Espiritu Santo - Documentos Eclesiales


CONTINUACIÓN DE 
DOMINUM ET VIVIFICANTEM

II -El Espíritu que convence al mundo en lo referente al pecado
III -El Espíritu que da la vida
Conclusión

II: EL ESPIRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO

1. Pecado, justicia y juicio

27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo " a costa " de su partida y promete: " Si me voy, os lo enviaré ", precisamente en el mismo contexto añade: " Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia, y en lo referente al juicio ". El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, -que ha sido prometido como el que " enseñará " y " recordará ", que " dará testimonio " , que " guiará hasta la verdad completa "-, con las palabras citadas ahora es enunciado como el que " convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ".

Significativo parece también el contexto. Jesús relaciona este anuncio del Espíritu santo con las palabras que indican su propia " partida " a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: " os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ".

Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: " El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado ".

En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender aquel " convencer al mundo ", que es propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.

En este pasaje " el pecado " , significa la incredulidad que Jesús encontró entre los " suyos ", empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de " la justicia ", Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: " Voy al Padre ".

A su vez, en el contexto del pecado y de la justicia entendidos así, " el juicio " significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del " mundo " en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo. El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que " el juicio " se refiere solamente al " Príncipe de este mundo ", es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está " ya juzgado " desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.

28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta misión del Espíritu santo, que consiste en " convencer al mundo en lo referente al pecado ", pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico " convencer en lo referente al pecado ". Este convencer se refiere constantemente a la " justicia ", es decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado.

Y esta economía salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del " juicio, o sea de la condenación ", con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, " Príncipe de este mundo ", quien por razón de su pecado se ha convertido en " dominador de este mundo tenebroso ". Y he aquí que, mediante esta referencia al " juicio ", se abren amplios horizontes para la comprensión del " pecado " así como de la " justicia ". El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo " el pecado " en la economía de la salvación (podría decirse " el pecado salvado "), hace comprender que su misión es la de " convencer " también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (" el pecado condenado ").

29. Todas las palabras pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas del Concilio vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral " Gaudium et spes ". Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe " convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ".

Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo entiende el " mundo ": " Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación ". Respecto a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista.

Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que " convencerá al mundo en lo referente al pecado ", por un lado se debe dar a esta afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que " no creen en él ", este alcance parece reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de Cruz.

Pero es difícil no advertir que este aspecto más " reducido " e históricamente preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la redención abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente también al pecado de quienes " no han creído en él ", condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.

Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.

2. El testimonio del día de Pentecostés

30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: " El Paráclito... convencerá al mundo en lo referente al pecado ". Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: " Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse ", " volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones ".

Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, " después " de la partida de Cristo, como " precio " de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles " que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre "; " seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días "; " recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta con confines de la tierra ".

Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo al anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregadas para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: " Israelitas... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio ".

Jesús había anunciado y prometido: " El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis testimonio ". En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este " testimonio " encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro " convence al mundo en lo referente al pecado ": ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares.

31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que " convence al mundo en lo referente al pecado " del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo " convencer en lo referente al pecado " manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un " convencimiento " que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena.

Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo. Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: " Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ". Y a continuación cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? " él les responde: " Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados ; y recibiréis el don del Espíritu Santo ".

De este modo el " convencer en lo referente al pecado " llega ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica. La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: " Recibid el Espíritu Santo ". Así pues en este " convencer en lo referente al pecado " descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito.

El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado -bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés- con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: " recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ". Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que " no creyeron " y entregaron a una muerte ignominiosa Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre.

De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: " Seré tu muerte, oh muerte ", como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios " vence " el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, " Oh feliz culpa ", en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del " Exsultet ".

32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede " convencer al mundo ", al hombre y a la conciencia humana, sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que " sondea hasta las profundidades de Dios ". Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente " las profundidades de Dios ". No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas " profundidades de Dios " que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las " sondea " y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de " convencer en lo referente al pecado ", como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.

Al convencer al " mundo " del pecado del Gólgota -la muerte del Cordero inocente-, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El " convencer " es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el " misterio de la impiedad " que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión - no la conoce absolutamente- fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser " convencido " de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.

En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del " misterio de la piedad ", como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal " Reconciliatio et paenitentia ". El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser " convencido " de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.

3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado

33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del Génesis. Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la "desobediencia " del primer Adán contrapone la "obediencia" de Cristo, segundo Adán: " La obediencia hasta la muerte ".

Según el testimonio del principio, el pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad -y en la conciencia- del hombre, ante todo, como "desobediencia", es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta palabra es el mismo Verbo, que " en el principio estaba en Dios " y que " era Dios " y sin él " no se hizo nada de cuanto existe ", porque " el mundo fue hecho por él". El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos.

Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que " no creen en él ", en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del Hombre, sino que es también el " Primogénito de toda la creación ", " en él fueron creadas todas las cosas... todo fue creado por él y para él ". A la luz de esta verdad se comprende que la " desobediencia ", en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma " no-fe ", aquel mismo " no creyeron " que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como "desobediencia ", en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del " padre de la mentira ". Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, " creador de cielo y tierra ".

34. El " espíritu de Dios ", que según la descripción bíblica de la creación " aleteaba por encima de las aguas ", indica el mismo " Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios ", sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia.

Y si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre. Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial " imagen y semejanza " de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal ante Dios, como " yo " y " tú " y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la " Imagen y semejanza " de Dios, " el don del Espíritu " significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales " profundidades de Dios " están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: "Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía ".

35. Por consiguiente, el Espíritu que " todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ", conoce desde el principio " lo íntimo del hombre. Precisamente por esto sólo él puede plenamente " convencer en lo referente al pecado " que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del " padre de la mentira " -de aquél que ya " está juzgado "-. El Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación a este " juicio " , pero constantemente guiando hacia la " justicia " que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante " la obediencia hasta la muerte ".

Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.

36.Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa ) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como " desobediencia ", lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios. Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamando a la existencia, el ser humano -hombre o mujer- es una criatura.

La " imagen de Dios ", que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, " el árbol de la ciencia del bien y del mal " debía expresar y constantemente recordar al hombre el " límite "insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a trasgredir esta prohibición, o sea a superar aquel " límite ": " El día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ".

La " desobediencia " significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede " conocer el bien y el mal como dioses ". Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre.

Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. la " desobediencia ", como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que " sondea las profundidades de Dios " y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de " convencer de ello al mundo " en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.

37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como " imagen y semejanza " de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la " vida eterna ". Pero el hombre, bajo la influencia del " padre de la mentira ", se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El Espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida. En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre " el soplo del mal " del que es pecador (o sea permanece en el pecado ) desde el principio y que ya " está juzgado " y el mal de la desobediencia del hombre.

Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad -del conocimiento y de la voluntad humana- hacia el que es el " padre de la mentira ". Este acto de elección responsable no es sólo una " desobediencia ", sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en l atierra: " es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ".

Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el " anti-Verbo ", es decir la anti-verdad. En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta anti-verdad es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios.

Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso " genio de la sospecha ". Esta trata de "falsear" el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente " convencer en lo referente al pecado ", es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, " sondea las profundidades de Dios " y es amor del Padre y del Hijo?

38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición de aquél que " desde el principio " debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.

El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del " padre de la mentira ", se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: " Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios ", como se expresa San Agustín. El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical " alineación " del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de DIos, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre.

Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis historico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su " muerte ". Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la " muerte de Dios " amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la "autonomía de la realidad terrena ", afirma : " La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ". La ideología de la " muerte de Dios " es sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la " muerte del hombre ".

4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico

39. El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo " es invocado " para " convencer al mundo en lo referente al pecado ". Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios.

Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente " juzgada ": mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor Creador y salvífico. El hombre ha seguido al " padre de la mentira ", poniéndose contra el Padre de la Vida y el Espíritu de la verdad.

El " convencer en lo referente al pecado " ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible en indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta " ofensa ", a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inescrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo?

La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da una mor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: " Estoy arrepentido de haber hecho al hombre ". " Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra... y dijo el Señor: " me pesa de haberlos hecho ". Peor a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e indecible " dolor " de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor de Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado. Para que prevalezca el " don ".

El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús "convence en lo referente al pecado ", es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don y trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios.

En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. SI el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el " sufrimiento " del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación, el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el " sufrimiento " de Dios, resonará una palabra en a que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: "Siento compasión ". Así pues, pro parte del Espíritu Santo, el " convencer en lo referente al pecado " se convierte en una manifestación ante la creación " sometida a la vanidad " y sobre todo en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte " el siervo obediente " que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, " convence en lo referente al pecado ".

40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que " si la sangre de machos cabríos y de toros... santifica en orden a la purificación ", añade: " cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo ". Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como un invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.

Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la " purificación de la conciencia " llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con ( = por obra de ) un Espíritu Eterno ", que " saca " de él la fuerza de "convencer en lo referente al pecado " en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo " traerá " a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les " daré " para la remisión de los pecados: " Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ".

Sabemos que Dios " A Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder ", como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio. Conocemos el misterio pascual de su " partida " según el Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo " se ofreció sin mancha a Dios " y como hizo esto " con un Espíritu Eterno ". En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su misterio público.

Según la Carta a los Hebreos en el camino de su " partida " a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, " escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia ". De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él, y al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que "sondea las profundidades de Dios " y es amor y don.

El Hijo de DIos, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como única sacerdote " se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios ". En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era " sin tacha ". Pero lo ofreció " por el Espíritu Eterno ": lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.

41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del " fuego del cielo ", que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el " fuego del cielo " que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura: " No creen en mí "; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento - e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado " de no haber creído "- el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.

El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio, que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él " recibe" el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después -él solo con Dios Padre- puede " darlo " a los apóstoles , a la Iglesia y a la humanidad.

El solo lo " envía " desde el Padre. El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo, " sopló sobre ellos " y les dijo: " Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ", como había anunciado antes Juan Bautista: " El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ". Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.

Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: " Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo ". Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo "nos transforme en ofrenda permanente".

5. "La sangre que purifica la conciencia "

42.Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los apóstoles: "Recibid el Espíritu Santo ". De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre.

Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de eta obra en el espiritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, onmipresente Paráclito. El Espíritu que "sopla donde quiere".

Las palabras pronunciadas pro Cristo resucitado " el primer día de la semana ", ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el que " convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ". En efecto, sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el " don " del Espíritu Santo a los apóstoles, Jesús dice: " Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se os retengáis, les quedan retenidos ". Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia.

Sin embargo, este poder concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Conviertiéndose en " luz de los corazones ", es decir de las conciencias, el Espíritu Santo " convence en lo referente al pecado ", o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador " de los siete dones ", todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad -como dice San Buenaventura- " en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos ".

Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan " retenidos ", como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: " Convertíos y creed en la Buena Nueva ". La confirmación de esta exhortación es el " convencer en lo referente al pecado " que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta " sangre purifica nuestra conciencia ". Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.

43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es " el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más intimo. Esta voz dice claramente a " los oídos de su corazón advirtiéndole... haz esto, evita aquello ". Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal.

Pero al mismo tiempo, " en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer ". La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entreve ya en la citada página del Libro del Génesis. Precisamente, en este sentido, la conciencia es el " sagrario íntimo " donde " resuena la voz de Dios ". Es " la voz de Dios " aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.

El evangélico " convencer en lo referente al pecado " bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a "resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad ". Entonces " mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad ".

Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: " Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana "; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade: " Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador ".

Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio escribe a la vez todo esto como etapa " de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas ". La Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del hombre.

44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión y, después la tarde del día de pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El " convencer al mundo en lo referente al pecado " no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.

De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral : " En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo ". El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.

El " convencer en lo referente al pecado " que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo " convence en lo referente al pecado " respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito " convence en lo referente al pecado " siempre en relación con la Cruz de Cristo.

Por esto el cristianismo rechaza toda " fatalidad " del pecado. " Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final " -enseña el Concilio_. " Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre". El hombre, pues, lejos de dejarse " enredar " en su condición de pecado, " ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo ". El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.

45. El Espíritu de la verdad, que " convence al mundo en lo referente al pecado ", se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido.

¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel " arrepentimiento por haber creado al hombre ", que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella " reprobación " que, inscribiéndose en el " corazón " de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la "metanoia " evangélica.

La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta " metanoia " o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia " luz de las conciencias ", el cual penetra y llena " lo más íntimo de los corazones " humanos.

Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo: " Abismo que llama al abismo ". Precisamente en esta " abismal profundidad " del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo " viene " en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, " la sangre de Cristo... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo ". Se cumplen así las palabras sobre el Espiritu Santo como " otro Paráclito ", palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos: " Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros ".

6. El pecado contra el Espíritu Santo

46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. las podríamos llamas las palabras del " no-perdón ". Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado " blasfemia contra el Espíritu Santo ". Así han sido referidas en su triple redacción:

Mateo: " Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro ".

Marcos: " Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ".

Lucas: " A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ".

¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿ Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado " irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados ".

Según esta exégesis la " blasfemia " no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel " convencer sobre el pecado ", que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la " venida " del Paráclito: aquella " venida " que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que " purifica a las obras muertas nuestra conciencia ".

Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las " obras muertas ", o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta " no-remisión " está unida, como causa suya, a la " no-penitencia ", es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan " siempre " abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo.

El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: " recibirá de lo mío ", dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido " derecho de perseverar en el mal " -en cualquier pecado- y rechaza así la Redención. El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, de la que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.

47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico " convencer en lo referente al pecado ", encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar " dureza de corazón ". En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.

Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que " el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado " y esta pérdida está acompañada por la " pérdida del sentido de Dios ". En la citada Exhortación leemos: " En realidad Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado ".

La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. esta rectitud y sensibilidad está profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol: " No extingáis el Espíritu ", " no entristezcáis al Espíritu Santo ".

Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo. la Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito, cuando viene para " convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ".

48. Jesús en su discurso de despedida la unido estos tres ámbitos del " convencer " como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad. Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el " amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios "; por el otro, existe el " amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo ". La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios " hasta el desprecio de Dios ", sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.

Los que se dejan " convencer en lo referente al pecado " por el Espiritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a " la justicia y al juicio ". El Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que " convencidos en lo referente al pecado " se convierten bajo la acción del Paráclito, con conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del " juicio ": de aquel " juicio " mediante el cual " el Principe de este mundo está juzgado ".

La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del " juicio " e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la " recibe " del Padre, como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en el amor.

En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que " convence al mundo en lo referente al pecado " se manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.

III. EL ESPIRITU QUE DA LA VIDA

1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y milenio según transcurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el Apóstol, la plenitud de los tiempos, porque a través de ellos Dios mismo, con su " medida ", penetró completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente en el " ahora " (" nunc ") eterno. " Aquél que es " el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin ". " Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna ". " Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la filiación ". Y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar " por obra del Espíritu Santo ".

Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? " y recibe esta respuesta: " El Espíritu Santo vendrá sobre ti,y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; pero eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios ".

Mateo narra directamente : " El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo ". José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: " no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrá por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados ".

Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: " que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen ". Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma: " Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre ".

" Por obra del Espíritu Santo " se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre: " Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado ". Se hizo hombre " encarnándose en el seno de la Virgen María ". Esto es lo que se realizó " al llegar la plenitud de los tiempos ".

50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica, en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tene una dimensión pneumatológica ya que el misterio de la Encarnación se realizó " por obra del Espíritu Santo ". Lo " realizó aquel Espíritu que -consubstancial al Padre y al Hijo-. es , en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.

En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la Creación y de la salvación: la suprema gracia - " la gracia de la unión "- fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás. A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también -si penetramos en su profundidad- al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.

A " la plenitud de los tiempos " corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y Trino en el Espíritu Santo. " Por obra del Espíritu Santo " se realiza el misterio de la " unión hipostática " , esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su " fíat": " Hágase en mí según tu palabra ", concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios.

Mediante este " humanarse " del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. " La palabra se hizo carne ". La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es " carne ": toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El " Primogénito de toda la creación ", al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también " carne ", y en ella a toda " carne " y a toda la creación.

51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en " la plenitud de los tiempos " se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.

El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. " ¡ Feliz la que ha creído ! ", así es saludada María por su pariente Isabel, que también estaba " llena de Espíritu Santo ".

En las palabras de saludo a la que " ha creído ", parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que " no creyeron ". María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: " EL Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ". Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta " apertura " suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante " la obediencia a la fe ". Sí " ¡ feliz la que ha creído ! ".

2. Motivo de Jubileo: se ha manifestado la gracia

52. La obra del Espíritu " que da la vida " alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y, al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo nueva la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. El Verbo, " Primogénito de toda la creación ", se convierte en " el primogénito entre muchos hermanos " y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, religión y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación.

" La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios ". Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente " por obra del Espíritu Santo ".

"Hijos de Dios " son, en efecto, como enseña el Apóstol, " los que son guiados por el Espíritu de Dios ". La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la ENcarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre " ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo ". Entonces, realmente " recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: " ¡ Abbá, Padre ! ". Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo. " El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo ". La gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y sobrenatural.

El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuenan la voz de todas las criaturas: " Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra ". Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo: " la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios ", esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles " conocido desde siempre ", " los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo ".

Se da así una " adopción sobrenatural " de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres " se hacen partícipes de la naturaleza divina ". Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación, " con el Espiritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre ". Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu humano creado.

53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir más allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueve vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: " hemos recibido el Espíritu que viene de Dios ".

Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios. Por tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo: " En él (en Cristo)...fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión ".

Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar " hacia el mar abierto ", conscientes de que " el viento sopla donde quiere ", según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo. El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso " fuera " del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de " todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ".

54. " Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad ". Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que " adoran a Dios en espíritu y verdad ". Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: " Dios es espíritu "; y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser, como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: " es más íntimo de mi intimidad ". Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: " Dios es espíritu ". Solamente el Espíritu puede ser " más íntimo de mi intimidad " tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inminente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia.

Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él " se ha manifestado la gracia ". El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho " parte " del universo, del género humano y de la historia. La " manifestación de la gracia en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el " Dios oculto " que como amor y don " llena la tierra ". Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu de da la vida.

3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: La carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne

55.Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que " movido por el Espíritu, vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste " está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ". La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su " visibilidad " y " materialidad ", con relación a él, Espíritu " invisible " y " absoluto "; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición ser convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón humano, en el que " la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne ". Como ya hemos dicho, el Espíritu debe " convencer al mundo " en lo referente a este pecado.

San Pablo es quien de manera particularmente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: " Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como son entre sí antagónicos de forma que no hacéis lo que quisierais ". Ya en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha entre el " espíritu " y la " carne ".

Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: " Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje... embriaguez, orgías y cosas semejantes ". Son los pecados que se podrían llamar " carnales ". Pero el Apóstol añade también otros: " odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias ". Todo esto son " la obras de la carne ".

Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone " el fruto del Espíritu ": " amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí ". Por el contexto parece claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino que trata de las obras, -mejor dicho, de las disposiciones estables- virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe: " Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu ".

Y en otros pasajes dice: " los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual "; " mas nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros ". La contraposición que San Pablo establece entre la vida " según el espíritu " y la vida " según la carne ", genera una contraposición ulterior: la de la " vida " y la " muerte ". " La tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz "; de aquí su exhortación: " Si vivís según la carne, moriréis. pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ".

Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto, " Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia "; " Así que... no somos deudores de la carne para vivir según la carne "; somos más bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: " ¡ Hemos sido bien comprados ! ".

En los textos de San Pablo se superponen -y se compenetran recíprocamente- la dimensión ontológica (la carne y el espíritu), la ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos contrapuestos son por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿ De quien será la victoria ? De quien haya sabido acoger el don.

56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar con el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica -como sistema de pensamiento- ya sea en su forma práctica -como método de lectura y de valoración de los hechos- y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.

Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es espíritu en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo. Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo -y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco- sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría que explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo.

El horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como " materia ". Si a veces habla también del " espíritu " y de las " cuestiones del espíritu ", por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de " ilusión idealista " que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarla de la sociedad y del corazón mismo del hombre.

Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella " resistencia " y oposición denunciados por San Pablo con etas palabras: " La carne tiene apetencias contrarias al espíritu ". Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: " El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne ". El que quiere vivir según el Espíritu, actuando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretensiones internas y externas de la " carne ", incluso en su expresión ideológica e histórica de " materialismo " antirreligioso.

En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se deben subrayar las " apetencias del espíritu " en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años, " todos verán la salvación de Dios ". Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los hombre de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las " apetencias contrarias al espíritu " -que caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en algunos de sus ámbitos- y las " apetencias contrarias a la carne ", con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas. pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico " convencer en lo referente al pecado ", por obra del Espíritu.

57.En la contraposición paulina entre el " espíritu " y la " carne " está incluida también la contraposición entre la " vida " y la " muerte ". Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto " animal ") es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo " carne ", la muerte es para él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un " existir para morir ".

Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea -especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico- los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos.

Pero en el horizonte de nuestra época se vislumbra " signos de muerte " aún más sombríos; se ha difundido el uso -que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en institución- de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional?

Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos " las primicias del Espíritu " y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero " gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo ", esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, así pero en una espera llana de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu. " Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne ". En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: " Recibid el Espíritu Santo ". Este " soplo " permanece para siempre. He aquí que " el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ".

4. El Espíritu Santo fortalece el " hombre interior "

58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurrección de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: " Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros ". En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: El Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. EN efecto, " aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia " realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu.

Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en " el camino de la Iglesia ", como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la " raíz de la inmortalidad ", de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: " Doblo mis rodillas ante el Padre.. . para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior ".

Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es, " espiritual ". Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que " conoce los secretos del hombre ", se encuentra con el Espíritu que " todo lo sondea, hasta las profundidades de DIos ". Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en " una nueva vida ", es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser " santuario del Espíritu Santo ", " templo vivo de Dios ". En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y pone e en él su morada. En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el " área vital " del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive " según el Espíritu " y " desea lo espiritual ".

59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio. Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de " la entrega sincera de sí mismo a los demás ", como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre " es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma ", en su dignidad de persona pero abierta a la integración y comunión social. El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de eta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.

En este camino " camino de madurez interior " que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo " existe " como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espiritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, " cada vez más humano, cada vez más profundamente humano ", mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombre, el Reino en el que Dios será definitivamente " todo en todos ": como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre, y al mundo, por el Espíritu Santo.

En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres " puedan encontrar su propia plenitud ... en la entrega sincera de sí mismo a los demás " según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo " cuando ruega al Padre que " todos sean uno, como nosotros también somos uno " (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ".

El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de su propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es " el camino de la Iglesia ", este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros " al hombre interior " hace que el hombre, cada vez mejor, pueda " encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás ". Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en él la elevación a " hijo de Dios ", comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva.

Entonces se puede repetir verdaderamente que la " gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios ": el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El -dice Basilio el Grande- "simple en su esencia y variado en sus dones... se reparte sin sufrir división... está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa ".

60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de la respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según a libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, -sobre la que vela el Espíritu Santo- para someterlo así al " Príncipe de este mundo ".

El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la " ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús ", descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto -como escribe San Pablo- " donde está el Espíritu del Señor, allí esta la libertad ". Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución- ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.

También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple " renovación de la faz de la tierra ", colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello. Esto lo hacen como discípulos de Cristo, -como escribe el Concilio- " constituido Señor por su resurrección... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no solo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin ". De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, " en la plenitud de los tiempos ", por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, " del cual proceden todas las cosas y para el cual somos ".

5. La Iglesia sacramento de la unión íntima con Dios

61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempo, la Iglesia , una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución divino-humana , y de aquella misión que la hace participar, en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia " partida " mediante ala Cruz como condición necesaria de su "venida ": "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ". Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.

A la luz de este mundo adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús , durante la última Cena, dice a propósito de su nueva " verdad ". En efecto, es significativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su " partida " sino también su nueva " venida ". Dice textualmente: " No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros ". Y en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: " he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ". Esta nueva " venida " de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este " yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ", ciertamente no cambia el hecho de su " partida "; le sigue a ésta tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión.

Y sin embargo, se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece " hasta el fin del mundo ". Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.

62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión. Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel " fortalecimiento del hombre interior " del que habla la Carta a los Efesios. Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo " revela plenamente el hombre al hombre ", sugiriendo " una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ".

Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a " encontrarse... en la entrega sincera de sí mismo " en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.

Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo, " acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración ", formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles. De esta manera " reconocían " que su Señor resucitado, y ya ascendió al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía.

Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianas. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, " principio de unidad de la Iglesia ", para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía " sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad ".

63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental " estoy con vosotros ", permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual " la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano ". Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la " partida " de Cristo, viviendo de su " venida " siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.

Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos " vivimos, nos movemos y existimos ", a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble " ritmo ", cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la " partida " del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad.

Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que " se había ido " a través del misterio pascual, " viene " y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento.

Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la " partida " de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: " da la vida ". En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.

64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma misión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es " el otro Paráclito " o " nuevo consolador " porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.

Cuando usamos la palabra " sacramento " referido a la Iglesia, hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto : " La Iglesia es... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios ". Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.

El Vaticano II añade que la Iglesia es " un sacramento... de la unidad de todo el género humano". Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios " quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad ", la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la " partida " de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como " sacramento de la unidad de todo el género humano ". Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.

De este modo, se realiza la " condescendencia " del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su " imagen y semejanza ". Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en " sacramento, o sea signo e instrumento ". Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor.

Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación -que está inscrita en la historia de la humanidad- está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación -toda la historia- hacia su último término en el océano infinito de Dios.

6. El Espíritu y la Esposa dicen: " ¡ Ven ! "

65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que " alienta " la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones , ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública.

La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel " poderoso clamor " que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo. la oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: " Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan ".

El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que " viene en auxilio de nuestra debilidad ". Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: " Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables ". Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía " interiormente " en la oración supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina. De esta manera, " el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios ". La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.

Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia- ayer como hoy- muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.

En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzables, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras -como guiados por un sentido interior de la fe- buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta " el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ". De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.

66. En medios de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia, está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban, en oración la venida del Espíritu Santo.

La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: " La Virgen Santísima... cubierta con la sombra del Espíritu Santo... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos, esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno "; ella, " por sus gracias y dones singulares,... unida con la Iglesia ... es tipo de la Iglesia ". " La Iglesia, contemplando su profunda sanidad e imitando su caridad... se hace también madre " y " a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera ". Ella (la Iglesia) " es igualmente virgen, que guarda.. la fe prometida al Esposo".

De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen María, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: " El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: " ¡Ven ! ". La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que " el Espíritu mismo intercede por nosotros "; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que " hemos sido salvados ". Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.

En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras " el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; " ¡ Ven ! ", esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la " plenitud de los tiempos ", marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.

CONCLUSION

67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en " fuente de agua que brota para vida eterna ". El llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel " acusador ", del que el Apocalipsis dice que " acusa " a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios ". El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre y, especialmente, de aquellas que " poseen las primicias del Espíritu " y " esperan la redención de su cuerpo".

El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continúa su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este viene a ser -como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés- verdadero " padre de los pobres, dador de sus dones, luz de los corazones" ; se convierte en " dulce huésped del alma ", que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae " descanso " y " refrigerio " en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae " descanso " y " brisa " en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas y peligros de cada época; trae por último, el " consuelo ", cuando el corazón humano llora y está tentado por la desesperación.

Por esto la misma Secuencia exclama: " Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno". En efecto, sólo el Espíritu Santo " convence en lo referente al pecado " y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para " renovar la faz de la tierra ". Por eso realiza la purificación de todo lo que " desfigura " al hombre, de todo " lo que está manchado "; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. " Doblega lo que está rígido", " calienta lo que está frio ", " endereza lo que está extraviado " a través de los caminos de la salvación.

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. Este Espíritu de Dios " llena la tierra " y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio " ha sido derramado en nuestros corazones ".

A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha " predestinado " eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.

La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría " que nadie podrá quitar ", la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide " justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.

También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para " llevar la tierra " de amor y de paz.

Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.

 

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