DIOS ES AMOR
Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM
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“Dios es amor”, exclama dos veces con ardor el apóstol San Juan en su primera carta, 4. San Juan, el discípulo amado, quien conoció íntimamente los misterios de amor del Corazón de Dios hecho hombre; quien escuchó los latidos de amor de este corazón al inclinarse sobre su pecho en el cenáculo, ha querido testificar a los hombres este gran misterio: ¡Dios es amor! Según una tradición, al pasar el tiempo, la enseñanza de este apóstol fue cada vez más sencilla, pues hablaba solo del amor de Dios. Ante esto, uno de sus discípulos se quejó y le preguntó: “¿Por qué no hablas de otra cosa?”. Y él respondió: “Porque no hay otra cosa más importante que proclamar que ¡Dios es amor!”. ¿Por qué lo consideraba lo más importante? El apóstol se lo explicó a Santa Gertrudis en una aparición: “Es necesario gritar al mundo entero que Dios es amor. Porque el mundo que tan fácilmente se debilita en el amor de Dios, solo se renueva, se levanta de su letargo, se restaura de su ruina y se inflama en el fuego del amor divino, cuando conoce la grandeza de este amor”.

El amor de Dios es un misterio

Tal vez el más profundo, el más insondable, el más incomprensible, pues se trata de la misma esencia de Dios: ¡Dios es amor! Es un amor insondable porque tiene una profundidad que nadie puede plenamente sondear; tiene una altura que nadie puede totalmente escalar; tiene una longitud y anchura que nadie puede lograr medir por completo. Dios es amor, su esencia es amor... no es que solamente nos ama, sino que es amor. En Él todo es amor; no hay nada que no sea amor; su Ser es amor; toda su actividad interior es amor; todos sus actos externos son amor. No hace otra cosa que amar y amar hasta el extremo… Amar infinitamente, amar inmutablemente, amar eternamente, amar fielmente y misericordiosamente.

Este amor de Dios es la causa última de todo lo que existe, es la causa última de todo lo que pasa, es la causa última de nuestra existencia. Por eso es que al final de tantas vueltas que el corazón humano da en búsqueda de su felicidad, de su realización, de su plenitud, igual que los Israelitas en el desierto, llega un día a darse cuenta, como ellos, que la tierra prometida estaba tan cerca, pues la felicidad y la plenitud del hombre es saberse amado por Dios, saberse amado por su Padre y Creador.

Aunque no podremos penetrar este misterio en totalidad, Dios quiere que sepamos que somos amados, pues este conocimiento causa una profunda sanación en el corazón del hombre. Conocer y vivir en este amor es la plenitud del corazón humano. Como nos dice San Pablo en Efesios 3:17: “Para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento, y así os llenéis de la plenitud de Dios”. Solo en Dios y en el conocimiento íntimo de su amor es que el hombre encuentra su paz, su realización, su plenitud, su alivio, su descanso más profundo. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso”. (Mt 11:28). San Agustín oró: “Oh, Dios, tú nos has hecho para ti mismo, y nuestros corazones seguirán inquietos hasta que puedan encontrar el descanso en ti”.

San Agustín plantea en todos sus escritos la cuestión de cómo el hombre puede encontrar la felicidad verdadera que tanto ansía. Concluye, después de recorrer largos caminos, que la felicidad del corazón humano está en encontrarse con Dios, que es amor y que le ama. Y este amor, eterno e imperecedero, es el único capaz de garantizarle la felicidad, pues únicamente tal amor excluye todo temor de perder al amado. Por ello, diría San Juan en esta primera carta y en el mismo capítulo: “No cabe temor en el amor, antes bien, el amor expulsa el temor, quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor”. Igual que San Juan, Su Santidad Juan Pablo II, al iniciar su Pontificado exclamó con fuerza desde el balcón del Vaticano: “No tengáis miedo, abrid de par en par las puertas de vuestro corazón al amor de Cristo Redentor”. Este ha sido el grito continuo del Papa, casi como un eco: “No tengáis miedo”. ¿Por qué? Porque “Dios es amor y en el amor de Dios no cabe el temor”. El hombre no debe tener miedo porque tiene un Padre que le ama, hasta el punto de dar a su único Hijo para salvarlo. “No tengáis miedo. Tienen necesidad de escuchar estas palabras, cada persona, cada familia, los pueblos y naciones del mundo entero. Es necesario que resurja en las conciencias la certeza de que existe alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; alguien que tiene las llaves...; alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre, sea la individual como la colectiva. Y este alguien es amor y por ser amor es el único que puede dar garantía de las palabras ‘No tengáis miedo’ ”. (CUE, JPII).

Amor que es garantía de la felicidad del hombre

San Agustín nos dice en sus Confesiones: “Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, no habrá ya para mí penas ni pruebas, y mi vida, toda llena de ti, será plena”. (Conf.,10). Es en el amor de Dios que el corazón humano encuentra su descanso, sanación y restauración. Salmo 61: “Descansa solo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza”. Es amor que quita el miedo, miedo que como nos dice el Santo Padre: “El hombre actual se siente justificado a sentir por lo que él mismo ha creado, por lo que él mismo ha producido, que se está convirtiendo cada día más en un peligro para él”. La humanidad contemporánea tiene miedo de sí misma, porque hemos construido un mundo sin Dios, un mundo sin su amor, y esto tiene consecuencias graves y patentes, porque al separarnos del amor de Dios, hemos perdido el eje de nuestra existencia y todo se convierte en caos (JPII). Leía hace unas semanas cómo los astrónomos más reconocidos en el mundo hablan de la catástrofe que sería que cayera un meteorito en alguna parte del planeta. Lo describían con estas palabras: “Todo sería un caos… La destrucción humana sería incalculable, sería una catástrofe, porque el impacto podría sacar la tierra de su órbita, y esto traería consecuencias indescriptibles”. Con la seriedad que esto requiere, hermanos, yo pensaba: “Oh, Dios mío, le tenemos tanto temor a un meteorito que puede sacar la Tierra de su órbita, y a nuestra civilización le ha caído uno mayor, que nos ha sacado de la órbita, del eje central que es Dios. La humanidad entera ha sido arrasada por las consecuencias de la falta de amor..., porque solo Dios es amor y solo en Él podemos amar. Nos hemos separado del amor de Dios, nos hemos ido de las manos del Padre, creyéndonos que podemos subsistir sin Él, y ahora recogemos las ruinas, las dolorosas ruinas de los corazones, de los matrimonios, de las familias, de las sociedades y de las naciones.

¿Cómo no va sentir miedo el hombre de hoy, cuando como nos dice el Santo Padre, “tiene miedo de lo que ha causado”, tiene miedo de lo que se ha visto capaz de ser y hacer al hombre sin Dios? La única respuesta a esta devastación, la única sanación y restauración de nuestra cultura moderna, es conocer que tiene un Padre que es amor..., un padre que es amor y misericordia, y que está listo siempre para acoger al hijo pródigo de nuevo en la casa de su corazón. Un Padre que es el único, que igual que al principio cuando crea todo por amor, toma el caos y le da orden: “La Tierra era caos y confusión, y oscuridad... y dijo Dios: ‘Hágase la luz y empieza a poner orden’ “ (Gen. 1).

“¡No tengáis miedo!”, nos grita con fuerza el Santo Padre... No tengáis miedo de lo que el hombre de hoy ha creado, pues la crisis de amor de nuestra civilización puede ser restaurada; las llagas, como consecuencia de un mundo sin amor, pueden ser sanadas por el amor de Dios. Nuestra época ha revelado las estadísticas más elevadas de depresión, angustia, ataques de pánico y ansiedad. Todas, con algunas excepciones, son producto de algún miedo guardado en el corazón. Todo este dolor de la humanidad contemporánea es resultado de la profanación de la palabra amor, profanación porque el hombre que ha sido creado por amor y para amar, para ser reflejo del amor de Dios, cuando se separa de Dios, cuando no permanece en Dios que es la fuente del amor, pierde su capacidad de amar y, más bien, pisotea el don tan inmenso del amor. “El amor es de Dios y el que permanece en Dios, permanece en el amor”. (1 Jn 4) y “fuera de mí no podéis hacer nada” (Jn 15).

Solo el amor de Dios sana las llagas del corazón del hombre

“¡Sí! El amor de Dios entiende y renueva todas las cosas; es un amor que abraza a cada hombre y a todo el hombre; un amor que cambia el dolor en gozo; la oscuridad en luz, la muerte en vida. En un mundo marcado por las llagas de la soledad, el miedo y la angustia, brille la verdad y el calor del amor divino” (JPII, 11 ago. 01)

El amor de Dios restaura y sana las heridas porque es un amor:

1. Infinito.

¡Oh, cuánto miedo ha causado el egoísmo que limita el amor! “Te amaré hasta que la muerte nos separe”, el límite en esta alianza es la muerte... El mundo de hoy encuentra que los límites son muchos más cortos y vanos, movidos por puro egoísmo: te amaré hasta que estés saludable, hasta que me guste lo que cocinas, hasta que no aparezca alguien mejor. Viviré mis compromisos hasta que no me pidan algo que me cueste... Sin embargo, el amor de Dios es infinito, sin límites: es un amor que no tiene límites. No tiene fin, no tiene fronteras, no tiene divisiones. Infinito es, por lo tanto, un amor que es plenitud absoluta. Es para todos y todo para cada uno. Es infinito en su universalidad, o sea, que abarca a todos por igual, y es infinito para cada uno en particular. “Tú sobrepasas todas las barreras en amarme, mi Dios. ¿Qué debo retornarte por tanto amor? Todo lo has hecho en número, peso y medida, pero me has amado sin número, peso y medida”. Santo Tomás de Villanueva.

2. Eterno.

Cuánto miedo ha causado al corazón humano saber que el amor lo hemos convertido en algo tan efímero, de tan corta duración. El “para siempre” casi ha desaparecido de los labios y del corazón de la humanidad. El para siempre suena a demasiado compromiso... y hermanos, qué angustia causa no saber si tus amigos lo serán mañana, si tendrás a tu cónyuge el próximo mes, si los hijos tendrán padres con quienes jugar, o si los padres verán a su hija irse porque le molesta la disciplina de la casa. La falta de “ver el amor para siempre” ha herido la confianza y la capacidad de entrega, pues se tiene miedo de darse a quien no sabes si estará para siempre. El amor requiere perserverancia, pues con el tiempo se prueba el amor. No descansa el corazón a menos que se sepa amado para siempre. El amor de Dios es eterno: existe fuera del tiempo; para Él no hay pasado ni futuro: vive en un presente sin principio ni fin, sin sucesión ni cambio posible. Y así es su amor. Nos ha amado eternamente, antes de que existiéramos. “Antes de haberte formado yo en el vientre te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado”. (Jer 1:5). Jer 31,3: “Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti”. Y nos amará para siempre... Para siempre, nunca se apartará de nuestro lado hasta el punto de decirnos: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”.

3. Inmutable.

Con cuánta rapidez se transforma el amor humano en contienda, envidia y odio. (Esto lo vemos muchas veces en las cortes de divorcio, cuanto se pelean por ver cuánto le queda a cada uno, cuando juraron ante Dios compartir con un solo corazón sus bienes). Con cuánta rapidez cambian los sentimientos, cuando el enemigo es quien un día fue tu socio, tu hermano, tu vecino... incluso alguien a quien juraste amar. No vemos lo cambiante de los sentimientos cuando las cosas, o personas, son buenas, si nos hacen un bien... Pero ¿se convierten en problema cuando nos los causan?... Las personas son bellas si lo son con nosotros… ¿No hemos visto amores convertirse en odio? O cuando por envidia tu mejor amigo dejó de serlo... ¿No vivimos temerosos aparentando ser algo o alguien, para que según luzca me aprecien? Sin embargo, el amor de Dios es inmutable, o sea, que nunca cambia ni disminuye, es estable y constante. No cambia según nuestra respuesta. ¡Qué dificil nos parece comprender esta dimensión del amor de Dios! Él no reacciona vengativamente a nuestro mal, no depende de nuestra bondad o de nuestras acciones; no se decepciona de nuestra debilidad, al contrario, nos auxilia con su fuerza. No se aparta ante nuestras ofensas; no se enfría, no lleva cuenta del mal, no se engríe, no nos abandona a pesar de nuestro rechazo... Esa estabilidad infinita y eterna es su inmutabilidad: un amor que nunca cambia, que está por encima de nuestras inconstancias y pecados, de nuestras infidelidades. Cantar 8: “Es fuerte el amor como la muerte, implacable... no pueden los torrentes apagar el amor ni los ríos anegarlo”. Is 54:10: “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, más mi amor de tu lado no se apartará”. ¿Acaso no nos exhortaría Santa Teresa de Ávila a confiar en esta inmutabilidad del amor de Dios? “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda”.

4. Fiel.

¿No es acaso la infidelidad una de las mayores causas de dolor del corazón humano? ¿No es acaso el amor verdadero probado en la dificultad, en la cruz, en la tentación y en la situación inconveniente? ¿No es acaso el amor probado en su fidelidad cuando requerirá el sacrificio personal para mantenerme amando? Pues muchos no están pasando el examen ni la prueba, y a la primera dificultad abandonan los compromisos del amor.

Oh, como hiere sentirse abandonado por el amado... y es una lanza mayor, cuando se justifica el abandono con otro amor. Este dolor lo conoce perfectamente el Señor: “Doble mal me ha hecho mi pueblo, a mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas agrietadas, que el agua no retienen”. (Jer 2:13).

Cuánto duele la infidelidad en el momento de la debilidad, de la enfermedad: el esposo o esposa porque ya no son tan ágiles; el amigo que dejó de serlo porque no tienes dinero para salir de fiesta; los padres abandonados porque ahora son un estorbo; los hijos rechazados porque cambian los planes de los padres... La enferma, a quien se le quiere quitar los instrumentos de nutrición, porque su vida es una carga...

Sin embargo, el amor de Dios es fiel. ¡Cuánto necesitamos conocer la grandeza de un amor que es fiel! En Ex 34:6, Moisés invocó al Señor y este exclamó: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera, rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones”. Mantiene su amor para siempre y en cualquier circunstancia. No nos abandona a pesar de nuestros abandonos, no es infiel a pesar de nuestras infidelidades; cuando más nos alejamos más nos atrae hacia sí; cuando nos perdemos va en nuestra búsqueda; cuando estamos heridos va a sanarnos; cuando estamos oprimidos viene a liberarnos; cuando nos extraviamos viene a nuestro encuentro.

¿No es acaso la historia de la salvación, la revelación del amor fiel y misericordioso del Padre, la historia del amor de Dios para con el hombre? A pesar de recibir tanto amor, ¿desde el Génesis no vemos a la humanidad rebelarse, olvidarse, alejarse de ese amor? Sin embargo, el Padre nunca nos abandonó, no se conformó con haber perdido a sus hijos. El Padre sufre profundamente por nuestra rebeldía e infidelidad, sufre porque nos ama..., pero su amor es infinito, perfecto y misericordioso, y por eso, entre más nos alejamos más nos busca atrayéndonos a su amor. Oseas 11: “Cuando Israel era niño yo le amé y de Egipto llamé a mi hijo. Cuánto más los llamaba más se alejaban de mí. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no reconocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía y con lazos de amor, pero se han negado a convertirse”. Pero ¿cómo voy a dejarte Efraím, cómo voy a entregarte, Israel? Su amor es tan fiel, que incluso a ese pueblo infiel que rompe su alianza de amor repetidamente, Dios lo quiere hacer “su esposa” (su pueblo), quiere unirlo con el lazo de una fidelidad perfecta. Oseas 2:22: “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahvé”.

“Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres”. (Misal Romano)

5. Misericordioso.

No es el miedo a la debilidad uno de los mayores en este tiempo. Nos da tanto temor que otros descubran nuestra incompetencia, nuestra limitación, nuestra debilidad, porque sabemos que inmediatamente será utilizado, se nos echará en cara... sin ayudarnos a levantarnos y a salir de ello.

Vivimos una era muy dura. Se es tan duro con quien se quiere ser y se es tan flexible con quien se quiere ser, por ello la justicia no es verdadera, pues no es regida por la misericordia auténtica. Nuestra era vive una crisis de misericordia. Se propaga una falsa misericordia: todo es permitido, cada persona es libre de hacer lo que quiera, no hay que poner normas ni restricciones..., pero cuando alguien que no nos parece que debió caer o pudiese caer, lo hace... las fuerzas del mundo vienen en contra a aplastar y condenar irremediablemente. ¡Qué paradoja!

Pareciera que todos están atentos a todos, solo para ver sus fallos y debilidades. Pienso en los párrocos, en los líderes de cualquier comunidad; en todo lo que hacen, siempre hay alguien que encuentra razón de criticarlos. Qué dura es la justicia del hombre, porque no tiene misericordia. Ya decía David: “Estoy en gran angustia. Pero caigamos mejor en manos de Yahvé, que es grande su misericordia. No caigamos en manos de los hombres”.

¡El amor de Dios es misericordioso! Dios es amor y cuando ese amor se da al hombre, que es pecador, débil y miserable, se convierte en misericordia. El amor que toca al hombre es misericordia. El Papa JPII, en su encíclica “Dives in Misericordia”, llamó a la misericordia el segundo nombre del amor. “Es un sentimiento que nace del seno maternal o de las entrañas del corazón de un padre”. Is 49.

Como explica San Francisco de Sales: “Aunque Dios no hubiese creado al hombre, Él siempre fuese la caridad perfecta, pero en realidad no sería misericordioso, pues la misericordia se puede ejercitar solamente sobre la miseria... Nuestra miseria es el trono de la misericordia de Dios”.

Cuánto necesitamos conocer el amor misericordioso del Padre, para poder descansar ante la realidad de que somos débiles, frágiles; pero nuestra debilidad no es un impedimento a su amor, sino más bien al contrario: “La miseria humana no es un obstáculo para mi misericordia. Hija mía, escribe que cuánto más grande es la miseria de las almas, más grande es el derecho que tiene a mi misericordia e invita a todas las almas a confiar en el inconcebible abismo de mi misericordia”. (D. 1182).

Cuánto mas grande es la miseria, cuánto mas grande es el pecado, más se revela el amor misericordioso del Padre. El amor que alcanza al pecador. ¿No es un ejemplo de ello la misma revelación de la DM a Santa Faustina, que sucedió al mismo tiempo de la Segunda Guerra Mundial? No aconteció en Krakovia, a unos kilómetros de los campos de concentración. Porque donde abunda el pecado y la oscuridad, sobreabunda la gracia y el amor misericordioso de Dios. “Hija mía, di que soy el amor y la misericordia, misma”.

A una generación que ha querido alejarse de Dios... y a la humanidad de hoy, que en su mayoría está sumida en el pecado, a nosotros, que traemos tantas heridas en el corazón causadas por nuestra propia dureza, o por la de otros, en una generación que se ha enfriado en la misericordia... Dios Padre nos ofrece su misericordia: “Que el pecador no tenga miedo de acercarse a mí. Me queman las llamas de la misericordia, que deseo derramarlas sobre la humanidad”. (D. 50) “Mira, mi misericordia es más grande que tu miseria y la del mundo entero”.

“Deseo que el mundo entero conozca mi misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia”. (D. 687).

“Invita a las almas a una gran confianza en mi misericordia insondable. Que no tema acercarse a mí el alma débil, pecadora, y aunque tuviera más pecados que granos de arena hay en la tierra, todo se hundirá en el abismo de mi misericordia” (D. 1059).

No tengamos miedo de arrojar nuestras faltas, nuestros pecados pasados, nuestras heridas y angustias en el amor misericordioso de Dios. “Cuando arrojamos nuestras faltas con una total confianza filial en la hoguera devoradora del amor, ¿cómo no han de ser completamente consumidas? (Santa Teresita).

El amor del Padre que nunca olvida a sus hijos

Dios nos ama con corazón de padre. Isaías 9 le da el título de Siempre Padre. Su paternidad es de siempre y para siempre. Nos ama con corazón de padre, pues como nos dice la 1 Juan 3:1: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”.

Siendo nuestro Padre, habiéndonos creado por amor, haciéndonos a su imagen y semejanza, constantemente ha sufrido el abandono de sus hijos, la pérdida de sus hijos, porque seducidos por el enemigo de Dios, desconfiaron en su amor y en su sabiduría. Por ello tanto escucharemos en las Escrituras cómo el Padre nos cuida y nos alerta del ladrón que quiere robarnos y separarnos de su amor paterno. Me conmueve en San Juan 17, en la oración de Jesús, como le dice al Padre: “Yo cuidaba en tu nombre a los que me has dado”. Jesús, rostro y corazón del Padre, cuidaba a los suyos. Qué amor... un amor de padre que cuida a sus hijos con gran ternura, que se compadece con entrañas de bondad como nos dice Isaías 49:15: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada”.

Un Padre que viene en búsqueda de sus hijos perdidos

SS JPII, Tertio Milenio Adviente: “En Jesucristo Dios no solo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo testimonia que Dios busca al hombre. Es una búsqueda que nace de lo más íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la Encarnación del Verbo. Si Dios busca al hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente. Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre. ¿Por qué lo busca? Porque el hombre se ha alejado de Él. El hombre se ha dejado extraviar por el enemigo de Dios. Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más. Hacerle abandonar el mal quiere decir derrotar el mal extendido por la historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención”.

Historia del padre que busca a su hijo

En su libro “Un Padre que cumple sus promesas”, Scott Hann nos narra una historia acontecida en Armenia en 1989, cuando fue sacudida por un fuerte terremoto. En medio del caos, un padre angustiado, se lanzó por las calles tratando de llegar a la escuela en donde estaba su hijo. Mientras corría no podía olvidarse de la promesa que le había hecho al niño muchas veces: “No importa lo que pase, siempre estaré a tu lado”. Llegó al lugar en donde había estado la escuela y lo único que encontró fue un edificio completamente derrumbado. Con sus propias manos comenzó a excavar por la parte del edificio donde había estado el aula de su hijo. Sacaba ladrillos, trozos de piedra y paredes, mientras muchos le miraban asombrados ante la locura de querer encontrar a alguien vivo bajo los escombros. Todos le decían: “Olvídelo, no hay nada que hacer. Todos deben estar muertos”.

Él les dijo: “Pueden murmurar o ayudarme, elijan”. Los pocos que se decidieron a hacerlo, muy pronto se agotaban y abandonaban la tarea que les parecía inútil. El padre continuó excavando por horas, 12, 18, 24, 36 horas. Finalmente, cuando llevaba 38 horas, escuchó un ruido. Levantó el escombro y gritó: “Armando”. De la oscuridad surgió una voz temblorosa: “Papá”. Otras débiles voces empezaron a llamar. Uno a uno iban saliendo; 14 de los 33 estudiantes habían sobrevivido. Cuando Armando por fin salió a la superficie, comenzó a ayudar a su papá para sacar a sus compañeros. Todos escucharon cuando Armando les dijo: “¿Lo ven?, se los dije, mi padre no nos olvidaría”.

Esa es la clase de confianza que necesitamos tener en Dios, porque esa es la clase de Padre que tenemos. Nos ama de tal manera que envió a su único Hijo para salvarnos.

De tal manera nos ama el Padre

Juan 3:16: “De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

Leí un día esta historia que me causó un profundo dolor y me hizo captar un poco los sentimientos de Dios Padre. “En el mundo se riega la noticia de que una terrible epidemia empezó a desarrollarse en un pueblo de la India. Nadie le da mucha importancia, pero en pocos días se lee en los periódicos que millones de personas fallecieron y el mal ya comenzó a extenderse a países vecinos. Personal del Control de Enfermedades de los Estados Unidos viajaron de inmediato a la India para investigar la epidemia que ya era conocida como la “influencia misteriosa”, y pronto, ante los resultados negativos de los expertos, los países europeos deciden cerrar sus fronteras y cancelar todos los vuelos aéreos con contacto con los países afectados. Pero fue demasiado tarde, pues las noticias anunciaron que una mujer falleció en un hospital francés. A los pocos días, la incurable enfermedad arrasó casi toda Europa y empezó a ocasionar severos estragos en Estados Unidos, país que de inmediato cerró sus fronteras y canceló todos sus vuelos internacionales.

El mundo entró en pánico y la enfermedad rápidamente invadió casi todo el planeta. Todos, hasta en el más pequeño barrio, están alarmados por el temor que existe ante la posibilidad de adquirir la enfermedad. Todos los científicos trabajan sin parar, para encontrar el antídoto. Pero nada, todo el esfuerzo es vano. De pronto, un grupo de científicos logra descifrar el código DNA del virus pudiendo preparar la cura para la enfermedad. Para ello se requiere la sangre de alguna persona que no ha sido infectada con el virus, por lo que se pide a todos los ciudadanos que se dirijan a los hospitales para que se les practique un examen de sangre.

Un hombre va de voluntario con su familia junto con otros vecinos, preguntándose en qué parará todo aquello y si el fin ha llegado. De repente, un médico sale gritando un nombre. Dice: “¿Qué?", y vuelve a gritar el mismo nombre. El más pequeño de sus hijos, que está a tu lado, le agarra la chaqueta y le dice: “¡Papá, ese es mi nombre!". Antes de que pueda reaccionar, los médicos cogieron a su hijo y le explican que la sangre de su niño está limpia, es pura y quieren asegurarse de que no posee la enfermedad. Tras cinco largos minutos, salen los doctores y enfermeras. Uno de ellos, el que parece mayor, se acerca y le agradece, porque la sangre de su niño está limpia; es perfecta para elaborar el antídoto y erradicar la “influencia misteriosa”.

La noticia empieza a correr por todos lados, y todos están gritando, orando, riéndose de felicidad. Sin embargo, el doctor se acerca nuevamente a este hombre y le pide que firme para que autorice a que se utilice la sangre del niño. Al leer el contrato, se da cuenta de que dejaron en blanco la cantidad de sangre que necesitan tomar. Levanta los ojos y le pregunta cuánta sangre van a necesitar. La sonrisa del doctor desaparece y contesta: "No pensábamos que iba a ser un niño. No estábamos preparados, así que ¡la necesitaremos toda!".

No lo puedes creer y trata de contestar: “Pero... pero...”. El doctor le sigue insistiendo: “Usted no entiende. Estamos hablando de todo el mundo. Por favor, firme. La necesitamos toda”. Pregunta si le pueden hacer una transfusión de sangre, pero el doctor le contesta que no hay sangre limpia para hacerlo e insisten en que firme. En silencio, y sin poder sentir sus dedos que sostienen la pluma en la mano, lo firma. Le preguntan si desea pasar un momento a solas con su niño antes de iniciar el proceso. Camina hacia la sala de emergencia donde su hijo está sentado en la cama. El niño le pregunta qué está pasando. El papá toma su mano y le dice que lo ama más que nunca y que sepa que estará con él siempre. El doctor regresa y le pide que deje al niño; es hora de empezar, ya que la gente en todo el mundo está muriendo. El hombre se aleja, dándole la espalda a su hijo, mientras este le dice: “Papá... ¿por qué me dejas, por qué me has abandonado?”.

A la semana siguiente, durante la ceremonia para honrar a su hijo, el padre observa que hay pocas personas; muchas de ellas prefirieron quedarse a dormir en casa; otras no llegaron porque prefieren ir de pesca o ver un partido de fútbol, y otras vienen con una sonrisa vana y fingiendo que les importa. Quisiera pararse y gritar: “Mi hijo murió por ustedes. ¿Que no les importa?”. Tal vez eso es lo que ÉL quiere decir: “Mi hijo murió para que ustedes pudiesen salvarse”.

¿No es acaso esa lágrima que vimos caer en el momento en que Cristo murió en la cruz, en la película “La Pasión”, la lágrima del Padre que entregó a su único Hijo para salvarnos?

Sí, hermanos, tanto nos ama Dios... nos ama con amor de Padre y en esto consiste nuestra existencia: en descubrir su amor... amor que es la felicidad del corazón humano, amor que es su sanación, amor que es su plenitud. Amor que es lo único que mueve todas las cosas, amor que mueve la historia, nuestra historia personal y la del mundo... Descubramos nuestra historia a la luz de su amor, traigamos hoy nuestra historia pasada, presente y futura al océano infinito de su amor misericordioso, fiel, infinito, eterno e inmutable. ¡Qué miseria puedes tener que no sea una simple gota en este océano! El amor de Dios es el único que garantiza la felicidad del corazón humano; es el único que restaura todas las cosas; es el único capaz de hacernos descansar y confiar. Gastemos la vida (como María Magdalena) contemplando la anchura, la longitud, la altura y la profundidad de este amor. Que esta contemplación nos lleve a una profunda sanación de nuestro ser, porque Dios es amor. Y después de mucho recorrido, de tantos olvidos, rebeldías, abandonos y desprecios que hayamos hecho contra ese amor... al final también decimos como San Agustín: “Oh, Dios, tú nos has hecho para ti mismo y nuestros corazones seguirán inquietos hasta que puedan encontrar el descanso en ti”.

Salmo 103

2 Bendice, alma mía, al Señor, * y no olvides ninguno de sus beneficios.
3 Él perdona todas tus iniquidades, * y sana todas tus dolencias.
4 Él rescata del sepulcro tu vida, * y te corona de favor y misericordia.
5 Él sacia de bien tus anhelos, * y como el águila se renueva tu juventud.
6 El Señor hace justicia, * y defiende a todos los oprimidos.
8 Misericordioso y compasivo es el Señor, * lento para la ira y rico en clemencia.
9 No nos acusará para siempre, * ni para siempre guardará su enojo.
10 No nos ha tratado conforme a nuestros pecados, * ni nos ha pagado conforme a nuestras maldades.
11 Así como se levantan los cielos sobre la tierra, * así se levanta su misericordia sobre sus fieles.
12 Como dista el oriente del occidente, * así aleja de nosotros nuestras rebeliones.
13 Como un padre cuida de sus hijos, * así cuida el Señor a los que le veneran;
14 Porque Él sabe de qué estamos hechos; * se acuerda de que no somos más que barro.
17 Empero la misericordia del Señor perdura para siempre