevo Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia
el género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza;
aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente,
procuraremos poner en claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que
se debe tributar al Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están
obligados a dar a su amor y al amor de la misma Santísima Trinidad a todo el género
humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la
Tradición los elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será mas fácil a los
cristianos beber con gozo las aguas en las fuentes del Salvador(14), es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al
Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia, en su vida
interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada uno obtener aquellos frutos
espirituales que señalarán una saludable renovación en sus costumbres, según lo desean
los Pastores de la grey de Cristo.
Culto de latría
6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la
fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al
motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría.
Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también
a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su
Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido
hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de
tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo
de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio
ecuménico de Efeso y en el II de Constantinopla(15).
El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y,
por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de
latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo
natural de su inmensa caridad hacia el género humano. Es innata al Sagrado Corazón,
observaba León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la
infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor(16).
Es indudable que los Libros Sagrados nunca
se hace mención cierta de un culto de especial veneración y amor
tributado al Corazón físico del Verbo encarnado por su
prerrogativa de símbolo de su encendidísima caridad. Pero este hecho,
que hay que reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros -razón
principal de este culto- es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes,
por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho
hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo
más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor
divino.
Antiguo Testamento
7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica,
no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que
contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creernos baste recordar la Alianza
establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas -cuyas
leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés(17)
e interpretaron los profetas-; alianza ratificada por los vínculos del supremo dominio de
Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por
los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel la razón
suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas que
los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí
suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: Escucha Israel: El
Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues, al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando
estarán en tu corazón(18).
No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a los que con toda
razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido(19),
comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del
amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación recurriendo a
semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no
representándolas con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en
nuestra obligada servidumbre llena de temor.
Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver
liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación
era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras
expresiones e imágenes: Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen
el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a
Israel) y le llevó en sus hombros(20). Pero
ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como
Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este
profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la
concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo
y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el
de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las
monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en
los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de
limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles
volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor. Cuando
Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a
Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los
conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor... Sanaré su rebeldía, los amaré
generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel,
florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano(21).
Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios
mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos
sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de
mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo, hasta no apiadarse del hijo de
sus entrañas? Aunque ésta se olvidaré, yo no me olvidaré de ti(22).
Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares,
sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de
amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: Como lirio entre las
espinas, así mi amada entre las doncellas... Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí;
El se apacienta entre lirios... Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu
brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus
ardores son ardores de fuego y llamas(23).
8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido,
aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a
repudiarlo
definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es,
en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido
había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro
amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.
Porque, en verdad, sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo
hecho carne lleno de gracia y de verdad(24), al
descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer
que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un
manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad,
transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar
el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece pre- nunciar en cierto modo
el profeta jeremías con estas palabras: Te he amado con un amor eterno, por eso te he
atraído a mí lleno de misericordia... He aquí que vienen días, afirma el Señor, en
que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; ... éste
será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días,
declara el Señor: Pondré mi 1ey en su interior y la escribiré en su corazón; yo les
seré su Dios, y ellos serán mi pueblo ... ; porque les perdonaré su culpa y no me
acordaré ya de su pecado(25).
II. NUEVO TESTAMENTO Y TRADICIÓN
9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer
con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad -de la
cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios fue tan sólo una
prefiguración simbólica, y el vaticinio de jeremías una mera predicción es la misma
que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta
Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque, a diferencia de la
precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre
sacrosanta de Aquel a quien aquellos animales pacíficos y privados de razón
prefiguraban: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo(26).
Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un
pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en
las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa
efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista San Juan:
De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la 1ey fue dada
por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido(27).
Introducidos por estas palabras del discípulo al que amaban Jesús,
y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús(28),
en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa,
recta y saludable que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de
tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las
páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del
deseo significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo habite por la fe
en vuestros corazones, a, modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis
comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la
profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte
que estéis llenos de toda la plenitud de Dios(29).
10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por
su propia naturaleza, un misterio de amor, esto es, un misterio del amor justo de Cristo a
su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia,
presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: Cristo
sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que
exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios Por el género humano(30).
Además, el
misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y
del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta del todo incapaz
de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos, Cristo, mediante la
inescrutable riqueza de méritos que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre,
pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado
por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por
las infidelidades del pueblo escogido.
Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto
Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hada
nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los. derechos de Dios, ha sido,
sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la
divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra
salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: Conviene observar que la
liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente lanzo a su
misericordia como a su justicia. A la justicia ciertamente, porque por su pasión Cristo
satisfizo por el pecado del linaje humano: y así fue el hombre liberado por la justicia
de Cristo. Y a la misericordia, porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el
pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de
su Hijo(31). Ahora bien: esto fue de parte de Dios un
acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir
satisfacción alguna. Por ello está escrito: Dios, que es rico en misericordia,
movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los
pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo(32).
Amor divino y humano
11. Pero a fin de que podamos, en cuanto es dado a los
hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la
alteza y la profundidad(33) del misterioso amor del
Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas,
conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a
Dios, puesto que Dios es espíritu(34). Es
indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros
padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que
se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son
signos Y símbolos, del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios
amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de
los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo
de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un
afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo
de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era
cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del
apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no
confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el
anticristo(35). En realidad, El ha
unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida
en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo(36).
Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió
plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales,
conviene a saber. dotada de inteligencia y de voluntad y todas las demás facultades
cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y
de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia Católica, y está sancionado y
solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos:
Entero en sus propiedades, entero en las nuestras(37);
Perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad»(38);
todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios(39).
12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero
cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que
predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón
físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no
puede haber vida humana y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el
Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de
amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en
armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo
amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos
tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía(40).
Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta
naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne
que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si
no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y
sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por
decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos escándalo y
necedad, como de hecho pareció a los judíos y gentiles Cristo crucificado(41). Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta
concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una
naturaleza humana capaz de padecer y morir principalmente por razón del Sacrificio de la
cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la
salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las
Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno
su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo:
«Anunciaré tu nombre a mis hermanos ... ». Y también: «Heme aquí a mí y a los hijos
que Dios me ha dado».Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El
también Participó de las mismas cosas... Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus
hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios,
para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que
padeció, por ello puede socorrer a los que son probados(42).
Santos Padres
13. Los SANTOS PADRES, testigos verídicos de la doctrina revelada,
entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente significado, a
saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra
de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que
Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco
como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a
entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.
SAN JUSTINO, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo
siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene
principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de
nuestras dolencias, nos procurase su remedio(43). Y SAN
BASILIO, el primero de los tres Padres de
Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo
santos: Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en
confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí
como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de
nuestra vida(44). Igualmente, SAN JUAN CRISÓSTOMO,
lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las emociones sensibles de que el Señor
dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su
integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y
más veces la tristeza(45).
Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia
como máximos Doctores. SAN AMBROSIO afirma que la unión hipostática es el origen
natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimenté: Por
lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es,
no podía turbarse ni morir(46).
En estas mismas reacciones apoya SAN JERÓNIMO el principal argumento
para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: Nuestro Señor se
entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana(47).
Particularmente, SAN AGUSTÍN nota la íntima unión existente entre los
sentimientos del Verbo encamado y la finalidad de la Redención humana: Jesús, el
Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad
humana, no por imposición de la necesidad, sino por conmiseración voluntaria, a fin de
transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es
decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte que, si a
alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, no se
juzgase por esto ajeno a su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones ni eran
indicios de pecados, sino de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que
entona, así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer(48).
Doctrina de la Iglesia que con mayor concisión y no menor fuerza
testifican estos pasajes de SAN JUAN DAMASCENO: En verdad que todo Dios ha tomado todo
lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el
hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió(49).
Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que
todos fueran santificados(50).
Corazón físico
14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores
sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban
abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por
eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no
refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer
de él expresamente un símbolo de su amor infinito.
Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no
nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de
nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a
las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble
voluntad -divina y humana, sin embargo frecuentemente ponen de relieve su divino amor y
todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el
temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y
principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador sin duda debió aparecer como signo
y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo,
a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban
sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo cuanto el Doctor
Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de
los fenómenos de ella derivados: La turbación de la ira repercute en los miembros
externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón,
como son los ojos, el semblante, la lenguas(51).
Símbolo del triple amor de Cristo
15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón
del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el divino
Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo
del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El,
como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco Y frágil velo del cuerpo humano,
ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente(52).
Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad
que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos
son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la
infusa(53).
Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de
su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la
Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en
capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos(54).
16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por
los Símbolos de la fe sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma
santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de la Redención las
manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y
venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba
de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo
de Dios nuestro Salvador(55). Por eso, en las
palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que
más claramente expresan su amor hacia nosotros- como la institución de la divina
Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la
fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu
Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros-, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de
admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con
los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento
supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado
de nuevo con gran voz, dijo: «Todo está consumado». E inclinando la cabeza,
entregó su espíritu(56). Sólo entonces su Corazón
se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que,
triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.
Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se
unió nuevamente al alma del Divino Redentor victorioso ya de la muerte, su Corazón
sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido
latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su
Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza
mística.
III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE
JESÚS
17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas
nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos
a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro
Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida
mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz con la cual
iluminados y fortalecidos podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar
con el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de
Dios]
en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo(57).
18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor
divino al mismo tiempo que humano desde que la Virgen María pronunció su Fíat,
y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo:
«Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y
sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el
principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad ... » Por
esta «voluntad» hemos sido santificados mediante la «oblación del cuerpo» de
Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre(58).
De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía
con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret
mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, San
José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este
mismo triple amor movía su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando
realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a
toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las
prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin,
cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos
hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja
descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice San
Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en
las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos(59).
Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca
salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando
viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de
gentes(60); y cuando, a la vista de Jerusalén, su
predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó:
Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son
enviados: ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus
polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido(61)!
Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el
comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los vendedores con estas
palabras: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración»; mas vosotros
hacéis de ella una cueva de ladrones(62).
19. Pero particularmente se conmovió de amor y de
temor su Corazón cuando, ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos
y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es
posible, pase de mí este cáliz(63); vibró luego
con invicto amor y con amargura suma cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió
aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al
amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de
sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del
hombre?(64); en cambio, se desbordó con inmenso amor
y profunda compasión cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida
condena al tremendo suplicio de la cruz, les dijo así: Hijas de Jerusalén, no
lloráis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan
al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?(65)
Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente
cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y
vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de
encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas
palabras tan inolvidables como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen(66); Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has desamparado?(67); En verdad te digo: Hoy estarás
conmigo en el paraíso(68); Tengo sed(69);
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu(70).
Eucaristía, María, Cruz
20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos
del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los
hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su
Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?
Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al
pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión
había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción., que
manifestó a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta
Pascua con vosotros, antes de padecer(71); conmoción
que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y
lo dio a ellos, diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto
en memoria mía». Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo:
«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros(72).
Con razón, pues, debe afirmarse que la divina EUCARISTÍA, como sacramento por el que
El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el
nacimiento del sol hasta su ocaso(73)»,
y también el SACERDOCIO, son clarísimos dones del
Sacratísimo Corazón de Jesús.
Don también muy precioso del Sacratísimo Corazón es, como
indicábamos, la SANTÍSIMA VIRGEN, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima.
Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser
Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de
Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín: Evidentemente,
Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad
cooperó a que naciesen en la iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza(74).
Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso
Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el
sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él
propuso a sus discípulos como meta suprema del amor con estas palabras: -Nadie tiene
amor más grande que el que da su vida por sus amigos(75).
De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota,
del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de
Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos(76). Cierto es que nuestro Divino Redentor
fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior
de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada
uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a
sí mismo por mí(77).
Iglesia, sacramentos
21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de
Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado, y al haber sido
por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su
naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina(78), por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella
inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la
sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión Por amor a la
Iglesia, que había de unir a si comoEsposa(79).
Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la
Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye
abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la
vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la
Iglesia, desposada con Cristo... Tú, que del Corazón haces manar la gracia(80).
De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores
eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado
de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso 1a sangre es propia del
sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo,
tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo(81).
Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a
su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el
soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.
Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón
Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor
espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y
por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como
víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en
oblación y hostia de olor suavísimo(82).
Ascensión
22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con
su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su
esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria
del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes
trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva
además en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus
méritos, fruto de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano
ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes
cuando escribe: Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una gran multitud de
cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres... El que descendió, ese mismo es el que
ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas(83).
Pentecostés
23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es
la primera y espléndida señal del espléndido amor del Salvador, después de su triunfal
ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito,
dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como
Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os
dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente(84).
El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y
el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en
el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas
celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de
nuestro Salvador, en el cual están encerrado todos los tesoros de la sabiduría y la
ciencia(85).
Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su
Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el
nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos
paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de
costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciocísimo del Corazón de Cristo y
de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los Mártires la fortaleza para
predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la
Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores,
para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y
admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los
prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los
goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial
Esposo.
A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se
infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de
las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo,
Cabeza, y de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo de cuanto algún modo se opone
al establecimiento del Reino del amor entre los hombres: Quien podrá separarnos del
amor de Cristo? La turbación?, la angustia?, el hambre?, la desnudes?, el riesgo, la
persecución?, la espada?... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de
Aquel que nos amo. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni angeles ni
principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderío, ni altura, ni profundidades, ni
otra alguna criatura sera capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo
nuestro Señor(86).
Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo
24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el razón
Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de
aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacía el género humano.
Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita
y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a
su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y
porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por
los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel
amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la
imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la
humana y la divina; y podemos considerar no sólo el sino también, en cierto modo, la
síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de
Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor
humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro
Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el
Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de
hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino
siendo santa e inmaculada(87).
Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel
triple amor de que hemos hablado(88); y ése es el amor
que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del
Padre, siempre vivo para interceder por nosotros(89). La
plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción
alguna. Como en los días de su vida en la carne(90),
también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia: a Aquel
que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos
cuantos eran en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna(91).
El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime,
fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón], para
que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor(92).
Luego no puede haber duda alguna de que, ante las súplicas de tan
grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros(93),
por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia
de sus gracias divinas.
IV. HISTORIA DEL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS
25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a
vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la
naturaleza íntima del culto al CORAZÓN de Jesús, y las perennes gracias que de él se
derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos
persuadidos de que estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del
Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el
culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo
con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa
el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del
misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la
voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con
un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre
del pecado(94): Con un bautismo tengo que ser
bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla(95)!
Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de
Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del CORAZÓN
traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente. de la piedad
de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia
se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor
mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los efigio para mensajeros y
heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones
sobrenaturales.
De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que,
inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes
Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la
Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por
los tormentos de la Pasión salvadora.
Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios
mío(96)!, pronunciadas por el apóstol Tomás y que
revelan su espontánea transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe,
de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la
majestad de la Persona Divina?
Mas si el CORAZÓN traspasado del Redentor siempre ha llevado a los
hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de
todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el
evangelista San Juan aplicó a Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron(97), obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo
poco a poco y progresivamente llegó ese CORAZÓN a constituir objeto directo de un culto
especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encamado.
Santos, Sta. Margarita María
26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas
recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo,
recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar corno los
precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más
vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se
distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al CORAZÓN
Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa
Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San
Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado CORAZÓN de
Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos
Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.
Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un
puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por
el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este
culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de
los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue
de todas las demás formas de la piedad cristiana(98).
Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del
culto del CORAZÓN de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento
se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la
índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.
No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a
revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó
espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hada la
persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más
elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente,
por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna
nueva verdad añadieron a la doctrina católica- Su importancia consiste en que -al
mostrar el Señor su CORAZÓN Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer
la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan
misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan
excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su CORAZÓN como el
símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor;
y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia
para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.
1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX
27. Además, una prueba evidente de que este culto nace
de las fuente-,mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la
fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de Santa
Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo
accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del
25 de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del
mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado
Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la
Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar
simbólicamente el recuerdo del amor divino(99), que
había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.
A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio Y aún limitada
para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho
mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada
Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual
nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y
de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón
Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica(100). Fecha ésta digna de ser recomendada al perenne
recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha
festividad,
desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río
desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo
católico.
De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables
hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, en la Tradición y en la Sagrada
Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y
profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima
naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y alimento para su fervor religioso.
Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel
no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual
está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia,
enseña el Apóstol: Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor
Jesucristo..., para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su
Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe
en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis...
conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis
plenamente colmados de toda la plenitud de Dios(101). De
esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud
de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro Salvador ha
manifestado su benignidad y amor para con los hombres(102);
pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el
mundo se salve(103).
Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad
28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de
verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales
relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales,
es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los
hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición,
constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión
espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega el
tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es
espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad(104).
Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del CORAZÓN físico de Jesús
impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma
en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia
rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de
nuestro predecesor Incendio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No
deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada
Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles,
tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y
los Santos, han de tener asiento en nuestro CORAZÓN; porque Dios quiere ocuparlo y
poseerlo solo(105).
Los que así piensan son, natural mente, de opinión que el simbolismo del CORAZÓN de
Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo
alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo
a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor
simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su
trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos
católicos, entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa
culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en
cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la
imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado
por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no
resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta(106).
Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina
el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba
Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón
herido de Cristo crucificado.
Y así, del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su
natural simbolismo es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no
sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la
consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un
vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino
del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe -por la cual creemos que en la Persona de
Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna
idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del
Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad,
estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona
del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto
que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos
son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón
de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la
representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar
adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor, pero el alma
fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como
la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo
Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.
La más completa profesión de la religión cristiana
29. Por ello, en esta materia tan importante como
delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural,
que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella
en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna,
como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por
contrarios a la unidad de persona en Cristo con la distinción e integridad de sus dos
naturalezas.
Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús
es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por
consiguiente representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y tiene
aun. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la
practica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la
religión de ,Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador, de manera que no se
puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que
El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por
mí(107).
Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo
Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos
amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a
Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios
para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de
imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres como
la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento
«nuevo», que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les
dijo: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he
amado... El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado(108). Mandamiento éste en verdad nuevo y propio de
Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo
y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, «Haré un pacto nuevo con la casa
de Israel»(109). Pero que este mandamiento se
practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo
Testamento; en cuanto que, sí este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como
prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva(110).
V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN
DE JESÚS
30. Antes de terminar estas consideraciones tan
hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana
excelencia, Nos, plenamente consciente del oficio apostólico que por primera vez fue
confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro
Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro
medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo
cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos
frutos también en nuestros tiempos.
Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se
funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí
no se trata de una forma cualquiera de piedad que sea lícito posponer a otras o tenerla
en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección
cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico, formulado
por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con
el servicio de Dios se relaciona(111), ¿puede haber
servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que
el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el
homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que
todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor constituye el don
primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?(112).
Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a
honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al
servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se
dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han
confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así,
quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia,
procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.
31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los
cristianos que honran el sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente
gravídico, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y toda
su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en
práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y
con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas(113).
Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja
personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien
cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no
fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole
genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría
como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces
deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud
por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no
la practican con toda rectitud.
Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al
augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas
externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza
de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido
mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran
movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a
saber, el deber del amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor
manera su propio provecho espiritual.
Difusión de este culto
32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo
a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber
las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor como, sobre todo, a los que, a
guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de
duda. Piensen éstos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que
desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los
mismos Evangelios; un culto en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada
Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan
multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del
Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su
parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al
mismo sacratísimo Corazón(114). Finalmente, conveniente
es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan
copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables
conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus,
más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos
que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como
conmovedora.
Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con
que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de
fieles, nos sentimos ciertamente lleno de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a
nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoro infinitos de su bondad, no podemos
menos de expresar nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del
elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.
Penas actuales de la Iglesia
33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús,
venerables hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación
espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la
tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que
corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del
género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y
arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por
la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados;. no todos los
pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo
vestirse con el vestido precioso(115) y recibir el
anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han
incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de
amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz
atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego
de la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos que,
ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y
declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra aquel que en la tierra
representa a la persona del divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la
conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se
duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de
ascender al cielo, nos daba como «vicario de su amor(116)».
34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que
legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el
cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y
se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con
Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia(117).
Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se
jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos
principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo
continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño
que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión
cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más
abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la
inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos(118).
Un culto providencial
35. Ante tantos males que, hoy más que nunca,
trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde,
venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción
que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole
propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales
actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más
suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?(119). Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la
caridad de Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más-
para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la
ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera,
como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia
será la paz?(120)
Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor,
queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León
XIII, de i. m., al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se
sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad
civil: Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el
Sacratísimo, Corazón de Jesús... que brilla con refulgente esplendor entre las llamas.
En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar
nuestra salvación(121).
Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de
cristianos e ,intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo,
consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de
salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras
formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia , venera al
Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y
promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al
augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de
relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María-
que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado si no penetra en los arcanos de su
Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por
alimento espiritual si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón
Eucarístico de Jesús; la cual -para valemos de las palabras de nuestro predecesor, de f.
m., León XIII- nos recuerda aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor,
derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros
hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía(122). Ciertamente, no es pequeña la parte que en la
Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio(123).
Final
36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una
firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y
también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a
Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como
escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina en la que se ha de fundar, como en
el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los
individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió nuestro
mismo predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la
caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se
sigue, necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos
ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer
el amor de Dios a todas las cosas(124).
Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca mas
copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los
fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios.
Ha sido voluntad de Díos que en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen
María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es
fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban
íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que
por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al
Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su
Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de
reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina
Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el
mundo entero al Inmaculado razón de la Santísima Virgen María(125).
37. Cumpliendose felizmente este año, como indicamos antes, el primer
siglo de la institución de la fiesta dc1 Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia
por nuestro predecesor Pío IX, de f m., es vivo deseo nuestro, venerables hermanos, que
el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos
públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de
Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de
alegría cristiana y de cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos
los demás fieles- en aquella nación en la cuál, por designio de Dios, nació aquella
santa virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.
Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos
espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús, con tal de que esta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y
se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su
gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos, a la vez que expresamos también la
esperanza de que, con la divina gracia, como frutos de las solemnes conmemoraciones de
este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús,
y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de
verdad y de vida, reino de gracia, reino de justicia, de amor y de paz(126).
Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón
la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al
clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a
todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de
Jesús.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo
de nuestro pontificado.
SS. Pío XII
NOTAS:
1. Is12,3
2. San 1,17
3. Jn7,37,39
4. Cf.Is 12,3;Ez 47,1-12;Zac 13,1;Ex 17,1-17;Num 20,7-13; 1Cor
10,4;Ap 7,17;22,1.
5. Rom 5,5
6. 1Cor 6,17
7. Jn4,10
8. Hech 4,12.
9. Enc. Annum Sacrum, 25 mayo 1899:AL 19 (1900) 71,77-78.
10. Enc. Misserentissimus Redentor, 8 mayo 1928:AAS 30(1928)167.
11. Cf.en. Summi Pontificatus, 20oct.1939:AAS 31 (1939)415
12. Cf.AAS 32 (1940) 276;35 (1943) 170;37
(1945)263-264:40(1948)501;41(1949)331.
13. Ef3,20-21.
14. Is 12,3
15. Conc. Ephes. Can.8;cf.Mansi,Sacrorum Concilirum amplis.
Collectiio,4, 1083 C; Conc. Const. II, can 9; cf. Ibid,9, 382E
16. Cf. Enc.Annum sacrum:AL 19 (1900) 76.
17. Cf. Ex 34.27-28.
18. Dt 6,4-6
19. II-II 2,7:ed. Leon. 8 (1895) 34.
20. Dt 32,11.
21. Os 11,1,3-4; 14,5-6.
22. Is 49,14-15
23. Cant 2,2; 6,2; 8,6.
24. Jn 1,14.
25. Jer 31,3;31,33-34.
26. Cf.Jn1,29;Heb9,18-28;10,1-17
27. Jn 1,16-17
28. Ibid., 21
29. Ef 3,17-19
30. Sum. Theol. 3,48,2: ed. Leon. 11 (1903)464.
31. Cf. Enc. Misserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170.
32. Ef2,4; Sum.theol. 3,46,1 ad 3:ed. Leon 11 (1903)436.
33. Ef3,18
34. Jn 4,24
35. 2Jn 7.
36. Cf.Lc1,35
37. S Leon Magno, Ep domg. Lectis dilectionis tue ad Flavianum
Const. Patr. 13 jun. A. 449; cf. PL 54,763.
38. Conc Chalced. A.451; cf. Mansi, op. Cit. 7,115B.
39. S Gelasio Papa, tr.3: Necessarium, de duebus naturis in
Christo; cf.A. Thiel., Rom. Pont. A S Hilaro usque ad Pelagium II, p.532.
40. Cf. S. Th., Sum.theol.3,15,4;18,6 ed Leon II 1903 189 et 237
41. Cf 1 Cor 1,23
42. Heb 2,11-14.17-18
43. Apol. 2,13;PG 6,465.
44. Ep. 261,3:PG32,972.
45. In lo. Homil. 63,2:PG 59,350.
46. De fde ad Grtianum 2,7,56:PL16,594.
47. Cf. Super Mat.26,37: PL26,205.
48. Enarr in Ps 87,3 PL 37,1111.
49. De fide orth. 3,6:PG 94,1006.
50. Ibid.,3,20:PG 94, 1081.
51. II-II 48,4: ed. Leon. 6 (1891)306.
52. Col 2,9
53. Cf. Sum. Theol. 3,9.1-3; ed. Leon. 11(1903)142
54. Cf. Ibid., 3,33,2 ad 3;46,6: ed Leon. 11 (1903)342,433.
55. Tit 3,4
56. Mt 27,50; Jn 19,30
57. Ef 2,7
58. Heb 10,5-7,10
59. Registr. Epist.4,ep.31 ad Theodorum medicum:PL 77,706.
60. Mc 8,2
61. Mt 23,37
62. Ibid.,21,13
63. Ibid.,26,39
64. Ibid.,26,50; Lc 22,48
65. Lc 23,28.31.
66. Ibid.,23,34
67. Mt27,46
68. Lc 23,43
69. Jn 19,28
70. Lc 23,46
71. Ibid.,22,15
72. Ibid.,22,19-20
73. Mal 1,11
74. De Sancta Virginitate 6:PL
75. Jn 15,13
76. 1 Jn 3,16
77. Gal 2,20
78. Cf. S. Th., Sum. Theol.3,19,1:ed. Leon. 11 (1906)329.
79. Sum theol.suppl. 42,1 ad 3:
ed.Leon. 12(1906)81
80. Hymn. ad Vesp.Feti Ssmi. Cordis
Iesu.
81. 3,66,3 ad 3:ed Leon. 12(1906)65
82. Ef 5.2
83. Ibid.,4,8,10.
84. Jn14,16
85. Col2,3
86. Rom 8,35.37-39
87. Ef5,25-27
88. Cf.1Jn 2.1
89. Heb 7,25
90. Ibid.,5,7.
91. Jn 3,16
92. S Buenaventura, Opusc. X Vitis Mistica 3,5:Opera Omnia; Ad
Claras Aquas (Quaracchi)1898,164. Cf S.TH3,54,4:ed. Leon. 11 (1903)513
93. Rom 8,32
94. Cf. 3,48,5:ed Leon 11 (1903)467
95. Lc 12,50
96. Jn 20,28
97. Ibid.,19,37; cf. Zac 12,10.
98. Cf. Litt. Enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928)
167-168.
99. Cf.A Gardellini, Decreta authentica (1857) n.4579, tomo 3,174
100. Cf. Decr. S.C. Rit. Apud N. Nilles, De rationibus festorum
Sacratisimi Cordis Iesu et purissrmi Cordis Marie, 5ta ed. (Innsbruck 1885). Tomo 1,167.
101. Ef 3,14,16-19
102. Tit 3,4
103. Jn 3,17
104. Ibid., 4,23-24
105. Inocencio XI, consist. Ap. Coelestis Pastor, 19
nov.1687:Bullarium Romanum (Romae 1734), tomo 8, p.443
106. II-II 81,3 ad 3:ed Leon. 9 (1897)
107. Jn 14,6
108. Ibid., 13,34; 15,12
109. Jer 31,31
110. Comment. In Evang.S. Ioann. 13, lect.7,3:ed. Parmae (1860),
tomo 10,p.541
111. II-II 82,1: ed.Leon. 9 (1897)187
112. Ibid., 1,38,2:ed. Leon. 4 (1888)393
113. Mc 12,30; Mt 22,37
114. Cf. Leon XIII, enc. Annum Sacrum:AL19 (1900)71s. Decr. S C
Rituum, 28 jun. 1899, in Decr. Auth.3, n. 3712. Pio XI, enc. Miserentissimus Redemptor:AAS
20 (1928)177s. Decr. SC. Rit.29 en 1929:AAS (1929)77.
115. Lc 15,22
116. Exposit. In Evang. Sec. Lucam, 10,175:PL 15,1942.
117. Cf.S Th.,Sum.theol. II-II 34,2 ed. Leon. 8(1895)274
118. Mt24,12
119. Cf. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928)166.
120. Is 32,17
121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900)79. Enc. Miserentissimus
Redentor: AAS 20 (1928) 167/
122. Litt.ap.quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S.
Iochim de Urbe ergitur, 17 febr. 1903:AL 22 (1903)307s; cf. Enc Mirae caritatis, 22 mayo
1902: AL 22 (1903)116
123. S. Alberto M., De Eucharistia, dist. 6, tr.I: OperaOmnia ed.
Borgnet, vol.38 (Parisilis 1890)p.358.
124. Enc. Tametsi: Acta Leonis 20 (1900)303
125. Cf. AAS 34 (1942)345s.
126. Ex Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis.