"Seamos
pesebres pobres, donde la Virgen María
pueda colocar al Niño Jesús"
Carta
de Navidad, 2005
Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM
Solo
para uso privado -©
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Queridos
hermanos y hermanas:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de
los Cielos”. (Mt. 5)
Cristo proclama “bienaventurados”, o sea, felices, a los que son pobres
de espíritu. ¡Qué gran enseñanza y qué gran revolución para la mente y
para el corazón humano! Quién nos diría que la felicidad se encuentra en
ser pobres de corazón, en ser desprendidos, en renunciar voluntariamente
al dominio sobre las cosas y que el verdadero gozo está en ser libres en
el corazón. Sí, libres incluso o quizás primariamente, de nosotros
mismos, de nuestros “apegos”, “intereses” y “proyectos”... de todo
aquello que se ha convertido para nosotros en un “tesoro”. Eso, que
tanto guardamos, protegemos, defendemos y batallamos por retener es la
riqueza que no le permite a Jesús nacer plenamente en nuestro corazón.
Hay que vaciar el corazón para darle espacio al Niño, que en brazos de
Su Madre, viene a querer morar en nosotros.
Pobreza de espíritu significa vaciarnos de los tesoros terrenos para
llenarnos de las riquezas espirituales, los tesoros del Reino. Es una
actitud interior, un estado del corazón que Cristo nos propone como
camino de verdadera felicidad y de liberación al corazón humano. Es la
única bienaventuranza que conlleva la promesa de poseer, aquí y luego en
la eternidad, el mayor tesoro: el Reino de los Cielos.
¡Qué paradoja! Solo el que se despoja de todo puede poseer el Todo, lo
infinito y lo eterno: el Reino de Dios, o sea, a Dios mismo.
Precisamente en eso reside la felicidad de la pobreza, en el vaciarnos
de todo para poseer a Aquel que lo es todo.
Las bienaventuranzas nos presentan condiciones concretas para poder
alcanzar el Reino. Sí, la santidad, el crecimiento y la madurez
espiritual, el avanzar en la senda que nos lleva a la plenitud del
Reino, conlleva una serie de “condiciones” que nos ensanchan el corazón
para abrir de par en par la puerta a Cristo. No hay otra forma de
experimentar “las riquezas del Reino” más que siendo pobres de corazón.
La pobreza de espíritu es el actual y voluntario desprendimiento de todo
lo que en nuestro corazón ocupe un espacio que le pertenezca solo a
Dios; de todo aquello que se oponga a la libertad interior que cada uno,
según su vocación, debe alcanzar para disponerse con generosidad a
escuchar y cumplir la voluntad de Dios. El Siervo de Dios Juan Pablo II
nos dijo sobre las bienaventuranzas, particularmente sobre la pobreza de
espíritu: “El Maestro divino proclama ‘bienaventurados’ y, podríamos
decir, ‘canoniza’ ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a
quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos y, por
tanto, están dispuestos a cumplir en todo la voluntad divina. La
adhesión total y confiada a Dios supone el desprendimiento y el desapego
coherente de sí mismo”. (1 de noviembre de 2000).
Qué profunda reflexión sobre esta virtud. Pobres son los que tienen el
corazón libre de “prejuicios”. Me parece entender que esto va dirigido a
la mente, ya que los prejuicios son criterios y patrones sumamente
arraigados en nuestra forma de pensar, de razonar y de valorar las
cosas. Los prejuicios son una forma muy terrena de “ver y pensar”. Todo
apego a los propios juicios, pensamientos o formas de ver, es una
riqueza a la cual los pobres de espíritu renuncian para dejarse formar
la mente con los pensamientos de Dios, ya que sus caminos no son los
nuestros (Is. 53). Más bien podríamos afirmar que son muy diferentes en
su valor y en su contenido.
Pobres, según el Papa Juan Pablo II, son los que tienen el corazón libre
de “condicionamientos”. ¿Qué significará eso? Creo que habla de esas
actitudes interiores, de esas limitaciones del egoísmo, de esos cálculos
de autodefensa y de evasión del sacrificio, esa amalgama de fuerzas
interiores que se oponen en nuestro corazón al amor y a la voluntad de
Dios. Son todas esas condiciones y resistencias, muchas veces
escondidas, las que nos atan en el camino del seguimiento generoso,
desprendido y fiel a Cristo. Todo apego a esos condicionamientos del
corazón es una riqueza a la cual los pobres de espíritu renuncian para
dar cabida a las grandes potencias del amor que residen en nuestro
corazón.
El Papa concluye ese párrafo con unas palabras muy retantes a pesar de
su sencillez: “La adhesión total y confiada a Dios supone el
desprendimiento y el desapego coherente de sí mismo”. Generalmente
pensamos que ese “dejar todo”, al que Cristo invita a todo el que quiera
seguirle, se refiere primordialmente a las cosas materiales, a las
cuales también y en la medida propia de cada vocación, se entregan
generosamente a Dios. Sin embargo, ese “todo” comienza con el desapego
de sí mismo. “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo” (Luc. 9,
23-24). La primera condición para alcanzar la virtud de la pobreza de
corazón es desprendimiento de sí mismo.
Cuánta riqueza podemos tener en el corazón y no por ser interior deja de
ser riqueza: “Donde esté tu tesoro ahí estará tu corazón” (Lc. 12, 34 ).
Lo que está dentro del corazón se refleja en el exterior. Los pobres de
espíritu no necesitan mucho externamente, pues tienen el hábito interior
de conformarse con poco, de estar contentos con poco, de no pedir ni
esperar tanto, de no soñar con castillos, de no buscar grandes
satisfacciones; de no construirse gloriosas ilusiones, de no proyectar
su ego en sus obras, de no aferrarse a nada más que a Dios, y de gozar
de todo lo que Dios les da, porque viene de sus manos y porque son
libres, igualmente, de entregarlo. Los pobres de corazón buscan en todo,
para todo y como fin de todo, a Dios mismo.
Solo los pobres de sí mismos pueden llenarse de Dios y de todo lo que El
desee concederles. Solo los pobres de espíritu pueden ceder cuando el
camino que habían trazado, repentinamente, se les es truncado; cuando
los sueños no se cumplen, cuando los planes se desmoronan. Solo los
pobres de espíritu saben dar el verdadero valor a las cosas, pues la
balanza no está cargada de sus propias expectativas o sentimientos, sino
que está completamente vacía de sí, dejando que todo, en Dios, adquiera
su verdadero valor y peso. Solo los pobres de espíritu saben vivir en
alegría, no pidiendo nada, no necesitando nada, no exigiendo nada, sino
esperándolo todo de Dios, sabiendo que Dios da la justa medida, ni más
que asfixie el corazón y lo distraiga del único tesoro, ni menos que no
le permita encontrarlo. Pero el más o el menos, para quien es pobre de
espíritu, no es una medida que toma en sus manos, sino que la abandona
en las manos de Dios, para que sea El quien la determine.
Por eso, hermanos, ser pobres de espíritu es la fuente de la alegría.
Esa alegría que les fue anunciada a los pastores: “Os anuncio una gran
alegría, os ha nacido un salvador” (Luc. 2). Un salvador que vino al
mundo en la sencillez de un pesebre y desde ahí proclamó, no con sus
palabras, sino con un gesto elocuente, que el Reino de Dios es para los
pobres de espíritu, para los que tienen un corazón sencillo como un
pesebre. SS Benedicto XVI nos invitó, en una de sus recientes audiencias
generales, a que en esta Navidad nos detengamos ante el pesebre, ya que
“el pesebre nos ayuda a contemplar el misterio del amor de Dios que se
ha revelado en la pobreza y en la simplicidad de la gruta de Belén. Éste
puede ayudarnos a entender el secreto de la verdadera Navidad, porque
habla de la humildad y de la misericordia de Cristo, el cual ‘de rico
que era se hizo pobre’ por nosotros. Su pobreza enriquece a quien la
abraza; a aquellos que, como los pastores en Belén, acogen las palabras
del ángel: ‘y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre’. Este signo permanece también para
nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI. No hay otra Navidad”.
Que la pobreza del pesebre, signo de la pobreza del Corazón de Jesús y
del Corazón de su Madre, se convierta para nosotros en esta Navidad, en
un mensaje luminoso: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los Cielos”. (Mt. 5)
A la Virgen Santísima, maestra de pobreza de espíritu que en todo
momento mantuvo su corazón desposeído de todo, para acoger solamente la
voluntad de Dios, nos alcance en esta Navidad, con su intercesión
materna, la gracia de crecer en tan excelsa virtud, y así nuestros
corazones puedan ser pesebres humildes y pobres; sencillos y alegres, en
los que Ella pueda colocar al Niño Jesús.
Desde la pobreza de los Corazones de Jesús y María, en unión con San
José,
Madre Adela Galindo
Fundadora SCTJM