El Corazón de Juan Pablo II - Carta Apostólica - Dies Domini, Parte I

LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO
"DIES DOMINI"
Carta Apostólica al episcopado, al clero y a los fieles
S.S. Juan Pablo II
31 de Mayo de 1998


 

ÍNDICE COMPLETO

Introducción
Capítulo I DIES DOMINI
  Celebración de la obra del Creador
« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)
« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » (Gn 1,1)
El « shabbat »: gozoso descanso del Creador
« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)
« Recordar » para « santificar »
Del sábado al domingo

Capítulo II  DIES CHRISTI   El día del Señor resucitado y el don del Espíritu
La Pascua semanal
El primer día de la semana
Diferencia progresiva del sábado
El día de la nueva creación
El octavo día, figura de la eternidad
El día de Cristo-luz
El día del don del Espíritu
El día de la fe
¡Un día irrenunciable!

Capítulo III   DIES ECCLESIAE   La asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
La asamblea eucarística
La Eucaristía dominical
El día de la Iglesia
Pueblo peregrino
Día de la esperanza
La mesa de la Palabra
La mesa del Cuerpo de Cristo
Banquete pascual y encuentro fraterno
De la Misa a la « misión »
El precepto dominical
Celebración gozosa y animada por el canto
Celebración atrayente y participada
Otros momentos del domingo cristiano
Asambleas dominicales sin sacerdote
Transmisión por radio y televisión

Capítulo IV  DIES HOMINIS   El domingo día de alegría, descanso y solidaridad.
La « alegría plena » de Cristo
La observancia del sábado
El día del descanso
Día de la solidaridad

Capítulo V DIES DIERUM  El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo
Cristo Alfa y Omega del tiempo
El domingo en el año litúrgico

CONCLUSIÓN
 


PARTE I

Venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:

1. El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos—(1) ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la « nueva creación » (cf. 2 Co 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del « último día », cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y « hará un mundo nuevo » (cf. Ap 21,5).

Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación del Salmista: « Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo » (Sal 118 [117],24). Esta invitación al gozo, propio de la liturgia de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro « muy temprano, el primer día después del sábado » (Mc 16,2), lo encontraron vacío. Es una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían « arder su corazón » mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y revelándose « al partir el pan » (cf. Lc 24,32.35). Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).

2. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio del tiempo. En efecto, —como recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual—, de Cristo « es el tiempo y la eternidad ». Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo, el día de la resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino final del mundo.

Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del siglo IV, que el « día del Señor » es el « señor de los días ».(2) Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a san Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día ».(3) Ésta es efectivamente para los cristianos la « fiesta primordial »,(4) instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino para poner de relieve su sentido más profundo.

3. Su importancia fundamental, reconocida siempre en los dos mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: « La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón "día del Señor" o domingo ».(5) Pablo VI subrayó de nuevo esta importancia al aprobar el nuevo Calendario romano general y las Normas universales que regulan el ordenamiento del Año litúrgico.(6) La proximidad del tercer milenio, al apremiar a los creyentes a reflexionar a la luz de Cristo sobre el camino de la historia, los invita también a descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su « misterio », el valor de su celebración, su significado para la existencia cristiana y humana.

Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del magisterio e iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al Concilio, vosotros, queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual como conjuntamente —ayudados por vuestro clero— habéis emprendido sobre este importante tema. En los umbrales del Gran Jubileo del año 2000 he querido ofreceros esta Carta apostólica para apoyar vuestra labor pastoral en un sector tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros, queridos fieles, como haciéndome presente en cada comunidad donde todos los domingos os reunís con vuestros Pastores para celebrar la Eucaristía y el « día del Señor ». Muchas de las reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica han madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de asumir el ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a las parroquias romanas, efectuadas precisamente de manera regular en los domingos de los diversos períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles, reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las razones para vivirlo como verdadero « día del Señor », incluso en las nuevas circunstancias de nuestro tiempo.

4. Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado relativamente reciente, la « santificación » del domingo estaba favorecida, en los Países de tradición cristiana, por una amplia participación popular y casi por la organización misma de la sociedad civil, que preveía el descanso dominical como punto fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales. Pero hoy, en los mismos Países en los que las leyes establecen el carácter festivo de este día, la evolución de las condiciones socioeconómicas a menudo ha terminado por modificar profundamente los comportamientos colectivos y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado ampliamente la práctica del « fin de semana », entendido como tiempo semanal de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a menudo por la participación en actividades culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo coincide en general precisamente con los días festivos. Se trata de un fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos positivos en la medida en que puede contribuir al respeto de valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la vida social en su conjunto. Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también a la exigencia de « hacer fiesta », propia del ser humano. Por desgracia, cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro « fin de semana », puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el « cielo ». Entonces, aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de « hacer fiesta ».(7)

A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que no confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera santificación del día del Señor, con el « fin de semana », entendido fundamentalmente como tiempo de mero descanso o diversión. A este respecto, urge una auténtica madurez espiritual que ayude a los cristianos a « ser ellos mismos », en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). Esto ha de significar también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo, incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo.

5. La situación, desde este punto de vista, se presenta más bien confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas Iglesias jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración dominical, tanto en las ciudades como en los pueblos más alejados. Al contrario, en otras regiones, debido a las mencionadas dificultades sociológicas y quizás por la falta de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente bajo de participantes en la liturgia dominical. En la conciencia de muchos fieles parece disminuir no sólo el sentido de la centralidad de la Eucaristía, sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro de la comunidad eclesial.

A todo esto se añade que, no sólo en los Países de misión, sino también en los de antigua evangelización, por escasez de sacerdotes a veces no se puede garantizar la celebración eucarística dominical en cada comunidad.

6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus consiguientes interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana. Actuando así nos situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada firmemente por el Concilio Vaticano II al enseñar que, en el domingo, « los fieles deben reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (cf. 1 P 1,3) ».(8)

7. En efecto, el deber de santificar el domingo, sobre todo con la participación en la Eucaristía y con un descanso lleno de alegría cristiana y de fraternidad, se comprende bien si se tienen presentes las múltiples dimensiones de ese día, al que dedicaremos atención en la presente Carta.

Este es un día que constituye el centro mismo de la vida cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me ha cansado de repetir: « ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! »,(9) en esta misma línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de nuevo el domingo: ¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega « su día » como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida.


CAPÍTULO I

DIES DOMINI

Celebración de la obra del Creador

« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)

8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado. Es la celebración de la « nueva creación ». Pero precisamente este aspecto, si se comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la Escritura, desde sus primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4,4), no es menos verdad que, gracias a su mismo misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su Evangelio: « Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho » (1,3). Lo subraya también Pablo al escribir a los Colosenses: « Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y para él » (1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando « de entre los muertos: el primero de todos » (1 Co 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el momento de su retorno glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios lo será todo para todos » (1 Co 15,24.28).

Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba esta « misión cósmica » de Cristo. Esta visión cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de Dios cuando, al terminar todo su trabajo, « bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3). Entonces —según el autor sacerdotal de la primera narración bíblica de la creación— empezaba el « sábado », tan característico de la primera Alianza, el cual en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la nueva y definitiva Alianza. El mismo tema del « descanso de Dios » (cf. Gn 2,2) y del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con la entrada en la tierra prometida (cf. Ex 33,14; Dt 3,20; 12,9; Jos 21,44; Sal 95 [94],11), en el Nuevo Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo « descanso sabático » (Hb 4,9) en el que Cristo mismo entró con su resurrección y en el que está llamado a entrar el pueblo de Dios, perseverando en su actitud de obediencia filial (cf. Hb 4,3-16). Es necesario, pues, releer la gran página de la creación y profundizar en la teología del « sábado », para entrar en la plena comprensión del domingo.

« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » » (Gn 1,1)

9. El estilo poético de la narración genesíaca describe muy bien el asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la creación y el sentimiento de adoración que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada todas las cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso, un himno al Creador del universo, señalado como el único Señor ante las frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y misericordiosa de Dios.

« Vio Dios que estaba bien » (Gn 1,10.12, etc.). Este estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever al mismo tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para su posible regeneración: el mundo es bueno en la medida en que permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo, después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta dialéctica, obviamente, no atañe directamente a las cosas inanimadas y a los animales, sino a los seres humanos, a los cuales se ha concedido el don incomparable, pero también arriesgado, de la libertad. La Biblia, después de las narraciones de la creación, pone de relieve este contraste dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito oscuro del pecado y de la muerte (cf. Gn 3).

10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La « conclusión » de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del hombre. « Dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho » (Gn 2,2). A través de este lenguaje antropomórfico del « trabajo » divino, la Biblia no sólo nos abre una luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado, sino que proyecta también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos. El « trabajo » de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto, el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también a « construir » el mundo, haciéndose así « colaborador » de Dios. Los primeros capítulos del Génesis, como exponía en la Encíclica Laborem exercens, constituyen en cierto sentido el primer « evangelio del trabajo ».(10) Es una verdad subrayada también por el Concilio Vaticano II: « El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra ».(11)

La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de la técnica, de la cultura en sus diversas expresiones —desarrollo cada vez más rápido y hoy incluso vertiginoso— es el fruto, en la historia del mundo, de la misión con la que Dios confió al hombre y a la mujer el cometido y la responsabilidad de llenar la tierra y de someterla mediante el trabajo, observando su Ley.

El « shabbat »: gozoso descanso del Creador

11. Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el « trabajo » de Dios, lo es también su « descanso ». « Concluyó en el séptimo día su trabajo » (Gn 2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo lleno de un fecundo mensaje.

En efecto, el « descanso » de Dios no puede interpretarse banalmente como una especie de « inactividad » de Dios. El acto creador que está en la base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar, como Jesús mismo se preocupa de recordar precisamente con referencia al precepto del sábado: « Mi Padre actúa siempre y también yo actuó » (Jn 5,17). El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un trabajo « bien hecho » (Gn 1,31), salido de sus manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia: una mirada « contemplativa », que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la belleza de lo realizado; una mirada sobre todas las cosas, pero de modo particular sobre el hombre, vértice de la creación. Es una mirada en la que de alguna manera se puede intuir la dinámica « esponsal » de la relación que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a comprometerse en un pacto de amor. Es lo que él realizará progresivamente, en la perspectiva de la salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la alianza salvífica establecida con Israel y culminada después en Cristo: será precisamente el Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu Santo y la constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien distribuirá el don de misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda la humanidad.

12. En el designio del Creador hay una distinción, pero también una relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Ya lo subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al « shabbat » respecto no sólo al misterioso « descanso » de Dios después de los días de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a la salvación ofrecida por él a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15). El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón. En uno y otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas, que él se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8).

En efecto, para comprender el « shabbat », el « descanso » de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición hebraica misma,(12) conviene destacar la intensidad esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: « Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor » (2,20-22).

« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)

13. El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los ordenamientos meramente cultuales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro del Decálogo, las « diez palabras » que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre. Al analizar este mandamiento en la perspectiva de las estructuras fundamentales de la ética, Israel y luego la Iglesia no lo consideran una mera disposición de disciplina religiosa comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable de su relación con Dios, anunciada y propuesta por la revelación bíblica. Con en esta perspectiva es como se ha de descubrir hoy este precepto por parte de los cristianos. Si este precepto tiene también una convergencia natural con la necesidad humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a la fe para descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de banalizarlo y traicionarlo.

14. El día del descanso es tal ante todo porque es el día « bendecido » y « santificado » por Dios, o sea, separado de los otros días para ser, entre todos, el « día del Señor ».

Para comprender plenamente el sentido de esta « santificación » del sábado, en la primera narración bíblica de la creación, conviene mirar el conjunto del texto del cual emerge claramente como cada realidad está orientada, sin excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen. Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días del hombre.

Por tanto, si él « santifica » el séptimo día con una bendición especial y lo hace « su día » por excelencia, esto se ha de entender precisamente en la dinámica profunda del diálogo de alianza, es más, del diálogo « esponsal ». Es un diálogo de amor que no conoce interrupciones y que sin embargo no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las diversas facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias e indirectas a las más intensas, que las palabras de la Escritura y los testimonios de tantos místicos no temen también en describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor nupcial.

15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la persona. El « día del Señor » es, por excelencia, el día de esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de toda la creación.

Precisamente por esto es también el día del descanso. La interrupción del ritmo a menudo avasallador de las ocupaciones expresa, con el lenguaje plástico de la « novedad » y del « desapego », el reconocimiento de la dependencia propia y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El día del Señor recalca continuamente este principio. El « sábado » ha sido pues interpretado sugestivamente como un elemento típico de aquella especie de « arquitectura sacra » del tiempo que caracteriza la revelación bíblica.(13) El sábado recuerda que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y que el hombre no puede dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el mundo sin tomar constantemente conciencia de esta verdad.

« Recordar » para « santificar »

16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios impone la observancia del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una formulación característica: « Recuerda el día del sábado para santificarlo » (20,8). Más adelante el texto inspirado da su motivación refiriéndose a la obra de Dios: « Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado » (11). Antes de imponer algo que hacer el mandamiento señala algo que recordar. Invita a recordar la obra grande y fundamental de Dios como es la creación. Es un recuerdo que debe animar toda la vida religiosa del hombre, para confluir después en el día en que el hombre es llamado a descansar. El descanso asume así un valor típicamente sagrado: el fiel es invitado a descansar no sólo como Dios ha descansado, sino a descansar en el Señor, refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal.

17. El tema del « recuerdo » de las maravillas hechas por Dios, en relación con el descanso sabático, se encuentra también en el texto del Deuteronomio (5,12-15), donde el fundamento del precepto se apoya no tanto en la obra de la creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo por Dios en el Éxodo: « Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado » (Dt 5,15).

Esta formulación parece complementaria de la anterior. Consideradas juntas, manifiestan el sentido del « día del Señor » en una perspectiva unitaria de teología de la creación y de la salvación. El contenido del precepto no es pues primariamente una interrupción del trabajo, sino la celebración de las maravillas obradas por Dios.

En la medida en que este « recuerdo », lleno de agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso del hombre, en el día del Señor, asume también su pleno significado. Con el descanso el hombre entra en la dimensión del « descanso » de Dios y participa del mismo profundamente, haciéndose así capaz de experimentar la emoción de aquel mismo gozo que el Creador experimentó después de la creación viendo « cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1,31).

Del sábado al domingo

18. Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido « espiritual » del sábado, como subraya san Gregorio Magno: « Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo ».(14) Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la creación, « que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto » (Rm 8,22), ha conocido su nuevo « éxodo » hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden exclamar, con Cristo, « ¡Abbá, Padre! » (Rm 8,15; Ga 4,6). A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del « sábado » se pasa al « primer día después del sábado »; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi!


CAPÍTULO II

DIES CHRISTI

El día del Señor resucitado y el don del Espíritu

La Pascua semanal

19. « Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana »: así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio I,(15) testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del « santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días ».(16) San Agustín llama al domingo « sacramento de la Pascua ».(17)

Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada domingo es la anastásimos heméra, el día de la resurrección,(18) y precisamente por ello es el centro de todo el culto.

A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces —como se ha dicho— en la obra misma de la creación y, más directamente, en el misterio del « descanso » bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo.

20. Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar « el primer día después del sábado » (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después —como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)— los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y « los que acogieron su palabra fueron bautizados » (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.

El primer día de la semana

21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, « el primer día después del sábado », primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2). « Primer día después del sábado » era también cuando los fieles de Tróada se encontraban reunidos « para la fracción del pan », Pablo les dirigió un discurso de despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12). El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día de la semana el « día del Señor » (1,10). De hecho, ésta será una de las características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía, desde principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, constatando la costumbre de los cristianos « de reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios ».(19) En efecto, cuando los cristianos decían « día del Señor », lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva del mensaje pascual: « Cristo Jesús es Señor » (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co 12,3). De este modo se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta traducían, en la revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no era lícito pronunciar.

22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo semanal de los días no era conocido generalmente en las regiones donde se difundía el Evangelio, y los días festivos de los calendarios griego y romano no coincidían con el domingo cristiano. Esto comportaba para los cristianos una notable dificultad para observar el día del Señor con su carácter fijo semanal. Así se explica por qué los cristianos se veían obligados a reunirse antes del amanecer.(20) Sin embargo, se imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada en el Nuevo Testamento y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento. Lo subrayan los Apologístas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y predicaciones. El misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47), Cristo resucitado debía haber explicado a los discípulos. A la luz de esos textos, la celebración del día de la resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico capaz de expresar toda la novedad del misterio cristiano.

Diferencia progresiva del sábado

23. La catequesis de los primeros siglos insiste en esta novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga y practicar el descanso prescrito por la Ley. Los Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un primer momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando « las escrituras de los profetas que se leen cada sábado » (Hch 13,27). En algunas comunidades se podía ver como la observancia del sábado coexistía con la celebración dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a distinguir los dos días de forma cada vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia de los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía escribe: « Si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte [...], misterio por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas, discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como a su maestro? ».(21) A su vez, san Agustín observa: « Por esto el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana ».(22) La diferencia del domingo respecto al sábado judío se fue consolidando cada vez más en la conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos de la historia, por el énfasis dado a la obligación del descanso festivo, se dará una cierta tendencia de « sabatización » del día del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el sábado y el domingo se han observado como « dos días hermanos ».(23)

El día de la nueva creación

24. La comparación del domingo cristiano con la concepción sabática, propia del Antiguo Testamento, suscitó también investigaciones teológicas de gran interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión entre la resurrección y la creación. En efecto, la reflexión cristiana relacionó espontáneamente la resurrección ocurrida « el primer día de la semana » con el primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn 1,1-2,4), con la que el libro del Génesis narra el hecho de la creación: el día de la creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación invita a comprender la resurrección como inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él, « primogénito de toda la creación » (Col 1,15), también el « primogénito de entre los muertos » (Col 1,18).

25. El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo. « Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos » (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La liturgia señala esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a celebrar los bautismos, además de en la Vigilia pascual, también en este día semanal « en que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor »,24 sea sugiriendo, como oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con el agua bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda existencia cristiana.(25)

El octavo día, figura de la eternidad

26. Por otra parte, el hecho de que el sábado fuera el séptimo día de la semana llevó a considerar el día del Señor a la luz de un simbolismo complementario, muy querido por los Padres: el domingo, además de primer día, es también el « día octavo », situado, respecto a la sucesión septenaria de los días, en una posición única y trascendente, evocadora no sólo del inicio del tiempo, sino también de su final en el « siglo futuro ». San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino.(26) En la perspectiva del último día, que realiza plenamente el simbolismo anticipador del sábado, san Agustín concluye las Confesiones hablando del eschaton como « paz del descanso, paz del sábado, paz sin ocaso ».(27) La celebración del domingo, día « primero » y a la vez « octavo », proyecta al cristiano hacia la meta de la vida eterna.(28)

El día de Cristo-luz

27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica pastoral dieron al día del Señor. En efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar, para el domingo, el contenido del « día del sol », expresión con la que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas,(29) apartando a los fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero « sol » de la humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos, utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos hacían su reunión « en el día llamado del sol »,(30) pero la referencia a esta expresión tiene ya para los creyentes un sentido nuevo, perfectamente evangélico.(31) En efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también 1,4-5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las Horas(32) y tiene un particular énfasis en la vigilia nocturna que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación, el asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el « sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte » (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como « luz para alumbrar a las naciones » (Lc 2,32).

El día del don del Espíritu

28. Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con referencia al Espíritu Santo, día del « fuego ». En efecto, la luz de Cristo está íntimamente vinculada al « fuego » del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del domingo cristiano.(33) Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos » (Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también domingo cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como « viento impetuoso » y « fuego » (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que anima permanentemente a la Iglesia.(34) Si este acontecimiento tiene su tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye el « gran domingo »,(35) éste, precisamente por su íntima conexión con el misterio pascual, permanece también inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La « Pascua de la semana » se convierte así como en el « Pentecostés de la semana », donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu.

El día de la fe

29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, « memoria » viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26), hace de la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el « hoy » de cada discípulo de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se sienten interpelados como el apóstol Tomás: « Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente » (Jn 20, 27). Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas, prevé la profesión de fe. El « Credo », recitado o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día en el que, por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales. Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús resucitado, presente en los « santos signos », y confiesa con el apóstol Tomás « Señor mío y Dios mío » (Jn 20,28).

¡ Un día irrenunciable !

30. Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. Un autor oriental de principios del siglo III refiere que ya entonces en cada región los fieles santificaban regularmente el domingo.(36) La práctica espontánea pasó a ser después norma establecida jurídicamente: el día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer más difícil la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia sensible y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos. En particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor. En este mismo sentido, ante una hipótesis de reforma del calendario eclesial en relación con variaciones de los sistemas del calendario civil, el Concilio Ecuménico Vaticano II declara que la Iglesia « no se opone a los diferentes sistemas [...], siempre que garanticen y conserven la semana de siete días con el domingo ».(37) A las puertas del tercer Milenio, la celebración del domingo cristiano, por los significados que evoca y las dimensiones que implica en relación con los fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento característico de la identidad cristiana.


CAPÍTULO III

DIES ECCLESIAE

La asamblea eucarística, centro del domingo

La presencia del Resucitado

31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.

Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado a formar parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es importante que se reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida « para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga 3,28) mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el pueblo de los redimidos formado por « hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación » (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados « acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2,42).

La asamblea eucarística

32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente ».(39) La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10,17). Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en la Eucaristía.(40)

La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el día en el que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)

33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: « ¡Paz a vosotros! » Al volver Cristo entre ellos « ocho días más tarde » (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en el « día del Señor » o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: « Dichosos los que no han visto y han creído » (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando « tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando » (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la « fracción del pan », como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.

La Eucaristía dominical

34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la Iglesia,(42) que tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: « La principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros ».(43) La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración eucarística.

La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan, precisamente porque se celebra « el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal »,(44) subraya con nuevo énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la « fracción del pan », se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal,(45) implorando al Padre que se acuerde « de la Iglesia extendida por toda la tierra », y la haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.

El día de la Iglesia

35. El dies Domini se manifiesta así también como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía ».(46) En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de « trabajar para que florezca el sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical ».(47) En la misma línea se sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial, precisamente para « fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del Obispo ».(48)

36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por » y « en » la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su « ministerio » de « iglesias domésticas », cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida.(50) A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños, según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas.(51)

En las Misas dominicales de la parroquia, como « comunidad eucarística »,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial.(54) Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las Iglesias particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en consideración de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta el bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.

Pueblo peregrino

37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el último « día del Señor », el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia(55) y se hace visible en cada celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar de manera concreta la gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor intensidad la gloria futura de su « retorno ». Esto hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más claramente su carácter « esponsal », anticipa de algún modo la realidad escatológica de la Jerusalén celestial. Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para la espera del « divino Esposo », la Iglesia hace como un « ejercicio del deseo »,(56) en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto a Dios, « engalanada como una novia ataviada para su esposo » (Ap 21,2).

Día de la esperanza

38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la participación en la « cena del Señor » es anticipación del banquete escatológico por las « bodas del Cordero » (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de « la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada con este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza humana misma. Por este motivo, en la oración « universal » se recuerdan no sólo las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad; la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, atestigua así al mundo que hace suyos « el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, —al culminar con el ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—, manifiesta de manera más evidente que es « como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(59)

La mesa de la Palabra

39. En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: « está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura ».(60) En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que « la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto ».(61) El mismo Concilio ha establecido que, « para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos ».(62) Ha dispuesto, además, que en las Misas de los domingos, así como en las de los días de precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave.(63) Estas oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días festivos, escribía: « Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la perfecta unidad de la Iglesia ».(64)

40. Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical, de que manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios.(65) Ambos aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir una « nueva responsabilidad » ante la misma, haciendo « resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado ».(66) Por otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial,(67) no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía —sacerdotes, ministros y fieles—,(68) a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de nuestro tiempo.

41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua « conversión ». La asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco, la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su « sí », renovando la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su « Amén » (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.(69)

La mesa del Cuerpo de Cristo

42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el « día del Señor », la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros días, como la gran « acción de gracias », con la cual la Iglesia, llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia los acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos a la luz de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole « por Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo ». De este modo la comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho de que todas las cosas han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino en forma de siervo para compartir y redimir nuestra condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10), para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y vida. En fin, al adherirse con su « Amén » a la doxología eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la esperanza hacia la meta escatológica, cuando Cristo « entregue a Dios Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo » (1 Co 15,24.28).

43. Este movimiento « ascendente » es propio de toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa dominical, por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte, esta alegría « eucarística », que « levanta el corazón », es fruto del « movimiento descendente » de Dios hacia nosotros y que permanece grabado perennemente en la esencia sacrificial de la Eucaristía, celebración y expresión suprema del misterio de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz » (Flp 2,8).

En efecto, la Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta ».(70) A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: « En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo ».(71) Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.

Banquete pascual y encuentro fraterno

44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros ».(72) Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación,(73) según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del domingo y de los otros días festivos.

Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración(74) y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: « Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda » (Mt 5,23-24).

De la Misa a la « misión »

45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión —bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado « en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).

El precepto dominical

46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. « Dejad todo en el día del Señor —dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles— y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno? ».(75) La llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.

San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades.(76) Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular, que respondieron a sus acusadores: « Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley »; « nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor ». Y una de las mártires confesó: « Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana ».(77)

47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos decretos de Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo obvia.(80)

El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma diciendo que « el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa ».(82) Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.

48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras veces —y más a menudo— indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular a los Obispos preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo ».(84)

49. Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86) y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo.(87) En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces « prefestiva », pero que en realidad es « festiva » a todos los efectos, es la del domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración universal.

Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa.(89)

Celebración gozosa y animada por el canto

50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable.

Celebración atrayente y participada

51. Es necesario además esforzarse para que todos los presentes —jóvenes y adultos— se sientan interesados, procurando que los fieles intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia sugiere y recomienda.(90) Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo.(91) Aquí está el fundamento de la distinción, más que meramente disciplinar, entre la función propia del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y a los fieles no ordenados.(92) No obstante, los fieles han de ser también conscientes de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, « participan en la celebración de la Eucaristía ».(93) Aun en la distinción de funciones, ellos « ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su función propia en la acción litúrgica »(94) recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida santa.

Otros momentos del domingo cristiano

52. Si la participación en la Eucaristía es el centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de « santificarlo ». En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello lleva a cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico —vida en familia, relaciones sociales, momentos de diversión— un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también para vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además, ¿por qué no programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas de oración —como son concretamente la celebración solemne de las Vísperas— o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del domingo o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el don propio de la Eucaristía?

Esta forma bastante tradicional de « santificar el domingo » se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu Santo mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con las dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte una nueva exigencia de oración en sus múltiples formas. Se recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral.

Asambleas dominicales sin sacerdote

53. Está el problema de las parroquias que no pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también pueden darse situaciones de emergencia en los Países de secular tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad parroquial. La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote,(95) según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se confía a las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin embargo, debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias para que los fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos lejanos.

Transmisión por radio y televisión

54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98) Obviamente este tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto dominical, que exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso servicio de los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical produce también abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo como verdadero « día del Señor » y « día de la Iglesia ».

 

Continuación a PARTE II>>>

 

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