CARTA A LOS
OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE Y LA MUJER
EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
-Congregación
para la Doctrina de la Fe.
-Fechada el 31 de Mayo, 2004; publicada el 31 julio, 2004
Síntesis
del documento
(VIS)
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abajo: Documento
completo
El Santo Padre lo aprobó durante una audiencia con el cardenal Joseph
Ratzinger, prefecto de ese dicasterio, y ordenó su publicación.
La carta, de 37 páginas, consta de una
introducción, cuatro capítulos y una conclusión. Los capítulos se
titulan: I El problema; II Los datos fundamentales de la antropología
bíblica; III La actualidad de los valores femeninos en la vida de la
sociedad; IV La actualidad de los valores femeninos en la vida de la
Iglesia.
El arzobispo Angelo Amato, S.D.B.,
secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha explicado el
fin y el contenido del documento en una entrevista a Radio Vaticano, que
reproducimos a continuación.
Radio Vaticano: "Tras la 'Mulieres
dignitatem' (15 de agosto de 1988) y la Carta a las mujeres (29 de junio
de 1995), del Santo Padre Juan Pablo II, qué dice de nuevo sobre la
mujer esta intervención doctrinal de la Congregación para la Doctrina de
la Fe?"
Arzobispo Amato: La novedad reside en la
respuesta a dos tendencias bien delineadas en la cultura contemporánea.
La primera tendencia subraya fuertemente
la condición de subordinación de la mujer, que para ser ella misma
tendría que constituirse en antagonista del hombre. Se plantea, por lo
tanto, una rivalidad radical entre los sexos, según la cual la identidad
y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro.
Para evitar esta contraposición, hay una
segunda corriente que tiende a cancelar las diferencias entre los dos
sexos. La diferencia corporal, llamada sexo, se minimiza y se considera
un simple efecto de los condicionamientos socio-culturales. Se
evidencia, así, como máximo, la dimensión estrictamente cultural,
llamada género. De ahí nace el cuestionamiento de la índole natural de
la familia, compuesta por padre y madre, la equiparación de la
homosexualidad a la heterosexualidad, la propuesta de una sexualidad
polimorfa.
R.V. Cuál es la raíz de esta última
tendencia?
A.A: Según esta perspectiva
antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí misma características
que se impondrían de manera absoluta: toda persona podría o debería
configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de toda
predeterminación biológica.
Frente a estas concepciones erróneas la
Iglesia reafirma algunos aspectos esenciales de la antropología
cristiana fundados en los datos revelados en la Sagrada Escritura.
R.V: Qué dice la Biblia al respecto?
A.A. La parte más amplia del documento
está dedicada a una meditación sapiencial de los textos bíblicos sobre
la creación del hombre y la mujer.
El primer texto del Génesis, 1,1-2,4,
describe la potencia creadora de Dios que obra realizando distinciones
en el caos primigenio (luz, tinieblas, mar, tierra, plantas, animales)
creando en fin al ser humano 'a imagen de Dios le creó, hombre y mujer
los creó'.
La segunda narración de la creación (Gn
2,4-25) confirma la importancia esencial de la diferencia sexual. Al
lado del primer hombre, Adán, Dios coloca a la mujer, creada de su misma
carne y envuelta por el mismo misterio.
R.V Qué significa?
A.A: El texto bíblico ofrece tres
importantes indicaciones. El ser humano es una persona, de igual manera
el hombre y la mujer. Están en relación recíproca.
En segundo lugar, el cuerpo humano,
marcado por el sello de la masculinidad o la feminidad, está llamado a
existir en la comunión y en el don recíproco. Por esto el matrimonio es
la primera y fundamental dimensión de esta vocación.
En tercer lugar, si bien trastornadas y
obscurecidas por el pecado, estas disposiciones originarias del Creador
no podrán ser nunca anuladas.
La antropología bíblica por tanto sugiere
afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni de
revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la
diferencia de sexos.
R.V. Hay otras indicaciones bíblicas?
A.A.: La carta ofrece consideraciones
teológicas sobre la perspectiva esponsal de la salvación. En el Antiguo
Testamento, por ejemplo, se configura una historia salvífica que pone
simultáneamente en juego la participación de lo masculino y de lo
femenino mediante las metáforas de esposo-esposa y de alianza. Se trata
de un léxico nupcial que orienta al lector sea hacia la figura masculina
del Siervo sufriente que hacia aquella femenina de Sión.
En el Nuevo Testamento se cumplen todas
estas prefiguraciones. Por una parte María, como la hija elegida de Sión,
recapitula la condición de Israel-esposa a la espera del día de su
salvación. Por otra parte, en Jesús, que asume en su persona el amor de
Dios por su pueblo, como el amor de un esposo por su esposa.
San Pablo desarrolla todo el sentido
nupcial de la redención concibiendo la vida cristiana como un misterio
nupcial entre Cristo y su esposa, la Iglesia. Injertados en este
misterio de gracia, los esposos cristianos, no obstante el pecado y sus
consecuencias, pueden vivir su unión en el amor y la fidelidad
recíprocos.
La consecuencia es que el hombre y la
mujer no advierten ya sus diferencias en términos de rivalidad y
oposición, sino en términos de armonía y colaboración.
R.V Cuál es la aportación de lo femenino
a la sociedad?
A.A La mujer, diversamente del hombre,
tiene un carisma propio que se ha dado en llamar "la capacidad de
acogida del otro". Se trata de una intuición unida a su capacidad física
de dar la vida, que la orienta al crecimiento y a la protección de los
otros. Es el 'genio de la mujer' que le permite adquirir muy pronto
madurez, sentido de responsabilidad, respeto por lo concreto,
resistencia ante las adversidades. Este patrimonio virtuoso impulsa a
las mujeres a estar presentes activamente en la familia y en la
sociedad, proponiendo soluciones innovadoras a los problemas económicos
y sociales.
R.V. Cómo se concilia en la mujer el
trabajo con su papel en la familia?
A.A. Se trata de un problema importante.
La sociedad debe valorar adecuadamente el trabajo desarrollado por las
mujeres en la familia y en la educación de los hijos, reconociendo su
valor en el ámbito social y económico.
R.V. Cómo se configura hoy la aportación
de la mujer a la vida de la Iglesia?
A.A. En la Iglesia el signo de la mujer
es más que nunca central y fecundo. Ya desde el principio la Iglesia se
consideró una comunidad vinculada a Cristo por una relación de amor. En
tal sentido, la Iglesia, esposa de Cristo, ha visto siempre en María su
madre y modelo. Aprende de ella algunos comportamientos fundamentales
como la acogida en la fe de la palabra de Dios y el conocimiento
profundo de la intimidad con Jesús y de su amor misericordioso.
La referencia a María, con sus
disposiciones de escucha, de acogida, de humildad, fidelidad, alabanza y
espera, coloca a la Iglesia en continuidad con la historia espiritual de
Israel. Aun siendo estas actitudes comunes en cada bautizado, de hecho
es característico de la mujer vivirlas con una intensidad y una
naturalidad particulares. Así, las mujeres tienen un papel de la mayor
importancia en la Iglesia, pasando a ser modelo y testigo para todos los
cristianos de cómo la Esposa debe corresponder al amor del Esposo. De
esa manera contribuye de forma única a manifestar el rostro de la
Iglesia como madre de los creyentes.
R.V Le gustaría añadir unas palabras para
terminar?
A.A. Las palabras de conclusión son dos:
redescubrimiento y conversión. Redescubrimiento de la dignidad común del
hombre y la mujer, en el reconocimiento recíproco y en la colaboración.
Conversión por parte del hombre y de la mujer a su identidad originaria
de 'imagen de Dios', cada uno según su propia gracia.
La Introducción de la Carta dice:
"Experta en humanidad, la Iglesia ha
estado siempre interesada en todo lo que se refiere al hombre y a la
mujer. En estos últimos tiempos se ha reflexionado mucho acerca de la
dignidad de la mujer, sus derechos y deberes en los diversos sectores de
la comunidad civil y eclesial. Habiendo contribuido a la profundización
de esta temática fundamental, particularmente con la enseñanza de Juan
Pablo II, la Iglesia se siente ahora interpelada por algunas corrientes
de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con la finalidad
genuina de la promoción de la mujer.
"Este documento, después de una breve
presentación y valoración crítica de algunas concepciones antropológicas
actuales, desea proponer reflexiones inspiradas en los datos doctrinales
de la antropología bíblica, que son indispensables para salvaguardar la
identidad de la persona humana. Se trata de presupuestos para una recta
comprensión de la colaboración activa del hombre y la mujer en la
Iglesia y el mundo, en el reconocimiento de su propia diferencia. Las
presentes reflexiones se proponen, además, como punto de partida de
profundización dentro de la Iglesia, y para instaurar un diálogo con
todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la búsqueda sincera de
la verdad y el compromiso común de desarrollar relaciones siempre más
auténticas".
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completo.
CDF/CARTA:COLABORACIÒN/RATZINGER:AMATO VIS 040731 (1500)
CARTA A LOS OBISPOS DE LA
IGLESIA CATÓLICA
SOBRE LA COLABORACIÓN DEL
HOMBRE Y LA MUJER
EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1.Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo
lo que se refiere al hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha
reflexionado mucho acerca de la dignidad de la mujer, sus derechos y
deberes en los diversos sectores de la comunidad civil y eclesial.
Habiendo contribuido a la profundización de esta temática fundamental,
particularmente con la enseñanza de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente
ahora interpelada por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis
frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de
la mujer.
Este documento, después de una breve presentación y valoración crítica
de algunas concepciones antropológicas actuales, desea proponer
reflexiones inspiradas en los datos doctrinales de la antropología
bíblica, que son indispensables para salvaguardar la identidad de la
persona humana. Se trata de presupuestos para una recta comprensión de
la colaboración activa del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo,
en el reconocimiento de su propia diferencia. Las presentes reflexiones
se proponen, además, como punto de partida de profundización dentro de
la Iglesia, y para instaurar un diálogo con todos los hombres y mujeres
de buena voluntad, en la búsqueda sincera de la verdad y el compromiso
común de desarrollar relaciones siempre más auténticas.
I. EL PROBLEMA
2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar
la cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la
condición de subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de
contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en
antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una
estrategia de búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad
entre los sexos, en el que la identidad y el rol de uno son asumidos en
desventaja del otro, teniendo como consecuencia la introducción en la
antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más
inmediata y nefasta en la estructura de la familia.
Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para
evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las
diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento
histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada
sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada
género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El
obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes
consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía
favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo
determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven,
por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole
natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la
equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo
nuevo de sexualidad polimorfa.
3. Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto
de la cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el
tentativo de la persona humana de liberarse de sus condicionamientos
biológicos.2 Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana
no lleva en sí misma características que se impondrían de manera
absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios
deseos, ya que sería libre de toda predeterminación vinculada a su
constitución esencial.
Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza
la idea de que la liberación de la mujer exige una crítica a las
Sagradas Escrituras, que transmitirían una concepción patriarcal de
Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En segundo
lugar, tal tendencia consideraría sin importancia e irrelevante el hecho
de que el Hijo Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma
masculina.
4. Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe
en Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y
la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma.
Para comprender mejor el fundamento, sentido y consecuencias de esta
respuesta, conviene volver, aunque sea brevemente, a las Sagradas
Escrituras, -ricas también en sabiduría humana- en las que la misma se
ha manifestado progresivamente, gracias a la intervención de Dios en
favor de la humanidad.3
II. LOS DATOS FUNDAMENTALES
DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA
5.Una primera serie de textos bíblicos a examinar está constituida por
los primeros tres capítulos del Génesis. Ellos nos colocan "en el
contexto de aquel ''principio'' bíblico según el cual la verdad revelada
sobre el hombre como ''imagen y semejanza de Dios'' constituye la base
inmutable de toda la antropología cristiana".4
En el primer texto (Gn 1,1-2,4), se describe la potencia creadora de la
Palabra de Dios, que obra realizando distinciones en el caos primigenio.
Aparecen así la luz y las tinieblas, el mar y la tierra firme, el día y
la noche, las hierbas y los árboles, los peces y los pájaros, todos
"según su especie". Surge un mundo ordenado a partir de diferencias,
que, por otro lado, son otras tantas promesas de relaciones. He aquí,
pues, bosquejado el cuadro general en el que se coloca la creación de la
humanidad. "Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como
semejanza nuestra... Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a
imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó" (Gn 1,26-27). La
humanidad es descrita aquí como articulada, desde su primer origen, en
la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad sexuada
la que se declara explícitamente "imagen de Dios".
6.La segunda narración de la creación (Gn 2,4-25) confirma de modo
inequívoco la importancia de la diferencia sexual. Una vez plasmado por
Dios y situado en el jardín del que recibe la gestión, aquel que es
designado -todavía de manera genérica- como Adán experimenta una
soledad, que la presencia de los animales no logra llenar. Necesita una
ayuda que le sea adecuada. El término designa aquí no un papel de
subalterno sino una ayuda vital.5 El objetivo es, en efecto, permitir
que la vida de Adán no se convierta en un enfrentarse estéril, y al cabo
mortal, solamente consigo mismo. Es necesario que entre en relación con
otro ser que se halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma
"carne" y envuelta por su mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un
porvenir. Esto se verifica a nivel ontológico, en el sentido de que la
creación de la mujer por parte de Dios caracteriza a la humanidad como
realidad relacional. En este encuentro emerge también la palabra que por
primera vez abre la boca del hombre, en una expresión de maravilla:
"Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23).
En referencia a este texto genesíaco, el Santo Padre ha escrito: "La
mujer es otro ''yo'' en la humanidad común. Desde el principio aparecen
[el hombre y la mujer] como ''unidad de los dos'', y esto significa la
superación de la soledad original, en la que el hombre no encontraba
''una ayuda que fuese semejante a él'' (Gn 2,20). ¿Se trata aquí
solamente de la ''ayuda'' en orden a la acción, a ''someter la tierra''
(cf Gn 1,28)? Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que
el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella ''una sola
carne'' y abandonando por esto a ''su padre y a su madre'' (cf Gn
2,24)".6
La diferencia vital está orientada a la comunión, y es vivida
serenamente tal como expresa el tema de la desnudez: "Estaban ambos
desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro" (Gn
2, 25).
De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad
o la femineidad, "desde ''el principio'' tiene un carácter nupcial, lo
que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el
hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del
propio ser y del propio existir".7 Comentando estos versículos del
Génesis, el Santo Padre continúa: "En esta peculiaridad suya, el cuerpo
es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la
creación, a existir en la comunión de las personas ''a imagen de
Dios''".8
En la misma perspectiva esponsal se comprende en qué sentido la antigua
narración del Génesis deja entender cómo la mujer, en su ser más
profundo y originario, existe "por razón del hombre" (cf 1Co 11,9): es
una afirmación que, lejos de evocar alienación, expresa un aspecto
fundamental de la semejanza con la Santísima Trinidad, cuyas Personas,
con la venida de Cristo, revelan la comunión de amor que existe entre
ellas. "En la ''unidad de los dos'' el hombre y la mujer son llamados
desde su origen no sólo a existir ''uno al lado del otro'', o
simplemente ''juntos'', sino que son llamados también a existir
recíprocamente, ''el uno para el otro... El texto del Génesis 2,18-25
indica que el matrimonio es la dimensión primera y, en cierto sentido,
fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la historia del
hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada.
Basándose en el principio del ser recíproco ''para'' el otro en la
''comunión'' interpersonal, se desarrolla en esta historia la
integración en la humanidad misma, querida por Dios, de lo ''masculino''
y de lo ''femenino''".9
La visión serena de la desnudez con la que concluye la segunda narración
de la creación evoca aquel "muy bueno" que cerraba la creación de la
primera pareja humana en la precedente narración. Tenemos aquí el centro
del diseño originario de Dios y la verdad más profunda del hombre y la
mujer, tal como Dios los ha querido y creado. Por más transtornadas y
obscurecidas que estén por el pecado, estas disposiciones originarias
del Creador no podrán ser nunca anuladas.
7.El pecado original altera el modo con el que el hombre y la mujer
acogen y viven la Palabra de Dios y su relación con el Creador.
Inmediatamente después de haberles donado el jardín, Dios les da un
mandamiento positivo (cf Gn 2,16) seguido por otro negativo (cf Gn
2,17), con el cual se afirma implícitamente la diferencia esencial entre
Dios y la humanidad. En virtud de la seducción de la Serpiente, tal
diferencia es rechazada de hecho por el hombre y la mujer. Como
consecuencia se tergiversa también el modo de vivir su diferenciación
sexual. La narración del Génesis establece así una relación de causa y
efecto entre las dos diferencias: en cuando la humanidad considera a
Dios como su enemigo se pervierte la relación misma entre el hombre y la
mujer. Asimismo, cuando esta última relación se deteriora, existe el
riesgo de que quede comprometido también el acceso al rostro de Dios.
En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se
expresa, de modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las
relaciones que se establecerán a partir de entonces entre el hombre y la
mujer: "Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará" (Gn 3,16).
Será una relación en la que a menudo el amor quedará reducido a pura
búsqueda de sí mismo, en una relación que ignora y destruye el amor,
reemplazándolo con el yugo de la dominación de un sexo sobre el otro. La
historia de la humanidad reproduce, de hecho, estas situaciones en las
que se expresa abiertamente la triple concupiscencia que recuerda San
Juan, cuando habla de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia
de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn 2,16). En esta trágica
situación se pierden la igualdad, el respeto y el amor que, según el
diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer.
8. Recorrer estos textos fundamentales permite reafirmar algunos datos
capitales de la antropología bíblica.
Ante todo, hace falta subrayar el carácter personal del ser humano. "De
la reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser
humano. El hombre -ya sea hombre o mujer- es persona igualmente; en
efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios
personal".10 La igual dignidad de las personas se realiza como
complementariedad física, psicológica y ontológica, dando lugar a una
armónica "unidualidad" relacional, que sólo el pecado y las
''estructuras de pecado'' inscritas en la cultura han hecho
potencialmente conflictivas. La antropología bíblica sugiere afrontar
desde un punto de vista relacional, no competitivo ni de revancha, los
problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos.
Además, hay que hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia
de los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la
mujer. "La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el
plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su
impronta consiguiente en todas sus manifestaciones".11 Ésta no puede ser
reducida a un puro e insignificante dato biológico, sino que "es un
elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de
manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir
el amor humano".12 Esta capacidad de amar, reflejo e imagen de Dios
Amor, halla una de sus expresiones en el carácter esponsal del cuerpo,
en el que se inscribe la masculinidad y femineidad de la persona.
Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de
la teológica. La criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está,
desde el principio, cualificada por la relación con el otro. Esta
relación se presenta siempre a la vez como buena y alterada. Es buena
por su bondad originaria, declarada por Dios desde el primer momento de
la creación; es también alterada por la desarmonía entre Dios y la
humanidad, surgida con el pecado. Tal alteración no corresponde, sin
embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a
la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por lo
tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada.
¿Cuáles pueden ser las vías para esta curación? Considerar y analizar
los problemas inherentes a la relación de los sexos sólo a partir de una
situación marcada por el pecado llevaría necesariamente a recaer en los
errores anteriormente mencionados. Hace falta romper, pues, esta lógica
del pecado y buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del
hombre pecador. Una orientación clara en tal sentido se nos ofrece con
la promesa divina de un Salvador, en la que están involucradas la
"mujer" y su "estirpe" (cf Gn 3,15), promesa que, antes de realizarse,
tendrá una larga preparación histórica.
9.Una primera victoria sobre el mal está representada por la historia de
Noé, hombre justo que, conducido por Dios, se salva del diluvio con su
familia y las distintas especies de animales (cf Gn 6-9). Pero la
esperanza de salvación se confirma, sobre todo, en la elección divina de
Abraham y su descendencia (cf Gn 12,1ss). Dios empieza así a desvelar su
rostro para que, por medio del pueblo elegido, la humanidad aprenda el
camino de la semejanza divina, es decir de la santidad, y por lo tanto
del cambio del corazón. Entre los muchos modos con que Dios se revela a
su pueblo (cf Hb 1,1), según una larga y paciente pedagogía, se
encuentra también la repetida referencia al tema de la alianza entre el
hombre y la mujer. Se trata de algo paradójico si se considera el drama
recordado por el Génesis y su reiteración concreta en tiempos de los
profetas, así como la mezcla entre sacralidad y sexualidad, presente en
las religiones que circundaban a Israel. Y sin embargo, este simbolismo
parece indispensable para comprender el modo en que Dios ama a su
pueblo: Dios se hace conocer como el Esposo que ama a Israel, su Esposa.
Si en esta relación Dios es descrito como "Dios celoso" (cf Ex 20,5; Na
1,2) e Israel denunciado como esposa "adúltera" o "prostituta" (cf Os
2,4-15; Ez16,15-34), el motivo es que la esperanza que se fortalece por
la palabra de los profetas consiste precisamente en ver cómo Jerusalén
se convierte en la esposa perfecta: "Porque como se casa joven con
doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su
novia se gozará por ti tu Dios" (Is62,5). Recreada "en justicia y en
derecho, en amor y en compasión" (Os 2,21), aquella que se alejó para
buscar la vida y la felicidad en los dioses falsos retornará, y a Aquel
que le hablará a su corazón, "ella responderá allí como en los días de
su juventud" (Os 2,17), y le oirá decir: "tu esposo es tu Hacedor"
(Is54,5). En sustancia es el mismo dato que se afirma cuando,
paralelamente al misterio de la obra que Dios realiza por la figura
masculina del Siervo, el libro de Isaías evoca la figura femenina de
Sión, adornada con una trascendencia y una santidad que prefiguran el
don de la salvación destinada a Israel.
El Cantar de los cantares representa sin duda un momento privilegiado en
el empleo de esta modalidad de revelación. Con palabras de un amor
profundamente humano, que celebra la belleza de los cuerpos y la
felicidad de la búsqueda recíproca, se expresa igualmente el amor divino
por su pueblo. La Iglesia no se ha engañado pues al reconocer el
misterio de su relación con Cristo, en su audacia de unir, mediante las
mismas expresiones, aquello que hay de más humano con aquello que hay de
más divino.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento se configura una historia de
salvación, que pone simultáneamente en juego la participación de lo
masculino y lo femenino. Los términos esposo y esposa, o también
alianza, con los que se caracteriza la dinámica de la salvación, aun
teniendo una evidente dimensión metafórica, representan aquí mucho más
que simples metáforas. Este vocabulario nupcial toca la naturaleza misma
de la relación que Dios establece con su pueblo, aunque tal relación es
más amplia de lo que se puede captar en la experiencia nupcial humana.
Igualmente, están en juego las mismas condiciones concretas de la
redención, en el modo con el que oráculos como los de Isaías asocian
papeles masculinos y femeninos en el anuncio y la prefiguración de la
obra de la salvación que Dios está a punto de cumplir. Dicha salvación
orienta al lector sea hacia la figura masculina del Siervo sufriente que
hacia aquella femenina de Sión. Los oráculos de Isaías alternan de hecho
esta figura con la del Siervo de Dios, antes de culminar, al final del
libro, con la visión misteriosa de Jerusalén, que da a luz un pueblo en
un solo día (cf Is 66,7-14), profecía de la gran novedad que Dios está a
punto de realizar (cf Is 48,6-8).
10.Todas estas prefiguraciones se cumplen en el Nuevo Testamento. Por
una parte María, como la hija elegida de Sión, recapitula y transfigura
en su femineidad la condición de Israel/Esposa, a la espera del día de
su salvación. Por otra parte, la masculinidad del Hijo permite reconocer
cómo Jesús asume en su persona todo lo que el simbolismo del Antiguo
Testamento había aplicado al amor de Dios por su pueblo, descrito como
el amor de un esposo por su esposa. Las figuras de Jesús y María, su
Madre, no sólo aseguran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento, sino que superan aquel. Como dice San Ireneo, con el Señor
aparece "toda novedad".13
Este aspecto es puesto en particular evidencia por el Evangelio de Juan.
En la escena de las bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo
llama "mujer", pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las
bodas futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en
la cruz, dónde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también
aquí como "mujer", brotará del corazón abierto del crucificado la
sangre/vino de la Nueva Alianza (cf Jn 19,25-27.34).14 No hay pues nada
de asombroso si Juan el Bautista, interrogado sobre su identidad, se
presenta como "el amigo del novio", que se alegra cuando oye la voz del
novio y tiene que eclipsarse a su llegada: "El que tiene a la novia es
el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra
mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado
su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn
3,29-30).15
En su actividad apostólica, Pablo desarrolla todo el sentido nupcial de
la redención concibiendo la vida cristiana como un misterio nupcial.
Escribe a la Iglesia de Corinto por él fundada: "Celoso estoy de
vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo
para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor 11,2).
En la carta a los Efesios la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia
será retomada y profundizada con amplitud. En la Nueva Alianza la Esposa
amada es la Iglesia, y -como enseña el Santo Padre en la Carta a las
familias- "esta esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace
presente en cada bautizado y es como una persona que se ofrece a la
mirada de su esposo: ''Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por
ella, para... presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga
mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada'' (Ef
5,25-27)".16
Meditando, por lo tanto, en la unión del hombre y la mujer como es
descrita al momento de la creación del mundo (cf Gn 2,24), el apóstol
exclama: "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia"
(Ef 5,32). El amor del hombre y la mujer, vivido con la fuerza de la
gracia bautismal, se convierte ya en sacramento del amor de Cristo y la
Iglesia, testimonio del misterio de fidelidad y unidad del que nace la
"nueva Eva", y del que ésta vive en su camino terrenal, en espera de la
plenitud de las bodas eternas.
11.Injertados en el misterio pascual y convertidos en signos vivientes
del amor de Cristo y la Iglesia, los esposos cristianos son renovados en
su corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la
concupiscencia y la tendencia a la sumisión, que la ruptura con Dios, a
causa del pecado, había introducido en la pareja primitiva. Para ellos,
la bondad del amor, del cual la voluntad humana herida ha conservado la
nostalgia, se revela con acentos y posibilidades nuevas. A la luz de
esto, Jesús, ante la pregunta sobre el divorcio (cf Mt 19,1-9), recuerda
las exigencias de la alianza entre el hombre y la mujer en cuanto
queridas por Dios al principio, o bien antes de la aparición del pecado,
el cual había justificado los sucesivos acomodos de la ley mosaica.
Lejos del ser la imposición de un orden duro e intransigente, esta
enseñanza de Jesús sobre el divorcio es efectivamente el anuncio de una
"buena noticia": que la fidelidad es más fuerte que el pecado. Con la
fuerza de la resurrección es posible la victoria de la fidelidad sobre
las debilidades, sobre las heridas sufridas y sobre los pecados de la
pareja. En la gracia de Cristo, que renueva su corazón, el hombre y la
mujer se hacen capaces de librarse del pecado y de conocer la alegría
del don recíproco.
12."Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no
hay... ni hombre ni mujer", escribe S. Pablo a los Gálatas (Ga 3,27-28).
El Apóstol no declara aquí abolida la distinción hombre-mujer, que en
otro lugar afirma pertenecer al proyecto de Dios. Lo que quiere decir es
más bien esto: en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que
desfiguraban la relación entre el hombre y la mujer, son superables y
superadas. En este sentido, la distinción entre el hombre y la mujer es
más que nunca afirmada, y en cuanto tal acompaña a la revelación bíblica
hasta el final. Al término de la historia presente, mientras se delinean
en el Apocalipsis de Juan "los cielos nuevos" y "la tierra nueva" (Ap
21,1), se presenta en visión una Jerusalén femenina "engalanada como una
novia ataviada para su esposo" (Ap 21,20). La revelación misma se
concluye con la palabra de la Esposa y del Espíritu, que suplican la
llegada del Esposo: "Ven Señor Jesús" (Ap 22,20).
Lo masculino y femenino son así revelados como pertenecientes
ontológicamente a la creación, y destinados por tanto a perdurar más
allá del tiempo presente, evidentemente en una forma transfigurada. De
este modo caracterizan el amor que "no acaba nunca" (1 Cor 13,8), no
obstante haya caducado la expresión temporal y terrena de la sexualidad,
ordenada a un régimen de vida marcado por la generación y la muerte. El
celibato por el Reino quiere ser profecía de esta forma de existencia
futura de lo masculino y lo femenino. Para los que viven el celibato,
éste adelanta la realidad de una vida, que, no obstante continuar siendo
aquella propia del hombre y la mujer, ya no estará sometida a los
límites presentes de la relación conyugal (cf Mt 22,30). Para los que
viven la vida conyugal, aquel estado se convierte además en referencia y
profecía de la perfección que su relación alcanzará en el encuentro cara
a cara con Dios.
Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la
eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de
Cristo, ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia
que hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una
posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto
recíproco de la distinción. A partir de aquí se abren nuevas
perspectivas para una comprensión más profunda de la dignidad de la
mujer y de su papel en la sociedad humana y en la Iglesia.
III. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD
13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida
concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la "capacidad
de acogida del otro". No obstante el hecho de que cierto discurso
feminista reivindique las exigencias "para sí misma", la mujer conserva
la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de
actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su
protección.
Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no
puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura
profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto
madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades
que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo
concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la
existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún
en las situaciones más desesperadas -y la historia pasada y presente es
testigo de ello- posee una capacidad única de resistir en las
adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones
extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de
recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana.
Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello
no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el
aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir
graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos
vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por
la mujer. La vocación cristiana a la virginidad -audaz con relación a la
tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades
humanas- tiene al respecto gran importancia.17 Ésta contradice
radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que
sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda
a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación
concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la
maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es
conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro.
Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena
realización allí donde no hay generación física.18
En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los
diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las
relaciones humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con
claridad lo que el Santo Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello
implica, ante todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso
con firmeza, en la familia, "sociedad primordial y, en cierto sentido,
''soberana''",20 pues es particularmente en ella donde se plasma el
rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas
fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente,
aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados,
aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera
revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan
estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que
sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples
violencias. Esto implica, además, que las mujeres estén presentes en el
mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a
puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar
las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para
los problemas económicos y sociales.
Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de las dos
actividades -la familia y el trabajo- asume, en el caso de la mujer,
características diferentes que en el del hombre. Se plantea por tanto el
problema de armonizar la legislación y la organización del trabajo con
las exigencias de la misión de la mujer dentro de la familia. El
problema no es solo jurídico, económico u organizativo, sino ante todo
de mentalidad, cultura y respeto. Se necesita, en efecto, una justa
valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia. En tal
modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad
de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y
penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar
también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse
obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o
de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el
equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo
II, "será un honor para la sociedad hacer posible a la madre -sin
obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin
dejarle en inferioridad ante sus compañeras- dedicarse al cuidado y a la
educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la
edad".21
14.En todo caso es oportuno recordar que los valores femeninos apenas
mencionados son ante todo valores humanos: la condición humana, del
hombre y la mujer creados a imagen de Dios, es una e indivisible. Sólo
porque las mujeres están más inmediatamente en sintonía con estos
valores pueden llamar la atención sobre ellos y ser su signo
privilegiado. Pero en última instancia cada ser humano, hombre o mujer,
está destinado a ser "para el otro". Así se ve que lo que se llama "femineidad"
es más que un simple atributo del sexo femenino. La palabra designa
efectivamente la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro
y gracias al otro.
Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que
ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los
valores redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda
proponerse como lucha de sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro,
destinados a acabar en situaciones de segregación y competición entre
hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se nutre de una
concepción falsa de la libertad.
Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las
mujeres pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas
observaciones quieren corregir la perspectiva que considera a los
hombres como enemigos que hay que vencer. La relación hombre-mujer no
puede pretender encontrar su justa condición en una especie de
contraposición desconfiada y a la defensiva. Es necesario que tal
relación sea vivida en la paz y felicidad del amor compartido.
En un nivel más concreto, las políticas sociales -educativas,
familiares, laborales, de acceso a los servicios, de participación
cívica- si bien por una parte tienen que combatir cualquier injusta
discriminación sexual, por otra deben saber escuchar las aspiraciones e
individuar las necesidades de cada cual. La defensa y promoción de la
idéntica dignidad y de los valores personales comunes deben armonizarse
con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, allí
donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o
femenino.
IV. LA ACTUALIDAD DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
15.Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca
central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que
ésta recibe de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad "mística",
profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre
los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia.
Ya desde las primeras generaciones cristianas, la Iglesia se consideró
una comunidad generada por Cristo y vinculada a Él por una relación de
amor, que encontró en la experiencia nupcial su mejor expresión. Por
ello la primera obligación de la Iglesia es permanecer en la presencia
de este misterio del amor divino, manifestado en Cristo Jesús,
contemplarlo y celebrarlo. En tal sentido, la figura de María constituye
la referencia fundamental de la Iglesia. Se podría decir,
metafóricamente, que María ofrece a la Iglesia el espejo en el que es
invitada a reconocer su propia identidad así como las disposiciones del
corazón, las actitudes y los gestos que Dios espera de ella.
La existencia de María es para la Iglesia una invitación a radicar su
ser en la escucha y acogida de la Palabra de Dios. Porque la fe no es
tanto la búsqueda de Dios por parte del hombre cuanto el reconocimiento
de que Dios viene a él, lo visita y le habla. Esta fe, cierta de que
"ninguna cosa es imposible para Dios" (cf Gn 18,14; Lc 1,37), vive y se
profundiza en la obediencia humilde y amorosa con la que la Iglesia sabe
decirle al Padre: "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). La fe
continuamente remite a la persona de Jesús: "Haced lo que él os diga" (Jn
2,5), y lo acompaña en su camino hasta los pies de la cruz. María, en la
hora de las tinieblas más profundas, persiste valientemente en la fe,
con la única certeza de la confianza en la palabra de Dios.
También de María aprende la Iglesia a conocer la intimidad de Cristo.
María, que ha llevado en sus brazos al pequeño niño de Belén, enseña a
conocer la infinita humildad de Dios. Ella, que ha acogido el cuerpo
martirizado de Jesús depuesto de la cruz, muestra a la Iglesia cómo
recoger todas las vidas desfiguradas en este mundo por la violencia y el
pecado. La Iglesia aprende de María el sentido de la potencia del amor,
tal como Dios la despliega y revela en la vida del Hijo predilecto:
"dispersó a los que son soberbios y exaltó a los humildes" (Lc 1,51-52).
Y también de María los discípulos de Cristo reciben el sentido y el
gusto de la alabanza ante las obras de Dios: "porque ha hecho en mi
favor maravillas el Poderoso" (Lc 1, 49). Ellos aprenden que están en el
mundo para conservar la memoria de estas "maravillas" y velar en la
espera del día del Señor.
16. Mirar a María e imitarla no significa, sin embargo, empujar a la
Iglesia hacia una actitud pasiva inspirada en una concepción superada de
la femineidad. Tampoco significa condenarla a una vulnerabilidad
peligrosa, en un mundo en el que lo que cuenta es sobre todo el dominio
y el poder. En realidad, el camino de Cristo no es ni el del dominio (cf
Fil 2, 6), ni el del poder como lo entiende el mundo (cf Jn18,26). Del
Hijo de Dios aprendemos que esta "pasividad" es en realidad el camino
del amor, es poder real que derrota toda violencia, es "pasión" que
salva al mundo del pecado y de la muerte y recrea la humanidad.
Confiando su Madre al apóstol S. Juan, el Crucificado invita a su
Iglesia a aprender de María el secreto del amor que triunfa.
Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo
contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones
de escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera, coloca a la
Iglesia en continuidad con la historia espiritual de Israel. Estas
actitudes se convierten también, en Jesús y a través de él, en la
vocación de cada bautizado.
Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones
diferentes, con o sin responsabilidades públicas, tales actitudes
determinan un aspecto esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun
tratándose de actitudes que tendrían que ser típicas de cada bautizado,
de hecho, es característico de la mujer vivirlas con particular
intensidad y naturalidad. Así, las mujeres tienen un papel de la mayor
importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el
cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo único a
manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre
de los creyentes.
En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la
ordenación sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres22 no
impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida
cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles
para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor
al amor del Esposo.
CONCLUSIÓN
17.En Jesucristo se han hecho nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). La
renovación de la gracia, sin embargo, no es posible sin la conversión
del corazón. Mirando a Jesús y confesándolo como Señor, se trata de
reconocer el camino del amor vencedor del pecado, que Él propone a sus
discípulos.
Así, la relación del hombre con la mujer se transforma, y la triple
concupiscencia de la que habla la primera carta de S. Juan (cf 1Jn
2,15-17) cesa su destructiva influencia. Se debe recibir el testimonio
de la vida de las mujeres como revelación de valores, sin los cuales la
humanidad se cerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en
el drama de la violencia. También la mujer, por su parte, tiene que
dejarse convertir, y reconocer los valores singulares y de gran eficacia
de amor por el otro del que su femineidad es portadora. En ambos casos
se trata de la conversión de la humanidad a Dios, a fin de que tanto el
hombre como la mujer conozcan a Dios como a su "ayuda", como Creador
lleno de ternura y como Redentor que "amó tanto al mundo que dio a su
Hijo único" (Jn 3,16).
Una tal conversión no puede verificarse sin la humilde oración para
recibir de Dios aquella transparencia de mirada que permite reconocer el
propio pecado y al mismo tiempo la gracia que lo sana. De modo
particular se debe implorar la intercesión de la Virgen María, mujer
según el corazón de Dios -"bendita entre las mujeres" (Lc 1,42)-,
elegida para revelar a la humanidad, hombres y mujeres, el camino del
amor. Solamente así puede emerger en cada hombre y en cada mujer, según
su propia gracia, aquella "imagen de Dios", que es la efigie santa con
la que están sellados (cf Gn 1,27). Solo así puede ser redescubierto el
camino de la paz y del estupor, del que es testigo la tradición bíblica
en los versículos del Cantar de los cantares, donde cuerpos y corazones
celebran un mismo júbilo.
Ciertamente la Iglesia conoce la fuerza del pecado, que obra en los
individuos y en las sociedades, y que a veces llevaría a desesperar de
la bondad de la pareja humana. Pero por su fe en Cristo crucificado y
resucitado, la Iglesia conoce aún más la fuerza del perdón y del don de
sí, a pesar de toda herida e injusticia. La paz y la maravilla que la
Iglesia muestra con confianza a los hombres y mujeres de hoy son la
misma paz y maravilla del jardín de la resurrección, que ha iluminado
nuestro mundo y toda su historia con la revelación de que "Dios es amor"
(1Jn 4,8.16).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al
infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, decidida
en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea
publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
el 31 de mayo de 2004, Fiesta de la Visitación de la Beata Virgen María.
+ Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
+ Angelo Amato, SDB
Arzobispo titular de Sila
Secretario
--------------------------------------------------------------------------------
NOTAS
1Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal Familiaris consortio (22
de noviembre de 1981): AAS 74 (1982), 81-191; Carta Apost. Mulieris
dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729; Carta a las
familias (2 de febrero de 1994): AAS 86 (1994), 868-925; Carta a las
mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812; Catequesis sobre
el amor humano (1979-1984): Enseñanzas II (1979) - VII (1984);
Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre
el amor humano. Pautas de educación sexual (1 de noviembre de 1983):
Ench. Vat. 9, 420-456; Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad
humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (8 de
diciembre de 1995): Ench. Vat. 14, 2008-2077.
2Sobre esta compleja cuestión del género, cf también Pontificio Consejo
para la Familia, Familia, matrimonio y "uniones de hecho" (26 de julio
de 2000), 8: Suplemento a L'Osservatore Romano (22 de noviembre de
2000), 4.
3Cf Juan Pablo II, Carta Enc. Fides et ratio (14 de septiembre de 1998),
21: AAS 91 (1999), 22: "Esta apertura al misterio, que le viene de la
Revelación, ha sido al final para él la fuente de un verdadero
conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de lo
infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces
insospechadas".
4Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988),
6: AAS 80 (1988), 1662; cf S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1; V, 16,
2-3: SC 153, 72-81; 216-221; S. Gregorio de Nisa, De hominis opificio,
16: PG 44, 180; In Canticum homilia, 2: PG 44, 805-808; S. Agustín,
Enarratio in Psalmum, 4, 8: CCL 38, 17.
5La palabra hebrea ezer, traducida como ayuda, indica el auxilio que
sólo una persona presta a otra persona. El término no tiene ninguna
connotación de inferioridad o instrumentalización. De hecho también Dios
es, a veces, llamado ezer respecto al hombre (cf Esd 18,4; Sal 9-10,35).
6Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988),
6: AAS 80 (1988), 1664.
7Juan Pablo II, Catequesis El hombre-persona se hace don en la libertad
del amor (16 de enero de 1980), 1: Enseñanzas III, 1 (1980), 148.
8Juan Pablo II, Catequesis La concupiscencia del cuerpo deforma las
relaciones hombre-mujer (26 de julio de 1980), 1: Enseñanzas III, 2
(1980), 288.
9Juan Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988),
7: AAS 80 (1988), 1666.
10Ibid., n.6, l.c., 1663.
11Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas
sobre el amor humano. Lineamientos de educación sexual (1 de noviembre
de 1983), 4: Ench. Vat. 9, 423.
12Ibid.
13Adversus haereses, 4, 34, 1: SC 100. 846: "Omnem novitatem attulit
semetipsum afferens".
14La Tradición exegética antigua ve en María en el episodio de Caná la
"figura Synagogæ" y la "inchoatio Ecclesiæ".
15El cuarto Evangelio profundiza aquí un dato ya presente en los
Sinópticos (cf Mt 9,15 y par.). Sobre el tema de Jesús Esposo, cf Juan
Pablo II, Carta a las Familias (2 de febrero de 1994), 18: AAS 86
(1994), 906-910.
16Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de febrero de 1994), 19: AAS 86
(1994), 911; cf Carta Apost. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988),
23-25: AAS 80 (1988), 1708-1715.
17Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal Familiaris consortio (22
de noviembre de 1981), 16: AAS 74 (1982), 98-99.
18Ibid., 41, l.c., 132-133; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instruc. Donum vitae (22 de febrero de 1987), II, 8: AAS 80 (1988),
96-97.
19Cf Juan Pablo II, Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 9-10: AAS
87 (1995), 809-810.
20Juan Pablo II, Carta a las familias (2 de febrero de 1994), 17: AAS 86
(1994), 906.
21Carta Enc. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 19: AAS 73
(1981), 627.
22Cf Juan Pablo II, Carta Apost. Ordinatio sacerdotalis (22 de mayo de
1994): AAS 86 (1994), 545-548; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Respuesta a la duda acerca de la doctrina de la Carta Apostólica "Ordinatio
sacerdotalis" (28 de octubre de 1995: AAS 87 (1995), 1114.