El Corazón de Juan Pablo II-
Encíclica- Dives in Misericordia |
DIVES EN MISERICORDIA
Encíclia
de S.S. Juan Pablo II
30 de noviembre, 1980
PARTE II
VII - LA MISERICORDIA DE DIOS
EN
LA MISIÓN DE LA IGLESIA
En relación con esta imagen de nuestra generación, que no
deja de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las
palabras que con motivo de la encarnación del Hijo de Dios,
resonaron en el Magnificat de María y que cantan la «misericordia...
de generación en generación». Conservando siempre en el
corazón la elocuencia de estas palabras inspiradas y
aplicándolas a las experiencias y sufrimientos propios de la
gran familia humana, es menester que la Iglesia de nuestro tiempo
adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar
testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión,
siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva
Alianza, en primer lugar del mismo Cristo y de sus Apóstoles. La
Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada
en Cristo, en toda su misión de Mesías, profesándola
principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una
vida coherente con la misma fe, tratando después de introducirla
y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien sea -en
cuanto posible- en la de todos los hombres de buena voluntad.
Finalmente, la Iglesia -profesando la misericordia y
permaneciendo siempre fiel a ella- tiene el derecho y el deber de
recurrir a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos
los fenómenos del mal físico y moral, ante todas las amenazas
que pesan sobre el entero horizonte de la vida de la humanidad
contemporánea.
13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama
La Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en
toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación.
En las páginas precedentes de este documento hemos tratado de
delinear al menos el perfil de esta verdad que encuentra tan rica
expresión en toda la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la
vida cotidiana de la Iglesia la verdad acerca de la misericordia
de Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco perenne a
través de numerosas lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe
el auténtico sentido de la fe del Pueblo de Dios, como
atestiguan varias expresiones de la piedad personal y
comunitaria. Sería ciertamente difícil enumerarlas y resumirlas
todas, ya que la mayor parte de ellas están vivamente inscritas
en lo íntimo de los corazones y de las conciencias humanas. Si
algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande
entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la
Tradición y toda la vida de fe del Pueblo de Dios dan
testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la
perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del
misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del
atributo con que el hombre, en la verdad íntima de su
existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces
con el Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a
Felipe 112, «la visión del Padre» -visión
de Dios mediante la fe- halla precisamente en el encuentro con su
misericordia un momento singular de sencillez interior y de
verdad, semejante a la que encontramos en la parábola del hijo
pródigo.
«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»113.
La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de
ella en su amplia experiencia de fe y también en sus
enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo,
concentrándose en El, en su vida y en su evangelio, en su cruz y
en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma
la «visión» de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la
Iglesia nos acerca a la «visión del Padre» en la santidad de
su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular
la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de
Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el
misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto -en
un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano humano-
de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha
constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo
del Hombre.
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama
la misericordia -el atributo más estupendo del Creador y del
Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la
misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la
meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la
participación consciente y madura en la Eucaristía y en el
sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos
acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en
efecto, «cada vez que comemos de este pan o bebemos de este
cáliz», no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino
que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su
venida en la gloria.114 El mismo rito eucarístico,
celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha
revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz,
atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El
unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de
todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o
reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso
cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este
sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la
misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado.
Se ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis ;
convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema
fundamental.
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que
«Dios
amó tanto... que le dio su Hijo unigénito»115,
Dios que «es amor»116 no puede revelarse de
otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo
con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino
también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su
patria temporal.
La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios
infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la
prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a
casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que
brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su
Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta
fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede
limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de
prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su
perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la
verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la
resurrección de Cristo.
Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La
conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia,
es decir, ese amor que es paciente y benigno117 a
medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo»118 es fiel hasta las
últimas consecuencias en la historia de la alianza con el
hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su
Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro»
de este Padre, rico en misericordia.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y
del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de
conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino
también como disposición estable, como estado de ánimo.
Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven»
así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven
pues in statu conversionis; es este estado el que traza la
componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por
la tierra in statu viatoris. Es evidente que la Iglesia
profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y
resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por
encima de todo, con la más profunda pulsación de la vida de
todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de vida, la
Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que
es participación y, en cierto sentido, continuación de la
misión mesiánica del mismo Cristo.
La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que
únicamente sobre la base de la misericordia de Dios podrá hacer
realidad los cometidos que brotan de la doctrina del Concilio
Vaticano II, en primer lugar el cometido ecuménico que tiende a
unir a todos los que confiesan a Cristo. Iniciando múltiples
esfuerzos en tal dirección, la Iglesia confiesa con humildad que
solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las divisiones
humanas, puede realizar definitivamente la unidad por la que
oraba Cristo al Padre y que el Espíritu no cesa de pedir para
nosotros «con gemidos inenarrables»119.
14. La Iglesia trata de practicar la misericordia
Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y
experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a
«usar misericordia» con los demás: «Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»120.
La Iglesia ve en estas palabras una llamada a la acción y se
esfuerza por practicar la misericordia. Si todas las
bienaventuranzas del sermón de la montaña indican el camino de
la conversión y del cambio de vida, la que se refiere a los
misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El
hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia,
en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu
de tal amor hacia el prójimo.
Este proceso auténticamente evangélico no es sólo una
transformación espiritual realizada de una vez para siempre,
sino que constituye todo un estilo de vida, una característica
esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el
descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor
en cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: -a pesar de
todas las dificultades de naturaleza psicológica o social- se
trata, en efecto, de un amor misericordioso que por su esencia es
amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones
recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso
unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar
que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo
recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del
maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los
hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo
en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado. En
todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la
posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor
misericordioso, o se encuentra en estado de ser objeto de
misericordia.
Cristo crucificado, en este sentido, es para nosotros el
modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en
este desconcertante modelo, podemos con toda humildad manifestar
misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada
a sí mismo 121. Sobre la base de este modelo, debemos
purificar también continuamente todas nuestras acciones y todas
nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y
practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás.
Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor
misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos
profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte
de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad,
esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún
auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente
en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado
por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni
tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del
amor misericordioso que nos ha sido revelada por El.
Así pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el
sermón de la montaña con la bienaventuranza de los
misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos observar a
veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la
misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un
acto o proceso unilateral que presupone y mantiene las distancias
entre el que usa misericordia y el que es gratificado, entre el
que hace el bien y el que lo recibe. Deriva de ahí la
pretensión de liberar de la misericordia las relaciones
interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia.
No obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren
la vinculación fundamental entre la misericordia y la justicia,
de que habla toda la tradición bíblica, y en particular la
misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es
por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta
última es de por sí apta para servir de «árbitro» entre los
hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos
según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el
amor, (también ese amor benigno que llamamos «misericordia»)
es capaz de restituir el hombre a sí mismo.
La misericordia auténticamente cristiana es también, en
cierto sentido, la más perfecta encarnación de la «igualdad»
entre los hombres y por consiguiente también la encarnación
más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de
su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad introducida
mediante la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los
bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la
misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en
ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es
propia. Al mismo tiempo, la «igualdad» de los hombres mediante
el amor «paciente y benigno» 122 no borra
las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se
siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don;
viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que
también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la
gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir
a los hombres entre sí de manera más profunda.
Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para
plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu
del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca
fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre
los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones
únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las
esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por
decirlo así, una notable «corrección» por parte del amor que
-como proclama san Pablo- es «paciente» y «benigno»,
o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor
misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo.
Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa
cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos
habla la parábola del hijo pródigo123 o la de la
oveja extraviada o la de la dracma perdida124. Por
tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre
aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre
padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la
educación y en la pastoral.
Su radio de acción no obstante, no halla aquí su término.
Si Pablo VI indicó en más de una ocasión la «civilización
del amor»125 como fin al que deben tender todos los
esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y
político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca,
si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las
amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos
detenemos en el criterio del «ojo por ojo, diente por
diente»126 y no tendemos en cambio a
transformarlo esencialmente, superándolo con otro espíritu.
Ciertamente, en tal dirección nos conduce también el Concilio
Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de
hacer el mundo más humano,127 individúa la misión
de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la
realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede
hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el
ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto
con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el
mensaje mesiánico del evangelio.
El mundo de los hombres puede hacerse «cada vez más
humano», solamente si en todas las relaciones recíprocas que
plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan
esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está
presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además
la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la
relación de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas
relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el
perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e
irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus
propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de
distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían
transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de
opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en
una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.
Por esto, la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes
principales -en cada etapa de la historia y especialmente en la
edad contemporánea- el de proclamar e introducir en la vida el
misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo
Jesús. Este misterio, no sólo para la misma Iglesia en cuanto
comunidad de creyentes, sino también en cierto sentido para
todos los hombres, es fuente de una vida diversa de la que el
hombre, expuesto a las fuerzas prepotentes de la triple
concupiscencia que obran en él 128, está en
condiciones de construir. Precisamente en nombre de este misterio
Cristo nos enseña a perdonar siempre. ¡Cuántas veces repetimos
las palabras de la oración que El mismo nos enseñó, pidiendo: «perdónanos
nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores»,
es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a
nosotros!129 Es en verdad difícil expresar el valor
profundo de la actitud que tales palabras trazan e inculcan.
¡Cuántas cosas dicen estas palabras a todo hombre acerca de su
semejante y también acerca de sí mismo! La conciencia de ser
deudores unos de otros va pareja con la llamada a la solidaridad
fraterna que san Pablo ha expresado en la invitación concisa a
soportarnos «mutuamente con amor»130.
¡Qué lección de humildad se encierra aquí respecto del
hombre, del prójimo y de sí mismo a la vez! ¡Qué escuela de
buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas
condiciones de nuestra existencia! Si desatendiéramos esta
lección, ¿qué quedaría de cualquier programa «humanístico»
de la vida y de la educación?
Cristo subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar
a los demás que a Pedro, el cual le había preguntado cuántas
veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra
simbólica de «setenta veces siete»131,
queriendo decir con ello que debería saber perdonar a todos y
siempre es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no
anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia
rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del
perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni
siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia
para con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje
cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo,
el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son
condición del perdón.
Así pues la estructura fundamental de la justicia penetra
siempre en el campo de la misericordia. Esta, sin embargo, tiene
la fuerza de conferir a la justicia un contenido nuevo que se
expresa de la manera más sencilla y plena en el perdón. Este en
efecto manifiesta que, además del proceso de «compensación» y
de «tregua» que es específico de la justicia, es necesario el
amor, para que el hombre se corrobore como tal. El cumplimiento
de las condiciones de la justicia es indispensable, sobre todo, a
fin de que el amor pueda revelar el propio rostro. Al analizar la
parábola del hijo pródigo, hemos llamado ya la atención sobre
el hecho de que aquél que perdona y aquél que es perdonado se
encuentran en un punto esencial, que es la dignidad, es decir, el
valor esencial del hombre que no puede dejarse perder y cuya
afirmación o cuyo reencuentro es fuente de la más grande
alegría 132. La Iglesia considera justamente como
propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la
autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento
como en la educación y en la pastoral. Ella no la protege de
otro modo más que custodiando la fuente, esto es, el misterio de
la misericordia de Dios mismo, revelado en Jesucristo.
En la base de la misión de la Iglesia, en todas las esferas
de que hablan numerosas indicaciones del reciente Concilio y la
plurisecular experiencia del apostolado, no hay más que el «sacar
de las fuentes del Salvador»133: es esto lo que
traza múltiples orientaciones a la misión de la Iglesia en la
vida de cada uno de los cristianos, de las comunidades y también
de todo el Pueblo de Dios. Este «sacar de las fuentes del
Salvador» no puede ser realizado de otro modo, si no es en
el espíritu de aquella pobreza a la que nos ha llamado el Señor
con la palabra y el ejemplo: «lo que habéis recibido
gratuitamente, dadlo gratuitamente»134. Así, en
todos los cambios de la vida y del ministerio de la Iglesia -a
través de la pobreza evangélica de los ministros y
dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio «de todas
las obras del Señor»- se ha manifestado aún mejor el Dios
«rico en misericordia».
VIII - ORACIÓN DE LA IGLESIA DE
NUESTROS TIEMPOS
15. La Iglesia recurre a la misericordia divina
La Iglesia proclama la verdad de la misericordia de Dios,
revelada en Cristo crucificado y resucitado, y la profesa de
varios modos. Además, trata de practicar la misericordia para
con los hombres a través de los hombres, viendo en ello una
condición indispensable de la solicitud por un mundo mejor y
«más humano», hoy y mañana. Sin embargo, en ningún momento y
en ningún período histórico -especialmente en una época tan
crítica como la nuestra- la Iglesia puede olvidar la oración
que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples
formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan.
Precisamente éste es el fundamental derecho-deber de la Iglesia
en Jesucristo: es el derecho-deber de la Iglesia para con Dios y
para con los hombres. La conciencia humana, cuanto más pierde el
sentido del significado mismo de la palabra «misericordia»,
sucumbiendo a la secularización; cuanto más se distancia del
misterio de la misericordia alejándose de Dios, tanto más la
Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la
misericordia «con poderosos clamores»135.
Estos poderosos clamores deben estar presentes en la Iglesia de
nuestros tiempos, dirigidos a Dios, para implorar su
misericordia, cuya manifestación ella profesa y proclama en
cuanto realizada en Jesús crucificado y resucitado, esto es, en
el misterio pascual. Es este misterio el que lleva en sí la más
completa revelación de la misericordia, es decir, del amor que
es más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que
todo mal, del amor que eleva al hombre de las caídas graves y lo
libera de las más grandes amenazas.
El hombre contemporáneo siente estas amenazas. Lo que, a este
respecto, ha sido dicho más arriba es solamente un simple
esbozo. El hombre contemporáneo se interroga con frecuencia, con
ansia profunda, sobre la solución de las terribles tensiones que
se han acumulado sobre el mundo y que se entrelazan en medio de
los hombres. Y si tal vez no tiene la valentía de pronunciar la
palabra «misericordia», o en su conciencia privada de todo
contenido religioso no encuentra su equivalente, tanto más se
hace necesario que la Iglesia pronuncie esta palabra, no sólo en
nombre propio sino también en nombre de todos los hombres
contemporáneos .
Es pues necesario que todo cuanto he dicho en el presente
documento sobre la misericordia se transforme continuamente en
una ferviente plegaria: en un grito que implore la misericordia
en conformidad con las necesidades del hombre en el mundo
contemporáneo. Que este grito condense toda la verdad sobre la
misericordia, que ha hallado tan rica expresión en la Sagrada
Escritura y en la Tradición, así como en la auténtica vida de
fe de tantas generaciones del Pueblo de Dios. Con tal grito nos
volvemos, como todos los escritores sagrados, al Dios que no
puede despreciar nada de lo que ha creado136, al Dios
que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor. Y al igual
que los profetas, recurramos al amor que tiene características
maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus
hijos, a toda oveja extraviada, aunque hubiese millones de
extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre
la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por
sus pecados un nuevo «diluvio», como lo mereció en su tiempo
la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos
ha revelado en su misión mesiánica y que alcanza su culmen en
la cruz, en su muerte y resurrección. Recurramos a Dios mediante
Cristo, recordando las palabras del Magníficat de María, que
proclama la misericordia «de generación en generación».
Imploremos la misericordia divina para la generación
contemporánea. La Iglesia que, siguiendo el ejemplo de María,
trata de ser también madre de los hombres en Dios, exprese en
esta plegaria su materna solicitud y al mismo tiempo su amor
confiado, del que nace la más ardiente necesidad de la oración.
Elevemos nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza,
la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones. Esta
actitud es asimismo amor hacia Dios, a quien a veces el hombre
contemporáneo ha alejado de sí, ha hecho ajeno a sí,
proclamando de diversas maneras que es algo «superfluo». Esto
es pues amor a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del hombre
contemporáneo sentimos profundamente, dispuestos a gritar con
Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen»137. Esto es al mismo tiempo amor a
los hombres, a todos los hombres sin excepción y división
alguna: sin diferencias de raza, cultura, lengua, concepción del
mundo, sin distinción entre amigos y enemigos. Esto es amor a
los hombres que desea todo bien verdadero a cada uno y a toda la
comunidad humana, a toda familia, nación, grupo social; a los
jóvenes, los adultos, los padres, los ancianos, los enfermos: es
amor a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir, solicitud
premurosa para garantizar a cada uno todo bien auténtico y
alejar y conjurar el mal.
Y, si alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la
esperanza que me inducen, en cuanto siervo de Cristo y ministro
de los misterios de Dios 138, a implorar en esta hora
de la historia la misericordia de Dios en favor de la humanidad,
que trate al menos de comprender el motivo de esta premura. Está
dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que,
según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está
amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo que,
develándonos la gran vocación del hombre, me ha impulsado a
confirmar en la Encíclica Redemptor Hominis su
incomparable dignidad, me obliga al mismo tiempo a proclamar la
misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo
misterio de Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal
misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la
historia de la Iglesia y del mundo, mientras nos encaminamos al
final del segundo Milenio.
En el nombre de Jesucristo, crucificado y resucitado, en el
espíritu de su misión mesiánica, que permanece en la historia
de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en esta
etapa de la historia se revele una vez más aquel Amor que está
en el Padre y que por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga
presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal:
más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por
intercesión de Aquella que no cesa de proclamar «la
misericordia de generación en generación», y también de
aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras
del sermón de la montaña: «Bienaventurados los
misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia»139.
Al continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano
II, en el que podemos ver justamente una nueva fase de la
autorrealización de la Iglesia -a medida de la época en que nos
ha tocado vivir- la Iglesia misma debe guiarse por la plena
conciencia de que en esta obra no le es lícito, en modo alguno,
replegarse sobre sí misma. La razón de su ser es en efecto la
de revelar a Dios, esto es, al Padre que nos permite «verlo» en
Cristo140. Por muy fuerte que pueda ser la resistencia
de la historia humana; por muy marcada que sea la heterogeneidad
de la civilización contemporánea; por muy grande que sea la
negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la
proximidad a ese misterio que, escondido desde los siglos en
Dios, ha sido después realmente participado al hombre en el
tiempo mediante Jesucristo.
Juan Pablo II
Con mi Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre,
primer domingo de Adviento, del año 1980, tercero de mi
Pontificado.
NOTAS
- (1) Ef 2, 4.
- (2) Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s.
- (3) Jn 14, 8 s.
- (4) Ef 2, 4 s
- (5) 2 Cor 1, 3.
- (6) Const. past. sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S. 58 (1966), p.
1042.
- (7) Cfr. ib.
- (8) 1 Tim 6, 16.
- (9) Rom 1, 20.
- (10) Jn 1, 18.
- (11) 1 Tim 6 16.
- (12) Tit 3, 4.
- (13) Ef 2, 4.
- (14) Cfr. Gén 1, 28.
- (15) Const. past. sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et Spes, 9: A.A.S. 58 (1966), p.
1032.
- (16) 2 Cor 1, 3.
- (17) Mt 6, 4. 6. 18.
- (18) Cfr. Ef 3, 18; además Lc 11,
5-13.
- (19) Lc 4, 18 s.
- (20) Lc 7, 19.
- (21) Lc 7, 22 s.
- (22) 1 Jn 4, 16.
- (23) Ef 2, 4.
- (24) Lc 15, 11-32
- (25) Lc 10, 30-37.
- (26) Mt 18, 23-35.
- (27) Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7
- (28) Lc 15, 8-10.
- (29) Mt 22, 38.
- (30) Mt 5, 7.
- (31) Cfr. Jue 3, 7-9
- (32) Cfr. 1 Re 8, 22-53
- (33) Cfr. Miq 7, 18-20.
- (34) Cfr. Is 1, 18; 51, 4-16.
- (35) Cfr. Bar 2, 11-3, 8.
- (36) Cfr. Neh 9.
- (37) Cfr. p. ej. Os 2, 21-25 y 15; Is
54, 6-8.
- (38) Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29.
- (39) Cfr. 2 Sam 11, 12, 24, 10.
- (40) Job passim.
- (41) Est 4, 17k ss.
- (42) Cfr. p. ej. Neh 9, 30-32; Tob 3,
2-3. 11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24.
- (43) Cfr. Ex 3, 7 s.
- (44) Cfr. Is 63, 9.
- (45) Ex 34, 6.
- (46) Cfr. Num 14, 18; 2 Par 30, 9; Neh
9, 17; Sal 86 (85), 15; Sab 15, 1; Eclo 2, 11; Jl 2, 13.
- (47) Cfr. Is 63, 16.
- (48) Cfr. Ex 4, 22.
- (49) Cfr. Os 2 3.
- (50) Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is
54, 7 s.
- (51) Sal 103 (102) y 145 (144).
- (52) Al definir la misericordia los
Libros del Antiguo Testamento usan sobre todo dos
expresiones, cada una de las cuales tiene un matiz
semántico distinto. Ante todo está el término hesed,
que indica una actitud profunda de « bondad ». Cuando
esa actitud se da entre dos hombres, éstos son no
solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo
tiempo recíprocamenre fieles en virtud de un compromiso
interior, por tanto también en virtud de una fidelidad
hacia sí mismos. Si además hesed significa también «
gracia » o « amor », esto es precisamente en base a
tal fidelidad. El hecho de que el compromiso en cuestión
tenga un carácter no sólo moral, sino casi jurídico,
no cambia nada. Cuando en el Antiguo Testamento el
vocablo hesed es referido el Señor, esto tiene lugar
siempre en relación con la alianza que Dios ha hecho con
Israel. Esa alianza fue, por parte de Dios, un don y una
gracia para Israel. Sin embargo, puesto que en coherencia
con la alianza hecha Dios se habia comprometido a
respetarla, hesed cobraba, en cierto modo, un contenido
legal. El compromiso juridico por parte de Dios dejaba de
obligar cuando Israel infringía la alianza y no
respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces
hesed, dejando de ser obligación jurídica, descubría
su aspecto más profundo: se manifiesta lo que era al
principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte
que la traición, gracia más fuerte que el pecado.
-
Esta fidelidad para con la
« hija de mi pueblo » infiel (cfr. Lam 4, 3. 6) es, en
definitiva, por parte de Dios, fidelidad a sí mismo.
Esto resulta frecuente sobre todo en el recurso frecuente
al binomio hesed we'emet (=gracia y fidelidad), que
podría considerarse una endíadis (cfr. por ej. Ex 34,
6; 2 Sam 2, 6; 15, 20; Sal 25 [24], 10; 40 [39], 11 s.;
85 [84], 11; 138 [137], 2; Miq 7, 20). « No lo hago por
vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de
mi nombre » (Ez 36, 22). Por tanto también Israel,
aunque lleno de culpas por haber roto la alianza, no
puede recurrir al hesed de Dios en base a una justicia
legal; no obstante, puede y debe continuar esperando y
tener confianza en obtenerlo, siendo el Dios de la
alianza realmente « responsable de su amor ». Frutos de
ese amor son el perdón, la restauración en la gracia y
el restablecimiento de la alianza interior.
-
El segundo vocablo, que en
la termenología del Antiguo Testamento sirve para
definir la misericordia, es rahamim. Este tiene un matiz
distinto del hesed. Mientras éste pone en evidencia los
caracteres de la fidelidad hacia sí mismo y de la «
responsabilidad del propio amor » (que son cartacteres
en cierto modo masculinos ), rahamin, ya en su raíz,
denota el amor de la madre (rehem= regazo materno). Desde
el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la
unidad que liga a la madre con el niño, brota una
relación particular con él, un amor particular. Se
puede decir que este amor es totalmente gratuito, no
fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una
necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una
variante casi « femenina » de la fidelidad masculina a
sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo
psicológico, rahamim engendra una escala de
sentimientos, entre los que están la bondad y la
ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la
disposición a perdonar.
-
El Antiguo Testamento
atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando
habla de él sirviéndose del término rahamim. Leemos en
Isaías: « ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su
mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas?
Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría » (Is 49,
15). Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa
fuerza de la maternidad, se expresa en los texos
véterotestamentarios de diversos modos: ya sea como
salvación de los peligros, especialmente de los
enemigos, ya sea también como perdón de los pecados
--respecto de cada individuo así como también de todo
Israel-- y, finalmente, en la prontitud para cumplir la
promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la
infidelidad humana, como leemos en Oseas: « Yo curaré
su rebeldía y los amaré generosamente » (Os 14, 5).
En la terminología del Antiguo Testamento encontramos
todavía otras expresiones, referidas diversamente al
mismo contenido fundamental. Sin embargo, las dos
antedichas merecen una atención particular. En ellas se
manifiesta claramente su original aspecto
antropomórfico: al presentar la misericordia divina, los
autores bíblicos se sirven de los términos que
corresponden a la conciencia y a la experiencia del
hombre contemporáneo suyo. La terminología griega usada
por los Setenta muestra una riqueza menor que la
hebraica: no ofrece, pues, todos los matices semánticos
propios del texto original. En cada caso, el Nuevo
Testamento construye sobre la riqueza y profundidad, que
ya distinguía el Antiguo.
- De ese modo heredamos del Antiguo
Testamento --casi en una síntesis especial-- no
solamente la riqueza de las expresiones usadas por
aquellos Libros para definir la misericordia divina, sino
también una específica, obviamente antropomórfica «
psicología » de Dios: la palpitante imagen de su amor,
que en contacto con el mal y en particular, con el pecado
del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia.
Esa imagen está compuesta, además del contenido más
bien general del verbo h nan, también por el contenido
de hesed y por el de rahamim. El término hanan expresa
un concepto más amplio; significa, en efecto, la
manifestación de la gracia, que comporta, por así
decir, una constante predisposición magnánima,
benévola y clemente.
Además de estos elementos semánticos fundamentales, el
concepto de misericordia en el Antiguo Testamento está
compuesto también por lo que encierra el verbo hamal,
que literalmente significa « perdonar (al enemigo
vencido) », pero también « manifestar piedad y
compasión » y, como consecuencia, perdón y remisión
de la culpa. También el término hus expresa piedad y
compasión, pero sobre todo en sentido afectivo. Estos
términos aparecen en los textos bíblicos más raramente
para indicar la misericordia. Además, conviene destacar
el ya recordado vocablo 'emet, que significa en primer
lugar « solidez, seguridad » (en el griego de los LXX:
« verdad ») y en segundo lugar, « fidelidad », y en
ese sentido parece relacionarse con el contenido
semántico propio del término hesed.
- (53) Sal 40, 11; 98, 2 s.; Is 45, 21;
51, 5. 8; 56, 1.
- (54) Sab 11, 24.
- (55) 1 Jn 4, 16.
- (56) Jer 31, 3.
- (57) Is 54, 10.
- (58) Jon 4, 2. 11; Sal 145, 9; Eclo
18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1.
- (59) Jn 14, 9.
- (60) En ambos casos se trata de hesed,
es decir de la fidelidad que Dios manifiesta al propio
amor hada su pueblo; fidelidad a las promesas, que
precisamente en la maternidad de la Madre de Dios
encontrarán su cumplimiento definitivo (cfr. Lc 1,
49-54).
- (61) Lc 1, 66-72. También en este
caso se trata de la misericordia con el significado de
hesed, en cuanto en las frases siguientes, en las que
Zacarías habla de las « entrañas misericordiosas de
nuestro Dios », se expresa claramente el segundo
significado, el de rahamim (traducción latina: viscera
misericordiae), que identifica más bien la misericordia
divina con el amor materno.
- (62) Cfr. Lc 15, 11-32
- (63) Lc 15, 18 s.
- (64) Lc 15, 20
- (65) Lc 15, 32
- (66) Cfr. Lc 15, 3-6
- (67) Cfr. Lc 15, 8 s.
- (68) 1 Cor 13, 4-8.
- (69) Cfr. Rom 12, 21.
- (70) Cfr. Liturgia de la Vigilia
pascual: « Exsultet ».
- (71) Act 10, 38.
- (72) Mt 9, 35.
- (73) Cfr. Mc 15, 37; Jn 19, 30.
- (74) Is 53, 5.
- (75) 2 Cor 5, 21.
- (76) Ib.
- (77) Credo nicenoconstantinopolitano.
- (78) Jn 3, 16.
- (79) Cfr. Jn 14, 9.
- (80) Mt 10, 28.
- (81) Flp 2, 8.
- (82) 2 Cor 5, 21.
- (83) Cfr. 1 Cor 15, 54 s.
- (84) Cfr. Lc 4, 18-21.
- (85) Cfr. Lc 7, 20-23.
- (86) Cfr. Is 35, 5; 61, 1-3
- (87) 1 Cor 15, 4.
- (88) Ap 21, 1.
- (89) Ap 21, 4.
- (90) Cfr. ib.
- (91) Ap 3, 20.
- (92) Cfr. Mt 24, 35.
- (93) Cfr. Ap 3, 20.
- (94) Mt 25, 40.
- (95) Mt 5, 7.
- (96) Jn 14, 9.
- (97) Rom 8, 32.
- (98) Mc 12, 27.
- (99) Jn 20, 19-23.
- (100) Cfr. Sal 89 (88), 2.
- (101) Lc 1, 50.
- (102) Cfr. 2 Cor 1, 21 s.
- (103) Lc 1, 50.
- (104) Cfr. Sal 85 (84), 11.
- (105) Lc 1, 50.
- (106) Cfr. Lc 4, 18.
- (107) Cfr. Lc 7, 22.
- (108) Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63.
- (109) Const. past. sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et Spes, 10: A.A.S. 58 (1966), p.
1032.
- (110) Ib.
- (111) Mt 5, 38.
- (112) Cfr. Jn 14, 9 s.
- (113) Ib.
- (114) Cfr. 1 Cor 11, 26; aclamación
en el « Misal Romano ».
- (115) Jn 3, 16.
- (116) 1 Jn 4, 8.
- (117) Cfr. 1 Cor 13, 4
- (118) 2 Cor 1, 3.
- (119) Rm 8, 26.
- (120) Mt 5, 7.
- (121) Cfr. Mt 25, 34-40.
- (122) Cfr. 1Cor 13, 4.
- (123) Cfr. Lc 15, 11-32.
- (124) Cfr. Lc 15, 1-10.
- (125) Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo
de Dios (1975), p. 482 (Clausura del Año Santo, 25
diciembre 1975).
- (126) Mt 5, 38.
- (127) Cfr. Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 40: A.A.S. 58
(1966), p. 1057 ss. Pablo VI, Exhort. Apost. Paterna cum
benevolentia, esp. nn. 1 y 6: A.A.S. 67 (1975), p. 7-9;
17-23.
- (128) Cfr. 1 Jn 2, 16.
- (129) Mt 6, 12.
- (130) Ef 4, 2; cfr. Gal 6, 2.
- (131) Mt 18, 22.
- (132) Cfr. Lc 15, 32.
- (133) Cfr. Is 12, 3.
- (134) Mt 10, 8.
- (135) Cfr. Heb 5, 7.
- (136) Cfr. Sab 11, 24; Sal 145 (144),
9; Gén 1, 31.
- (137) Lc 23, 34.
- (138) Cfr. 1 Cor 4, 1.
- (139) Mt 5, 7.
- (140) Cfr. Jn 14, 9.
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