Espiritu Santo - Documentos Eclesiales |
CONTINUACIÓN DE
DOMINUM ET VIVIFICANTEM
II
-El Espíritu que convence al mundo en lo referente al pecado
III -El Espíritu que
da la vida
Conclusión
II:
EL ESPIRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO
1. Pecado, justicia y juicio
27. Cuando Jesús, durante el discurso
del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo " a costa
" de su partida y promete: " Si me voy, os lo enviaré
", precisamente en el mismo contexto añade: " Y cuando él
venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente
a la justicia, y en lo referente al juicio ". El mismo Paráclito
y Espíritu de la verdad, -que ha sido prometido como el que "
enseñará " y " recordará ", que " dará
testimonio " , que " guiará hasta la verdad completa
"-, con las palabras citadas ahora es enunciado como el que
" convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente
a la justicia y en lo referente al juicio ".
Significativo parece también el
contexto. Jesús relaciona este anuncio del Espíritu santo con las
palabras que indican su propia " partida " a través de la
Cruz, e incluso subraya su necesidad: " os conviene que yo me
vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ".
Pero lo más interesante es la
explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia,
juicio. Dice en efecto: " El convencerá al mundo en lo referente
al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio;
en lo referente al pecado, porque me voy al Padre, y ya no me veréis;
en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está
juzgado ".
En el pensamiento de Jesús el pecado,
la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del
que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras,
independientemente de la explicación de quien habla. Esta
explicación indica también cómo conviene entender aquel "
convencer al mundo ", que es propio de la acción del Espíritu
Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como
el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.
En este pasaje " el pecado "
, significa la incredulidad que Jesús encontró entre los "
suyos ", empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el
rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a
muerte. Cuando seguidamente habla de " la justicia ", Jesús
parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará
rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al
cielo: " Voy al Padre ".
A su vez, en el contexto del pecado y
de la justicia entendidos así, " el juicio " significa que
el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del " mundo "
en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no
vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para
salvarlo. El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene
como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres.
Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de
que " el juicio " se refiere solamente al " Príncipe
de este mundo ", es decir, Satanás, el cual desde el principio
explota la obra de la creación contra la salvación, contra la
alianza y la unión del hombre con Dios: él está " ya juzgado
" desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer
al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en
él la obra salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra
atención principalmente sobre esta misión del Espíritu santo, que
consiste en " convencer al mundo en lo referente al pecado
", pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de
Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la
obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del
salvífico " convencer en lo referente al pecado ". Este
convencer se refiere constantemente a la " justicia ", es
decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la
economía que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado.
Y esta economía salvífica de Dios
sustrae, en cierto modo, al hombre del " juicio, o sea de la
condenación ", con la que ha sido castigado el pecado de
Satanás, " Príncipe de este mundo ", quien por razón de
su pecado se ha convertido en " dominador de este mundo tenebroso
". Y he aquí que, mediante esta referencia al " juicio
", se abren amplios horizontes para la comprensión del "
pecado " así como de la " justicia ". El Espíritu
Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo " el pecado
" en la economía de la salvación (podría decirse " el
pecado salvado "), hace comprender que su misión es la de "
convencer " también en lo referente al pecado que ya ha sido
juzgado definitivamente (" el pecado condenado ").
29. Todas las palabras pronunciadas por
el Redentor en el Cenáculo la víspera de su pasión, se inscriben en
la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo
como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella
de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada
época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el
conjunto de las enseñanzas del Concilio vaticano II, especialmente en
la Constitución pastoral " Gaudium et spes ". Muchos
pasajes de este documento señalan con claridad que el Concilio,
abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el
auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por
Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de
modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe
" convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a
la justicia y en lo referente al juicio ".
Esto lo señala ya el texto en el que
el Concilio explica cómo entiende el " mundo ": "
Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es
la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades
entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con
sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen
fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la
servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y
resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme
según el propósito divino y llegue a su consumación ".
Respecto a este texto tan sintético es necesario leer en la misma
Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con todo el
realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo
y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista.
Cuando Jesús, la víspera de Pascua,
habla del Espíritu Santo, que " convencerá al mundo en lo
referente al pecado ", por un lado se debe dar a esta afirmación
el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los
pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo,
cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que
" no creen en él ", este alcance parece reducirse a los que
rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a
la muerte de Cruz.
Pero es difícil no advertir que este
aspecto más " reducido " e históricamente preciso del
significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal
por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio
de la Cruz. La revelación del misterio de la redención abre el
camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en
cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por
tanto, indirectamente también al pecado de quienes " no han
creído en él ", condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es
conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.
2. El testimonio del día de
Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron
su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el
discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos
tratando: " El Paráclito... convencerá al mundo en lo referente
al pecado ". Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en
oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo
prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: "
Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en
otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse ",
" volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas
dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones
".
Es evidente la relación entre este
acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y
fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene,
enviado por el Padre, " después " de la partida de Cristo,
como " precio " de ella. Esta es primero una partida a
través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la
resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la
Ascensión Jesús mandó a los apóstoles " que no se ausentasen
de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre "; "
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días ";
" recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta con confines de la tierra ".
Estas palabras últimas encierran un
eco o un recuerdo al anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de
Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el
influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la
oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas
congregadas para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que
ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: "
Israelitas... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre
vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio
entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado
designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis
clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo
resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible
que quedase bajo su dominio ".
Jesús había anunciado y prometido:
" El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis
testimonio ". En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este
" testimonio " encuentra su claro comienzo: es el testimonio
sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu
Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel
primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro "
convence al mundo en lo referente al pecado ": ante todo,
respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a
muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido
similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los
Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares.
31. Desde este testimonio inicial de
Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que "
convence al mundo en lo referente al pecado " del rechazo de
Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del
misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta
vinculación el mismo " convencer en lo referente al pecado
" manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un
" convencimiento " que no tiene como finalidad la mera
acusación del mundo, ni mucho menos su condena.
Jesucristo no ha venido al mundo para
juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo. Esto está ya subrayado en
este primer discurso cuando Pedro exclama: " Sepa, pues, con
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo
a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ". Y a
continuación cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás
apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? " él les responde:
" Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el
nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados ; y
recibiréis el don del Espíritu Santo ".
De este modo el " convencer en lo
referente al pecado " llega ser a la vez un convencer sobre la
remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su
discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba
a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica. La conversión
exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de
la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del
Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al
mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor:
" Recibid el Espíritu Santo ". Así pues en este "
convencer en lo referente al pecado " descubrimos una doble
dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza
de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito.
El convencer en lo referente al pecado,
mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia
naciente, es relacionado -bajo el impulso del Espíritu derramado en
Pentecostés- con el poder redentor de Cristo crucificado y
resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu
Santo hecha antes de Pascua: " recibirá de lo mío y os lo
anunciará a vosotros ". Por tanto, cuando Pedro, durante el
acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que
" no creyeron " y entregaron a una muerte ignominiosa Jesús
de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que
se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el
hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios,
consubstancial al Padre.
De modo parecido, la muerte del Hijo de
Dios vence la muerte humana: " Seré tu muerte, oh muerte ",
como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios " vence
" el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de
Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues,
al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del
Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos
los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la
liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la
vigilia Pascual, " Oh feliz culpa ", en el anuncio de la
resurrección hecho por el diácono con el canto del " Exsultet
".
32. Sin embargo, de esta verdad
inefable nadie puede " convencer al mundo ", al hombre y a
la conciencia humana, sino es el Espíritu de la verdad. El es el
Espíritu que " sondea hasta las profundidades de Dios ".
Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente " las
profundidades de Dios ". No basta sondear la conciencia humana,
como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el
misterio íntimo de Dios, en aquellas " profundidades de Dios
" que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio
del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las "
sondea " y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del
hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de "
convencer en lo referente al pecado ", como pone en evidencia el
acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al " mundo " del
pecado del Gólgota -la muerte del Cordero inocente-, como sucede el
día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo
pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del
hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El "
convencer " es la demostración del mal del pecado, de todo
pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en
esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que
le es característica por el " misterio de la impiedad " que
contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión - no
la conoce absolutamente- fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente,
no puede ser " convencido " de ello sino es por el Espíritu
Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en
relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por
la plena dimensión del " misterio de la piedad ", como ha
señalado la Exhortación Apostólica postsinodal " Reconciliatio
et paenitentia ". El hombre tampoco conoce absolutamente esta
dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser
" convencido " de ella sino es por el Espíritu Santo: por
el cual sondea las profundidades de Dios.
3. El testimonio del principio: la
realidad originaria del pecado
33. Es la dimensión del pecado que
encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del
Génesis. Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada,
constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos
encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del
hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación.
Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad,
pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder
redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente
transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la
"desobediencia " del primer Adán contrapone la
"obediencia" de Cristo, segundo Adán: " La obediencia
hasta la muerte ".
Según el testimonio del principio, el
pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad -y en la
conciencia- del hombre, ante todo, como "desobediencia", es
decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de
Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo
menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios,
que crea el mundo. Esta palabra es el mismo Verbo, que " en el
principio estaba en Dios " y que " era Dios " y sin él
" no se hizo nada de cuanto existe ", porque " el mundo
fue hecho por él". El Verbo es también ley eterna, fuente de
toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos.
Pues, cuando Jesús, la víspera de su
pasión, habla del pecado de los que " no creen en él ", en
estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de
aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el
misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el
Hijo del Hombre, sino que es también el " Primogénito de toda
la creación ", " en él fueron creadas todas las cosas...
todo fue creado por él y para él ". A la luz de esta verdad se
comprende que la " desobediencia ", en el misterio del
principio, presupone en cierto modo la misma " no-fe ",
aquel mismo " no creyeron " que volverá a repetirse ante el
misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo
menos del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre.
El rechazo se expresa prácticamente como "desobediencia ",
en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del
" padre de la mentira ". Por tanto, en la raíz del pecado
humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en
el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa
omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios
Padre, " creador de cielo y tierra ".
34. El " espíritu de Dios ",
que según la descripción bíblica de la creación " aleteaba
por encima de las aguas ", indica el mismo " Espíritu que
sondea hasta las profundidades de Dios ", sondea las
profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la
creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que
deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como
amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el
principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del
principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el
Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar
a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la
existencia.
Y si el mundo visible es creado para el
hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre. Y
contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como
don una especial " imagen y semejanza " de Dios. Esto
significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades
constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el
principio, capacidad de una relación personal ante Dios, como "
yo " y " tú " y, por consiguiente, capacidad de
alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al
hombre. En el marco de la " Imagen y semejanza " de Dios,
" el don del Espíritu " significa, finalmente, una llamada
a la amistad, en la que las trascendentales " profundidades de
Dios " están abiertas, en cierto modo, a la participación del
hombre. El Concilio Vaticano II enseña: "Dios invisible (cf. Col
1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos,
trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su
compañía ".
35. Por consiguiente, el Espíritu que
" todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ", conoce
desde el principio " lo íntimo del hombre. Precisamente por esto
sólo él puede plenamente " convencer en lo referente al pecado
" que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los
demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no
se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad
originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del
" padre de la mentira " -de aquél que ya " está
juzgado "-. El Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en
lo referente al pecado en relación a este " juicio " , pero
constantemente guiando hacia la " justicia " que ha sido
revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante " la
obediencia hasta la muerte ".
Sólo el Espíritu Santo puede
convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente
el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado
del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y
del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y
del hombre.
36.Según el testimonio del principio,
que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la
primera (y a la vez más completa ) descripción del Génesis, el
pecado en su forma originaria es entendido como " desobediencia
", lo que significa simple y directamente trasgresión de una
prohibición puesta por Dios. Pero a la vista de todo el contexto es
también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse
profundamente en toda la situación real del hombre. Llamando a la
existencia, el ser humano -hombre o mujer- es una criatura.
La " imagen de Dios ", que
consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y
la dignidad del sujeto humano, que es persona. pero este sujeto
personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende
del Creador. Según el Génesis, " el árbol de la ciencia del
bien y del mal " debía expresar y constantemente recordar al
hombre el " límite "insuperable para un ser creado. En este
sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe
al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia
del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la
tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a
trasgredir esta prohibición, o sea a superar aquel " límite
": " El día en que comiereis de él se os abrirán los ojos
y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ".
La " desobediencia "
significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a
la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador
es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el
mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que
es bueno y malo, no puede " conocer el bien y el mal como dioses
". Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema
para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del
ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al
Padre.
Al hombre, creado a imagen de Dios, el
Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda
reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna,
fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. la "
desobediencia ", como dimensión originaria del pecado, significa
rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser
fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El
Espíritu que " sondea las profundidades de Dios " y que, a
la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del
orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado,
que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de
" convencer de ello al mundo " en relación con la cruz de
Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio,
Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que
es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como " imagen
y semejanza " de su creador, es llamado a participar de la verdad
y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios,
que es la " vida eterna ". Pero el hombre, bajo la
influencia del " padre de la mentira ", se ha separado de
esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del
pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El
Espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida. En la misma
descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado
existente entre " el soplo del mal " del que es pecador (o
sea permanece en el pecado ) desde el principio y que ya " está
juzgado " y el mal de la desobediencia del hombre.
Esta desobediencia, sin embargo,
significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el
cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una
determinada apertura de esta libertad -del conocimiento y de la
voluntad humana- hacia el que es el " padre de la mentira ".
Este acto de elección responsable no es sólo una "
desobediencia ", sino que lleva consigo también una cierta
adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y
renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en l
atierra: " es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis
de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del
bien y del mal ".
Aquí nos encontramos en el centro
mismo de lo que se podría llamar el " anti-Verbo ", es
decir la anti-verdad. En efecto, es falseada la verdad del hombre:
quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser
y de su libertad. Esta anti-verdad es posible, porque al mismo tiempo
es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios.
Dios Creador es puesto en estado de
sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia
de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el
perverso " genio de la sospecha ". Esta trata de
"falsear" el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de
la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de
modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién
puede plenamente " convencer en lo referente al pecado ", es
decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre
sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino
el Espíritu que, " sondea las profundidades de Dios " y es
amor del Padre y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio
de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el
espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de
la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente
de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás
injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición de aquél
que " desde el principio " debe ser considerado como enemigo
del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el
adversario de Dios.
El análisis del pecado en su
dimensión originaria indica que, por parte del " padre de la
mentira ", se dará a lo largo de la historia de la humanidad una
constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta
llegar al odio: " Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios
", como se expresa San Agustín. El hombre será propenso a ver
en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su
liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en
nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar
la religión en base al presupuesto de que determina la radical "
alineación " del hombre, como si el hombre fuera expropiado de
su humanidad cuando, al aceptar la idea de DIos, le atribuye lo que
pertenece al hombre y exclusivamente al hombre.
Surge de aquí una forma de pensamiento
y de praxis historico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado
hasta la declaración de su " muerte ". Esto es un absurdo
conceptual y verbal. Pero la ideología de la " muerte de Dios
" amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II,
cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la "autonomía de
la realidad terrena ", afirma : " La criatura sin el Creador
se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida ". La ideología de la " muerte de Dios " es
sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y
práctico, la ideología de la " muerte del hombre ".
4. El Espíritu que transforma el
sufrimiento en amor salvífico
39. El Espíritu, que sondea las
profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del
Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo " es
invocado " para " convencer al mundo en lo referente al
pecado ". Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de
Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el
mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la
impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su
realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios.
Desde el principio el misterio oscuro
del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al
Creador de la libertad humana. ha aparecido como un acto voluntario de
la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad
salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad,
sobre la base de la mentira ya definitivamente " juzgada ":
mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha
permanente, al mismo amor Creador y salvífico. El hombre ha seguido
al " padre de la mentira ", poniéndose contra el Padre de
la Vida y el Espíritu de la verdad.
El " convencer en lo referente al
pecado " ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar
el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible en
indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece
entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y,
en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La
Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado
es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta " ofensa ",
a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad
inescrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo?
La concepción de Dios, como ser
necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor
derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de
Dios, se da una mor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el
lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: " Estoy
arrepentido de haber hecho al hombre ". " Viendo el Señor
que la maldad del hombre cundía en la tierra... y dijo el Señor:
" me pesa de haberlos hecho ". Peor a menudo el Libro
Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre,
como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e
indecible " dolor " de padre engendrará sobre todo la
admirable economía del amor redentor de Jesucristo, para que, por
medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor
pueda revelarse más fuerte que el pecado. Para que prevalezca el
" don ".
El Espíritu Santo, que según las
palabras de Jesús "convence en lo referente al pecado ", es
el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don y trinitario y, a
la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado.
Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de
modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y
teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye
a Dios.
En el hombre la misericordia implica
dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el
Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva
dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo,
nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre
con los dones de la Redención. SI el pecado, al rechazar el amor, ha
engendrado el " sufrimiento " del hombre que en cierta
manera se ha volcado sobre toda la creación, el Espíritu Santo
entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de
amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya
humanidad se verifica el " sufrimiento " de Dios, resonará
una palabra en a que se manifiesta el amor eterno, lleno de
misericordia: "Siento compasión ". Así pues, pro parte del
Espíritu Santo, el " convencer en lo referente al pecado "
se convierte en una manifestación ante la creación " sometida a
la vanidad " y sobre todo en lo íntimo de las conciencias
humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de
Dios que se ha hecho hasta la muerte " el siervo obediente "
que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del
mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito,
" convence en lo referente al pecado ".
40. El valor redentor del sacrificio de
Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del
autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los
sacrificios de la Antigua Alianza, en que " si la sangre de
machos cabríos y de toros... santifica en orden a la purificación
", añade: " cuánto más la sangre de Cristo, que por el
Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará
de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo
". Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra
consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de
toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como un
invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo
Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el
contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a
continuación, separadamente sobre la " purificación de la
conciencia " llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio
ofrecido con ( = por obra de ) un Espíritu Eterno ", que "
saca " de él la fuerza de "convencer en lo referente al
pecado " en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo
que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo " traerá "
a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos
con las heridas de la crucifixión, y que les " daré " para
la remisión de los pecados: " Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ".
Sabemos que Dios " A Jesús de
Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder ", como
afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio. Conocemos el
misterio pascual de su " partida " según el Evangelio de
Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que
modo Cristo " se ofreció sin mancha a Dios " y como hizo
esto " con un Espíritu Eterno ". En el sacrificio del Hijo
del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo
con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida
oculta y en su misterio público.
Según la Carta a los Hebreos en el
camino de su " partida " a través de Getsemaní y del
Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente
a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace
brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, "
escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que
padeció experimentó la obediencia ". De esta manera dicha Carta
demuestra como la humanidad sometida al pecado en los descendientes
del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios
y unida a él, y al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia
los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por
medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por
Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva
originaria: en el Espíritu que "sondea las profundidades de Dios
" y es amor y don.
El Hijo de DIos, Jesucristo, como
hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu
Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad,
transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte,
como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio.
Como única sacerdote " se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios
". En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio,
ya que él solo era " sin tacha ". Pero lo ofreció "
por el Espíritu Eterno ": lo que quiere decir que el Espíritu
Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del
Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla
varias veces del " fuego del cielo ", que quemaba los
sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir
que el Espíritu Santo es el " fuego del cielo " que actúa
en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre,
ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina
realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el
sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su
plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un
paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la
propia criatura: " No creen en mí "; pero, a la vez, desde
lo más hondo de este sufrimiento - e indirectamente desde lo hondo
del mismo pecado " de no haber creído "- el Espíritu saca
una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el
principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor,
que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en
Dios mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don,
desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio, que se
ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos
decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al
Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio
de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio
él " recibe" el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera
que después -él solo con Dios Padre- puede " darlo " a los
apóstoles , a la Iglesia y a la humanidad.
El solo lo " envía " desde
el Padre. El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el
Cenáculo, " sopló sobre ellos " y les dijo: " Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados ", como había anunciado antes Juan Bautista: "
El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ". Con aquellas
palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es
presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual,
como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la
vida nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo
encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el
sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas
palabras: " Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por
voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu
muerte vida al mundo ". Y en la III Plegaria Eucarística,
refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a
Dios que el Espíritu Santo "nos transforme en ofrenda
permanente".
5. "La sangre que purifica la
conciencia "
42.Hemos dicho que, en el culmen del
misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y
hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los
apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo ". De esta manera es
revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen
la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el
Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un
modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio
de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza
de Dios con el hombre.
Su acción ha sido confirmada
plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha
venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de
la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente
en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que
debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz.
Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los
apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio
de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente
de la realización de eta obra en el espiritu del hombre y en la
historia del mundo: el invisible y, a la vez, onmipresente Paráclito.
El Espíritu que "sopla donde quiere".
Las palabras pronunciadas pro Cristo
resucitado " el primer día de la semana ", ponen
especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como
el que " convence al mundo en lo referente al pecado, en lo
referente a la justicia y en lo referente al juicio ". En efecto,
sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en
relación directa con el " don " del Espíritu Santo a los
apóstoles, Jesús dice: " Recibid el Espíritu Santo: A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se os
retengáis, les quedan retenidos ". Jesús confiere a los
apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a
sus sucesores en la Iglesia.
Sin embargo, este poder concedido a los
hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo.
Conviertiéndose en " luz de los corazones ", es decir de
las conciencias, el Espíritu Santo " convence en lo referente al
pecado ", o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo,
lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por
lo que es invocado como el portador " de los siete dones ",
todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder
salvífico de Dios. En realidad -como dice San Buenaventura- " en
virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido
destruidos y todos los bienes han sido producidos ".
Bajo el influjo del Paráclito se
realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es
condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una
verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un
propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan "
retenidos ", como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del
Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras
pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el
Evangelio de Marcos, son éstas: " Convertíos y creed en la
Buena Nueva ". La confirmación de esta exhortación es el "
convencer en lo referente al pecado " que el Espíritu Santo
emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por
la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice
que esta " sangre purifica nuestra conciencia ". Esta
sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el
camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de
las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha
recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la
vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona
humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre
esta dignidad. En efecto, la conciencia es " el núcleo más
secreto y el sagrario del hombre, en el que ésta se siente a solas
con Dios, cuya voz resuena en el recinto más intimo. Esta voz dice
claramente a " los oídos de su corazón advirtiéndole... haz
esto, evita aquello ". Tal capacidad de mandar el bien y prohibir
el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la
propiedad clave del sujeto personal.
Pero al mismo tiempo, " en lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley
que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer ".
La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para
decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado
profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que
fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los
preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano,
como se entreve ya en la citada página del Libro del Génesis.
Precisamente, en este sentido, la conciencia es el " sagrario
íntimo " donde " resuena la voz de Dios ". Es "
la voz de Dios " aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en
ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede
dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la
conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su
justificación.
El evangélico " convencer en lo
referente al pecado " bajo el influjo del Espíritu de la verdad
no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la
conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a "resolver
con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al
individuo y a la sociedad ". Entonces " mayor seguridad
tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho
y para someterse a las normas objetivas de la moralidad ".
Fruto de la recta conciencia es, ante
todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo
la misma Constitución pastoral: " Cuanto atenta contra la vida
-homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el
mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona,
como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas,
los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a
la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones
laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero
instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad
de la persona humana "; y después de haber llamado por su nombre
a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros
días, la misma Constitución añade: " Todas estas prácticas y
otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la
civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas
y son totalmente contrarias al honor debido al Creador ".
Al llamar por su nombre a los pecados
que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral
que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la
humanidad, el Concilio escribe a la vez todo esto como etapa " de
una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la
luz y las tinieblas ". La Asamblea del Sínodo de los Obispos en
1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía
mejor el significado personal y social del pecado del hombre.
44. Pues bien, en el Cenáculo la
víspera de su Pasión y, después la tarde del día de pascua,
Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en
la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado
está sometido al poder salvífico de la Redención. El "
convencer al mundo en lo referente al pecado " no se acaba en el
hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es
en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo
referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz
de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la
demostración de las raíces del pecado que están en el interior del
hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral :
" En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo
moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que
hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que
se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el
hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo,
ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por
muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún,
como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de
hacer lo que querría llevar a cabo ". El texto conciliar se
refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.
El " convencer en lo referente al
pecado " que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión
profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus
raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma
conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo
aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El
Espíritu Santo " convence en lo referente al pecado "
respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el
hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia
ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la
pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu
Santo Paráclito " convence en lo referente al pecado "
siempre en relación con la Cruz de Cristo.
Por esto el cristianismo rechaza toda
" fatalidad " del pecado. " Una dura batalla contra el
poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo,
durará, como dice el Señor, hasta el final " -enseña el
Concilio_. " Pero el Señor vino en persona para liberar y
vigorizar al hombre". El hombre, pues, lejos de dejarse "
enredar " en su condición de pecado, " ha de luchar
continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes
esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer
la unidad en sí mismo ". El Concilio ve justamente el pecado
como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como
sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda
incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que
" convence al mundo en lo referente al pecado ", se
encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los
textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la
conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas:
el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el
corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a
menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o
prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las
prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el
hombre sufre interiormente por el mal cometido.
¿No es este sufrimiento como un eco
lejano de aquel " arrepentimiento por haber creado al hombre
", que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a
Dios; de aquella " reprobación " que, inscribiéndose en el
" corazón " de la Trinidad, en virtud del amor eterno se
realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la
muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia
humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la
conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues,
por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica
conversión del corazón: es la "metanoia " evangélica.
La fatiga del corazón humano y la
fatiga de la conciencia, donde se realiza esta " metanoia "
o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la
reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El
dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que
es llamado por la Iglesia " luz de las conciencias ", el
cual penetra y llena " lo más íntimo de los corazones "
humanos.
Mediante esta conversión en el
Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los
pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la
conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San
Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del
Salmo: " Abismo que llama al abismo ". Precisamente en esta
" abismal profundidad " del hombre y de la conciencia humana
se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu
Santo " viene " en cada caso concreto de la
conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por
él, " la sangre de Cristo... purifica nuestra conciencia de las
obras muertas para rendir culto a Dios vivo ". Se cumplen así
las palabras sobre el Espiritu Santo como " otro Paráclito
", palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e
indirectamente a todos: " Vosotros le conocéis, porque mora con
vosotros ".
6. El pecado contra el Espíritu Santo
46. En el marco de lo dicho hasta
ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y
desconcertantes, de Jesús. las podríamos llamas las palabras del
" no-perdón ". Nos las refieren los Sinópticos respecto a
un pecado particular que es llamado " blasfemia contra el
Espíritu Santo ". Así han sido referidas en su triple
redacción:
Mateo: " Todo pecado y blasfemia
se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no
será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre,
se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se
le perdonará ni en este mundo ni en el otro ".
Marcos: " Se perdonará todo a los
hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que
éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no
tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ".
Lucas: " A todo el que diga una
palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará, pero al que
blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ".
¿Por qué la blasfemia contra el
Espíritu Santo es imperdonable? ¿ Cómo se entiende esta blasfemia?
Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado "
irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos
elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados
".
Según esta exégesis la "
blasfemia " no consiste en el hecho de ofender con palabras al
Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar
la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo,
que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza
aquel " convencer sobre el pecado ", que proviene del
Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la
" venida " del Paráclito: aquella " venida " que
se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la
fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que " purifica
a las obras muertas nuestra conciencia ".
Sabemos que un fruto de esta
purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que
rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las " obras muertas
", o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo
consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión,
de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone
la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús
afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser
perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta "
no-remisión " está unida, como causa suya, a la "
no-penitencia ", es decir al rechazo radical del convertirse. Lo
que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las
cuales, sin embargo, quedan " siempre " abiertas en la
economía de la salvación, en la que se realiza la misión del
Espíritu Santo.
El Paráclito tiene el poder infinito
de sacar de estas fuentes: " recibirá de lo mío ", dijo
Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la
Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien
la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el
hombre, que reivindica un pretendido " derecho de perseverar en
el mal " -en cualquier pecado- y rechaza así la Redención. El
hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la
conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados,
que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una
condición de ruina espiritual, de la que la blasfemia contra el
Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y
abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y
remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la
verdad, que tiende al salvífico " convencer en lo referente al
pecado ", encuentra en el hombre que se halla en esta condición
una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia,
un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una
libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar "
dureza de corazón ". En nuestro tiempo a esta actitud de mente y
corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la
que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio
et paenitentia.
Anteriormente el Papa Pío XII había
afirmado que " el pecado de nuestro siglo es la pérdida del
sentido del pecado " y esta pérdida está acompañada por la
" pérdida del sentido de Dios ". En la citada Exhortación
leemos: " En realidad Dios es la raíz y el fin supremo del
hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad
de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por
lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado
respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la
ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado
".
La Iglesia, por consiguiente, no cesa
de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las
conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el
bien y el mal. esta rectitud y sensibilidad está profundamente unidas
a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz
adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol:
" No extingáis el Espíritu ", " no entristezcáis al
Espíritu Santo ".
Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de
suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado
llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes
bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los
mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar
a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica
del Espíritu Santo. la Iglesia ruega que el peligroso pecado contra
el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su
misión de Paráclito, cuando viene para " convencer al mundo en
lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio ".
48. Jesús en su discurso de despedida
la unido estos tres ámbitos del " convencer " como
componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el
juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad,
que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio
de la impiedad. Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el
" amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios "; por el
otro, existe el " amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo
". La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio
para que la historia de las conciencias y la historia de las
sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado
con el rechazo de los mandamientos de Dios " hasta el desprecio
de Dios ", sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en
el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.
Los que se dejan " convencer en lo
referente al pecado " por el Espiritu Santo, se dejan convencer
también en lo referente a " la justicia y al juicio ". El
Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias
humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la
verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con
Jesucristo. De este modo, los que " convencidos en lo referente
al pecado " se convierten bajo la acción del Paráclito, con
conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del " juicio
": de aquel " juicio " mediante el cual " el
Principe de este mundo está juzgado ".
La conversión, en la profundidad de su
misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante
el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la
impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu
Santo fuera del ámbito del " juicio " e introducidos en
aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la " recibe
" del Padre, como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es
la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón
de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la
conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el
Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la
verdad y en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo,
Espíritu del Padre y del Hijo, que " convence al mundo en lo
referente al pecado " se manifiesta y se hace presente al hombre
como Espíritu de vida eterna.
III.
EL ESPIRITU QUE DA LA VIDA
1. Motivo del Jubileo del año dos mil:
Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la
Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en
la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo,
mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este
acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo
del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del
hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente,
determina los años, siglos y milenio según transcurran antes o
después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también
presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento
significa, según el Apóstol, la plenitud de los tiempos, porque a
través de ellos Dios mismo, con su " medida ", penetró
completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente
en el " ahora " (" nunc ") eterno. " Aquél
que es " el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio
y el Fin ". " Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su
Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna ". " Pero al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que
recibiéramos la filiación ". Y esta encarnación del Hijo-Verbo
tuvo lugar " por obra del Espíritu Santo ".
Los dos evangelistas, a quienes debemos
la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se
pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la
anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: "¿Cómo
será esto, puesto que no conozco varón? " y recibe esta
respuesta: " El Espíritu Santo vendrá sobre ti,y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; pero eso el que ha de nacer será
santo y será llamado Hijo de Dios ".
Mateo narra directamente : " El
nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba
desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se
encontró encinta por obra del Espíritu Santo ". José turbado
por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación:
" no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido
en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien
pondrá por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados ".
Por esto, la Iglesia desde el principio
profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe,
refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: "
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de
Santa María Virgen ". Y no se diferencia del Símbolo
nicenoconstantinopolitano cuando afirma: " Y por obra del
Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre
".
" Por obra del Espíritu Santo
" se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del
mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre:
" Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado ". Se hizo hombre " encarnándose en
el seno de la Virgen María ". Esto es lo que se realizó "
al llegar la plenitud de los tiempos ".
50. El gran Jubileo, que concluirá el
segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente
una dimensión cristológica, en efecto, se trata de celebrar el
nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tene una dimensión
pneumatológica ya que el misterio de la Encarnación se realizó
" por obra del Espíritu Santo ". Lo " realizó aquel
Espíritu que -consubstancial al Padre y al Hijo-. es , en el misterio
absoluto de Dios uno y trino, la persona-amor, el don increado, fuente
eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la
creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la
autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la
Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta
autocomunicación divina.
En efecto, la concepción y el
nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el
Espíritu Santo en la historia de la Creación y de la salvación: la
suprema gracia - " la gracia de la unión "- fuente de todas
las demás gracias, como explica Santo Tomás. A esta obra se refiere
el gran Jubileo y se refiere también -si penetramos en su
profundidad- al artífice de esta obra: la persona del Espíritu
Santo.
A " la plenitud de los tiempos
" corresponde, en efecto, una especial plenitud de la
comunicación de Dios uno y Trino en el Espíritu Santo. " Por
obra del Espíritu Santo " se realiza el misterio de la "
unión hipostática " , esto es, la unión de la naturaleza
divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en
la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la
anunciación pronuncia su " fíat": " Hágase en mí
según tu palabra ", concibe de modo virginal un hombre, el Hijo
del hombre, que es el Hijo de Dios.
Mediante este " humanarse "
del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud
definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta
plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el
texto del evangelio de San Juan. " La palabra se hizo carne
". La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con
Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en
cierto modo, todo lo que es " carne ": toda la humanidad,
todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene
también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El "
Primogénito de toda la creación ", al encarnarse en la
humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la
realidad del hombre, el cual es también " carne ", y en
ella a toda " carne " y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del
Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran
Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo,
sino es por el Espíritu Santo. Lo que en " la plenitud de los
tiempos " se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por
obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra
suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre
sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su
sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la
maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera
perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que
superaba todo concepto y toda facultad humana. " ¡ Feliz la que
ha creído ! ", así es saludada María por su pariente Isabel,
que también estaba " llena de Espíritu Santo ".
En las palabras de saludo a la que
" ha creído ", parece vislumbrarse un lejano (pero en
realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo
dirá que " no creyeron ". María entró en la historia de
la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en
su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el
don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe
San Pablo: " EL Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu
del Señor, allí está la libertad ". Cuando Dios Uno y Trino se
abre al hombre por el Espíritu Santo, esta " apertura "
suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la
libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado
precisamente mediante la fe de María, mediante " la obediencia a
la fe ". Sí " ¡ feliz la que ha creído ! ".
2. Motivo de Jubileo: se ha manifestado
la gracia
52. La obra del Espíritu " que da
la vida " alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No
es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es
haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su
humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y, al
mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo
nueva la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el
Espíritu Santo. El Verbo, " Primogénito de toda la creación
", se convierte en " el primogénito entre muchos hermanos
" y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la
Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de
Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los
hombres de toda nación, raza, religión y cultura, lengua y
continente, que han sido llamados a la salvación.
" La Palabra se hizo carne;
(aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de
los hombres... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse
hijos de Dios ". Pero todo esto se realizó y sigue realizándose
incesantemente " por obra del Espíritu Santo ".
"Hijos de Dios " son, en
efecto, como enseña el Apóstol, " los que son guiados por el
Espíritu de Dios ". La filiación de la adopción divina nace en
los hombres sobre la base del misterio de la ENcarnación, o sea,
gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de
nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre " ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo ". Entonces, realmente "
recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
" ¡ Abbá, Padre ! ". Por tanto, aquella filiación divina,
insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del
Espíritu Santo. " El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también
herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo ". La gracia
santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva
vida: vida divina y sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una
respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que,
en cierto modo, resuenan la voz de todas las criaturas: " Envías
tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra ". Aquél
que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en
sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el
misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es
completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las
fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado.
Nos dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la
voz del antiguo Salmo: " la ansiosa espera de la creación desea
vivamente la revelación de los hijos de Dios ", esto es, de
aquellos que Dios, habiéndoles " conocido desde siempre ",
" los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo ".
Se da así una " adopción
sobrenatural " de los hombres, de la que es origen el Espíritu
Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la
sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres
" se hacen partícipes de la naturaleza divina ". Así la
vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y
recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la
nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la
Encarnación, " con el Espiritu Santo pueden los hombres llegar
hasta el Padre ". Hay, por tanto, una íntima dependencia causal
entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella
múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el
Espíritu increado y el espíritu humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se
enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es
necesario ir más allá de la dimensión histórica del hecho,
considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo
contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica,
abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del
Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido
del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueve
vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito,
santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: "
hemos recibido el Espíritu que viene de Dios ".
Pero siguiendo el tema del Jubileo, no
es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el
nacimiento de Cristo. hay que mirar atrás, comprender toda la acción
del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo
el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En
efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada
hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el
cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la
Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en
Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la
Carta a los Efesios. Por tanto, la gracia lleva consigo una
característica cristológica y a la vez pneumatológica que se
verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo:
" En él (en Cristo)...fuisteis sellados con el Espíritu Santo
de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del
Pueblo de su posesión ".
Pero siempre en la perspectiva del gran
Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar " hacia el mar
abierto ", conscientes de que " el viento sopla donde quiere
", según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con
Nicodemo. El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de
la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso "
fuera " del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de
" todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la
gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a
este misterio pascual ".
54. " Dios es espíritu, y los que
adoran deben adorar en espíritu y verdad ". Estas palabras las
pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana.
El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al
comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a
todos los que " adoran a Dios en espíritu y verdad ". Ha de
ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios
uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto
al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu
absoluto: " Dios es espíritu "; y a la vez, y de manera
admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente
en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde
dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo
íntimo de su ser, como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad
psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: " es
más íntimo de mi intimidad ". Estas palabras nos ayudan a
entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: " Dios es
espíritu ". Solamente el Espíritu puede ser " más íntimo
de mi intimidad " tanto en el ser como en la experiencia
espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inminente al hombre y
al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta
trascendencia.
Pero la presencia divina en el mundo y
en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en
Jesucristo. Verdaderamente en él " se ha manifestado la gracia
". El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de
vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho
" parte " del universo, del género humano y de la historia.
La " manifestación de la gracia en la historia del hombre,
mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que
es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el
" Dios oculto " que como amor y don " llena la tierra
". Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran
Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del
Espíritu de da la vida.
3. El Espíritu Santo en el drama
interno del hombre: La carne tiene apetencias contrarias al espíritu
y el espíritu contrarias a la carne
55.Por desgracia, a través de la
historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios
en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del
Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad
humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras
proféticas del anciano Simeón que " movido por el Espíritu,
vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de
Belén que éste " está puesto para caída y elevación de
muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ". La
oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo
en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto
es, de su " visibilidad " y " materialidad ", con
relación a él, Espíritu " invisible " y " absoluto
"; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él,
ser perfectísimo. Pero la oposición ser convierte en drama y
rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión
del corazón humano, en el que " la carne tiene apetencias
contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne ".
Como ya hemos dicho, el Espíritu debe " convencer al mundo
" en lo referente a este pecado.
San Pablo es quien de manera
particularmente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el
corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: " Por mi
parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción
a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias
contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como
son entre sí antagónicos de forma que no hacéis lo que quisierais
". Ya en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y
corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha
entre el " espíritu " y la " carne ".
Pero esta lucha pertenece de hecho a la
herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la vez, una
confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe
el Apóstol: " Ahora bien, las obras de la carne son conocidas:
fornicación, impureza, libertinaje... embriaguez, orgías y cosas
semejantes ". Son los pecados que se podrían llamar "
carnales ". Pero el Apóstol añade también otros: " odios,
discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias ". Todo
esto son " la obras de la carne ".
Pero a estas obras, que son
indudablemente malas, Pablo contrapone " el fruto del Espíritu
": " amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí ". Por el contexto parece
claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el
cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre
y su subjetividad personal; sino que trata de las obras, -mejor dicho,
de las disposiciones estables- virtudes y vicios, moralmente buenas o
malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de
resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu
Santo. Por ello, el Apóstol escribe: " Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu ".
Y en otros pasajes dice: " los que
viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el
Espíritu, lo espiritual "; " mas nosotros no estamos en la
carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en
nosotros ". La contraposición que San Pablo establece entre la
vida " según el espíritu " y la vida " según la
carne ", genera una contraposición ulterior: la de la "
vida " y la " muerte ". " La tendencias de la
carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz "; de aquí
su exhortación: " Si vivís según la carne, moriréis. pero si
con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ".
Por lo cual ésta es una exhortación a
vivir en la verdad, esto es, según los imperativos de la recta
conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu
de la verdad, que da la vida. En efecto, " Aunque el cuerpo haya
muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la
justicia "; " Así que... no somos deudores de la carne para
vivir según la carne "; somos más bien, deudores de Cristo, que
en el misterio pascual ha realizado nuestra justificación
consiguiéndonos el Espíritu Santo: " ¡ Hemos sido bien
comprados ! ".
En los textos de San Pablo se
superponen -y se compenetran recíprocamente- la dimensión
ontológica (la carne y el espíritu), la ética (el bien y el mal) y
la pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la
gracia). Sus palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a
los Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de
aquella tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la
apertura a la acción del Espíritu Santo, y la resistencia y
oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos
contrapuestos son por parte del hombre, su limitación y
pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y
ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante
donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿ De quien será
la victoria ? De quien haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al
Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y
subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar con el
corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y,
especialmente, en la época moderna su dimensión externa,
concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización,
como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y
formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima
expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica -como
sistema de pensamiento- ya sea en su forma práctica -como método de
lectura y de valoración de los hechos- y además como programa de
conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo
y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de
pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico
e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho el
materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios,
que es espíritu en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la razón
fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial
y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro
tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas
significativas: el ateísmo. Aunque no se puede hablar del ateísmo de
modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía
materialista dado que existen varias especies de ateísmo -y quizás
puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco- sin
embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido
como teoría que explica la realidad y tomado como principio clave de
la acción personal y social, tiene carácter ateo.
El horizonte de los valores y de los
fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la
interpretación de toda la realidad como " materia ". Si a
veces habla también del " espíritu " y de las "
cuestiones del espíritu ", por ejemplo en el campo de la cultura
o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como
derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema
es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según
esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como
una especie de " ilusión idealista " que ha de ser
combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y
circunstancias históricas, para eliminarla de la sociedad y del
corazón mismo del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el
materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella
" resistencia " y oposición denunciados por San Pablo con
etas palabras: " La carne tiene apetencias contrarias al
espíritu ". Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo
pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: "
El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne ". El que
quiere vivir según el Espíritu, actuando y correspondiendo a su
acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y
pretensiones internas y externas de la " carne ", incluso en
su expresión ideológica e histórica de " materialismo "
antirreligioso.
En esta perspectiva tan característica
de nuestro tiempo se deben subrayar las " apetencias del
espíritu " en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas
que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al
final, como hace dos mil años, " todos verán la salvación de
Dios ". Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia
confía a los hombre de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre
las " apetencias contrarias al espíritu " -que caracterizan
tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en
algunos de sus ámbitos- y las " apetencias contrarias a la carne
", con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su
comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en
muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas
humanas. pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe
siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si
acaso, un salvífico " convencer en lo referente al pecado
", por obra del Espíritu.
57.En la contraposición paulina entre
el " espíritu " y la " carne " está incluida
también la contraposición entre la " vida " y la "
muerte ". Este es un grave problema sobre el que se debe decir
ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera
de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final
definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es
corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto " animal
") es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo " carne
", la muerte es para él una frontera y un término insalvable.
Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es
exclusivamente un " existir para morir ".
Es necesario añadir que en el
horizonte de la civilización contemporánea -especialmente la más
avanzada en sentido técnico-científico- los signos y señales de
muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste
pensar en la carrera armamentista y en el peligro que la misma
conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace
cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones
del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que no son sólo
económicos, sino también y ante todo éticos.
Pero en el horizonte de nuestra época
se vislumbra " signos de muerte " aún más sombríos; se ha
difundido el uso -que en algunos lugares corre el riesgo de
convertirse en institución- de quitar la vida a los seres humanos
aún antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta
natural de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en
favor de la paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras
que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres.
Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del
terrorismo, organizado incluso a escala internacional?
Por desgracia, esto es solamente un
esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está
perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al
final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la
civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de
muerte que se multiplican en el marco sociológico-histórico en que
se mueve ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos
consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier caso, incluso
independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana,
así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del
desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida,
queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que
nosotros poseemos " las primicias del Espíritu " y que, por
tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo
que pasa, pero " gemimos en nuestro interior anhelando el rescate
de nuestro cuerpo ", esto es, de nuestro ser humano, corporal y
espiritual. Gemimos, así pero en una espera llana de indefectible
esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios,
que es Espíritu. " Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en
una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el
pecado en la carne ". En el culmen del misterio pascual, el Hijo
de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se
presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección,
sopló sobre ellos y dijo: " Recibid el Espíritu Santo ".
Este " soplo " permanece para siempre. He aquí que "
el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ".
4. El Espíritu Santo fortalece el
" hombre interior "
58. El misterio de la Resurrección y
de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la
heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la
resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria
sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y
determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el
mundo. En efecto, en la resurrección de Cristo, el Espíritu Santo
Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: " Aquél
que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a
vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros
". En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la
vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la
vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que
da la vida: El Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en
dar la vida. EN efecto, " aunque el cuerpo haya muerto ya a causa
del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia "
realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la
resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de
Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu.
Precisamente por medio de este servicio
el hombre se convierte de modo siempre nuevo en " el camino de la
Iglesia ", como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor y
ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al
Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre
interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial,
porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu
injerta la " raíz de la inmortalidad ", de la que brota la
nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su
comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y
consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se
dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: " Doblo
mis rodillas ante el Padre.. . para que os conceda que seáis
fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior
".
Bajo el influjo del Espíritu Santo
madura y se refuerza este hombre interior, esto es, " espiritual
". Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que
" conoce los secretos del hombre ", se encuentra con el
Espíritu que " todo lo sondea, hasta las profundidades de DIos
". Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se
abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu
divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de
Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene
del Espíritu el hombre entra en " una nueva vida ", es
introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y
llega a ser " santuario del Espíritu Santo ", " templo
vivo de Dios ". En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el
Hijo vienen al hombre y pone e en él su morada. En la comunión de
gracia con la Trinidad se dilata el " área vital " del
hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre
vive en Dios y de Dios: vive " según el Espíritu " y
" desea lo espiritual ".
59. La relación íntima con Dios por
el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo,
también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se
realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre
desde el principio. Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser
descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de
la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la
razón de " la entrega sincera de sí mismo a los demás ",
como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta
semejanza divina se demuestra que el hombre " es la única
criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma ", en su
dignidad de persona pero abierta a la integración y comunión social.
El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser
se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al
conocimiento de eta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su
vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino " camino de madurez
interior " que supone el pleno descubrimiento del sentido de la
humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en
todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo " existe
" como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse
por el Espiritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano
desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias.
De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña
el Concilio, " cada vez más humano, cada vez más profundamente
humano ", mientras madura en él, a través de los corazones y de
las conciencias de los hombre, el Reino en el que Dios será
definitivamente " todo en todos ": como don y amor. Don y
amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al
hombre, y al mundo, por el Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil
desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número
cada vez mayor de hombres " puedan encontrar su propia plenitud
... en la entrega sincera de sí mismo a los demás " según la
citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu
Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera
maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por
el cual Jesús mismo " cuando ruega al Padre que " todos
sean uno, como nosotros también somos uno " (Jn 17, 21-22),
sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y
la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ".
El Concilio reafirma esta verdad sobre
el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente
fuerte y determinante de su propias tareas apostólicas. En efecto, si
el hombre es " el camino de la Iglesia ", este camino pasa a
través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre.
Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de
nosotros " al hombre interior " hace que el hombre, cada vez
mejor, pueda " encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a
los demás ". Puede decirse que en estas palabras de la
Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología
cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual
el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en él
la elevación a " hijo de Dios ", comprende mejor también
su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del
acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia
divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz
misma de la glorificación definitiva.
Entonces se puede repetir
verdaderamente que la " gloria de Dios es el hombre viviente,
pero la vida del hombre es la visión de Dios ": el hombre,
viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo
es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El -dice
Basilio el Grande- "simple en su esencia y variado en sus
dones... se reparte sin sufrir división... está presente en cada
hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante,
distribuye a todos gracia abundante y completa ".
60. Cuando, bajo el influjo del
Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y
de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de
liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de
las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de la
respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado
penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la
conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y
la fuerza de la vida nueva según a libertad de los hijos de Dios. La
madurez del hombre en esta vida está impedida por los
condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las
estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la
sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en
vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano,
terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida,
-sobre la que vela el Espíritu Santo- para someterlo así al "
Príncipe de este mundo ".
El gran Jubileo del año dos mil
contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu,
que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a
liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la
" ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús ",
descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad
del hombre. En efecto -como escribe San Pablo- " donde está el
Espíritu del Señor, allí esta la libertad ". Esta revelación
de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del
hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para
la Iglesia en estado de persecución- ya sea en los tiempos antiguos,
ya sea en la actualidad-, porque los testigos de la verdad divina son
entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la
verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a
menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad
humana.
También en las situaciones normales de
la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad
del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la
múltiple " renovación de la faz de la tierra ",
colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el
progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de
la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad
humana, tiene de bueno, noble y bello. Esto lo hacen como discípulos
de Cristo, -como escribe el Concilio- " constituido Señor por su
resurrección... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del
hombre, no solo despertando el anhelo del siglo futuro, sino
alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos
generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más
llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin ". De
esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen
y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la
encarnación del Hijo de Dios, el cual, " en la plenitud de los
tiempos ", por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la
historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de
toda criatura, " del cual proceden todas las cosas y para el cual
somos ".
5. La Iglesia sacramento de la unión
íntima con Dios
61. Acercándose el final del segundo
milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la
venida del Verbo en la plenitud de los tiempo, la Iglesia , una vez
más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución
divino-humana , y de aquella misión que la hace participar, en la
misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre
válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos
remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo
como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia
" partida " mediante ala Cruz como condición necesaria de
su "venida ": "Os conviene que yo me vaya; porque si no
me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo
enviaré ". Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera
realización la tarde del día de Pascua y luego durante la
celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se
verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.
A la luz de este mundo adquiere
igualmente pleno significado lo que Jesús , durante la última Cena,
dice a propósito de su nueva " verdad ". En efecto, es
significativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo
su " partida " sino también su nueva " venida ".
Dice textualmente: " No os dejaré huérfanos; volveré a
vosotros ". Y en el momento de la despedida definitiva, antes de
subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: " he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo
". Esta nueva " venida " de Cristo, este continuo venir
para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este " yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ",
ciertamente no cambia el hecho de su " partida "; le sigue a
ésta tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la
tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del
Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma
misión.
Y sin embargo, se cumple por obra del
Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y
siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del
Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida
espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo,
que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa
en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo
suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece " hasta el
fin del mundo ". Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.
62. La expresión sacramental más
completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y
de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza
sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el
Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo,
dentro de su propia misión. Mediante la Eucaristía el Espíritu
Santo realiza aquel " fortalecimiento del hombre interior "
del que habla la Carta a los Efesios. Mediante la Eucaristía, las
personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador,
aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por
el Concilio: el sentido por el que Jesucristo " revela plenamente
el hombre al hombre ", sugiriendo " una cierta semejanza
entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad ".
Esta unión se expresa y se realiza
especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre,
participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza,
aprende también a " encontrarse... en la entrega sincera de sí
mismo " en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus
hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya
desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo, "
acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración ",
formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los
apóstoles. De esta manera " reconocían " que su Señor
resucitado, y ya ascendió al cielo, venía nuevamente, en medio de
ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de
ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se
manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía.
Y así ha sido siempre en todas las
generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del
cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos
constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de
las grandes divisiones entre los cristianas. Por consiguiente, todos
los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner
todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad
del Espíritu Santo, " principio de unidad de la Iglesia ",
para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un
solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de
la misma Eucaristía " sacramento de piedad, signo de unidad,
vínculo de caridad ".
63. La presencia eucarística de
Cristo, su sacramental " estoy con vosotros ", permite a la
Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como
atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual
" la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o
instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el
género humano ". Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde
el misterio pascual de la " partida " de Cristo, viviendo de
su " venida " siempre nueva por obra del Espíritu Santo,
dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este
es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el
Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es
aquél en el que todos " vivimos, nos movemos y existimos ",
a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la
historia del hombre y del mundo como en un doble " ritmo ",
cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo
de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el
ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado
definitivamente por Cristo. Por medio de la " partida " del
Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y
Espíritu de la verdad.
Y en el ámbito de su misión, casi
como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo,
que " se había ido " a través del misterio pascual, "
viene " y está continuamente presente en el misterio de la
Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo
siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del
Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de
Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada
vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo
como sacramento.
Esto sucede también porque, por
voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia
realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio
sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la
" partida " de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección,
por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: "
da la vida ". En efecto, los Sacramentos significan la gracia y
confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es
la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu
Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que
significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo
Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de
la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma
misión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por
obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que
es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder
del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es "
el otro Paráclito " o " nuevo consolador " porque,
mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y
en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el
Espíritu Santo que da la vida.
Cuando usamos la palabra "
sacramento " referido a la Iglesia, hemos de tener presente que
en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece
distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los
Sacramentos. Leemos al respecto : " La Iglesia es... como un
sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios
". Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que
la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la
Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la
vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la
acción del Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es
" un sacramento... de la unidad de todo el género humano".
Se trata evidentemente de la unidad que el género humano,
diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios.
Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una
nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la
salvación universal. Puesto que Dios " quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad ", la
Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la
creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa,
en virtud de la " partida " de Cristo, el Espíritu Santo.
Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la
economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma
como " sacramento de la unidad de todo el género humano ".
Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es
signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la "
condescendencia " del infinito Amor trinitario: el acercamiento
de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se
comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante
su " imagen y semejanza ". Bajo la acción del mismo
Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por
Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este
acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios
y el hombre, la Iglesia se convierte en " sacramento, o sea signo
e instrumento ". Ella actúa para restablecer y reforzar la
unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de
comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y
Redentor.
Es una verdad que, en base a las
enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en
toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo
al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener
conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción
desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación -que está
inscrita en la historia de la humanidad- está presente y operante el
Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la
peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación
-toda la historia- hacia su último término en el océano infinito de
Dios.
6. El Espíritu y la Esposa dicen:
" ¡ Ven ! "
65. El soplo de la vida divina, el
Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se
hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en
cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu
Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer
que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en
el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia
y la acción del Espíritu Santo, que " alienta " la
oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas
diversas situaciones y de las condiciones , ya favorables, ya adversas
a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del
Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las
prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales
sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública.
La oración es siempre la voz de todos
aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena
siempre aquel " poderoso clamor " que la Carta a los Hebreos
atribuye a Cristo. la oración es también la revelación de aquel
abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y
que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo.
Leemos en San Lucas: " Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan ".
El Espíritu Santo es el don, que viene
al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta
ante todo y sobre todo como el don que " viene en auxilio de
nuestra debilidad ". Es el rico pensamiento desarrollado por San
Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: " Nosotros no
sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu
intercede por nosotros con gemidos inefables ". Por consiguiente,
el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía "
interiormente " en la oración supliendo nuestra insuficiencia y
remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra
oración y le da una dimensión divina. De esta manera, " el que
escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y
que su intercesión a favor de los santos es según Dios ". La
oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada
vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de
la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial
necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia- ayer
como hoy- muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la
importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la
vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio
para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de
personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la
primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida
espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que
esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración
entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu
Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas
comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso
progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las
conquistas reales y las metas alcanzables, el hombre y la humanidad
están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado
antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre,
personas y comunidades enteras -como guiados por un sentido interior
de la fe- buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre,
salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que
con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta
manera descubren la oración, en la que se manifiesta " el
Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ". De este modo,
los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas
que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en
la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y
consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de
oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medios de los problemas, de las
desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra
época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es
un hecho histórico que la Iglesia del Cenáculo el día de
Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado.
Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo
al pasado: la Iglesia, está siempre en el Cenáculo que lleva en su
corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles
junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían
en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban,
en oración la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con
María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma
parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente
en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo
dice el Concilio: " La Virgen Santísima... cubierta con la
sombra del Espíritu Santo... dio a la luz al Hijo, a quien Dios
constituyó primogénito entre muchos hermanos, esto es, los fieles, a
cuya generación y educación coopera con amor materno "; ella,
" por sus gracias y dones singulares,... unida con la Iglesia ...
es tipo de la Iglesia ". " La Iglesia, contemplando su
profunda sanidad e imitando su caridad... se hace también madre
" y " a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud
del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una
esperanza sólida y una caridad sincera ". Ella (la Iglesia)
" es igualmente virgen, que guarda.. la fe prometida al
Esposo".
De este modo se comprende el profundo
sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen María, se
dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo
atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: "
El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: " ¡Ven !
". La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la
que " el Espíritu mismo intercede por nosotros "; en cierta
manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En
efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder,
toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples
ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella
esperanza en la que " hemos sido salvados ". Es la esperanza
escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la
esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la
vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como
Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el
corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio
después de Cristo, mientras " el Espíritu y la Esposa dicen al
Señor Jesús; " ¡ Ven ! ", esta oración suya conlleva,
como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar
pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración
encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu
Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia
del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se
orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de
relieve la " plenitud de los tiempos ", marcada por el año
dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del
Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la
Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.
CONCLUSION
67. Deseamos concluir estas
consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el corazón del
hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre
porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el
Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu
Santo se convierte en " fuente de agua que brota para vida eterna
". El llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito,
del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él
actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente cuando el
hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de
aquel " acusador ", del que el Apocalipsis dice que "
acusa " a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios
". El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza
en el corazón del hombre y, especialmente, de aquellas que "
poseen las primicias del Espíritu " y " esperan la
redención de su cuerpo".
El Espíritu Santo, en su misterioso
vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continúa su
obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente
en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este
viene a ser -como proclama la Secuencia de la solemnidad de
Pentecostés- verdadero " padre de los pobres, dador de sus
dones, luz de los corazones" ; se convierte en " dulce
huésped del alma ", que la Iglesia saluda incesantemente en el
umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae "
descanso " y " refrigerio " en medio de las fatigas del
trabajo físico e intelectual; trae " descanso " y "
brisa " en pleno calor del día, en medio de las inquietudes,
luchas y peligros de cada época; trae por último, el " consuelo
", cuando el corazón humano llora y está tentado por la
desesperación.
Por esto la misma Secuencia exclama:
" Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno".
En efecto, sólo el Espíritu Santo " convence en lo referente al
pecado " y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y
en el mundo: para " renovar la faz de la tierra ". Por eso
realiza la purificación de todo lo que " desfigura " al
hombre, de todo " lo que está manchado "; cura las heridas
incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez
interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia
y santidad. " Doblega lo que está rígido", " calienta
lo que está frio ", " endereza lo que está extraviado
" a través de los caminos de la salvación.
Orando de esta manera, la Iglesia
profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un
Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del
Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno,
omnipotente, Dios y Señor. Este Espíritu de Dios " llena la
tierra " y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia
identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él
se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como
Paráclito, como espíritu de la verdad y del amor, se dirige el
hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la
verdad, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y
dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio " ha
sido derramado en nuestros corazones ".
A él se dirige la Iglesia a lo largo
de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la
tierra; y pide de modo incesante la rectitud de los actos humanos como
obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero
consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones
humanos; pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria
celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a
la que el Padre ha " predestinado " eternamente a los
hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima
Trinidad.
La Iglesia con su corazón, que abarca
todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que
sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría " que
nadie podrá quitar ", la alegría que es fruto del amor y, por
consiguiente, de Dios que es amor; pide " justicia, paz y gozo en
el Espíritu Santo" en el que, según San Pablo, consiste el
Reino de Dios.
También la paz es fruto del amor: esa
paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser;
esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las
naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la
perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino
de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la
civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el
amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no
deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del
hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo
Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar
presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los
corazones, para " llevar la tierra " de amor y de paz.
Ante él me arrodillo al terminar estas
consideraciones implorando que, como Espíritu del Padre y del Hijo,
nos conceda a todos la bendición y la gracia, que deseo transmitir en
el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las hijas de la
Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del
año 1986, octavo de mi Pontificado.